- LA SITUACIÓN
Hay, pues, algo de nuevo y de original. Pero ¿en qué consiste toda esta novedad y genialidad?
No faltaban por cierto en la Iglesia comunidades de mujeres consagradas a Dios. Los monasterios y los conventos estaban repletos de mujeres que, en la más rigurosa observancia de la ley de la clausura, vivían su consagración en una vida de total separación del mundo. Era éste el ideal propuesto y protegido por los solemnes documentos del Concilio Tridentino en la sesión De Regularibus que había renovado las prescripciones de la Constitución Periculoso, de Bonifacio VIII; por las Constituciones Circa Pastoralis y Decori, de Pío V por la Constitución Dubiis, de Gregorio XIII; y por la Bula Salvatoris et Domini, de Sixto V.
Se trataba de una legislación muy severa que puso en estado de crisis a no pocos monasterios; algunos tuvieron que cenar. La legislación respondía de algún modo a la mentalidad de la época: ésta en efecto no veía para la mujer más posibilidades de vida que el convento o el matrimonio (aut murus aut maritus).
No faltaban tampoco comunidades de mujeres consagradas que ejercían alguna forma de apostolado de la caridad (p. ej., la atención a los enfermos), o bien de educación (escuelas), pero sin salir de sus estructuras. Vicente lo sabía, y aun lo insinuaba en alguna ocasión, en las conferencias a las Hijas de la Caridad.
Era empero una novedad absoluta, la de mujeres que pretendiesen aunar:
- darse «del todo a Dios», sin ser religiosas;
- vivir «agrupadas en comunidad», sin hacer de su casa un convento;
- «servir a tiempo pleno» a los pobres en sus viviendas, en los hospitales, en las prisiones, en los campos de batalla, dondequiera y en cualquier momento, prolongando en el servicio, sin solución de continuidad, la contemplación de aquel Dios al que ellas sumamente amaban.
Había habido algún intento, fomentado también por los fermentos humanistas, de realizar en campo femenino lo que ya había acontecido en el masculino con los Clérigos Regulares y los Jesuitas: esto es, posibilitar para la mujer la vida de apostolado fuera de la clausura. Se había asistido, sin embargo, a un fracaso detrás de otro. De hecho las Ursulinas, las Canonesas de san Agustín y las Religiosas de Nuestra Señora habían sido obligadas a armonizar la educación de la juventud con la clausura. Y justo en el decenio 1620-1630, Roma negaba la aprobación a las designadas Damas Inglesas de Mary Ward. San Vicente alude varias veces a las Ursulinas, no en cambio a las Damas Inglesas, aun cuando su caso causó cierto alboroto en Roma.
¿Y las Visitandinas, o Hijas de la Visitación de Santa María? Por voluntad de sus fundadores, san Francisco de Sales y santa Juana Chantal, Vicente de Paúl fue superior de la Visitación de París durante unos cuarenta años. Podemos fiarnos de su testimonio: tenía que conocer bien sus orígenes y su espíritu. Pues bien, dice claramente que, de acuerdo con los fundadores, las Hijas de la Visitación debieran haberse dedicado a las diversas obras de caridad cristiana. Teme de hecho que las Hijas de la Caridad puedan «cambiar de casa en claustro y haceros religiosas, como ha pasado con las hijas de Santa María y afirma que «Dios ha permitido que unas pobres muchachas (las hijas de la caridad) sucediesen a esas damas (las Hijas de Santa María)».
Pedro Coste relata directamente un coloquio entre san Francisco de Sales y Jean-Pierre Camus, en el cual el santo se preguntaba el porqué de llamársele Fundador de las Hijas de la Visitación, habiendo terminado por hacer lo que ansiaba deshacer y deshacer lo que deseaba hacer. Su designio en efecto, era el de fundar en Annecy una casa de jóvenes y viudas, sin votos y sin clausura, para que se dedicaran al alivio de los pobres enfermos faltos de recursos, y a otras obras de piedad y de misericordia espiritual y corporal, según la idea expresada por la apelación a la Visitación de María. El arzobispo de Lyon, card. De Marquemont, les había impuesto en cambio la clausura, decisión a la que condescendió Francisco de Sales. A una con Pedro Coste y algunos otros autores, soy de opinión que, según bastantes textos de san Francisco de Sales y de santa Juana de Chantal, es patente cómo, en sus comienzos, las Visitandinas preveían la contemplación y el servicio a los pobres como sus obras principales. Se habla allí de dos ejercicios principales: la contemplación y la oración (en casa), y el servicio de los pobres enfermos. Así pues, no se trataba sólo de una mitigación de la clausura, como sostienen otros. En todo caso, no me demoro ulteriormente en el asunto, que traté ampliamente en mi tesis’ . Me basta con saber que san Vicente pensaba que fuera reservada para las Hijas de la Caridad «la corona que Dios había preparado para las Hijas de Santa María».
Vicente, pues, abre un camino allí donde otros no lo habían logrado. Un camino que luego tantos recorrieron con éxito. Sería de interés una indagación concienzuda, que esclareciese cuántos fundadores y fundadoras, y en qué medida, se aprovecharon, en los siglos que siguieron, de la genialidad vicenciana.
En realidad, sin embargo, no es Vicente quien abre el camino. Más bien se abren a la genialidad, a la inventiva de Dios, él y Luisa juntamente. Según su estilo, deja hacer a Dios, sigue paso a paso a la Providencia, se apresura lentamente.
Primera en nacerle entre las manos es la «Caridad» de Chátillon, que él encuadra en las cofradías, según el derecho canónico de la época.
Después llega Luisa. Vicente la ayuda ante todo a salir de sí y la envía a animar las distintas «Caridades» que nacen dentro y fuera de París.
Afluyen luego del campo las primeras jóvenes deseosas de gastar la propia vida en el servicio de los pobres. Al principio se insertan en las diversas «Caridades» de París; luego son agrupadas y confiadas a la dirección de Luisa, y más adelante constituidas en una cofradía diferente de la de las Damas.
CEME
Alberto Vernaschi, c.m.