«Esto es tan peligroso como ya sabe».
Las hermanas eran aún poco numerosas para las peticiones que se hacían y la mayor parte de ellas eran incultas. Más de una vez san Vicente sugiere a Luisa que «piense en el medio de hacerlas aprender haciendo una escuela para sus hijas».
Luisa forma a sus hijas para ser buenas maestras
Desde el horario fijado en 1633, se deja un tiempo después de la misa en el que se hace «leer a las hijas de la caridad para que aprendan»; ejercicio que se repite por la tarde y «después de esto, hacerles recordar los principales puntos de la fe en forma de pequeño catecismo». Una delas primeras hermanas asegura que la señorita Le Gras «se tomaba la molestia de enseñar ella misma a leer a las hermanas, haciéndoles decir los artículos de la fe…».
Y san Vicente las animaba: «Dios mío, cuánto deseo que sus hijas se ejerciten en aprender a leer y que sepan bien el catecismo que usted les enseña». Entonces recordaba a las hermanas que esta instrucción no era para su propia satisfacción y utilidad particular «sino para hacernos capaces de enseñar a las niñas de los lugares donde estáis empleadas».
Estas almas incultas que se inscriben en la escuela de Luisa no recibirán una educación como la suya, pues están destinadas a las pobres niñas de los pueblos, y además estamos en el siglo XVII. Por consiguiente, su formación debe adaptarse al método que les aproveche más; no se trata de hacer sabias, sino de inculcarles las nociones elementales de la fe 25, la lectura y la escritura, con el fin de que puedan transmitírselo a sus jóvenes alumnas. Su meta es formar cristianas; todo estará pues subordinado a esto.
Hay que acordarse de que la palabra «instrucción» no tenía en el siglo XVII el sentido de enseñanza que se le da hoy. Significaba más bien educación, lo que implica la plenitud de la formación intelectual y moral, sobrenatural y humana del niño. Además, ningún educador hubiera pensado en diferenciar la instrucción religiosa o cristiana generalmente del resto de la instrucción.
En la «casa madre de entonces», santa Luisa organiza una «pequeña escuela» que servirá de escuela normal para sus hijas. Una vez formadas se lanzan a la conquista, por Cristo, de la gente escolar.
Primera «pequeña escuela» dirigida por las hijas de la caridad
Desde su llegada a la parroquia de san Lorenzo, la instrucción de las pobres niñas del arrabal de san Dionisio preocupó a Luisa. Con la autorización del chantre de Notre Dame, autoridad suprema, abrió para las pequeñas una clase gratuita, la primera (pequeña escuela) dirigida por las hijas de la caridad: grano de mostaza convertido en un árbol grande, ya que en 1849, según informe de la Comisión de la Enseñanza, tenían alrededor de 110.000 niños inscritos en las escuelas —a menudo comunales— solamente en Francia y sin contar las jóvenes de la capital.
San Lorenzo era una de las parroquias más pobres y más grandes de París; «toda una población confiada por la miseria en el extrarradio de la ciudad venía allí a buscar refugio». La demanda que Luisa dirigió al gran chantre, monseñor Miguel de Masle, encargado de las pequeñas escuelas de la ciudad y de las afueras, expresa el fin que ella perseguía.
«El gran número de pobres que hay en el arrabal de SantDenis, escribe, nos hace desear el ocuparnos de su instrucción. Si estas pobres niñas permanecen en su ignorancia, hay que temer que ella les acarree una malicia que las torne incapaces de realizar su salvación. Espero, por el contrario, que Dios será glorificado si los pobres, sin dar nada, pueden libremente enviar a sus niños a las escuelas, sin que las personas ricas puedan impedirles este bien. En fin, estas almas redimidas por la sangre del Hijo de Dios se verán obligadas a rezar por usted, monseñor, ahora y en la eternidad».
La espera no fue larga ya que el 29 de mayo de 1641, Luisa recibía la autorización solicitada.
«En razón de nuestra dignidad de chantre de la dicha iglesia de París, el mantenimiento y el gobierno de las pequeñas escuelas de la ciudad, de los arrabales y afueras de París nos atañe y nos pertenece, y habiendoos encontrado digna de llevar las escuelas, después de nuestro examen, después de la opinión de su párroco y del testimonio de todos los demás dignos de crédito, conociendo la vida de usted, costumbres y religión católica, le concedemos a este respecto la licencia, y otorgamos la facultad de dirigir las escuelas y ejercerlas en la calle llamada el Barrio de san Lázaro, en el distrito de san Dionisio, y con el cargo de enseñar a las niñas pobres solamente, y no a otras y educarlas en las buenas costumbres, letras gramaticales, y otros piadosos y honestos ejercicios, habiendo tomado antes su juramento de dirigir diligente y fielmente las dichas escuelas según nuestros estatutos y ordenanzas…
Según la costumbre de la época, Luisa tuvo que fijar un cartel en la puerta, o en la ventana de la casa, que llevaba una inscripción que decía:
«Aquí mantenemos pequeñas escuelas.
LUISA DE MARILLAC
maestra de escuela
que enseña a la juventud
el servicio (servicio divino), a leer, escribir, y
hacer las letras, la gramática».
Era la primera tentativa en París de una obra a la que la compañía de las hijas de la caridad se comprometía cada vez más.
Esta primera (pequeña escuela) en la ciudad fue siempre el objeto de los más particulares cuidados de Luisa. Entre sus escritos encontramos, con fecha probable de 1655, un proyecto que daba paso a otra escuela mayor, construida sin embargo rústicamente. Simplicidad en la construcción y sencillez en la enseñanza; Luisa insistirá en una tanto como en otra. En sus cartas recuerda con frecuencia a las hermanas la obligación de practicar esta sencillez. «Sería peligroso para nuestra compañía, les dice, que quisiéramos emprender la tarea de hablar doctamente, no sólo por nuestro interés particular que está tan inclinado a la vanidad, sino también por el temor de cometer errores». Su criterio a este respecto llega a ser a veces muy severo.
«La forma de instruir que se hace en la Fére, escribe, ocasiona el peligro de que la hermana no utilice sus conocimientos propios y que proponga tan sólo máximas que no pueda explicar, además habría que temer que un lugar público, como son las salas del hospital, diese la ocasión de acusar ante las superioras de las hijas de la caridad de que se les permite emprender demasiado».
Al insistir en una instrucción sencilla y práctica, Luisa se ajustaba a las costumbres del siglo, en que la instrucción profana de las gentes humildes era muy limitada. Bastaba con saber leer y escribir; la importancia más bien se le daba a la salud del alma. Fagniez señala que después de la formación de la conciencia, ejercitada y afirmada por instrucciones y prácticas religiosas, la educación femenina en la primera mitad del siglo cuidaba más en hacer mujeres y amas de casa, respetuosas a las conveniencias sociales, que mujeres instruidas. Siendo este el caso de la clase burguesa, no es sorprendente que Luisa haya visto más aún la necesidad del elemento práctico en la enseñanza de las jóvenes pobres, sea de los pueblos, sea de la ciudad. Comprendía que la mayoría de estas criaturas estaba destinada a vivir y a morir ocupadas en el trabajo del campo. No obstante, san Vicente desea que las maestras se instruyan a fondo en las verdades religiosas. Santa Luisa, al preguntarle que si, personalmente, ellas pueden servirse de un catecismo cuya doctrina le parecía elevada, responde afirmativamente:
«Sería bueno que se le leyera a nuestras hermanas y que usted misma se lo explicase, con el fin de que todas lo aprendieran y lo profundizaran para enseñar; pues, ya que es necesario que enseñen, es preciso que sepan».
En una de las conferencias a las hijas de la caridad encontramos esta misma idea del santo.
«La Sagrada Escritura dice que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, y el alma debe preferirse al cuerpo. Así pues, dice, es cosa necesaria el que las hijas de la caridad instruyan a los pobres en las cosas necesarias de la salvación; y para esto es preciso que estén instruidas primeramente ellas mismas antes de poder enseñar a los otros».
Para ayudar a las hermanas a enseñar las verdades de la fe a las niñas, Luisa compone, a falta de un manual diocesano, un pequeño catecismo. Es un modelo dentro del género, por la claridad en la exposición, su brevedad, y su tono alegre y vivo a la vez; ya el método activo, tan ensalzado actualmente, aparece aquí; los niños se convierten en actores y se interesan en el juego…
Escojamos un pasaje típico en el que se desarrolla el diálogo sencillo y familiar que se utilizaba de ordinario con estos niños del pueblo, y del que los Archivos guardan memoria:
—¿Qué es ser condenado?
—Es estar en el infierno.
—¿Qué es el infierno y qué es lo que allí se hace?
—Es un lugar donde nunca se ve a Dios, y donde no se le sabe amar y donde se sufre toda clase de tormentos.
—¿Se está mucho tiempo en el infierno?
—Eternamente.
Y el diálogo entre maestra y niños prosigue:
—La eternidad, ¿son cien años?
—Es más de lo que sabríamos decir, ya que no se sale nunca…
—Dice usted que en el infierno no sabríamos amar a Dios. ¿En este mundo podemos amarle?
—Sí, si queremos.
Y después, una palabra de exhortación sigue a la respuesta, con el fin de enardecer a estos pequeños.
Bien se vale de una historia, bien de un ejemplo o de una comparación para poner sus instrucciones sobre las cosas de Dios al alcance de estas pobres jóvenes. Les recuerda que hay que pensar en Dios sin dejar de hacer su trabajo y repetirse: «¡Dios me ve!». Habrá que hacer un interrogatorio para que las pequeñas capten la importancia del pensamiento de la presencia de Dios.
Luisa de Marillac hace más que catequizar a los niños; les prepara catequistas.
Luisa vigila a las maestras en su trabajo
Toda la correspondencia nos la muestra vigilante por desarrollar, mejorar sin cesar, esta obra cuya importancia primordial ha comprendido, «Instruir a los niños en el amor y en el temor de Dios, mejor que enseñarles a hablar mucho de ello», repite en sus consejos.
A Ana Hardemont, le recomienda que sea muy exacta al dar las instrucciones tanto del catecismo como de las buenas costumbres, y le hace otras advertencias. Luego expresa el deseo de recibir ampliamente noticias de sor Ana que está en Fontainebleau, «pero sobre todo de la forma en que lleva la instrucción de las niñas», como de saber «el número de escolares que hay en Chars»; «cuántas hay en Richelieu», y «si las mayores os van a ver algunos días festivos, para escuchar la lectura y las advertencias que le dais a las pequeñas».
A otra hermana, le escribe para animarla, y aconsejarle «que tenga mucho cuidado en la instrucción de la juventud y en mantener un buen orden en su escuela…». A las maestras de Ussel le expresa Luisa el deseo de que enseñen «todo lo que podáis a las pobres chicas, y recordaréis que lo más necesario es lo que atañe al conocimiento de Dios y de su amor». A otras hermanas les da el consejo de «instruir bien a las niñas, no sólo en su fe, sino también en la forma de vivir como buenas cristianas».
Nada escapa a su solicitud
Fue grande su sorpresa al descubrir que las damas de la caridad no habían pensado en preparar un lugar para una escuela en Bicétre, destinada a los niños abandonados. En seguida, busca para acondicionar unos locales: le asegura a Vicente haber visto «un sitio abajo que sería muy adecuado para los niños a los que hay que separar de las niñas; sólo había que hacer una puerta y cerrar las ventanas; y el de las niñas se hará arriba».
Hemos visto ya su gran preocupación por dejar una maestra para enseñar a coser y a leer a las niñas y sus gestiones para conseguirles agujas, dedales y libros. Según el reglamento que se hizo, en seguida vemos que desde que los niños tenían cinco años más o menos, se les enseñaba las letras y el catecismo. Todos aprendían a leer, los niños recibían, además, lecciones de escritura. Había horas para trabajos manuales.
El lugar más importante lo ocupaba, no obstante, la formación moral, como lo demuestra este consejo de Luisa, en el que anima a sor María para que «acoja bien a las escolares, a las que podrá enseñar a hacer medias de estambre, pero principalmente el catecismo y la práctica de las virtudes». A sor Claudia Brígida, le recomienda mucha dulzura en su instrucción de los escolares, «pero sobre todo no les consienta ninguna falta sin corregírsela». Una hija de la caridad que ha sido enviada a Liancourt, sabe hacer puntilla. Vicente se alegra con Luisa, pues «se lo podré enseñar a las pobres gentes, y servirá para atraerlos a las cosas espirituales».
Grabar las oraciones habituales en las jóvenes memorias era lo primero: las de la mañana y las de la tarde se hacían en común. El estudio del catecismo se hacía dos veces por semana: jueves por la tarde y sábado por la mañana. La preparación para los sacramentos era una de las grandes preocupaciones de las maestras, a las que animaba Luisa.
«Este tiempo de cuaresma, escribe, es la verdadera cosecha para las pequeñas escolares, con el fin de que puedan ser bien instruidas y estar bien preparadas para pasar devotamente este tiempo santo y que le sirva de disposición para celebrar bien la Pascua, principalmente aquellas que deben hacer su primera comunión».
No se escatima nada para que las maestras tengan la técnica de su vocación de educadoras.
Conociendo el buen resultado del método de las ursulinas, santa Luisa escribe a Vicente:
«Quisiera que tuviéranos esos escritos alfabéticos, los pondríamos en las paredes; es el método de las ursulinas en algún sitio».
También, cuando una joven, que había estudiado seis años en estas religiosas, fue propuesta por la señora de Chaumont para ser la institutriz provisional de las hermanas, Luisa se alegró, pues, no solamente sabía «lo que estas buenas religiosas enseñaban», sino además que «trabaja excelentemente en tapicería».
Es muy probable que Luisa se haya familiarizado con los reglamentos de las ursulinas en lo que concernía a la instrucción de las niñas de la escuela primaria. Según Bernoville, su tío Miguel de Marillac enseñaba, en el año 1606, a las futuras ursulinas de París, «en algunas disciplinas intelectuales». Es Luisa en persona la que llevó a la pequeña Magdalena de Attichy al convento de las ursulinas, en el que más tarde se hizo religiosa. Para estas religiosas también, en la enseñanza, lo más importante era el cuidado de emplear la mayor parte del tiempo en enseñar a las niñas,
«a leer, a escribir y hacer otros honestos trabajos, convenientes a su sexo y edad; sin embargo, recordarán que la doctrina cristiana es lo primero y principal que les deben enseñar, con palabras sencillas y familiares».
Miraban sobre todo por la formación religiosa, doctrinal y práctica; la educación general de las pequeñas con miras a formar las futuras madres de familia.
Contestando a la sugerencia hecha por san. Vicente de que las hermanas empleadas en la instrucción tengan todas un mismo método, Luisa asegura a una de sus hijas: «tan pronto como lo sepa enteramente, no dejaré de daros recado».
Algunos años después, san Vicente, a su vez, se alegraba con las noticias que acaba de recibir de Narbonne.
«Me mandan maravillas de nuestras hermanas, dice. Sor Francisca ha estado en una ciudad, muy lejos de aquí, donde monseñor de Narbonne la mandó para que aprendiera un excelente método que existe para la instrucción de la juventud. Lo ha aprendido y se sirve de él con gran provecho para todo el mundo».
«Es así, testimonia Celier, cómo las hijas de la caridad, que se habían puesto a enseñar poco a poco, para remediar en la medida de sus posibilidades un mal que habían visto, han contribuido a poner a la juventud a la altura de adaptarse a la revolución de costumbres, más duradera y más grave que la de las instituciones políticas».