Septiembre de 1979
Dentro de tres meses tendrá lugar la apertura de la Asamblea General, responsable de la última puesta a punto de las Constituciones que se vienen elaborando desde 1968. Este hecho mismo muestra la sabiduría de la Iglesia, que nos concede este lapso de tiempo, con el fin de prolongar nuestra reflexión y nuestras últimas decisiones.
Los miembros de la Asamblea, es decir, las Visitadoras y Delegadas, con el Consejo General, tienen que elegir la Superiora General y su Consejo, y estudiar todos los postulados procedentes de las setenta y cuatro Provincias y Viceprovincias.
Los miembros de la Asamblea General se prepararán mediante unos Ejercicios Espirituales, que comenzarán el 1 de diciembre, y la Asamblea se abrirá el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción. Yo sé que, durante estos días, van a pedir y ofrecer de manera especial, considerando la gravedad de las decisiones que se van a tomar y sus repercusiones que afectan a los pobres, a la vida consagrada en la familia vicenciana y, en cierta manera, a la Iglesia a la que pertenecemos.
Pero las mejores decisiones correrán el riesgo de ser infructuosas si no preparamos, ya desde ahora, nuestros corazones para recibirlas. Este importante acontecimiento de la Asamblea General nos mueve, efectivamente, a examinar nuevamente la vocación original de la Hija de la Caridad, lo que quisieron transmitirnos nuestros Fundadores, de parte de Dios («Dios fue quien estableció la Compañía»)1 y lo que ha llegado a ser, a través del tiempo y a través de cada una de nosotras.
Veremos con evidencia que somos llamadas, en este momento privilegiado de la Asamblea General, a un despertar, el despertar de una conversión que se impone verdaderamente, so pena de no responder a la vocación vicenciana de los orígenes. Ahora bien, como afirmaba el Cardenal Marty: «La conversión es difícil, la conversión es exigente, pero el amor de Dios nos incita».
Podemos, sin embargo, decir que hemos conservado intensamente en nuestros corazones la preocupación por los pobres, por la respuesta que hay que dar a sus llamadas, por un servicio apropiado a sus necesidades. Es una gracia a la que todas las Provincias son fieles. Pero, ¿podemos afirmar con la misma seguridad que hemos conservado y reactualizado los valores que acompañaban, en las primeras Hermanas, ese servicio a los pobres, valores que les permitían alcanzar el doble objetivo, servicio corporal y espiritual, es decir, la promoción del hombre total?
He aquí algunas observaciones, a título de sugerencias, para una eventual revisión comunitaria y para participar espiritualmente del clima de la Asamblea General. En el volumen XIV de Coste, el de las referencias, encontramos indicaciones muy interesantes. Busquemos aquellos puntos en los que san Vicente insistió más. Es normal, por ejemplo, encontrar muchas referencias sobre el servicio a los pobres, puesto que hemos sido creadas para ello. Pero, resulta apasionante descubrir también otros centros de interés, íntimamente relacionados con ese servicio, y considerados como esenciales. Por ejemplo, la mortificación. Las referencias sobre este punto son múltiples, casi el doble de las precedentes. Efectivamente, podemos darnos cuenta de que, en casi todos los envíos a Misión, san Vicente recomienda a las Hermanas, a veces como primera advertencia, que practiquen la mortificación. La asocia al servicio de los pobres y a la oración. Recuerda también a las Hermanas, como necesidad absoluta para todo misionero, la de hacer continuamente actos de preferencia, preferir a Dios en todo y sobre todo. «Dios presente y preferido», la fórmula de Nuestra Madre Guillemin, es una buena traducción de las palabras ascesis y mortificación. ¿Qué audacia misionera sería posible y qué riesgos se correrían, si esa opción por Dios no se tradujera en lo concreto de nuestra vida diaria, por el renunciamiento propio, que prueba que Dios es el gran vencedor en nosotras? Es preciso que su amor ocupe un lugar cada vez mayor en nuestro corazón, que Dios sea el objetivo de todas nuestras acciones junto a los pobres y cerca de ese prójimo más próximo que son nuestras Hermanas. Que Dios en Jesucristo sea el único punto de referencia en nuestro comportamiento. «Decir lo que tenemos que decir, a través de toda nuestra vida», decía Carlos de Foucauld, y ¿qué tenemos que proclamar sino el amor de Dios?
Esta mortificación, esta ascesis de vida, esta preferencia dada a Dios, lleva otros nombres, los de pobreza, es decir, una verdadera solidaridad con los pobres; castidad, esto es, una cierta soledad de corazón para mayor apertura amorosa a la Palabra de Dios y mayor disponibilidad acogedora hacia nuestros hermanos; lealtad en la obediencia a las Constituciones y Reglas según san Vicente.
Se trata del anhelo de querer vivir de verdad la consagración, y de autentificar y renovar este anhelo por medio de la revisión comunitaria.
Este preferir de corazón a Dios a quien pretendemos estar totalmente entregadas, no se improvisa. La que no sabe negarse nada, ni comodidades, ni momentos de expansión, ni caprichos, ni movimientos de pereza o de ambición, debe interpelarse acerca de la autenticidad de su vocación de misionera de los pobres.
Seamos sinceras y lúcidas, se ama con el corazón. San Vicente nos lo dice claramente: «Lo primero que Dios pide es el corazón, después las obras».2 «El amor se prueba con las obras. Y no se termina nunca de amar», afirma el Cardenal Marty. No confundamos los slogans fáciles, las insidiosas intoxicaciones de los discursos de inspiración marxista y atea, todo ese bla, bla, pseudo intelectual, con lo que san Vicente pedía a las primeras Hermanas. Y lo mismo hay que decir de nuestras costumbres rutinarias y pasivas que sitúan nuestra vida a ras de tierra. La Asamblea General nos provoca a la conversión, a cambiar nuestra actitud, un comportamiento de amor al Señor y a salir del dominio de las ideas para entrar en la vida.
La mortificación vivida en el amor nos proporciona una gran libertad interior, que nos lleva incluso a la alegría. Alegría que expresaba una de nuestras primeras Hermanas, diciendo a san Vicente que, en el servicio de los pobres, creía haber experimentado demasiado gozo. Y Margarita Naseau, sabiendo que estaba contagiada de la peste, se fue al Hospital de San Luis, con el corazón lleno de alegría, para morir allí. La mortificación ha de ocupar un lugar en nuestros proyectos comunitarios de todas las comunidades, si de verdad quieren ser misioneras. Ser auténticas Hijas de san Vicente y de santa Luisa es dar, en nuestra vida, prioridad a Dios por la adhesión a la Cruz y al Misterio Pascual.
Otro punto en el que insiste san Vicente para afianzar a sus Hijas en el servicio a los pobres es la humildad. Lo prueban sus innumerables intervenciones sobre este tema, a las que, lógicamente, habría que añadir todo lo que nos dice sobre el orgullo. La humildad es la actitud que conviene a una sierva de los pobres, es actitud de amor y nos sitúa en nuestro verdadero puesto ante Dios. San Vicente insiste en ello, en todos los envíos a Misión, no sólo a nivel personal, sino también comunitario. Profundicemos en lo que nos dice para vivirlo, como rasgo indeleble de la familia vicenciana. Preguntémonos si realmente buscamos la humildad y la pobreza interior, si nuestras afirmaciones dogmáticas, nuestra dificultad para admitir que los demás pueden tener razón, nuestra seguridad de poseer la verdad, corresponden a la humildad.
San Vicente habló también extensamente de la caridad fraterna, le da a veces otros nombres, tolerancia, perdón, reconciliación. Pone de relieve, desde los comienzos de la Compañía, nuestras diferencias. Ésta viene de Lorena, la otra de Picardía, pero, invitándonos a superar todas esas particularidades con una verdadera relación de amistad, se amarán entre sí. Nuestra diversidad, que va acentuándose, es cierto que puede crear tensiones, incluso enfrentamientos. Y éstos no se resolverán con las psicologías de grupo, sino por la caridad, por amor a Aquél que nos invita constantemente al amor verdadero, a la reconciliación y al perdón mutuo. La expresión normal de esta caridad fraterna es la oración, y la participación de cada una en la oración comunitaria, con expresiones sencillas y espontáneas indica, en una comunidad, el vigor de la caridad fraterna.
Esa caridad se extiende a toda la Compañía que, en este tiempo de Asamblea, cuenta con cada una de manera especial. Que sus oraciones obtengan a los miembros de la Asamblea la capacidad de escucha, la acogida y la paciencia ante las manifestaciones de la diversidad en el seno del grupo, y el discernimiento de la voluntad de Dios, en las decisiones que han de tomar en común. Pidan la gracia de vivir unidas en este tiempo fuerte, unidas en la fidelidad a los Fundadores, unidas en el realismo para ver las necesidades de los pobres hoy, y para comprender nuestras situaciones diferentes, y unidas finalmente en el amor a Aquél que nos ha llamado para servirlo.
Alcáncennos también la práctica de la humildad, para reconocer nuestros errores, para impedir los bloqueos o los resentimientos, para entrever sin miedo el futuro, con un entusiasmo renovado y tan audaz como el de 1633. Que nos mantengamos en una disposición de esperanza, de optimismo cotidiano, con la certeza de que todas las tensiones y dificultades, se esclarecen con la oración, acudiendo al Espíritu santo y con la intervención de la Virgen María, única Madre de la Compañía. Puesto que la Virgen María es, en efecto, la Madre de la pequeña Compañía, que ella nos ayude a entrar en ese dinamismo interior de conversión al amor, de respuesta al amor, de difusión del amor, como ella lo hizo, dándonos a su Hijo Jesús.
Acompañen a la Asamblea con sus oraciones, sacrificios, verdaderos gestos de amor, a fin de lograr la presencia del Señor entre nosotras. Que podamos reconocerlo: «Soy Yo, no temáis»,3 y seguirle.