La causa de beatificación de las Hijas de la Caridad de Arrás (1794)

Mitxel OlabuénagaFormación Vicenciana, María Magdalena Fontaine y CompañerasLeave a Comment

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Decreto de la declaración de martirio a favor de las Siervas de Dios María Magdalena Fontaine y tres compañeras suyas del Instituto de las Hijas de la Caridad.

(TRADUCCIÓN DEL LATÍN)

Cuando en el siglo XVIII iban en aumento los desórde­nes de la Revolución francesa, y a la vez los fieles hijos de la Iglesia eran objeto de fiera persecución, no faltaron mu­chas mujeres fuertes, émulas del valor varonil, las que, como siervas e hijas de Dios, ilustres y distinguidas por la pureza de su vida y lo firme de su fe, fueron condenadas por jue­ces inicuos. Invocaron al Señor para que no las dejase sin amparo en el día de la tribulación y durante la dominación de los soberbios. Y el clementísimo Dios las oyó, fue su ayuda y protector, y libró de la perdición y del tiempo, calamitoso a las que confesaban y ensalzaban su nombre. De éstas, cuatro Siervas de Dios, pertenecientes al Instituto. de las Hijas de la Caridad, se proponen en la presente causa, que son: María Magdalena Fontaine, natural de Etré-pagny, nacida y bautizada el día 22 de Abril de 1723.—Ma­ría Francisca Pelagia Lasnel, nacida en Eu el 24 y bauti­zada el 25 de Agosto de 1745.—María Teresa Magdalena Fantou, nacida y bautizada en Miniae-Morvau, el 29 de Julio de 1747.—Y María Juana Gerard de Cumiére-Chattau‑court, nacida y bautizada el 23 de Octubre de 1752. Todas éstas, con otras tres, Rosa Micheaux, Juana Fabre y Fran­cisca Coutecheaux, se hallaban en 1789 en la casa de Arras, fundada en 1556, viviendo aún San -Vicente de Paúl. So­bresalió entre todas la Sierva de Dios María Magdalena Fontaine, la que, habiendo ingresado muy joven aún en el Instituto de la Hijas de la Caridad, según crecía en edad hizo tales progresos en la virtud, que mereció ser nombra­da Superiora de la Casa; en cuyo cargo dio muestras de su prudencia, observancia de las reglas y de su amor y solici­tud para con sus subordinadas. Cuando amenazaba la per­secución, quiso que las hermanas jóvenes, como más ex­puestas a los peligros, abandonasen la ciudad, y así dispuso que Coutecheaux regresase a su familia, y sus compañeras Micheaux y Fabre saliesen para el extranjero. De este modo hizo un favor, no sólo a las hermanas librándolas de la muerte, sino también a la ciudad misma, la cual, sose­gada la tempestad, las recibió sanas y salvas y muy dis­puestas a llevar a cabo todos los ejercicios de piedad en favor del pueblo. Los procesos, apoyados en muchos tes­timonios y documentos, refieren que estas cuatro hermanas, como verdaderas hijas de San Vicente de Paúl, estaban llenas del espíritu y virtudes de su Fundador, distinguién­dose entre todas la Superiora. Dedicábanse de continuo a socorrer las necesidades de los pobres; y aunque les advir­tieron el peligro que les amenazaba, a fin de que, mirando por su vida, se refugiasen en un lugar más seguro, cons­tantemente lo rechazaron, porque en ese caso, decían, los pobres quedarían abandonados. Este comportamiento atrajo hacia ellas la estima y veneración de todo el pueblo. De los tres juramentos que las asambleas nacionales de Fran­cia imponían, a saber, el de la constitución civil del clero, el de la constitución del reino y el de la libertad é igualdad, este último exigieron a las hermanas. Estas, a quienes en asunto tan grave no podían faltar algunas reglas y consejos de su Prelado, Vicario general y Director espiritual el Rvdo. P. Ferraud, rechazaron sin vacilar este juramento y todo lo que se les exigía contra la religión y la justicia. Apresadas, fueron puestas en custodia, primero en la Abadía de Saint Waut, después en el Monasterio de la Provi­dencia o del Buen Pastor, y encerradas finalmente en la cárcel de De Baudets, ciudad de Arras: en todas partes ejercieron un ferviente apostolado de caridad, ayudando y consolando a todos los que con ellas estaban detenidos y encarcelados. Trasladadas a la ciudad de Cambray, y con­ducidas de nuevo al tribunal revolucionario, fueron conde­nadas a muerte. Camino del suplicio iban rezando con fer­vor el rosario y las letanías de la Santísima Virgen María, y cantando como si celebrasen un triunfo el himno Ave Maris Stella. Se cuenta que la anciana Superiora Fontaine predijo que ella y sus compañeras serían las últimas vícti­mas de la persecución, y que muy presto sobrevendrían la paz y tranquilidad pública. Finalmente, el día 26 de Junio de 1794, como esforzados atletas de Cristo, inundadas de una alegría celestial, sufrieron la pena de muerte. Esto su­puesto, habiendo aumentado de día en día la fama de la vida, martirio y causa del martirio de las cuatro ya mencio­nadas Siervas de Dios, fueron llevados a la Sagrada Con­gregación de Ritos los procesos ordinarios, instruidos acerca de este asunto en la Curia de Cambray. Entre tanto, hecha la revisión de los escritos que se atribuyen a las di­chas hermanas, como nada obstase a que el asunto se lle­vase adelante a instancias del Postulador de la Causa, Re­verendísimo Sr. Agustín Veneziani, de la Congregación de la Misión, quien manifestó los ardientes votos de las Hijas de la Caridad, y atendidas a la vez las cartas postulatorias de algunos Emmos. Cardenales de la Santa Iglesia Romana, de muchos Rvmos. Sres. Obispos y de otros varones emi­nentes por su dignidad, ya eclesiástica, ya civil, el Eminentísimo y Rvmo. Sr. Cardenal Vicente Vannuttelli, Obiso de Palestrina, Relator de la misma causa en la sesión ordinaria de la Sagrada Congregación de Ritos, habida en el Vaticano el día abajo indicado, propuso la siguiente duda: ¿ Se ha de nombrar Comisión para la Introducción de la Causa en el caso, y para los efectos de que se trata? Y la misma Sagrada Congregación después del relato hecho por el Cardenal Ponente ya mencionado, habiendo considerado detenidamente todas las cosas y oído también de palabra y por escrito al Rvdo. P. D. Alejandro Verde, Promotor de la Santa Fe, juzgó responder: Afirmativamente, o sea, que se debía nombrar la Comisión, si así parecía al Padre Santo. Día 4 de Mayo de 1907.

Hecha después la relación de todo esto a nuestro San­tísimo Padre el Papa Pío X por el insfrascrito Secretario de la Sagrada Congregación de Ritos, Su Santidad, ratifi­cando la sentencia de la misma Sagrada Congregación, se dignó nombrar por su propia mano la Comisión para la Introducción de la Causa de beatificación o declaración del martirio de las ya conocidas Venerables Siervas de Dios María Magdalena Fontaine y sus tres compañeras, todas del Instituto de las Hijas de la Caridad. Día 29 del mes y año arriba expresados.

SERAFÍN, CARDENAL CRETONI, Prefecto de la S. C. de Ritos.

  1. S. DIOMEDES PANIZI, ARZOBISPO DE LAODICEA, Secretario.

LA VENERABLE MARIA MAGDALENA FONTAINE Y COMPAÑERAS DE LA CASA DE ARRAS, HIJAS DE LA CARIDAD DE SAN VICENTE DE PAÚL, CONDENADAS a MUERTE POR CAUSA DE LA RELIGIÓN en Cambray, el 26 de Junio de 1794.

Atravesaba Francia el período formidable de la Revolu­ción, cuando brillaron como la luz en medio del caos al­gunas almas inocentes, los sacerdotes sacrificados y las vírgenes mártires; entre éstas figuraron sor María Magda­lena Fontaine y sus compañeras de la casa de Arras, Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, las cuales prefirieron sacrificar su vida antes que faltar a su deber. Subieron al cadalso en Cambray, adonde habían sido trasladadas, y murieron allí el 26 de Junio de 1794. Vamos a dibujar primero el cuadro histórico dentro del cual se realizaron tan trágicos sucesos; es decir, la Revolución, y después re­feriremos la escena del martirio.

I.—LA REVOLUCIÓN.

Era a fines del siglo XVIII, cuando resonó en Fran­cia el estampido de la Revolución. Ningún hombre media­namente instruido en historia, ignora hasta qué punto en todo Europa aparecía la atmósfera cargada de tempesta­des. No parece sino que todas las naciones se habían pro­puesto contribuir a formar y hacer más terrible la tormenta.

Si el trono se hunde y son derribados en Francia los altares, téngase presente lo que en torno de Francia suce­día en el siglo XVIII, lo que eran los reyes y ministros y la manera con que unos y otros trataban a la Iglesia. No hablamos más que de las naciones católicas, pasando en silencio lo que sucedía en las naciones protestantes, donde un Federico II de Prusia, por ejemplo, apoyaba a Voltaire y mantenía con él correspondencia. En Austria reinaba José II, que era un impío y mereció, por su afán de meter­se en las cosas de la Iglesia, el sobrenombre de «Sacristán». En Italia, en la Toscana, su hermano Leopoldo II era a la vez su discípulo y su émulo. Todos saben quiénes eran los ministros de los otros reyes; en Nápoles era Tanucci, jus­tamente aborrecido del pueblo, y que en sus relaciones con el Papa y la Iglesia se condujo como un descarado sectario; en España, Aranda, que gobernó hasta 1792 y de quien dijo un filósofo francés que «quería grabar en el frontispicio de todos los templos los nombres de Lutero, Calvino y Mahoma juntamente con el de Jesucristo».

En Portugal era ministro el tristemente célebre marqués de Pombal, quien como todos saben y la historia refiere, ofendió a la nobleza y trató indignamente a los religiosos de la Compañía de Jesús. «En su tiempo, escribe Chantre, había en Portugal mil ochocientos jesuitas, de los cuales unos fueron condenados al destierro, otros a prisión y muer­te, sin que precediera juicio alguno. De ciento veinticinco jesuitas encerrados por Pombal en calabozos cerca del Tajo, sólo quedaban cuarenta cuando cayó este hipócrita y san­guinario ministro; todos los demás habían sido librados de la prisión por la muerte». Tal era el estado de las naciones en la segunda mitad del siglo XVIII. La situación de Fran­cia no era diferente, acababa de ser coronado rey Luis XV, que ni era mejor ni peor que sus hermanos de Austria, Es­paña, Nápoles y Portugal; sus costumbres son, por desgra­cia, harto conocidas. Tenía por ministro a Choiseul, que era digno de ocupar un puesto al lado de los Tanucci, los Pombal y los Aranda, de quienes acabamos de hacer mención.

Por todas partes, pues, amenazaba la tormenta, y lo úni­co, que se ignoraba, era el punto por donde iba a descar­gar. fue Francia. Allí las ideas maduran más pronto que en otras partes, lo mismo las buenas que las malas. El pue­blo sacó las consecuencias del escandaloso ejemplo que te­nía ante sus ojos y de las perversas doctrinas que el filosofismo reinante en toda Europa le había predicado, derri­bando el trono y trastornando el orden social; en una pa­labra, hizo la Revolución. Y porque los atrevidos autores de esta obra, cuyo solo recuerdo estremece, temían que los ministros del altar intentasen levantar de nuevo el trono; porque además, estaban pervertidos por las doctrinas impías de los filósofos, a la Revolución política añadieron la persecución religiosa.

Vamos a contar ahora uno de los terribles episodios que marcan las etapas de esta profunda y sanguinaria Revolu­ción: el martirio de las Hijas de la Caridad de Arras.

II.- La persecución. Las Hijas de la Caridad de Arras.

En el año 1656, cuando aún vivía San Vicente de Paúl, fueron enviadas a Arras las primeras Hijas de la Caridad, que se establecieron en un local que les había ofrecido una señora de Lyón, en la calle que todavía hoy se llama «de la Caridad». Más de un siglo vivieron allí las hermanas, de­dicándose al servicio de los pobres; pero en 1778, deseando el Ilmo. Sr. Conzie dar mayor extensión a sus obras de caridad, compró para ellas un amplio terreno a lo largo de la calle de los Teinturiers, quedando terminada la nueva ha­bitación en 1782.

En 1789, eran siete las hermanas que componían la casa de Arras. La Superiora, sor Magdalena Fontaine, que nació en Etrepagny, en el departamento del Eure, en Abril de 1723, y hacía más de cuarenta años que vivía consagrada al servicio de los pobres, gozando de la estima y venera­ción de toda la ciudad. Eran compañeras suyas las herma­nas María Lanel, Teresa Fantou, Juana Gerard, Rosa Micheau, Juana Fabre y Francisca Coutocheaux.

Dedicadas todas ellas a las obras propias de su instituto, además de la escuela gratuita de niñas se ocupaban de la

visita a los pobres en su domicilio, y del cuidado de los en­fermos que acudían en gran número a su farmacia.

En los comienzos de la Revolución nadie inquietó a las hermanas, antes bien, una deliberación de la Administración del departamento del Paso-de-Calais, con la data del 15 de Mayo de 1791, había declarado: «que las hermanas no te­nían por qué temer que se turbara la tranquilidad de que hasta entonces habían disfrutado». Añadiendo, conforme al estilo de esta época: «Que debían, por el contrario, con­tar con la protección de las leyes mientras permanecieran dentro de la esfera activa y pura de la beneficencia cris­tiana».

Pero el movimiento revolucionario se acentuaba más cada día, y la legislación era cada vez más exigente y te­mible para las personas sospechosas de trabajar contra el nuevo régimen violentamente establecido

Sor Fontaine y sus compañeras se habían resignado a quitarse el hábito y la toca, haciendo sin duda alguna un sacrificio; pero que creyeron necesario para conservar lo esencial, que era continuar su misión de caridad cerca de los pobres y enfermos.

as iban a resurgir aún mayores dificultades con motivo de los juramentos. El primero, ó sea el de fidelidad a la Constitución civil del clero, nada las molestó, porque al principio no se exigía más que a los eclesiásticos, conside­rados como funcionarios públicos. Roma condenó este ju­ramento por un decreto del mes de Marzo de 1791, siendo el único respecto del cual manifestó el Papa su sentir. Pero hubo otras fórmulas de juramentos exigidos sucesivamente por las leyes, especialmente el que se llamó de libertad-igualdad, respecto de las cuales hubo diversas opiniones sobre su licitud, según las diversas interpretaciones que las administraciones diocesanas daban a dichas fórmulas. El Obispo de Arras, que había emigrado a Tournai, declaró ilícito este juramento, y las Hijas de la Caridad miraron como un deber atenerse a la decisión de su Prelado. Ella trazaba su línea de conducta; puesto que era ilícito prestar el juramento, debían morir antes que jurar, y en efecto, murieron, como vamos a ver.

III.- Prisión

En 1793 llegó a Arras, enviado par la Convención, José Lebón, uno de los más feroces revolucionarios. Algunos días después de su llegada se presentaron dos comisarios en la Casa de Caridad de la calle de los Teinturiers, en nombre del Distrito y del Consejo general de la Commune, para averiguar si las hermanas habían prestado el jura­mento y hacer otras investigaciones.

Las hermanas contestaron con firmeza que no habían prestado el juramento ni estaban dispuestas a prestarlo, y que eran inútiles los plazos que se les dieran para pensarlo, porque su conciencia les prohibía someterse a las exigen­cias de la ley. Los comisarios levantaron acta de esta ne­gativa, y procedieron inmediatamente al registro de toda la casa. Pocos días después volvieron a hacer lo mismo; pero sus pesquisas no tuvieron resultado.

Estas visitas y pesquisas inútiles fueron seguidas (23 de Noviembre de 1793) de una decisión, en virtud de la cual la Casa de Caridad cambiaba su nombre por el de Casa de la Humanidad y recibía por director al ciudadano Mury, que muy pronto iba a ser el denunciante de las Hermanas. Apenas habían pasado nueve días después de su instala­ción, cuando obtuvo una decisión que le declaraba único dueño de la Casa de la Humanidad, al mismo tiempo que por otra decisión del Distrito eran arrestadas las cuatro Hijas de la Caridad. «Considerando, decía el decreto, que las mujeres encargadas de la Casa, llamadas hasta el pre­sente de la Caridad, y desde hoy de la Humanidad, se obs­tinan en no prestar el juramento exigido por la ley, el Distrito decreta que sean privadas de sus pensiones, excluidas de las funciones que venían desempeñando y arrestadas como sospechosas».

En virtud de este decreto fueron conducidas primera­mente a la Abacial, prisión relativamente cómoda, y más tarde a la prisión de la Providencia, donde les aguardaban todo género de privaciones.

Mury denunció a las hermanas por haber ocultado pe­riódicos antipatrióticos, y su hija renovó más tarde la mis­mo denuncia. En consecuencia, el 4 de Abril de 1794, Sor Fontaine y sus compañeras fueron llevadas al tribunal para contestar a estos cargos. Sor Fontaine respondió que no tenía conocimiento de los periódicos y publicaciones que se decía haber hallado en la Casa de Caridad; que jamás los había leído, ni había oído hablar de ellos. Las hermanas Gerard, Lanel y Fantou contestaron lo mismo. Al día siguiente, 5 de Abril, fueron trasladadas a la prisión de los Asnos, donde derramaron el consuelo y el aliento entre los demás prisioneros, como lo habían hecho en la prisión de la Providencia.

  1. – En Cambray. El martirio.

Trasladado Lebón de Arras a Cambray, llamó a su nuevo tribunal algunos acusados; entre ellos estaban las cuatro Hermanas de la Caridad, que por no tener sitio en la pri­sión de Cambray fueron encerradas en el Seminario de esta ciudad, donde estaba ya erigido el tribunal que las había de sentenciar.

Después de un corto interrogatorio semejante al de Arras, se dictó contra ellas sentencia de muerte. Sor Mag­dalena, principal acusada, era condenada la primera como «piadosa contra-revolucionaria, que ha conservado cuida­dosamente y ocultado bajo un montón de paja una mul­titud de folletos y periódicos que respiraban el realismo más desenfrenado; que se ha negado a prestar el juramento y ha insultado a los comisarios del distrito.» La misma pena se dictó contra las Hermanas Juana Gerard, María Lanel y Teresa Magdalena Fantou, «cómplices de Magda­lena Fontaine.»

Debe fijarse principalmente la atención en esta sentencia en la frase que dice que son condenadas a muerte por ha­berse negado a prestar el juramento.

Esto sucedió el 26 de Junio de 1794. Las Hermanas fue­ron conducidas inmediatamente al cadalso erigido en la plaza de Armas de la ciudad. Allí hicieron oración de ro­dillas mientras llegaba el momento de consumar su sacri­ficio, después subieron las gradas del cadalso ensangren­tado ya por otras víctimas. Sor Fontaine murió la última. Antes de entregar su cuello al verdugo, quiso dirigir por última vez al pueblo algunas palabras de esperanza y de consuelo. Cuéntase que dijo a los que se hallaban próxi­mos al cadalso: «Nosotras somos las últimas víctimas; ma­ñana cesará la persecución, será destruido el cadalso y levantados de nuevo los altares.» En efecto, así sucedió en Cambrai. Poco después vino la caída» de Robespierre, y con ella la huida de Lebón que se vio obligado a abando­nar los departamentos que con su crueldad había aterro­rizado.

Los cuerpos de las cuatro Hijas de la Caridad fueron de­positados en la fosa común del cementerio de la puerta de Nuestra Señora, en Cambray.

Como preparación a la Causa de su beatificación se verifi­có en 1900, por orden del Arzobispo de Cambray, un proceso informativo. La Causa de Beatificación, según dejamos indicado, acaba de ser in­troducida en Roma, y existe fundamento para esperar que tenga feliz éxito, y que, por consiguiente, podamos, dentro de poco, saludar a las Venerables Siervas de Dios con el título de Bienaventuradas.

***

Cuando las cuatro Hermanas de la Caridad estaban para subir al cadalso y se trataba de atarles las manos, sostenían en ellas un rosario que el verdugo les quiso quitar; mas to­mándolo uno de los presentes, se lo puso a cada Hermana sobre la cabeza a manera de corona. Tierno emblema: al pensar en este rosario, en esta corona colocada en la fren­te de estas vírgenes que iban a morir por la Religión, pa­rece como que se divisa la otra corona que les esperaba para dentro de breves momentos en la vida eterna, y que se escucha el cántico con que son recibidas en el Cielo: «Venid, esposas de Cristo, recibid la corona que el Señor os ha preparado para toda la eternidad.» Veni, sponsa Christi, aceite coronan quam tibi Dominus praeparavit in aeternum.

 

ANALES 1907

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