Capítulo primero
«Madre, ¿es para mí lo que habéis puesto en mi plato?» —decía un niño de siete años al recibir su pequeña porción de comida—»Sí, para ti es» —respondió la madre sonriéndose. Y al momento levantándose el niño y cogiendo su plato lo llevaba a un vecino suyo, cuya extrema pobreza le había enternecido. Esa escena que en 1807, poco más o menos, se verificaba en una pequeña aldea de Forez, traza de un modo muy característico el espíritu del Ilmo. Sr. Odin, Arzobispo de Nueva Orleans, cuya vida vamos a escribir. Vémosle desde el principio dotado de un criterio sano y práctico, sin más pretensiones que la de conocer claramente lo que podía y debía hacer para reducirlo generosa y desinteresadamente a la práctica. La misma inteligencia y carácter de abnegación y sacrificio descubriremos más tarde en su niñez, en su vida de Misionero y de Arzobispo.
Juan Odin vino al mundo en 1800, de una familia de la aldea de Hauteville, parroquia de Ambierle. Sus padres tuvieron diez hijos, de los cuales Juan era el séptimo. fue bautizado el mismo día de su nacimiento, según se deduce del acta siguiente, que dice así: «A mediodía del 25 de Febrero de 1800 nació y fue bautizado Juan Odin, hijo legítimo de Juan Odin y de Claudia María Seyrol, su mujer, habitantes de Hauteville; fue padrino suyo Juan Perrochon, su primo, y madrina, Virginia Seyrol, su tía.» Suscribe «Loche, párroco.» Por una anomalía que no puede explicarse, en esas partes de Forez, que tan fieles en la Religión se habían conservado durante la Revolución, la parroquia de Ambierle, cuya fe y piedad en nada cedía a las otras, tenía, sin embargo, por aquel entonces, desde 1792 un párroco constitucional, que es cabalmente el que suscribe la partida de bautismo del Sr. Odin.
Para explicar ese hecho, ni es necesario acusar de ignorancia la religiosa familia de que nos ocupamos, ni de una defección pasajera de la Religión, sino que todo puede explicarse por algunas tradiciones que se conservan en la familia de Juan Odin. Según éstas, pues, así Juan Odin como otros cuatro de sus hermanos y hermanas, fueron bautizados, ya en su propia casa, en Hauteville, ya en algunas asambleas nocturnas que se celebraban en sus alrededores, por el párroco de Boisset, cerca de Roanne, que era un sacerdote fiel y se llamaba el Sr. Didier. El sacerdote constitucional era un señor bueno y pacífico, que sólo por ignorancia o flaqueza había prestado el juramento cismático, y no tuvo más intervención en nuestro caso que la de registrar y firmar las partidas.
El que en el país de Roanne hubiera un sacerdote juramentado era un caso excepcional, toda vez que este mismo país en la Asamblea constituyente estaba representado por aquel admirable párroco llamado Goulard, que en la discusión de 29 de Mayo de 1794 pronunció estas memorables palabras: «Los sacerdotes dependen de los Obispos y los Obispos del Papa. Tal es mi fe y tal es la de todos los verdaderos cristianos. El Gobierno civil podrá mudarse, mas no el de la Iglesia, porque es inalienable e inalterable; de lo contrario, ni habría ya más autoridad ni Religión.» Y en la conclusión decía: «Destruir la autoridad de los Obispos es lo mismo que establecer el presbiterianismo«. Esas nobles frases resonaron en toda la Francia católica, y eran como el eco de los habitantes de Roanne, cuyo representante era Goulard. Efectivamente, ellos permanecieron fieles a la Religión durante los días de trastorno, hasta que se vio desaparecer del todo aquella espantosa tiranía.
Era necesario mucho esfuerzo y habilidad para poder practicar la Religión y escapar de los peligros que en todas partes amenazaban. En la Vida del Ilmo. Sr. Dauphin, escrita por el Sr. Beluze, encontramos un episodio de aquellos tiempos, que nos da una idea exacta de los peligros que corrían los católicos en ese rincón de Francia.
En el pueblo de Crozet, poco distante de Hauteville, donde moraba la familia Odin, el maestro de escuela ejercía diversos oficios, por medio de los cuales su Celo e industria facilitaba al párroco el ejercicio de su ministerio.
«En la mayor parte del tiempo —dice— se celebraba la santa Misa en una casa particular muy de mañana y en un aposento que daba al huerto. Una simple mesa servía de altar y el ornato de la capilla era tan escaso, que a la menor señal de alarma se podía recoger y esconder todo instantáneamente, sin que quedase señal alguna de ceremonia religiosa; el mismo sacerdote podía escapar del peligro saltando en un sótano, cuya puerta estaba disimulada con un baúl. Y no fueron inútiles todas las precauciones mencionadas, pues cierta noche la facción republicana, prevenida, sin duda, por algún falso hermano, invadió de repente la casa y penetró hasta el oratorio, en el cual el sacerdote estaba celebrando y terminando el último Evangelio. Gracias a Dios, estaba ya todo concluido, y para mejor desorientar a los soldados, en un momento la capilla se convirtió en salón de recreo. El P. Thulliers, que acababa de servir la Misa, pudo tomar con tiempo el violín para distraer a la concurrencia. Sobre la mesa se pusieron bandejas, vasos y botellas, con lo cual aquel aposento tomó el aspecto de un bodegón, que era todo lo que se necesitaba entonces para desconcertar a los enfurecidos guardias de orden público. —Ciudadanos, ¿qué hacéis ahí en esa hora? — dijo el cabecilla con voz ronca. — Ya lo veis—respondió el maestresala con sangre fría;—nos divertimos y bebemos. ¿Quiere Ud. tomar un trago con toda su compañía?— No lo rehusamos— respondió el mismo,—pues una buena copa siempre sienta bien.—Y al momento una hermana del P. Thulliers fue por tres vasos, y los recién venidos, después de haber brindado, a la salud quizá de Robespierre, se retiraron lamiéndose los labios, pues según parece, la cosecha de vino fue muy excelente aquel año de 1793. Ese solo hecho, tomado de entre mil, tan frecuentes en Francia durante la época del Terror, basta para manifestar cómo vigilaba la Providencia para proteger la fe de las fieles muchedumbres, dándonos al propio tiempo una idea de aquel lugar en el que debía educarse el joven Odin. Pues, sinduda, su familia, que estaba situada en ese vecindario, debía formar parte de esas asambleas para cumplir secretamente los actos de la vida cristiana.»
Verdad es que él no conoció esas escenas religiosas tan parecidas a las de la primitiva Iglesia; pero ¿cuántas veces se las contaría su madre, diciéndole los peligros que todos y cada uno corrían en esas asambleas nocturnas, a las que asistían sólo por servir a Dios? Los que, por desgracia, eran sorprendidos, se les encerraba en la prisión, y después de un sumario proceso eran entregados a la muerte. Javognes, antes tranquilo pertiguero de Montbrison, así que llegó a ser representante del pueblo, con su feroz dictadura de Comisario del Gobierno, recorrió todo el país, cebando sus sanguinarios instintos con crueles ejecuciones, pues aun muchos años después, su solo nombre llenaba de terror y espanto a las regiones de Forez. Sin embargo, las familias de Odin y Seyrol no tuvieron que llorar la muerte violenta de ninguno de sus miembros Un sacerdote, tío de la señora Odin, pudo escapar de todas esas desgracias y ejercer su ministerio hasta 1811 en la diócesis de Lión.
Reinaba la piedad en el hogar de esta humilde familia, y en todo el país, desde muchos siglos, se conservaba vigorosa la Religión mediante las instrucciones y ejemplos de los monjes. A veces se atribuye la indiferencia religiosa de ciertas comarcas a la deplorable influencia ejercida por los monasterios del siglo XVIII; pero esa, recriminación, por lo menos, no tiene lugar en el país que nos ocupa.
Ambierle era uno de los monasterios más antiguos; fue fundado en 902, con dependencia de los Benedictinos de Cluny. Desde el siglo XI vemos las luchas sostenidas por las franquicias de los monjes y su independencia de la autoridad laica, que en esa época empleaba frecuentemente la fuerza para apoderarse de los bienes de las iglesias, y a veces, arrepentida, cedía ante el derecho reivindicado por aquellos Religiosos sin defensa, de lo que podríamos citar algunos ejemplos.
El pueblo vivía pacíficamente agrupado alrededor del Prior benedictino y de la espléndida iglesia gótica del siglo XV, la cual formaba la gloria del país, como también el asilo de los pobres trabajadores, quienes encontraban allí los goces de la Religión y el celeste entusiasmo de nuestras solemnidades cristianas.
El joven Odin, bajo esa misteriosa influencia, recibió para toda su vida hondas impresiones de la Divina Providencia. Allí veía y conocía los tesoros de la Iglesia y la magnificencia de los monumentos como el sepulcro de los señores de Pierrefitte, el artístico coro donde los monjes cantaban las divinas alabanzas, los hermosos cristales de las ventanas por donde, a través de la luz y de los rayos solares se veían las dulces escenas del Evangelio, y otras muchas pintura preciosamente conservadas y que se atribuían a la delicada mano de Van Dyck.
En su casa, Juan, según los testimonios que hemos recogido, era un niño dócil y afectuoso, amaba a sus padres y prevenía sus deseos. Sus hermanos y hermanas hallaban en él un amoroso y risueño compañero de sus juegos, sin pretensiones y siempre contento del lugar que le tocaba. A las horas de comer y cenar era necesario que su madre le obligara a cuidar de sí mismo; pero él respondía: «No, no, dejadme, ya tengo tiempo; ya me serviré cuando se hayan servido todos«.
Su dulce carácter y el deseo de ser.vir a todos le hacían muy amable, de modo que un observador perspicaz habría ya desde entonces descubierto aquella rara bondad con que se distinguió más tarde siendo Misionero, y que dio ocasión a que se dijera de él muchas veces: «Hay corazones cuya sola benevolencia es más insinuante que el afecto de otros muchos«. En su natural calma, apacible y algo tímido carácter, se hallaba el principio de aquella gravedad serena y modesta que más tarde fue uno de los mayores atractivos para ganarse los corazones. Era alegre y placentero con mucha naturalidad, pero sin exceso ni malicia ; lo más provocaba a reír, pues su natural bondad no le permitía ser mordaz ni molesto. El mismo buen humor encontramos en muchas de las cartas que escribió en su Seminario, que por otra parte están penetradas de mucha piedad y celo apostólico.
Entre los campesinos no se pasa la niñez en juegos y ociosidades, sino que debiendo ocuparse todos en la labranza de los campos, ya desde aquella tierna edad hay que aprender a trabajar para más tarde. El joven Odin era el primero en tomar parte en esas faenas, trabajaba en el campo, y esa vida de aldeano le quedó profundamente grabada en su memoria. Siendo Arzobispo de Nueva Orleans solía hacer mención con mucha gracia de su primitivo oficio de labrador. P. ro ya su inteligencia precoz y su amor al estudio llamaban la atención de su familia, la cual deseaba proporcionarle la instrucción conveniente a su edad.
Esto no era fácil a principios de este siglo… La Revolución, que no necesitaba de sabios, todo lo había destruido. No había restablecido más que las escuelas mayores; para las menores no se habían formado más que vanos proyectos. Ni en Ambierle ni en sus alrededores había escuela alguna de esta clase.
Cierto antiguo seminarista, pariente lejano de la familia de Odin, que vivía a alguna distancia, en la aldea de Tremieres, y que tenía reunidos algunos niños para enseñarles, recibió a Juan Odin a la edad de siete años.
Ahí es donde aprendió las primeras nociones de leer y escribir; dos años después comenzó el latín con el Sr. Seyrol, párroco de Nouilly, hermano materno de su abuela. Parece que entretanto comenzó a desarrollarse en él la vocación al estado eclesiástico. Estuvo con su antiguo tío algún tiempo sirviéndole la Misa y prestándole algunos otros pequeños servicios; su amabilidad, su docilidad afectuosa y tierna piedad formaban las delicias de aquel anciano. Mas, cuando ya principiaba a aplicar algunas declinaciones latinas y algunas reglas que le explicaba aquel venerable sacerdote, la muerte de dicho señor vino a interrumpir esa vida común y de estudio. Volvióse el jovencito a Hautevilie y se preparó para la primera comunión. Dispúsose lo mejor, que pudo. Corría entonces el año 1812.
El culto católico en Francia había ya sido restablecido a su antiguo esplendor, principalmente en la diócesis de Lión. El limo. Sr. Fesch, tío del Emperador, cuya vida durante la revolución nada tuvo de eclesiástica, por el Concordato vino a ser Arzobispo de Lión.
Entonces su enmienda y conversión fue sincera y definitiva, empleando toda su reputación y fortuna en mejorar el estado de su inmensa diócesis y en fundar obras pías, como Seminarios, Casas de Misión y Congregaciones religiosas. En esa época, pues, en que la Religión renacía con tanto , mayor vigor cuanto había sido más conculcada, hizo Juan Odin su primera comunión en Ambierle, y en 1813, en Saint-Haon-le-Chatel, recibió la confirmación de manos del Cardenal Fesch,, quien empleaba en visitar su diócesis el tiempo que le dejaban libres sus embajadas y las funciones de capellán mayor del Emperador y los Concilios que presidió en París. Mientras estaba en Roanne le llegó la noticia de la victoria de Dresde, y en este pueblo fue donde pidió y mandó que se entonará un Tedéum en acción de gracias.
Juan, en Ambierle, continuaba aquella vida de piedad y caridad de la que dimos una idea al principio y en la que continuamente iba progresando. Amaba a los pobres, y les llevaba parte de su comida, en lo que su madre encontraba gran satisfacción.
Cierto día, habiendo encontrado por el camino un pobre muy miserablemente vestido, lleno de compasión al ver los gruesos zuecos con que se arrastraba y dirigía hacia Roanne, que distaba aún unos veinte kilómetros, sin reflexionar en su petición, dijo a su madre: «Madre, déjeme Ud. dar mis zapatos a ese pobre, pues con sus zuecos no podrá llegar a Roanne«. Sonrióse su madre, diciéndole que los zapatos de un niño no podían venir bien a un hombre. Hasta esto llegaba el ímpetu de su caridad, a pesar de ser naturalmente tímido/y retraído. Podríamos decir de Juan Odin lo que decía el padre de San Vicente, hablando de su hijo: «Este niño llegará a ser un buen sacerdote, pues tiene un corazón muy bueno«.