La historia de «Akamasoa», una comunidad de buenos amigos

Francisco Javier Fernández ChentoCambio sistémicoLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Pedro Opeka, C.M. · Traductor: Jaime Corera, C.M.. · Año publicación original: 2008.
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Hijo mío, no rehúses a los pobres su sustento, y no dejes que el miserable perezca. No hagas sufrir al que tiene hambre, no exasperes al indigente. No rechaces al mendigo atribulado, ni cierres tus ojos al pobre (Sirac 4,1-4).

I. Los primeros pasos para poner fundamento a una vida nueva

Abril de 1989 Con los sin techo de Tananarive

Un sábado de abril de 1989, me uní a los miles que se habían reunido en el estadio Alarobia de Tananarive para celebrar la euca­ristía con el papa Juan Pablo II, que estaba de visita pasto­ral en Madagascar. Durante la celebración, una chica muy joven, vestida de harapos, que llevaba un niño, probablemente su hermano, se acercó al papa. El papa tomó al niño en sus brazos, le sonrió con ternura, y lo abrazó con todo calor. Guardo aún grabado en mi memoria aquel gesto de amor y de paz, la imagen de un niño des­graciadamente pobre junto a la del mensajero de Cristo. Sentí en aquel momento que Cristo me estaba llamando a dar mi vida a los miles de gente pobre que viven de los deshechos de la ciudad y que tienen las calles por hogar.

Poco después de la visita del papa llevé a mi superior provin­cial, el padre Danjou, al vertedero de basura de Andralanitra, en los suburbios de Tananarive. Hombres, mujeres y niños, con caras demacradas y marcas visibles de los huesos, estaban rebuscando entre la basura para alimentarse y encontrar objetos que pudieran vender. Abriéndonos un camino a través de esta especie de hormi­guero virtual, en el que había perros y cerdos mezclados con seres humanos, nos detuvimos ante una choza hecha de cartón, plástico y lona. Nos inclinamos e introdujimos la cabeza hacia dentro de esta mísera vivienda. En la oscuridad pudimos distinguir tres niños pequeños, dormidos y cubiertos de moscas. Había suciedad por todas partes, y la podredumbre producía un hedor insoportable. Más allá de la choza habían cavado túneles en el interior de la mon­taña de basura. Niños desaparecían en aquel laberinto de madrigue­ras, metiéndose adentro para coger lo que pudieran encontrar. Pensé: ¿Cuántos habrán muerto ahí, sepultados por un derrumba­miento? Justamente en la entrada de uno de los túneles había un hombre anciano que parecía estar agonizando. El padre provincial, que mostraba un rostro horrorizado ante tanta inhumanidad, me dijo: «Pedro, pon en acción el mensaje que nuestra congregación heredó de san Vicente. Empieza esta obra. Te ayudaremos todos y rezaremos por ti.»

A los sin techo se les puede encontrar en las grandes ciudades de casi todos los países. Pero en muchos países los ricos y los líde­res políticos muestran poco interés por ellos. Carentes de servicios sociales, familias con cinco, seis o siete hijos tienen que valerse por sí mismas y resignarse a su triste sino. La desesperación invade el corazón de los padres, que a veces buscan refugio en el alcohol y las drogas, y dejan que sus hijos vivan solos o en pandillas. La prostitución corre rampante, pues es un medio para sobrevivir día tras día. En este clima de indiferencia por parte de las autoridades, e incluso de la misma gente sin techo, muchos municipios echan mano del expediente de limpiar las calles de la gente destituida por el sistema de expulsarlas de las ciudades de vez en cuando. Así des­terradas, esas familias desconocen con frecuencia la ayuda ofreci­da por iglesias y asociaciones privadas. Este drama humano se refleja en la observación del hermano Roger de Taizé: «La pobre­za consiste en no tener a nadie en quien apoyarse cuando se ha per­dido todo.»1

De mayo a noviembre de 1989 — Origen de nuestros primeros proyectos

Por aquel tiempo yo vivía cómodamente en el seminario vicen­tino de Soavimbahoaka. Como yo daba clases a los seminaristas por las tardes, iba todas las mañanas al basurero de Andralanitra, y allí oí hablar de muchas muertes. ¿Dónde podríamos enterrar hono­rablemente a los muertos? Esta pregunta me atormentaba. Para aquellas familias un entierro honorable era algo de extrema impor­tancia, pues el respeto por los antepasados se encuentra en el cora­zón mismo de la vida malgache. Según su tradición, el no poder enterrar a los muertos es haber llegado al borde del abismo. Yo veía a docenas y docenas de huérfanos, de niños abandonados y de madres solteras, así como de niños y mujeres que habían huido de hogares en que reinaba la violencia. Yo no tenía medios para ayu­dar a aquella gente. Me sentía del todo impotente.

Había yo estado aprendiendo durante 15 años en Vangaindra­no, en los campos del sur de Madagascar, donde había descubierto que los malgaches tienen una hermosa tradición: reunirse en comu­nidad para hablar acerca de sus problemas. Compartir las propias preocupaciones y ser escuchado es para ellos algo muy importan­te, pues es el primer paso para construir relaciones humanas y com­prensión mutua. La pobreza extrema había tenido como resultado el que esta costumbre cayera en desuso. La miseria en que vivían hacía que muchos ni pensaran ya en su prójimo; era una situación de «sálvese el que pueda». Durante este tiempo me decidí por hacer revivir la costumbre de reunir a la gente periódicamente, Sabía yo que esto exigiría mucho tiempo, y que para los muy pobres sólo había tiempo después de encontrar cada día medios suficientes para sobrevivir. Pero pensé: si puedo restaurar esa costumbre aquí en el basurero, tal vez la gente vuelva a tener esperanza y comiencen a creer que es posible encontrar una solución a sus problemas.

Al principio solo podía ofrecerles palabras. Les insistí al comienzo sobre el futuro de los niños, pues el amor a los niños habita en lo profundo de los corazones de los padres. «Vengo a ayu­daros. Aún tenéis una oportunidad. Podéis salir de esto. Tenéis la capacidad de trabajar para rehacer vuestras vidas y preparar un futuro mejor para vuestros hijos. En este momento no tengo un céntimo y tampoco tengo soluciones. Pero juntos, si queremos hacerlo, podemos encontrar soluciones y hacer que funcionen.» Como respuesta la gente a veces me insultaba. A ves me escupían y en alguna ocasión se pusieron violentos. Sentí la rabia profunda presente en tantos adultos, adolescentes y niños. Les oía decir: «Extranjero, tú hablas, pero tus palabras no nos dan comida, ni medicinas, ni viviendas».2 Ya habían oído antes promesas, pero sus vidas no habían cambiado. La miseria extrema había desterrado toda esperanza. La violencia era la respuesta a su situación. Fue un golpe muy duro el ser testigo de la pérdida del sentido de su dignidad en aquellos que habían sido desterrados a la montaña de basu­ra. La sociedad había desechado su basura y abandonado a su pro­pia gente.

Propuse a los padres el trabajar todos juntos, pero al principio mi invitación les resultó incomprensible. Padres que habían vivido en la miseria desde la niñez y que habían sobrevivido solos, sin solidaridad social, sin trabajo y sin recursos, habían perdido el sen­tido de los valores sociales y familiares sobre los que se edifica el sentido de responsabilidad. Había que recuperar la confianza por medio de relaciones personales renovadas. Hacía falta perseveran­cia para dedicar el tiempo necesario para despertar en ellos el sen­tido del deber hacia sus hijos. Pero incluso entonces no bastaban las palabras; hacía falta ayuda material. ¿Cómo podría yo llevar a cabo una tal tarea? No debía ceder ante el miedo. La oración me fue de gran ayuda, y encontré en Dios la fortaleza que necesitaba para seguir adelante…3

Todas las mañanas veía entre la basura a una mujer joven pre­parando comidas. Era una estudiante universitaria. Le acompaña­ban siete jóvenes, y entre todos habían creado una especie de cen­tro de día en el que se atendía a unos cien niños. Algunos estudian­tes que yo había conocido en Vangaindrano4 se unieron a ese grupo. Tres hijas de la caridad venían también a ofrecer su ayuda. Vino por entonces un seminarista a verme, y me expresó su angus­tia: «¿Cómo podría hacer yo algo que valga la pena? ¿Qué me llama Dios a hacer?» Le dije lo que me había enseñado mi vida de misionero: «Estudiar es importante. Crecer en la fe es fundamental. Pero el alimento que necesitas, además del espiritual, es el contac­to con el otro. Los pobres necesitan esperanza. Puedes ayudarles a descubrir los recursos que tienen. Hay ciento de familias destituidas que viven en la basura. Hay que hacer algo. ¿Estás preparado para trabajar con ellos?»

Se unió a nuestro grupo. La mano de Dios empezaba a abrir el camino: se estaba formando un pequeño equipo de malgaches para trabajar por los más pobres entre los pobres en el basurero. Comenzamos a reunir el grupo de una manera regular. Cerca del lugar de reunión en el que los adultos se escuchaban unos a otros y discutían sobre su situación, algunos voluntarios entretenían a los niños con canciones y actividades educativas. El abismo que nos separaba de aquellas personas rechazadas se estaba cerrando. Nos unimos a ellos para buscar un modo de responder a los desafíos son que nos encontrábamos todos: ayudar a volver a crear una vida ple­namente humana. Esto supondría un proceso largo de reconstruc­ción sicológica y espiritual.. Poco a poco algunos empezaron cobrar ánimos. Era como si hubieran encontrado una lengua de arena sobre la que colocar firmemente los pies en aquel océano de miseria en el que se estaban ahogando.

Nos llevó seis meses reimir un número de fami­lias para comenzar un pri­mer proyecto. Conocía­mos a algunos campesinos que, empobrecidos traba­jando la tierra exhausta, habían venido a la capital con la esperanza de en­contrar trabajo. Después de largas discusiones, decidimos que nuestra pri­mera meta seria ayudarles a volver al campo. Muchas familias firmaron para tomar parte en este pro­yecto. El primer paso sería encontrar tierra y comprar herramientas y materiales para que pudieran volver a trabajar en la agricultura. Visité a las congregaciones religiosas de Tananarive, y reuní siete mil euros (¡un milagro!). Una docena de nosotros fuimos a preparar el camino a los campesinos a 60 kiló­metros al noroeste de la capital, en la comuna de Andranotapahina. El trabajo fue duro: construir las primeras chozas de madera para dar vivienda a las familias, cavar un pozo para el agua potable, y limitar los primeros lotes de tierra para plantar en ellos. Cuanto más trabajábamos, más milagroso nos parecía el proyecto. ¡Para aquel grupo aquello era como un nuevo éxodo hacia una tierra pro­metida!

El día 24 de noviembre setenta familias se trasladaron al cam­pamento que bautizamos como Antolojanahary (Regalo de Dios).5 El número de familias era pequeño comparado con el de las que se habían apuntado inicialmente. Muchos no sintieron ánimos para empezar de nuevo. Mientras esperábamos la primera cosecha pro­porcionamos a las familias toda la ayuda que pudimos: ¡una comi­da diaria! Era una alimentación extremadamente escasa si se tiene en cuenta que el preparar la tierra que no había sido cultivada nunca era un trabajo muy dificil. Un mes más tarde, al comienzo de 1990, abrimos la primera escuela, que no era más que un arma­zón de madera cubierto con un toldo. Los niños se sentaban en el suelo. Colocamos unas tablas encima de troncos a manera de pupi­tres.

¿Qué se podría hacer con los cientos de familias que se queda­ron en el vertedero de Andralanitra? ¿Podríamos al menos prepa­rarles una comida al día? Teníamos que encontrar recursos para comprar arroz, el alimento básico de la dieta malgache, para que no tuvieran que pedirlo en limosna por las calles, o buscarlo en los cubos de basura. Pocos habían ido a la escuela, y muy pocos tení­an trabajo. De nuestras discusiones brotó una solución de sentido común: «las piedras». A unos pocos kilómetros de distancia del campamento había una cantera de granito en un lugar llamado Macolline.6 Decidimos comenzar un proyecto nuevo: fabricar ladrillos, losas, adoquines y gravilla y venderlo a las compañías de construcción para conseguir ganancias con las que pagar a los tra­bajadores y comprar arroz. Compramos unos martillos pesados y piquetas con el dinero que habíamos recibido de las congregacio­nes religiosas. Como las mujeres no podían hacer este trabajo tan exigente, asumieron otras tareas con grandes ánimos y dieron así ejemplo a los hombres, que eran por lo general menos decididos para encarar las dificultades.

Votamos unas reglas de trabajo. Urgimos a todos a respetar el trabajo de los demás, y tomamos la decisión de que cada noche contaríamos cuánto había producido cada trabajador para que a él o ella se le pagara según el trabajo hecho en el día. Pero al cabo de dos semanas advertimos que el montón de gravilla ya no crecía. De modo que una noche pusimos vigilancia y sorprendimos a algunos trabajadores que habían vuelto después de anochecer para robar gravilla. Reunimos a todo el mundo en la cantera, y recordamos a todos que estábamos tratando de salir juntos de la pobreza, y que no se podía tolerar el robo. Unos días después los guardas cogieron a otro ladrón, que les dijo: «Esta cantera no es vuestra. Puedo hacer lo que me dé la gana, ¡y cuidado con hablar!» Golpeó a uno de los guardas con una piedra. El guarda tuvo que ser hospitalizado inme­diatamente y estuvo entre la vida y la muerte durante dos semanas. Reuní una vez más a todos los trabajadores. No podía yo ocultar mi enfado. Pensé que tenía que ser duro para hacer comprender a los trabajadores las normas y reestablecer la disciplina.

Jaona, el hombre al que se había cogido robando, estaba pre­sente en la reunión. Le pedí que diera una explicación. Se puso en pie y negó que hubiera robado nada. Le pedí que se marchara, pues su comportamiento era una amenaza para el trabajo de todos y el futuro de nuestro proyecto. Aquella tarde, al volver a casa, pasaba yo por casualidad cerca de donde vivía Jaona. Le vi con la cabeza entre sus manos; su esposa estaba a su lado. Le dije: «Jaona, quiero hablarte. Vamos adentro.» Le recordé que casi había matado a uno de sus hermanos, a alguien que era tan pobre como él mismo, un hombre que quería superar su pobreza por medio del trabajo. Le urgí que fuera a ese hermano suyo y le pidiera perdón. Su esposa le animaba a decir que sí, pero él seguía callado. Yo sabía que él quería hablar, pero que no podía. Me di cuenta de que necesitaba tiempo para hacer surgir de lo más hondo de sí mismo el valor de hablar, y que sólo pidiendo perdón su corazón se vería libre del sentimiento de culpabilidad que tenía. Una hora después dijo por fin: «Mañana iré al hospital y pediré perdón, y pediré perdón tam­bién a todos los trabajadores de la cantera.» ¡Su mujer lloraba! Entonces dije yo: «Jaona, cuando hayas pedido perdón, puedes vol­ver a la cantera.»

Así se salvó el proyecto. Este episodio dificil fue una lección para el futuro. Tendríamos que excluir a los que no aceptaran la disciplina del trabajo diario, y que robaban y mentían. Siguieron sucediendo robos, pero poco a poco fueron disminuyendo.

II. Construyendo con solidez

Nuestra Asociación «Akamasoa»

Nuestro mínimo equipo había empezado su trabajo con escasos recursos materiales, pero con mucha fe. Tomábamos decisiones sólo después de haber escuchado con toda atención a los pobres. Nuestros proyectos iniciales convencieron a algunas congregacio­nes religiosas para darnos la ayuda financiera que necesitábamos para llevarlos a término. Fue posible progresar sólo por la constan­cia de la gente del equipo. Un domingo, 13 de enero de 1990, for­mamos una asociación legalmente reconocida y le dimos el nom­bre de «Akamasoa»(Buenos Amigos).

Adoptamos tres principios para ayudar a los pobres a construir su propio futuro. Nos propusimos:

  1. reconocer la dignidad de cada persona y promover el empleo, de modo que la gente pudiera salir de la miseria económica;7
  2. ofrecer instrucción escolar, de manera que los niños tuvieran capacidad para aprender algún oficio; y
  3. proporcionar educación en valores familiares y sociales, de modo que todos vivieran en solidaridad y en paz.

Calificamos a Akamasoa como «Asociación humanitaria» por­que une a sus miembros de manera muy cercana. Discutimos largo y tendido nuestros planes con todos los que se nos unieron, con la esperanza de que ellos adoptarían esos principios como suyos, y les dieran forma concreta en sus vidas.

Desde el comienzo mismo creamos comités en los lugares de trabajo y en las aldeas para tener seguridad, cuidar de los enfermos, cuidar de los niños pequeños, supervisar la escuela, promocionar eventos deportivos y culturales, y para organizar la oración. Estos comités revivieron la tradición malgache de reuniones regulares de la comunidad, que había casi desaparecido cuando la gente vivía en condiciones miserables. Por supuesto que la participación no era total, pero no hubiéramos sido capaces de ejecutar nuestros planes durante los diecisiete años siguientes si la gran mayoría de los miembros, la mayor parte de los cuales son jóvenes, no se hubie­ran comprometido de una manera activa.

El nivel de participación y de organización creció cuando con­tratamos a estudiantes universitarios jóvenes que no tenían trabajo, y que venían a nosotros a buscarlo. Cuando les entrevistábamos lo que nos preocupaba era la honradez y el deseo de ver a su país des­arrollarse. La experiencia nos convenció de que si se cumplían esos dos criterios, los resultados serían muy positivos.

Desde el comienzo quisimos asegurar que el funcionamiento de Akamasoa permaneciera en manos de los malgaches, para que el futuro del proyecto estuviera asegurado. Estábamos convencidos de que era la población local la que entendería la situación en el país y la miseria de los pobres, y que encontraría medios de cam­biar la situación respetando a la vez las costumbres malgaches cul­turales sociales.

Fue un trabajo de amor y de perseverancia, no ya solo de habi­lidad técnica. Con frecuencia recordábamos las palabras que solía repetir san Vicente una y otra vez: «El amor es inventivo hasta el infinito.» La experiencia nos enseñó que el crear un futuro sosteni­ble para una comunidad requiere un proceso de reflexión por el que se definen bien los fines concretos. Decidimos evaluar nuestro tra­bajo todos juntos en reuniones periódicas del equipo directivo. Ahora se reúne el equipo entero todos los domingos para discutir los problemas con que nos hemos encontrado durante la semana, buscar soluciones, y ajustar en consecuencia nuestros programas.

Después de 17 años, ¿qué cambios advertimos en el comporta­miento de las 17.000 personas que viven en las aldeas de Akamasoa? Muchos han adquirido un sentido de responsabilidad social y familiar. Un indicador claro de ello es el éxito de nuestros niños en los exámenes nacionales: los niños de Akamasoa son los mejores de todo Madagascar. Esto quiere decir que las escuelas de nuestra comunidad son competitivas, y que los padres apoyan a sus hijos en sus estudios. La participación en actividades de la comu­nidad es también impresionante: los comités de vecinos garantizan la seguridad pública y el mantenimiento de nuestras aldeas. Finalmente, se ha desarrollado un espíritu de solidaridad con la creación del Tesoro de la Solidaridad, que nos permite financiar la atención a la salud.

Ninguna victoria se consigue de una vez por todas. Seguimos esforzándonos por luchar contra elementos insanos del ambiente: corrupción política, mendicidad rampante en las calles de la ciu­dad; el egoísmo de la cultura del «yo» y del sexo fácil, transmitidos por los medios de comunicación del mundo rico. Intentamos enfrentarnos al futuro de una manera realista y humilde. Nuestra esperanza es que la generación que viene aprenda que una vida ple­namente humana, una vida de principios y fraternal, es una dificil batalla diaria. Nuestro trabajo con los pobres requiere que pensemos y repensemos nuestros planes y que comencemos una y otra vez.

Vivienda y servicios sociales

En Akamasoa establecimos como prioridad la humanización de las viviendas. Nos pusimos a construir hogares de inmediato, aun­que fueran provisionales, y a organizar servicios comunitarios esta­bles.

Se reunieron fondos vendiendo productos de la cantera, lo que nos permitió comprar tablas, sierras y martillos. Invitamos a los sin techo a construir sus propias viviendas con esos materiales. Algunos de ellos consiguieron enseguida el savoir faire para ense­ñar y supervisar a sus compañeros constructores. Algunos prepara­ban toldos para los tejados. Otros construían letrinas. Algunos de los ancianos no tenían ya fuerzas para trabajar, pero los que podí­an ayudaban a hacer algunos trabajos comunitarios, tales como limpiar el suelo que rodeaba a las chozas, cuidar de los niños, o preparar comidas. Un día descubrí que se habían plantado flores. ¡Alguien se había tomado la iniciativa de devolver belleza a los que habían vivido durante tanto tiempo en ambientes de fealdad! Nuestra primera aldea provisional pronto se convirtió en una comunidad. Condiciones de vida humanas reemplazaron a condi­ciones míseras. Esperábamos que este primer ejemplo de éxito prendería una chispa de esperanza en otras familias.

En 1994 co­menzamos un pro­grama de cons­trucción de vivien­das de ladrillo (hoy hay unas 2.000 casas de ese mate­rial) en lugar de las chozas de ma­dera, y comenza­mos la construc­ción de edificios para servicios so­ciales.

Pudimos hacer esto con la ayuda financiera del exterior. Pudimos conseguir fondos porque dimos pruebas de que no desis­tiríamos y de que estábamos decididos a superar las dificultades con que nos encontramos día tras día, pues miles de personas vení­an a pedirnos ayuda.

Como mi padre era albañil y me enseñó cómo construir casas cuando yo tenía 18 años, pude ser útil en este proyecto. Me encar­gué de la formación profesional de los albañiles y de los equipos de construcción, y además enseñé a los albañiles cómo enseñar a su vez a otros. Hoy pagamos a más de 400 trabajadores de la cons­trucción que hacen un trabajo de calidad en todos los lugares en que estamos construyendo. Otros muchos han encontrado trabajo fuera de Akamasoa por la formación que han recibido entre nos­otros.

Se nos critica a veces por construir casas y edificios sociales que son «demasiado lujosos». Pero ¿en virtud de qué la gente que la sociedad ha abandonado en un vertedero de basura no tienen derecho a ser dueños de una casa de ladrillo de 60 metros cuadra­dos que da cobijo a una familia con un número medio de cinco hijos?8

Nuestras aldeas se han convertido en comunidades urbanas con casas, tiendas, fuentes de agua, sistema de alcantarillado, talleres, iluminación pública producida por placas solares, escuelas con cafeterías, centros de día y centros de salud, hospital, salas de maternidad, oficinas de administración, salas de reuniones y de celebraciones, lugares de oración, campos de deportes y cemente­rios. Como resultado se ha creado un millar de puestos de trabajo en servicios comunitarios para el mantenimiento de las calles y de los edificios de administración, recolección de basura, seguridad pública y los otros servicios de administración urbana.

Educación, responsabilidad y disciplina

La gente a la que recibíamos en nuestra comunidad había sido rechazada doblemente: físicamente, pues se les había empujado hacia los vertederos de basura o abandonada en las calles, y social­mente, pues la gente de la ciudad se refería a ellos como «4 MI», una expresión para significar desprecio9 hacia los pobres, y que se refiere al alcohol, a las drogas, al robo y a la prostitución como sus medios de vida. Por supuesto que hay que deplorar esa situación, pero también hay que deplorar que las estructuras políticas, socia­les y económica en las que vivía esa gente produjeran como resul­tado las condiciones inhumanas en que vivían.

Dedicamos muchas horas cada día a reuniones en las que se enseña a los residentes que la responsabilidad individual y social forma la base del respeto hacia uno mismo. Comenzamos por insis­tir en la importancia de la educación en la escuela y en el hogar, así como la preocupación por el bien común.10 Sin respeto hacia uno mismo, no pueden existir relaciones sociales pacíficas.

La asistencia esco­lar depende de la cola­boración de las familias de los niños. Los que tienen hambre, los que no tienen unas condi­ciones sanas de vivien­da, y que no pueden atender a las necesida­des humanas básicas, con frecuencia no tienen la libertad necesaria para ir a la escuela. Por esa razón, la batalla contra la pobreza tiene que tener en cuen­ta todas las necesidades fundamentales de la persona humana: comida, vivienda, trabajo y cuidado de la salud, además de educa­ción. Esos son los fundamentos de la libertad.

Para evitar las recaídas en los problemas mencionados arriba, y también para fomentar el respeto por el bien común, redactamos con la ayuda de la gente, una Dina, que en la cultura malgache quiere decir un conjunto de reglas sociales o convenios de la aldea. Las reglas principales que se redactaron hablan acerca de la obligación al trabajo que tienen los residentes y de enviar a sus niños a la escuela, del mantenimiento de relaciones armoniosas entre individuos y dentro de la familia, y de las condiciones para ser pro­pietarios de una casa y el modo de mantenerla. Esta Dina incluye sanciones como último recurso, incluyendo la posibilidad de ser excluido de la comunidad. Por desgracia, a veces nos vemos forza­dos a apelar a esas sanciones para proteger a la comunidad, sobre todo en casos de venta de drogas.

¿Cómo podríamos no ayudar a los que nos vienen todos los días? Respondemos a sus necesidades en el Centro de Ayuda en Mangarivotra. Todos los días nuestros trabajadores sociales dan la bienvenida a docenas de pobres, hombres y mujeres sin hogar, incluyendo a muchos ancianos y madres solteras. Nuestro equipo recibe peticiones innumerables, entre las que las más comunes son: «dadnos algo para comer», «curad a mi niño enfermo, que se va morir», «ayudadnos a encontrar una vivienda». Nuestros medios son limitados para responder a esas peticiones. Con el tiempo nos impusimos una regla: adaptar los sistemas de ayuda a las necesida­des, de manera que la gente adquiera autonomía lo antes posible. El caminar hacia la autonomía lleva su tiempo. Requiere una eva­luación de la capacidad de cada persona. Según las circunstancias proporcionamos comida, atención sanitaria, ropa, y herramientas. A los que están dispuestos a trabajar para ser autosuficientes se les invita a unirnos a nuestra asociación.

¿Han conseguido todos una calidad de vida mejor? No. Ha habido un progreso enorme, pero algunos vuelven a nosotros varias veces.

Una de nuestras historias con éxito es la del señor Claude, que vino a nosotros con sus cinco hijos. Su mujer le había abandonado. Era panadero y pastelero, pero había perdido su trabajo. Su peti­ción era muy sencilla: «Quiero hacer pasteles. ¿Me daríais 25 kilos de harina, 12 paquetes de levadura, 12 kilos de azúcar y cinco litro de aceite, para que pueda empezar a trabajar?» Después de hablar­lo, tomamos la decisión de atender a su petición y proporcionarle los materiales que necesitaba para empezar de nuevo a trabajar. Volvió a su casa y ahora mantiene a su familia con su trabajo de pastelero.

Otra historia de éxito es la de Eloi, su mujer y sus tres niñas pequeñas. «Había yo comenzado un pequeño negocio vendiendo cosas en la calle,» nos dijo cuando vino. «Caí gravemente enfermo. No teníamos ahorros suficientes para pagar las medicinas que necesitaba, así que tuvimos que vender los muebles. Tampoco podía ya pagar la renta, y nos vimos viviendo en la calle. Todo se nos vino abajo. Comíamos deshechos que cogíamos de los con­tenedores. Akamasoa me ofreció trabajo en la cantera, pero eso superaba mis fuerzas físicas. Así que fue mi mujer. Con la ración de harina que recibía como pago, empecé a hacer y a vender ‘mofo­menakely’ en una mesa pequeña destartalada. Pudimos comprar termos y tazas de café, y luego un molde con veinte agujeros para hacer `mofogasy’ y `ramanonaka’11 y un armario para guardar la mercancía. Aceptaron a mi mujer para un puesto en el centro de día de la asociación en Mahatsinjo, y podía además ayudarme en el negocio. Ahora esperamos poder abrir una pequeña tienda de ali­mentación.» La historia de Eloi es un ejemplo vivo de las posibili­dades abiertas a los que vienen a nuestra asociación pidiendo ayuda.

Algunos de los dirigentes12 de nuestra asociación proceden de la provincia de Fianarantsoa, a 400 kilómetros al sur de Tananarive. Varias organizaciones cívicas y autoridades públicas de esa zona, en particular de las comunas de Vangaindrano y Alakamisy-Ambohimaha,13 vinieron para pedirnos ayuda. Nuestro equipo convino en proporcionarles ayuda técnica así como perso­nal de administración, pero insistimos en que respetaran las cos­tumbres locales y de que adoptaran nuestro principio operativo de escuchar cuidadosamente a las peticiones de la gente y de que die­ran prioridad a los que mostraran signos de querer ser autónomos. Financiamos y supervisamos la reparación de caminos y puentes y la construcción de canales de riego, bocas de incendio, escuelas, centros de salud, salas de maternidad, campos de deportes, iglesias, y otras cosas. Estas actividades estimularon el empleo local y promovieron el desarrollo social y económico. A lo largo de los últi­mos años nos han pedido una ayuda parecida en las provincias de Tuléar, Amboasary Sur, Bekily y Fort-Dauphin Nuestras activida­des en las zonas que están lejos de la capital respetan la sabiduría y las prácticas locales y animan a emprender iniciativas nuevas para el desarrollo económico y social de los pobres del campo.14

Nuestros colaboradores financieros

Necesitábamos una ayuda financiera importante para ejecutar nuestros programas en Tananarive y en las provincias durante los últimos 17 años. La gente me pregunta con frecuencia: «¿Cómo pudo obtener Akamasoa toda la financiación necesaria para ayudar a 12.000 personas de una manera permanente, instruir a 8.500 niños, y ayudar a más de 250.000 personas empobrecidas?» Mi primera respuesta es siempre: «¡La Providencia! ¡Dios es nuestro mejor socio financiero!» Esa respuesta deja sin habla a muchos expertos financieros internacionales, pues no se pueden imaginar que nos apoyemos realmente en el amor diario de Dios. Pero sin una fe alimentada por la oración, nos hubiera sido imposible el enfrentarnos a las dificultades que tuvimos que vencer para acom­pañar a los pobres en sus terribles circunstancias humanas, econó­micas y sociales. Nuestra convicción, fundada en la herencia de san Vicente, es que el desarrollo integral de los pobres no es posible si no hay amor.

Nuestros primeros programas, financiados por siete congrega­ciones religiosas en Madagascar, se centraron en ayudar a campe­sinos a volver a su tierra de Antolojanahary, crear la cantera de Macolline, y construir las primeras chozas de madera en Manantenaosa. Todos ellos eran proyectos muy llamativos que atrajeron la atención de los medios de comunicación, que hicieron público nuestro trabajo. Después de cuatro años empezaron a venir recursos financieros importantes, y se creó un efecto de bola de nieve. Algunas de las ONG, asociaciones de caridad y donantes que confiaban en nosotros desde el comienzo fueron Manos Unidas, APPO y MAP MONACO, Electricistas sin fronteras, Médicos sin fronteras, UNICEF, Los Amigos del padre Pedro en Francia, Madagascar y Estados Unidos, los Kiwanis de Austria, Reggio Terzo Mondo, P.A.M. y la Multi-Aid Association, AIDMOI de la isla de Reunión, la St. Bruno Association, el Saint John of God Center, Sharing and Friendship, Birth en Safata, las embaja­das de Francia, Canadá, Alemania y Japón en Madagascar, y, tal vez la más importante, la Unión Europea. Algunos grupos de igle­sia contribuyeron también con ayudas importantes, incluyendo Misereor, Secours Catholique de Paris, CCFD, Aid to the Church in Distress, Servicio a las Misiones de los lazaristas de París, y el Centro Misionero de Eslovenia. Varias de esas asociaciones siguen ayudándonos hasta el día de hoy.

Los donantes se centran con frecuencia en proyectos que pro­ducen resultados concretos en un tiempo determinado, de manera que con el tiempo dejan de ofrecer la ayuda financiera que ofrecie­ron al comienzo. Para asegurar la existencia de nuestro trabajo a largo plazo nos preocupamos mucho por financiar muchos de nues­tros proyectos con la ayuda de nuestras propias actividades econó­micas. Hoy alrededor de la mitad de lo que necesitamos procede de nuestras actividades.

Como nuestro programa es tan conocido, nos han ayudado también numerosos contribuyentes privados, con frecuencia de manera anónima. Hay un caso que es especialmente digno de men­ción. Durante un vuelo, una señora se levantó de su asiento, vino hacia mí y me preguntó: «¿Es usted el padre Pedro?» «Sí, señora», le contesté. Volvió a su asiento, pero no mucho después volvió y me entregó un cheque sin esperar a que le diera las gracias. ¡Era un regalo de dos mil euros! Fui adonde estaba ella y la vi tranquilamen­te enfrascada en la lectura de un libro. Le di mis sinceras gracias.

Después de estar llamando muchos años a la puerta del gobier­no nuestra asociación fue por fin reconocida por Madagascar como Entidad Pública.15 Se trataba de una importante concesión por parte del estado, porque entre otras cosas se nos concedía la exen­ción de impuestos sobre la importación de alimentos, un impuesto que habíamos estado pagando durante muchos años.

III. Cinco estrategias para luchar contra la pobreza

Antes de describir algunas estrategias para luchar contra la pobreza quisiera compartir algunas cosas que me ha enseñado la experiencia. A la pregunta, «¿Cómo pudiste hacer todo eso?» mi respuesta es muy sencilla: «Ayudamos a los pobres escuchando, actuando con la mayor rapidez posible y tomando en consideración a la persona entera.» Es así de sencillo.

No creo que se pueda derrotar a la pobreza de una vez para siempre. El egoísmo y el egocentrismo están presentes en todas las culturas, y la pobreza existirá en todas las sociedades. Cada gene­ración tendrá que empezar una nueva lucha contra ella. Sin embar­go, me opongo a la afirmación de que algunas gentes están conde­nadas a vivir en la pobreza. Afirmaciones como ésa funcionan como una excusa por parte de los líderes políticos y de los que se apegan a las riquezas materiales. Luchar contra la pobreza es el deber, por dificil que sea, de todos los seres humanos. Hay que cambiar los corazones de la gente. El filósofo Paul Ricceur dijo en cierta ocasión: «La bondad es más profunda que el mal. Hay que dejar correr libremente esa verdad.»

Siguen cinco estrategias que hemos usado para orientar la lucha contra la pobreza. Proceden de la experiencia y del sentido común, y se pueden adaptar a situaciones diferentes. Todas tienen un solo objetivo: mostrar de manera concreta en la vida diaria el amor que nos ha dado Dios.

ESTRATEGIA 1: Escuchar a los pobres

Poco a poco la miseria ahoga a la gente. Los destituidos se acostumbran a las peores situaciones y pierden todo interés por la vida. Escuchando a los pobres podemos volver a encender el fuego que ha sido sofocado por años de dolor y desesperación. Junto a ellos, intentamos compartir sus penas y desenredar los hilos de la historia única de cada persona, de modo que él o ella pueda vivir de nuevo una vida plena. La contribución de los mismos pobres es el elemento más importante en cualquier plan que pretenda cam­biar sus vidas. Escuchando a sus necesidades y trabajando junto con ellos podremos llevar proyectos a buen puerto.

ESTRATEGIA 2: Hacer lo que decimos que vamos a hacer

Programas que son excesivamente ambiciosos se convierten en sueños inalcanzables, en espejismos que producen aún más deses­peranza. La confianza de los que participan en proyectos va cre­ciendo a medida que se resuelven las dificultades de cada día. Es importante pensar en términos concretos y adaptar los programas a las condiciones reales del lugar. Eso exige que se emplee un len­guaje sencillo que pueda entender todo el mundo. Los proyectos se deben diseñar en común, teniendo en cuenta todas las dimensiones de la persona humana, cuerpo, corazón y espíritu. Para construir la comunidad hay que desafiarles ante todo a que tengan todos una perspectiva que supere el individualismo; es igualmente importan­te saber discernir las capacidades de cada persona, para que todos puedan participar en las responsabilidades. En palabras de un dicho malgache, nuestra meta es que «todos pongan las manos en la masa».

ESTRATEGIA 3: Apelar a los jóvenes

A pesar de la pobreza, los jóvenes que viven en la calle tienen a veces una energía y un entusiasmo extraordinarios. Muchos dan ayuda secreta a sus madres. Las jóvenes dan con frecuencia ejem­plo a los jóvenes. Los y las jóvenes son la semilla de la que brota­rá el futuro. Es fundamental el incluirlos en todos los proyectos de la comunidad. Si se les confía responsabilidad, desarrollan gradual­mente la capacidad de tratar problemas concretos. La educación es el fundamento del futuro. El deporte y las actividades culturales les ayudan a madurar y a afianzarse. A su tiempo se capacitan para pre­parar a la siguiente generación a seguir luchando contra la pobreza.

ESTRATEGIA 4: Mostrar un respeto profundo por la cultura local

Cada sociedad es única, con su cultura propia y su propia sabi­duría compartida. Los programas deben respetar las costumbres locales. La familia es la célula básica de toda sociedad. Es del todo esencial el crear un lazo de unión entre una generación y la siguien­te. Cuando vamos a ayudar a un grupo, empezamos por escuchar a los ancianos, pues ellos ven su sociedad a través de las lentes de la fidelidad, el valor, la honradez, el amor y la solidaridad. Si recono­cemos que una comunidad, según mira al futuro, renueva su cultu­ra sólo a través del diálogo con el pasado, mostraremos respeto por la herencia que les han dejado sus antepasados.

ESTRATEGIA 5: «El espíritu hace al ser humano»16

El progreso material no satisface nunca del todo las ansias de los corazones humanos. Nuestros espíritus están inquietos mientras buscan un sentido a la vida. La chispa de Dios habita en todos y mueve el corazón humano a superar los limitados horizontes de nuestra vida diaria. En Aka-masoa somos conscientes de que debe­mos ayudar a la gente a experimentar las sorpresas de la vida. Cuando exploramos el misterio de la alianza entre Dios y la huma­nidad, cuando desarrollamos los dones de compasión, misericordia y participación, nos movemos más allá de los límites de la justicia humana y comenzamos a esparcir una caridad que no conoce lími­tes. De esa manera viviremos en alegría y paz, porque amamos pro-profundamente. Con ese fin, intentamos volver continuamente a la fuente de la Buena Noticia y le abrimos nuestros corazones. Si hacemos eso fielmente, entonces, siguiendo las huellas de Cristo, nosotros mismos seremos una Buena Noticia.

  1. «Choose to love» por el hermano Roger de Taizé — Presse de Taizé, junio de 2006, página 33.
  2. «Vahaza, tú hablas y tus palabras no nos dan sakafo, ni fanafody, ni trano!»; Vahaza — extranjero;Sakafo — comida; Fanafody — medicina; Trano — vivienda.
  3. «…ni tampoco abandonarse a la resignación, lo que le impediría a uno el dejarse guiar por el amor y de ese modo dejaría de servir al ser humano. La oración, como un medio de participar una y otra vez de la fuerza de Cristo, se convierte en una ayuda incluso en un caso concreto de emer­gencia. El que ora no malgasta su tiempo, incluso cuando la situación parece realmente urgente y parece empujarle a uno hacia la acción. La piedad no debilita la lucha contra la pobreza ni ante la miseria de nuestro prójimo. » Tomado de «Dios es amor «, carta encíclica de Benedicto XVI, 25 de diciembre de 2005, párrafo 36.
  4. Viví durante 15 años (durante 1970-1972 y de 1976 a 1989) en Vangaindrano, que fue para mí como un nuevo noviciado/aprendizaje para conocer y comprender la vida, cultura y las condi­ciones de las vidas de los pobres; todo ello compartido en la lengua malgache.
  5. En la aldea de Antolojanahary ya no hay chozas de madera; 130 familias viven en la aldea que tiene ahora una escuela primaria (17 clases), una escuela secundaria (22 clases), una cafetería escolar, un centro de salud, una iglesia, una guardería infantil, un huerto, un almacén para pro­ductos de agricultura, una descascarilladora, un mercado, campos de fútbol, canchas de balon­cesto y de balón volea.
  6. A «Macolline» le dieron el nombre los empobrecidos que vinieron a vivir en «Manantenasoa», es decir, «Esperanza».
  7. «…el que no quiera trabajar, que no coma.» 2 Ts. 3,10.
  8. Tenemos cuatro tipos de viviendas sólidas: viviendas individuales que acogen a una familia, y tres tipos de edificaciones colectivas que dan abrigo a dos, tres o cuatro familias.
  9. «El que no tenga pecado tire la primera piedra… Tampoco yo te condeno; vete, y no peques más.» (Jn 8, 7-11).
  10. Alcamasoa proporciona escuela a 8,500 estudiantes en las aldeas de Tananarive (primaria, secun­daria y bachillerato) en 155 clases con 200 maestros y educadores. La proporción de éxito esco­lar es con mucho la más alta de la provincia: 90% en primaria, 75% en secundaria y 80% en bachillerato.
  11. Mofogasy — frituras dulces de arroz; Ramanonaka — frituras de arroz saladas.
  12. Ahora 391 personas, todas malgaches, aseguran el buen funcionamiento de Akamasoa: 10 para administración y personal, 249 maestros, 40 trabajadores de salud, 26 trabajadores sociales y 15 técnicos.
  13. Vangaindrano, en la costa sureste de la «Gran Isla» está a 800 quilómetros de Tananarive y a 400 de Fianarantsoa; Alakamisy-Ambohimaha está 30 quilómetros al norte de Fianarantsoa.
  14. Más de 12 millones de malgaches viven en zonas rurales (el 75% de la población), de los cuales las dos terceras partes viven por debajo del nivel de la pobreza.
  15. Decreto 2004-164 del 3 de febrero de 2004
  16. Proverbio malgache: «Ny fanahy no maha olombelona»

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