Juan-Bautista Etienne (XXXIV)

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Monsieur Étienne: «Es galicano… No ama al Papa»

Educado y formado durante la restauración borbónica, Étienne se cimentó en un moderado «semigalicanismo» tal la descripción de Margaret O’Gara. Austin Gough advierte que, «debido a la acentuación de lo francés, «galicanismo» implicaba, para la generación de Étienne, la búsqueda, siquiera provisional, de vías por las que conciliar la doc­trina católica con los principios de 1789, el gobierno constitucional y el modelo pluralista de la sociedad». En cuanto galicano, Étienne creyó que la Congregación había hallado esa vía conciliatoria.

El sobrino de Étienne, Augusto Devin, C. M., registra el hecho de que, según era común entre la mayoría de seminaristas y jóvenes clérigos de la época, Etienne estaba suscrito a la publicación de Lamennais, l’Avenir’. Llegó un momento en que este periódico publicó un ataque a Dionisio Frayssinous, motejando de «ciego a este prelado, que comienza donde Lutero acabó». De acuerdo con Devin, «un lenguaje tan violento convenció [a Étienne] de que nada bueno podía venir de aquel autor, y así canceló la suscripción».

Austin Gough señala asimismo: «Los turbadores efectos causados por Lamennais y l’Avenir en seminarios y parroquias, el exaltado papismo y la filosofía anti-racional de los mennaisianos, su desdén hacia una iglesia concordataria como la de Francia, y la violencia polémica con que atacaban a quien no compartiera sus miras, conven­cieron a los obispos de que el radicalismo ultramontano fácilmente podría destruir el tejido de una Iglesia nacional moderada»136. A la misma conclusión llegó Étienne por lo que concernía, no sólo a Lamennais, sino también a Louis Veuillot y la escuela de l’Univers.

El galicanismo de la Restauración «era un desafío en una época en la que con tanta fuerza fluía la corriente intelectual contraria al clasi­cismo, la racionalidad y la moderación». En la primera mitad del siglo XIX el ultramontanismo francés atrajo a muchos jóvenes intelec­tuales, a los que «hastiaba una fría y pragmática visión del papel de la religión, cual la exponían sobrios teóricos galicanos; intelectuales que ansiaban horizontes más amplios y más estimulantes programas de acción». Alimentaba el ultramontanismo de la escuela de Lamennais una «potente composición de romanticismo cultural y político». Esta primera generación francesa de ultramontanistas estaba obse­sionada por «una imagen de la Roma cristiana, como respuesta últi­ma a las influencias culturales de la Ilustración, el clasicismo y el racionalismo».

Este ultramontanismo era esencialmente una doctrina «contra-revolucionaria». A. Gough observa que, a este punto, el movimien­to no estaba dirigido por Roma, y que era «en medida igual, parte de la teoría política francesa y de la eclesiología católica». Con la muer­te del ex-rey Carlos X en 1836, «el viejo galicanismo monárquico de los Borbones fue sustituido por el ultramontanismo romántico del nuevo pretendiente». Gough comenta asimismo: «El concepto legitimista de la monarquía y el concepto ultramontano del papado crecie­ron juntos en las dos décadas de los años cuarenta y sesenta, hasta que cuajó una virtual fusión de ideas. Como factor común tenían la repul­sa del ideal de clase media propio de la moderación pragmática, lo mismo en el Estado que en la Iglesia, y la opción por un análisis más dramático de la política».

Los temas autoritarios de la enseñanza mennaisiana influenciaron el galicanismo del joven Étienne. También él rechazó el influjo de la «ilustración, el clasicismo y el racionalismo». Hastiaba asimismo a Étienne la «visión fría y pragmática del papel de la religión». Era de los que ansiaban «horizontes más amplios y más estimulantes progra­mas de acción. Estaba entre los que absorbían «una potente com­posición de romanticismo político y cultural [galicano]». Étienne profesaba una doctrina «contra-revolucionaria», mas no basada en el legitimismo: el análisis «contra-revolucionario» de Étienne tenía por base «el ideal de clase media propio de la moderación pragmática», en una alineación conservadora eclesiástico-estatal. En fin, su obsesión romántica difería mucho, ya de la de los galicanos clásicos, ya de la de los emergentes ultramontanistas: no tenía el foco, ni en la Roma ultramontana ni en el París galicano; lo tenía en las dos casas-madre de 95, rue de Sévres y 140, rue du Bac.

Bajo el galicanismo parlamentario orleanista de la monarquía de julio, «el aspecto público que ofrecía la Iglesia, era de lucha contra el craso volterianismo de la clase oficial, en una sucesión de enconados conflictos, especialmente en el campo escolar, con la maquinaria coercitiva estatal del Ministro de Cultos gravando pesadamente sul,re el clero… y los obispos». Empero, paradójicamente, esta fue también una era en la que, por su utilidad y lealtad, Etienne y los vicencianos gozaron de ilimitado favor estatal dentro y fuera de Francia.

En cuanto galicano, Étienne creía que la autoridad de la Santa Sede sobre la Congregación era «indirecta y limitada”. Esta rela­ción suponía, en la Compañía y en su general, respeto hacia la función del papado y la persona del romano pontífice. Sin embargo, suponía también un alto grado de autonomía en cuanto al control papal directo. Tal vez pudiese justificarse una intervención papal extraordinaria en el raro trance de una crisis grave, pero no dentro de la jurisdicción romana ordinaria. Lo mismo el gobierno francés que los Lazaristas de Francia, estimaban que la Congregación debía ser regida por el superior general y las asambleas generales, cual lo consignaban unas constituciones sancionadas por la aprobación papal. En estas circuns­tancias, «con muy escasa frecuencia» necesitaba «recurrir» la Compa­ñía a la Santa Sede y a la curia romana.

En todo el siglo XIX ningún gobierno de Francia tuvo motivo algu­no para dudar de la lealtad y obediencia de los Lazaristas o de Étien-rie152. Sí tuvieron motivo sucesivos pontífices para poner en duda la obediencia y lealtad colectivas de los vicencianos franceses y de Étienne en particular153. Así p. ej., durante los años de generalato de Étienne, jamás hubo una discrepancia seria entre el gobierno francés y la Congregación en cuanto a la gestión de las misiones extranjeras. Fueron en cambio continuos los desacuerdos de Étienne con la Sagra­da Congregación de Propaganda Fide.

La insatisfacción de Roma con Étienne comenzó siendo él procu­rador general, y giró en torno a su modo de administrar las misiones de la Congregación. El papel que jugó, obteniendo la intervención decisiva del gobierno francés en la crítica sucesión de Nozo, no men­guó la antipatía de Roma hacia él. Los primeros años del pontificado de Pío IX, la Santa Sede expresó su insatisfacción con el modo de administrar Étienne las misiones extranjeras; asimismo que interfirie­se en el nombramiento de obispos vicencianos; y en fin, su resisten­cia a visitar Roma. Así en 1853, Étienne respondía a las quejas que contra él manifestó el prefecto de Propaganda Fide, Alejandro carde­nal Barnabó. Los cargos atañían a «mi presunta independencia de Propaganda en la administración de nuestras misiones». Étienne respondió que su manera de dirigir las misiones de la Compañía no era nueva ni peculiar de él. «Es la misma de mis predecesores y aun del propio san Vicente»158 —dijo—.

Propaganda objetó a su práctica de poner y quitar misioneros a voluntad. He aquí el comentario de Étienne:

Las misiones que administramos no fueron confiadas a este o aquel misionero individual, sino a la Congregación. Si esas misiones se dirigen mal, la responsabilidad recae en el superior general. Tal es el caso de que sea él quien envíe sujetos capaces de cumplir con su deber, y de que parezca necesario, que tenga libertad plena para hacer cualquier cambio que juzgue oportuno en el personal de la misión. Propaganda nunca dio instrucciones al superior general en cuanto al personal de misión alguna. Nunca antes se ha quejado de los cambios de personal. Ahora expresa, aun así, su descontento con mis actos.

En cada uno de los tres viajes que había hecho a Roma —argüía Étienne—, rogó al cardenal prefecto de Propaganda que «me expresa­ra sus deseos y me aconsejara. Las tres veces me dijo no tener quejas, y que continuase actuando como hasta entonces. Las tres veces dirigí esa misma súplica al Soberano Pontífice, recibiendo idéntica respuesta. Étienne concluyó, así lo comunicaba a Juan Guarini, que «nada puedo hacer ni decir con lo cual se disipen sus prejuicios en relación a mí. Debo, pues, fiarlo todo a Dios solo».

Ante la actitud de la Santa Sede y de la Sagrada Congregación para con él, Étienne optó por no ir a Roma. Roma tomó nota de su reserva, así como de sus numerosos viajes a otras partes, y se lo puso en la hoja de cargos. Augusto Devin sostiene, que la razón de evitar Étienne los viajes a Roma, era el temor de que la Santa Sede aprove­chase la oportunidad y urgiese el traslado del generalato a aquella urbe. En una circunstancia semejante, Étienne «habría tenido que con­siderar el deseo así expresado como una orden». Por supuesto, Étienne creía que un paso como aquel destruiría la Congregación.

La [pie de Rosset ofrece una vista panorámica de la situación. «Por la misma época, el Papa recibía de todas partes noticias muy prolijas, a veces poco exactas, sobre el espíritu y las tendencias de diversas congregaciones religiosas puestas al frente de los seminarios france-ses163. Ciertas personas influyentes… le persuadieron de que el señor Étienne no escapaba del todo a la sospecha de galicanismo. Afirma­ban que su negativa a residir en Roma tenía como origen un espíritu de oposición a la Santa Sede, que este espíritu de oposición necesaria­mente se trasvasaba a la Congregación por él gobernada, a los semi­narios que aquella dirigía, y aun a los establecimientos que poseía en las misiones extranjeras».

Pío IX «convenía con esos puntos de vista, y resolvió vencer la repugnancia del señor Étienne». Refiere Rosset que cuando, antes de la partida, los delegados de Nápoles a la asamblea general de 1849 fueron recibidos en audiencia por el impulsivo Papa, éste les dijo «que se tenía por última vez en Francia la asamblea general». Natural­mente, la noticia de aquel comentario llegó a París.

En febrero de 1853, Étienne navegaba rumbo a Nápoles. La embarcación se vio forzada por una tormenta a recalar en Civita-vecchia, que era territorio pontificio. Étienne pasó allí un día, y fue visitado por misioneros y Hermanas venidos de Roma. Tras su estan­cia en Nápoles, Étienne recorrió Liorna, Florencia, Siena, Sarzana, y Génova. Al Vaticano llegaron nuevas del recorrido, y de que Étienne había estado en la vecina Civitavecchia. Poco después recibía el Papa en audiencia a un grupo de Hijas de la Caridad. Las Hermanas solici­taron varios favores espirituales. No exento de pique, Pío IX repuso: «Yo parezco ser sólo el Papa de las indulgencias, pues el verdadero papa de las Hijas de la Caridad es el señor Étienne».

Durante la década de 1850 la Santa Sede contempló con aproba­ción, cómo cundía en la Iglesia de Francia un ultramontanismo de cuño preciso, el de L’ Univers. Cuando Pío IX emitió, en marzo de 1853, la encíclica anti-galicana Inter Multiplices, Étienne escribía a Juan Guarini, en Roma: «Aquí ha producido la encíclica el efecto de una bomba. Ha causado gran agitación en los espíritus. Sólo Dios sabe cuáles serán sus consecuencias. En cuanto a mí, me habría encantado que descarga­se también con energía sobre L’ Univers . Siempre lo consideré perju­dicial a la Iglesia y a la sociedad. El haberme yo opuesto a esta escuela es el motivo de los prejuicios que Roma tiene contra mí».

En 1855 tuvo Juan Guarini una audiencia con el Papa en relación con el superior general. Pío IX lanzó en esta entrevista un encarniza­do ataque contra Étienne. Guarini se lo refirió todo en detalle al superior general. Etienne replicó: «Le agradezco haya tenido el valor de comunicarme todo lo que el Papa le dijo en la audiencia. Sé lo mucho que usted sufrió en tales circunstancias. Es demasiado sensible como para no experimentar dolor al escuchar aquel lenguaje. Su amor a la Congregación es demasiado grande como para no sentirse desolado, viendo así descrito a su superior general. En cuanto a mí, me alegra saber esto, pues —¡Dios es mi testigo!— me afianza en las resoluciones que tomé y he observado hasta ahora».

Entre las resoluciones de Étienne estaba la de guardar un silencio tranquilo y desinteresado, así como la renuncia a defenderse en modo alguno ante Roma. Dejaba que la divina Providencia determinase el sí y el cómo justificarse alguna vez. Dijo a Guarini que le deparaba algún consuelo el saber que así trató Roma a san Alfonso NI’ de Ligorio172. Todo ello le había enseñado —manifestó Étienne—, «que las explicaciones raramente disipan los prejuicios. A menudo ponen peor las cosas». Escribía a Guarini:

Quizá no sepa esto, pero durante el pontificado de Gregorio XVI, Roma alimentó contra mí idénticos prejuicios. Nunca quise combatirlos, sino que actuó al fin la Providencia y, en el momento por ella fijado, disipó tales sentimientos174… Espero ahora que acontezca otro tanto. Si acon­tecerá, y cuándo, sólo Dios lo sabe. Si, por el contrario, las cosas no salen así, concluiré que he terminado mi obra. Sabré ser voluntad de Dios que pase el resto de mi vida en soledad y en paz… Le aseguro que mi conciencia no me permite decir siquiera una palabra con miras a la solución. Seré dichoso si está en los planes de la Providencia otorgarme este consuelo. Hace más de treinta años que consagro mi vida al servi­cio de la Iglesia. Siempre he actuado lo mejor que he podido. Si Dios ahora dice «basta», no me causará dolor.

En cuanto a la cuestión de su actitud para con la Santa Sede, Etienne respondió: «Creo habérsela demostrado con suficiente clari­dad, no sólo a la Congregación, sino también al público». Y citaba su circular del 1 de noviembre de 1851, por la que mandaba que la Com­pañía en Francia empleara el rito romano. La decisión de Étienne había recibido amplia publicidad, pues fue para la nación entera moti­vo de controversia la imposición del rito romano.

La adopción del misal y del breviario romanos actuó como factor clave en la campaña ultramontana nacional. En el antiguo régimen muchas diócesis francesas se atenían a ritos, breviarios y misales propios. Era costumbre que las casas francesas de la Congregación siguieran la liturgia de las diócesis en las que se ubicaban. Esto era espe­cialmente cierto para los diversos seminarios regidos por la Congregación. La casa-madre seguía el rito de la archidiócesis de París.

«No intentamos el disimular, admitía Rosset, que el señor Étienne experimentaba personalmente alguna repugnancia el dejar el brevia­rio parisino. Participaba del gusto de los hombres de su época y admi­raba sinceramente en este breviario la elección siempre feliz de los más bellos pasajes de la Escritura y de los Padres, los himnos de una versificación elegante, leyendas severamente expurgadas, y mil otros méritos de los que la liturgia romana estaba desprovista. Por encima de todo, sentía las pomposas ceremonias del rito parisino que conocía tan perfectamente y que él ejecutaba con tanta gracia y majestad en los oficios solemnes de la casa de san Lorenzo».

Tiene gran interés el tenor ultramontano asumido por Étienne en su circular de 1851 (1 de noviembre):

Señores y queridos hermanos, bendigo al Señor por haber podido dar el último toque a la restauración de la regularidad en la Compañía, restableciendo la liturgia romana. Únicamente este artículo de nuestras santas reglas no era observado en algunas provincias. Haciendo desaparece, esta última irregularidad, terminamos de reparar todas las alteraciones que las desgracias de los tiempos habían hecho sufrir el edificio construi­do por san Vicente; en adelante nos aparecerá tal como había salido de sus manos… Bendigo al Señor por haberme reservado el honor de renovar y estrechar este lazo tan precioso que une la Compañía con la Santa Sede… No es solamente por la profesión de la misma fe que se permanece unido al Vicario de Jesucristo… Es necesario orar con él, ofrecer con él un mis­mo sacrificio de alabanzas y de súplicas para participar de las riquezas espirituales cuyo tesoro está depositado en sus manos. Su misión no se limita enseñar los dogmas que hemos de creer, la moral que hemos de practicar para llegar a la vida eterna. A él pertenece enseñarnos cómo debemos dar a Dios el culto que él tiene derecho a esperar de nosotros; cómo debemos orar para ser agradables a sus ojos y obtener la escucha de nuestros deseos… ¿No reposa sobre la Santa Sede toda la existencia de nuestra Compañía? ¿Quién ha impreso en la obra de san Vicente el carác­ter que la presenta a la Iglesia como una obra suscitada por Dios para tra­bajar en su gloria? ¿Quién le ha asegurado la vida que le es propia, que la distingue de todas las otras, por la aprobación y consagración de sus reglas y constituciones? ¿Quién le ha otorgado los privilegios que posee? ¿No ha sido el Soberano Pontífice quien le ha concedido todos esos bene­ficios? ¿No resulta evidente que si ella ha podido atravesar felizmente dos siglos de existencia, extenderse y prosperar, se debe en particular a la soli­dez del fundamento sobre el que reposa? ¿No es cierto que todo su futu­ro depende de su fidelidad a permanecer sobre esta base inquebrantable y a mantenerse estrechamente unida a la sede apostólica? Ahora bien, ¿des­pués de la unidad de la fe, qué lazo más sólido que aquel de la oración común con él? ¿Qué profesión más característica y más solemne de nues­tro reconocimiento y adhesión?

«Le aseguro que requirió valor de parte mía» —decía a Guarini Étienne—, «dar este paso. Mis predecesores siempre lo evitaron. Nadie sabe lo que sufrí tomando esta decisión».

Era incomprensible para Étienne la queja romana de que no acudiese con frecuencia bastante, y que más bien se mantenía deli­beradamente esquivo. «Me acusan del crimen de no acudir a Roma lo bastante a menudo» —manifestaba a Guarini—. «Pasan por alto el hecho tic que san Vicente nunca fue a Roma después de establecida la Congregación, como no puso el pie en ella tampoco ningún sucesor suyo hasta el señor Nozo. Yo en cambio he estado allí dos veces». Desea la Santa Sede que Étienne visite Roma, mas ahí sospecha él una intención ulterior. Decía a Guarini: «Me creo justificado concluyendo, que se apela a estas cuestiones personales, para encubrir otra muy gra­ve cuestión, la cual compromete a la Congregación entera».

Finalmente, a comienzos de 1856, Guarini escribió a Étienne recomendándole acudir a Roma lo antes posible. Decía el procurador general que el Papa había expresado su deseo con tal fuerza, que él lo interpretaba como muy próximo a una orden formal. Aun así, no veía Étienne «motivo para hacer ese viaje», ni se decidía a emprenderlo voluntariamente187. El general sometió el asunto al Consejo. Prometió «seguir ciegamente su decisión»188. Reunido, pues, el Consejo el día 7 de enero, decidió que «en vista de la insistencia del Santo Padre, el superior general debía emprender viaje a Roma lo antes posible’.

Pío IX recibía en audiencia a Étienne el 19 de febrero. Según la relación de Rosset, «le fue posible tratar la cuestión del cambio de residencia». El Papa saludó al general diciendo: «Pues bien, señor Étienne, a usted le cuesta mucho venir a residir en medio de nosotros». Ros-set pone en boca de Étienne esta respuesta: «Santísimo Padre, para mí personalmente sería el favor más grande y una verdadera dicha residir cerca de Vuestra Santidad. Pero, como superior general, me sentiría desolado que se me impusiese esa obligación. Esta medida sería, a mis ojos, un golpe mortal para las dos familias de san Vicente». Étienne reiteró el argumento regular en pro de París, donde debía mantenerse la sede del superior general. Rosset consigna la reacción del Papa, que «no insistió y abordó inmediatamente otro asunto».

Trató a continuación el Papa las «acusaciones» que se hacían a Étienne. «En el pasado, dijo Pío IX, me había dejado persuadir de que tales reproches eran fundados, pero más adelante me han habla do de usted en otro sentido y he cambiado de parecer». Étienne dio entonces al Papa justificación plena de su conducta. Según Rosset, «estas explicaciones parecieron satisfacer del todo al Santo Padre».

Étienne tuvo todavía otra audiencia con Pío IX el día 3 de marzo, antes de abandonar Roma. Escribiría después a Aladel en París: «Os escribo dos palabras antes de dejar Roma. Acabo de tener mi última entrevista con el Papa. Pío IX no ha podido estar más afectuoso; me ha invitado a sentarme, lo que es una distinción, que causa admiración a todo el mundo. No queda ninguna cuestión pendiente y nos hemos sepa­rado como los mejores amigos del mundo. He aquí pues una crisis termi­nada. El corazón queda aliviado»195. Sobre este importante giro comen­taba Rosset: «Así terminó este desdichado asunto cuya solución inesperada causó profunda alegría en toda la Congregación. Las buenas disposiciones del Papa nunca se desmintieron. Si guardaba todavía cier­ta sospecha de galicanismo, tan reprochada al superior de los Lazaristas, debía disiparse un día completamente. Diremos enseguida cómo el señor Étienne, que había dejado a la Providencia el cuidado de su justificación, encontró, durante el Concilio Vaticano, una ocasión completamente natu­ral de manifestar sus verdaderos sentimientos y los de su compañía».

La tensión entre Roma y el general se acusó una y otra vez en los 14 años transcurridos desde la crisis de 1856 hasta la carta de Étienne a favor de la infalibilidad papal. Ahora bien, esa tensión nunca llega­ría ya al mismo grado de incandescencia. Así en 1862, Étienne supo solamente post factum, que la Santa Sede había ordenado una visita apostólica de las rebeldes provincias españolas. Escribía a Guarini:

Iba a responder hoy a la carta que he recibido del cardenal prefecto de la Congregación de Obispos y Regulares. Pero sigo su consejo, y no lo haré. Acepto de grado ese consejo. Me habría sido imposible escribir, y no manifestar mi asombro por el modo cómo se me ha tratado en un asunto de esta especie. La Sagrada Congregación ha tomado una deci­sión en una materia interna de la Congregación. Ha pronunciado senten­cia en nombre del Papa. Todo ello sin pedir al superior general que dé su idea de la situación y que responda a los alegatos. La Sagrada Congregación yerra mucho, si cree que semejante decisión reforzará la autori­dad de los superiores y mantendrá la obediencia en las comunidades. Muy al contrario, ha seguido una política destinada a destruirlas».

Por las mismas fechas estaba envuelto Étienne en una disputa con el cardenal Barnabó, de Propaganda Fide, sobre la administración de la misión etiópica de la Congregación. Propaganda insistía en la con­dición «italiana» de aquella misión, a la cual competía una jefatura italiana. El general escribía de nuevo a Guarini:

Tenga a bien dejar claro ante el cardenal, que nuestra Congregación es católica, y que yo no distingo entre sus diversas nacionalidades. Nues­tras misiones extranjeras no son ni «italianas», ni «francesas», ni «espa­ñolas». Son sencillamente «católicas». No entiendo, pues, qué quiere decir llamando «italiana» a la misión de Etiopía. Incumbe a mí destinar a ella, como lo hago a las demás, el personal que tengo a mi disposición. No puedo hacer lo imposible. ¿Dónde hallaríamos, para la misión de Etiopía, misioneros italianos? ¿En la provincia de Roma? ¿En las de Turín y Nápoles? Usted sabe bien que en esas provincias no son nume­rosas las vocaciones, y que lo son aún menos para misiones extranjeras. Aparte de todo ello, ¿qué motivo hay para esa aversión a los misioneros franceses? ¿Que sean menos capaces de hacerlo bien que otros? ¿No son verdaderos hombres de la Iglesia? ¿O no saben servir a la gloria de Dios y a la salvación de las almas? ¿Es un crimen su entrega? De verdad, no sé qué pensar de tal ostracismo. Deseo le explique a fondo mi posición. O la Congregación se hace cargo de esta misión como de las demás que tiene, o que la Sagrada Congregación [de Propaganda Fide] se la confíe a otros. A nosotros no nos faltan quehaceres.

 

«Sabe cómo valoro la honradez y la franqueza. No acierto a ser diplomático. Digo las cosas tal cual yo las veo». Llegó a ser asimis­mo habitual el desacuerdo entre Étienne y Propaganda por lo que ata­ñía a las extensas misiones de la Congregación en China.

Según concluía el año 1863, Guarini comunicó a Étienne que debía acudir a Roma una vez más. El superior general replicó: «No entiendo por qué quiere el Papa que vaya… Sólo deseo que me olvi­den y me dejen en paz». Étienne fue recibido en audiencia por el Papa en junio de 1864. Esta audiencia llevó a un rápido arreglo de la situación española. Étienne decía a Aladel que «el pontífice estuvo muy complaciente y afectuoso».

Jamás se le ocurrió a Étienne que, de haber ido a Roma con una frecuencia mayor, la segunda crisis española pudo haberse aplacado antes, o tal vez ni siquiera habría estallado. Galicano por tempera­mento, Étienne no se sintió cómodo en ninguna de sus visitas roma­nas. Siempre le deparaba alivio la despedida, y cada vez abrigaba la esperanza de no volver en mucho tiempo. Era cierto su alegato de no tener diplomacia bastante para el trato con la Santa Sede y la curia romana. Sin embargo, nunca le fallaron sus refinadas artes diplomá­ticas en el trato con los gobiernos, el francés u otros. En el mejor de los casos, sus relaciones con la Santa Sede no podrían haber sido sino tensas periódicamente y propensas a mutuos malentendidos y recriminaciones.

E. UDOVIC

CEME

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