Julio-Agosto, 1978
Se trata de simples ideas de aldeana, y por lo tanto prácticas. Querría, para empezar, hacer algunas puntualizaciones. La elección del título de esta conferencia se debe a las Visitadoras. Las observaciones que haré, no se han inspirado sólo en referencia a las Provincias, sino a la Compañía en conjunto, situada ya en una perspectiva de pre-Asamblea General. Y, por último, estas palabras tendrán el sello del pensamiento de la Madre Guillemin, en el décimo aniversario de su muerte.
En la primera Asamblea General de la Congregación de la Misión (13 de octubre 1642),1 dice san Vicente que el fin de las Asambleas es elegir al Superior General y tratar de los asuntos de gran importancia y de trascendencia para el futuro, según era costumbre en las santas comunidades de la Iglesia de Dios, a instancias de los Concilios y Sínodos de la misma. Por consiguiente, pensaba que Nuestro Señor nos pedía lo mismo a nosotros.
Así, pues, sucederá en la Asamblea General de la Compañía de 1979-1980. Habrá que proceder a la elección de Superiora General y del Consejo General, pero también se tratarán asuntos de importancia y trascendencia para el futuro, entre los cuales se sitúa la revisión de las Constituciones. Una breve ojeada histórica permite medir la envergadura de este trabajo y anticipar algunas observaciones referentes a esos asuntos importantes y transcendentes.
1634
El 31 de julio de 1634, san Vicente explica a las doce primeras Hermanas que estaban presentes lo que sería su reglamento. Tratará después, varias veces, de este tema, entre otras, el 14 de junio de 1642 y el 22 de enero de 1645, pero puede decirse que todas las conferencias tienden a constituir la Hija de la Caridad. Por eso, las Constituciones actuales hacen referencia a ellas sin cesar. Con los años, san Vicente utiliza otros términos. El 29 de septiembre de 1655, el título de la conferencia es «Explicación de las Reglas Comunes».2 El 22 de julio de 1658, pide fidelidad a esas mismas Reglas. Hace notar a las Hermanas (25 de mayo de 1654 y 11 de agosto de 1659) que la lectura de las santas Reglas está muy ligada, a su entender, a la fidelidad que se les debe y, por ello mismo, a la conservación de la Compañía. Más adelante, aparecen complementos de esas Reglas, como las que se refieren al servicio de los enfermos y también un resumen de las Reglas Comunes para uso de las Hermanas de las parroquias (25 de noviembre de 1659). A esto, hay que añadir numerosas recomendaciones (por ejemplo, el 8 de septiembre de 1656 y el 27 de agosto de 1660), que constituyen un esbozo del capítulo sobre gobierno.
1672
El texto de las Reglas fue publicado por el P. Alméras, el 5 de agosto de 1672. Fue después vuelto a examinar por el P. Jolly y, finalmente, fue firmado por el P. Bonnet, contrafirmado por la Superiora, las Oficiales y las Hermanas de la Compañía, para convertirse en texto oficial ante el Consejo de Estado, el 11 de marzo de 1718, ya que los firmantes querían impedir con su testimonio toda alteración del espíritu. Subsistió sin ninguna modificación hasta 1954, es decir, durante casi tres siglos.
1954
Parecen oportunas algunas modificaciones con relación a la publicación del nuevo Código de Derecho Canónico, dijo el P. Slattery en la presentación de las Constituciones de 1954. Éstas han estado en vigor dieciséis años. Comprenden dos partes:
Organización de la Compañía (en el que aparecen las modificaciones más importantes, como el famoso registro de los votos, por ejemplo).
Las Reglas Comunes de las Hijas de la Caridad, casi sin ningún cambio, salvo la supresión de términos anticuados y de situaciones materiales que han variado.
Aparecen también como subdivisiones:
Las Reglas Particulares: parroquias, aldeas (cuidados a domicilio), maestras de escuela (docencia), hospitalarias.
Y una serie de Avisos para las animadoras de comunidades, Hermanas Sirvientes, las que tienen a su cargo la acogida de los enfermos, tareas hoteleras, las que están al servicio de los débiles, las que velan de noche, las que desempeñan tareas domésticas, las que amortajan.
En estas Reglas Particulares y estos Avisos había tesoros de alimento evangélico, hasta tal punto que surgían en todo momento y para cada función las referencias a la vida del Hijo de Dios.
- «Al distribuir el pan pensarán en la multiplicación de los panes que nuestro Señor distribuyó.»
- «Pasarán a las salas para velar a los enfermos, acordándose de las velas de nuestro Señor cuando estaba en la tierra, por ejemplo, la del Huerto de los Olivos y de muchas otras que hizo para enseñarnos a velar».
- «Recibirán a los enfermos en espíritu de humildad y de caridad, acordándose de que son sus sirvientas y ellos sus amos y Señores…».3
Nos encontramos, de nuevo, con las reconfortantes certidumbres de la fe. «Considerarán que es una gran dicha servir a nuestro Señor en la persona de los pobres. Y, por último, que permanecerán siempre en Dios y Dios en ellas, en tanto permanezcan en la caridad».4
1968
Las Constituciones del 1968-1969, fruto de la Asamblea General, aportan grandes cambios en cuanto a la forma, y también, en cierta manera, de fondo. Fueron un texto de transición y constituyeron una base para la reflexión y el trabajo de la Asamblea de 1974. Sus capítulos, minuciosamente revisados artículo por artículo, dieron paso entonces al texto actual, que goza de la estimación general, pese a que se deseen algunos retoques.
1975
Después de los tres años transcurridos, se van a someter ahora a evaluación las Constituciones de 1975. Y en una edición revisada y corregida, se someterán al juicio oficial de la Sagrada Congregación. Como ustedes saben, es la primera remodelación profunda desde 1672, es decir, desde san Vicente.
Dejando aparte la cuestión de las elecciones, he aquí, pues, una de las respuestas a la cuestión ¿Para qué una Asamblea? Pero el segundo punto de esta Asamblea está, de alguna forma, entretejido con el primero y es inseparable de él. Se trata de señalar los problemas de actualidad y de estudiar sus repercusiones sobre la vocación y la identidad propia de la Hija de la Caridad.
Y, en este punto, se impone el pensamiento de nuestra Madre GuiIlemin, evocando los designios de Dios sobre cada época. A él haré referencia muy a menudo: estamos lejos de haber agotado su mensaje espiritual. Los dos designios de Dios sobre la Compañía, que en realidad constituyen uno sólo, están en efecto presentes en el proyecto de trabajo de la Asamblea General del 1979-1980:
- Las Constituciones recogen las cosas básicas y perpetuas, es decir, el designio de Dios, permanente e invariable sobre la Compañía, o dicho de otra manera, su espíritu y su vocación características.
- Los Estatutos recogen la expresión de ese primer designio, adaptado a la actualidad y, por tanto, sujeto a posibles cambios, y han de complementarse además con los Proyectos Provinciales.
¿Para qué esta Asamblea? Para comprobar nuestra situación en relación a este doble designio de Dios sobre la Compañía. La proposición del P. Santaner «aclarar, sacar a relucir algo nuevo, es decir, de lo auténtico de los orígenes», resume bien en conjunto este estudio de nuestros deseos y nuestras dificultades. La autenticidad original corresponde a la preocupación de conservar el carácter propio de la Compañía en toda su autenticidad, contactando a la vez, con la vida de los pobres de hoy.
Una parte de lo auténtico de los orígenes permanece siempre en nuestra mente, e impulsa nuestra voluntad y nuestro corazón. Es el servicio de los pobres. «El fin principal, para el que Dios ha llamado y reunido a las Hijas de la Caridad, es para honrar a nuestro Señor Jesucristo, sirviéndole corporal y espiritualmente en la persona de los pobres».5
Resulta conmovedor y estimulante a la vez, a lo largo de nuestra historia, cómo se han comprometido los Responsables de la Compañía para salvaguardar este fin principal. Así, la Madre Deleau, en plena Revolución, tras la supresión en Francia de todas las Congregaciones religiosas (6 de abril de 1792), escribía a las Hermanas: «Para poder continuar sirviendo a los pobres, préstense ustedes a todo lo que, honestamente, se les pueda exigir en las circunstancias presentes, con tal que no haya en ello nada en contra de la Religión, la Iglesia y su propia conciencia». Lo que el 22 de noviembre siguiente, repetían Sor Plaine, Sor Tamier y Sor Delamare (que en esta época llevaban el título de Procuradoras Generales y Coadjutora). Enviaron una circular en la que se encuentra este párrafo admirable: «Bajo cualquier pretexto que sea y de cualquier parte que se nos quiera insinuar que abandonemos el servicio de los enfermos pobres, guardémonos mucho de dejarnos seducir. Es deber inviolable de toda Hija de la Caridad vivir y morir en su puesto al servicio de los enfermos pobres».
Medio siglo antes, con ocasión de una epidemia de peste, el P. Bonnet, al final de su vida, había escrito a las Hermanas que había que «estar dispuestas a dar la vida por servir a los pobres». Hay muchas maneras de dar la vida.
El último septiembre, leyendo algunos párrafos de las primeras circulares de los Superiores Generales, hemos descubierto la misma inquietud por ampliar el servicio de los pobres y conservar su autenticidad. Las palabras de la Madre Guillemin a este respecto, conservan una sobrecogedora actualidad: «Lo que se nos pide es que redescubramos la raíz misma de nuestra vocación, esa raíz que ha dado vida, que ha alimentado el gran árbol vicenciano, a través del mundo, esa raíz puramente evangélica».
La raíz es el imperativo de servir a Cristo en los pobres. Es la oración vicenciana a rehacer, a partir del Evangelio, Mt 25, 35-46. Volver a discernir hoy lo original con su lado nuevo. Pues bien, lo original de este servicio a los pobres, y a los más pobres, viene expresado por el espíritu que nos es propio. Tal vez, debamos detenernos en este punto para buscar juntas un brote renovado de la autenticidad original.
HUMILDAD
El espíritu del servicio vicenciano a los pobres de una Hija de la Caridad se caracteriza, en primer lugar, por la humildad. La humildad, inseparable de la pobreza, de la sencillez y del amor, acompaña a la sierva, tanto en sus funciones como en su actitud. Estas palabras no aportan, de hecho, nada nuevo, de esa novedad que tanto buscamos. Por el contrario, están gastadas por siglos de vocabulario comunitario y eclesial, hasta el punto que, apenas quizá les prestemos atención.
Los cinco pasos propuestos por nuestra Madre Guillemin no son, sin embargo, otra cosa que indicaciones hacia la vía de la humildad. San Vicente precisa a menudo que debe llegar hasta la aceptación del menosprecio, e incluso, propone a las Hermanas valerosamente, que lleguen hasta a amar el menosprecio: «La señal más segura de que sois verdaderas Hijas de la Caridad es que améis los desprecios. El Hijo de Dios sufrió muchos».6
Sólo, para las Hijas de la Caridad se encuentran alrededor de una docena de citas en este sentido. El desprecio es la humillación extrema para los pobres, pues afecta a la dignidad de sus personas, pobrezahumillación-menosprecio, trilogía del estatuto social de los pobres. El Hijo de Dios nos dio ejemplo en su vida y san Vicente lo experimentó duramente en la suya. En cuanto a la pobreza, desea san Vicente que impregne nuestra manera de actuar en el servicio que prestamos: «Recordarán que han nacido pobres, que tienen que vivir como pobres por amor al pobre de los pobres, Jesucristo, Nuestro Señor».7
Durante 1968-1969, se reflexionó mucho sobre quién es el pobre. Dígase lo que se quiera, sigue siendo siempre el que, sin dinero, sin formación de ninguna clase, sin apoyo, constantemente desprovisto ante la vida, carece de proyectos de futuro y se contenta con sobrevivir. «Es largo el camino hasta la muerte», decía uno de ellos en la última Semana Santa. ¡Qué difícil es conectar con ellos y encontrarse con ellos de verdad! Y, sin embargo, es allí donde Dios nos espera. ¿Cómo llevar a cabo el servicio humilde, sencillo y amoroso? Es el tormento íntimo y permanente de muchas de nosotras. Se trata, decía nuestra Madre Guillemin, «de poner de acuerdo el deseo de lograr una situación de identidad total con los pobres, con las exigencias específicas de la consagración y del testimonio comunitario».
SENCILLEZ
En esta búsqueda de nuestra identidad total, una de las virtudes que componen el espíritu de nuestro estado, es la sencillez, que puede conducirnos, como la humildad y junto con ella, hacia una novedad renovadora: «La sencillez las lleva directamente a Dios y hace su comportamiento inteligible a todos».8
La sencillez contribuye a situarnos próximas a los pobres. Es cierto que podemos decir que hemos dado ya algunos pasos en este sentido, por ejemplo, en la elección de nuevos sitios para vivir, no hablo del esti-lo del interior de los pisos que no sigue siempre la sencillez, sino de los distritos en que se sitúan las nuevas implantaciones.
Alguien ha dicho: «Una forma de promoción es el derecho a sentir-se aislado por un tabique» (G. Ziégel). Es cierto en todos los terrenos. He visto en Brasil auténticos esfuerzos para volver a los orígenes. En las implantaciones nuevas, las Hermanas viven muy sencillamente. Tienen justamente los muebles indispensables, sin ningún detalle ornamental superfluo en las casas. Desde hace cinco años, duermen cuatro en la misma habitación, en literas superpuestas.
Pero hay aigo más que el estilo de la vivienda. Toda nuestra manera de ser ha de acomodarse a las exigencias de la sencillez. Por ejemplo, nuestra manera de hablar. Un misionero joven, de veintisiete años, que vive en medio de los pobres, me ha dicho que el lenguaje actual de la Iglesia le parece excesivamente intelectualizado. Los pobres, en su opinión, no pueden encontrar en lo que se les dice la sencillez evangélica. La dureza de este juicio me ha hecho reflexionar en lo que se refiere a nosotras, las Hijas de la Caridad. Las palabras que empleamos ¿son bastantes sencillas para permitirnos entrar fácilmente en comunicación, en comunión con los pobres? Nuestros gestos ¿son naturales, llevan el sello de la sencillez que suprime las barreras entre ellos y nosotros?
Y, por encima de todo, nuestros pensamientos ¿son sencillos y humildes, están desprovistos de esa seguridad intelectual que se aferra en mantener las propias ideas, que se exponen con suficiencia, a pro-pósito de todos los temas? «Hay que ir rectamente hacia Dios»,9 decía san Vicente, y también: «Lo primero que Dios les pide es que lo amen soberanamente y que hagan todas sus acciones por amor a Él».10
¿Somos sencillas en nuestras relaciones con Dios y en nuestras oraciones, individuales o comunitarias? La sencillez, una de las señales características de la autenticidad, puede rejuvenecernos. Supone que aceptamos la verdad sobre nosotras mismas. Nuestra Madre Guillemin nos advertía: «No nos imaginemos que podemos tener influencia sobre cualquier persona si no actuamos con sencillez, con verdad, con humildad, con pobreza y con caridad. Todo el alcance evangélico de nuestra vida radica ahí». «La sencillez, añadía, es la irradiación de una vida anclada por entero en la verdad».
La resolución de Solyenitsyn es incitante para nosotras: «No escribir nada, no decir nada, no tomar ninguna actitud que pueda ser contraria a la verdad». Vivir constantemente en la verdad, fieles a lo que pretendemos ser, incluso cuando estamos solas, ¿no es una forma de vivir en la presencia de Dios, de ser también, de cierta manera, presencia de Dios, presencia del Evangelio en el mundo de nuestro tiempo? No se prescinde del criterio evangélico cuando se practica en las cosas concretas, cotidianas, de la vida.
NUESTRAS CONTRADICCIONES
Esa misma verdad ha de impuisarnos a ser lúcidos sobre nuestras contradicciones, inconscientes o deliberadas. Quiero enumerar algunas, porque eliminarlas forma parte del trabajo de las Asambleas:
Rehusar los cargos en la Compañía y aceptar responsabilidades importantes en el seno de organizaciones diversas, pese a que las Constituciones insisten en el hecho de que «todas las Hermanas contribuyen al cumplimiento de la Misión recibida de la Iglesia, porque la Compañía entera está consagrada al servicio de los pobres y todo en ella, ha sido concebido con tal fin».11
Proclamarse Hija de la Caridad de pleno derecho y desentenderse de la vida de la Compañía, de su organización, sus estructuras, sus proyectos. Cuando las Constituciones dicen: «Las Hijas de la Caridad tienen conciencia de obrar como miembros de la Compañía»,12 siempre la tienen en cuenta.
Añaden las Constituciones: «El compromiso de la Hija de la Caridad es fundamental».13 Y, sin embargo, sucede que se toman opciones en favor de ideologías incompatibles con ese primer compromiso, corriendo el riesgo de subordinar la fe y la vida a las directivas de esas ideologías. Es posible que ese compromiso se tome como forma de anunciar la fe, aun cuando se limite a lo económico y lo temporal. La identidad de Hija de la Caridad, caracterizada por el servicio espiritual y corporal a los pobres corre el riesgo de disolverse en él, desaparecer.
Otros puntos a los que hoy se da prioridad deben confrontarse también con posibles contradicciones con nuestra vida, por ejemplo. la solidaridad. Existe la solidaridad como valor moral y solidaridades como interdependencias. ¿Cómo las enjuiciamos? ¿Las elegimos como personas realmente libres o bien las recibimos a través de presiones, implícitas pero reales? Asumir una solidaridad con, supone una conciencia clara de las consecuencias que de ello se deduzca a aceptar una cierta disciplina, una obediencia, unas obligaciones, en resumen, la fidelidad a unos lazos que se han aceptado. ¿Cuál ha de ser nuestra posición? ¿Cuál será nuestra acogida a ciertas solidaridades que implican opciones contrarias al Evangelio o la negación de toda referencia a Dios? ¿Cómo establecemos la referencia a la Compañía, nuestra solidaridad con ella, la respuesta a sus llamadas? (Pienso en las llamadas a cuidar a las Hermanas mayores, a los Padres ancianos, por ejemplo, y hay muchas otras más).
La toma de conciencia de las contradicciones que hay en nuestra vida no depende únicamente de la preocupación por la verdad, sino que depende también de la formación. Plantea, pues, la necesidad de una formación doctrinal, de formación en la espiritualidad propia de nuestra vocación, de formación en la justicia, de una formación cimentada en la realidad, que contribuya a forjar una Hija de la Caridad auténtica, sierva de Cristo en los pobres, no sólo de palabra, sino con obras.
Se trata de hacer que las Hermanas tomen conciencia de lo que las hace desviarse de Cristo, de su Evangelio y de su vocación en las ideologías que les salen al paso. Se trata de darles acceso a la libertad interior, lo mismo ante la adhesión que ante el rechazo temeroso de nuevos conformismos, TV, modas, de hacerlas capaces de un juicio crítico ante teorías, no sólo políticas, sino morales, eutanasia, aborto, pena de muerte, en una palabra, de permitirles adquirir esa personalidad fuerte en la fe, que dio a las primeras Hermanas el valor de ser diferentes de las demás religiosas de su tiempo, por amor a Cristo en los pobres.
En efecto, una Hija de la Caridad con la autenticidad original se caracteriza por esta mística vicenciana de Jesucristo presente en los pobres, a quienes sirve humildemente con amor y sencillez, de ese mismo Jesucristo que se hace presente a los pobres, según expresión de Pablo VI, y a quien se asemejará por la acción del Espíritu Santo.14
La novedad originalmente auténtica nos propone esta línea. Tomar en serio la humildad y transformar en decisiones concretas la búsqueda incesante de servicios humildes. Trabajar para desprendernos de las complicaciones exteriores e interiores, que deforman la figura de la sencilla sierva de los orígenes, y aquí encuentra su lugar en nuestra vida el artículo 12 de las Constituciones que trata de la ascesis, «exigencia de amor, medio indispensable de conversión». Esta disposición está presente al espíritu de san Vicente a lo largo de toda su Conferencia del 25 de enero de 1643, sobre las jóvenes del campo, e inspira su conclusión. Asimismo, insiste san Vicente en casi todos los envíos a Misión, en el espíritu de mortificación como esencial para la Hija de la Caridad: «La mortificación y la oración son como dos hermanas, pero la mortificación va primero».15
Dejar ver con nuestro género de vida y con nuestras actitudes que rechazamos el estilo «horno consumens»,16 para entrar en la vía de la sobriedad y del compartir, lo que, a la vez, deja percibir la exuberante confianza en Dios de san Vicente. Y, sobre todo, renovarnos en el amor, amor a Dios y amor a los pobres, puesto que ambos constituyen una misma cosa.
Todo depende del motor profundo que dirija nuestra vida. Se es de Dios o no se es, decía nuestra Madre Guillemin. Ese dinamismo interior es el amor, en respuesta al amor de aquél que nos amó primero, que murió y resucitó por nosotros, para salvar a todos los hombres. Yo me pregunto si nuestras investigaciones sociológicas en torno a los pobres y a la pobreza, si las estadísticas y los estudios económicos indispensables para tratar de buscar una justicia mayor, no nos hacen tender a veces a relegar a un segundo plano ese impulso del corazón que existe en todo hombre como reflejo de la ternura de Jesucristo, puesto que no solamente se vive de pan. «El Señor es justicia en todos sus caminos. Amor en todas sus obras».17
La cuestión que se plantea a la Compañía y, por tanto, a la Asamblea es la misma que se nos ha planteado a cada una de nosotras. Probar, en la Iglesia y en el mundo, nuestra identidad de Hijas de la Caridad. Y el criterio más auténtico que, todas en conjunto y cada una en particular, tenemos que presentar es el del amor, amor a Dios, amor mutuo y amor a los pobres, espíritu propio de la Compañía, según san Vicente, que se traduce en la práctica, en un servicio humilde, sencillo, amoroso. Tal es el carisma original que hemos recibido de los Fundadores, nuestra vocación tan exigente en el plano del don de sí mismo, de la rectitud y de la sencillez del corazón. Así es como se nos invita a entrar en la Misión de la salvación de los pobres.
La Asamblea es una oportunidad para discernir juntas lo que hay que hacer y cómo hay que hacerlo para que nuestras vidas den testimonio de la espiritualidad vicenciana, en la época actual y ante los nuevos tipos de ideologías que encuentran las Hermanas, comprendidas las resultantes de la evolución del mundo marxista.
Una renovación a partir de lo originalmente auténtico es capaz de seducir a los jóvenes. He leído en un estudio sobre los alumnos de bachillerato de 1978, que los jóvenes están saturados del dogmatismo que surge por doquier, publicidad, política, enseñanza, slogans, homilías. Se ha producido en ellos una especie de saturación y están hartos de lo relativo que de todo ello se desprende, en el ambiente contemporáneo.
Lo relativo es precisamente la muerte de la savia vicenciana, como sería pertenecer relativamente a Dios, siendo relativamente del mundo. Seguir a san Vicente es darse toda y radicalmente a Dios, permaneciendo en el mundo en que se lo encuentra. Las jóvenes serán sensibles al atractivo de una familia unida, feliz en su servicio actualizado a los pobres, servicio a Dios a quien nos ven profundamente unidas, a través de unas exigencias más vividas que proclamadas. La figura de san Vicente es capaz de presentarles un itinerario espiritual que coincide con su propio llamamiento hacia la sencillez, la pobreza, el compartir y la entrega a Dios.
No podemos, ante esta Asamblea, dejar de plantearnos el problema de lo originalmente auténtico para la sierva de Cristo en los pobres, es decir, no podemos dejar de interrogarnos sobre los incesantes llamamientos que surgen de la miseria en el mundo y, paralelamente, de las injusticias. Se podrían citar muchas que sublevan a los pobres. Me limitaré a señalar el precio por día de un hotel de cualquier cadena internacional.
«Parece indispensable renovar y aclarar el conocimiento que tenemos de la voluntad de Dios sobre nosotras y fijar sus puntos esenciales» (Madre Guillemin).
¿Cómo concebir a la Hija de la Caridad hoy, en su vida consagrada, en su vida comunitaria, en su vida de servicio y en su inserción en la Iglesia y en el mundo? Es preciso que adoptemos una posición. Y también en este punto hemos de mirar a nuestros Fundadores. Las ideas nuevas, las vías nuevas no germinan espontáneamente. Las iniciativas brotan del amor. La extraordinaria fecundidad misionera de la Compañía proviene de que ha recurrido incesantemente al Espíritu de amor. «Todo lo consistente viene del Espíritu y tiende por ello a lo alto», decía Teilhard.
¿Pedimos bastante al Espíritu «que nos envíe su luz y su verdad para que nos indiquen el camino?».18
Lo originalmente auténtico es también esa insistencia especial con que nuestros Fundadores recurrían al Espíritu Santo. Este Divino Espíritu impregnó toda la vida de santa Luisa, y san Vicente decía a las Hermanas, el 25 de enero de 1643, «que el Espíritu Santo derrame en vuestros corazones las luces que necesitáis, para caldearlo con un gran fervor».19
Releyendo las cartas del P. Bonnet, he encontrado en ellas una fuente de optimismo. Ejerció el generalato cuando la Compañía contaba apenas cien años. Y, sin embargo, propone a las Hermanas revisiones de vida encaminadas a una reorientación, hacia la autenticidad vocacional, y lo hace con enérgicas y sabrosas expresiones. Hoy, son otras nuestras dificultades y nuestras deficiencias, pero esta lectura me ha dado la certidumbre de que en todas las épocas se necesita renovar una confrontación con los orígenes, a fin de que el servicio a Cristo en los pobres se renueve también, tanto en el corazón de cada una de las Hijas de la Caridad como en el corazón mismo de la Compañía, gracias a que se viven con radicalidad y sinceridad las exigencias de la vocación en el amor, la humildad y la sencillez.