Juan-Bautista Etienne (X)

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Napoleón y las Hijas de la Caridad

El 13 de febrero de 1806 escribía Napoleón a Pío VII: «Su Santidad tendrá para conmigo en lo temporal la misma consideración que yo he tenido para con Su Santidad en lo espiritual. Su Santidad es soberano de Roma, pero yo soy el Emperador, y todos mis enemigos lo serán tam­bién de Su Santidad”. Ahora bien, el Papa rehusó sostener la política exterior anti-inglesa del emperador. Deseaba asimismo salvaguardar la soberanía de los Estados Pontificios. Las posiciones tomadas dieron lugar al deterioro de las relaciones entre la Santa Sede y el emperador. Relaciones que llegaron al colapso, al ser los Estados Pontificios ane­xionados por el imperio. Meses más tarde, los franceses se apoderaban de la persona del Papa, para quien seguirían cinco años de cautiverio.

Al mismo tiempo, debido al bloqueo de Inglaterra, las misiones extranjeras jugaban un papel menor en los planes del emperador. El haber tomado los hechos este sesgo fue motivo de que se hiciera más y más tenue la utilidad de los vicencianos. Fatídicamente, Napoleón también vino a poner en duda su lealtad. Sin embargo, el factor principal de que la Congregación y Hanon cayeran en desgracia, fue la lucha por el control de las Hijas de la Caridad. En 1809, 1.653 Hermanas mantenían 274 casas, diseminadas por toda Francia. Tras la restauración de 1804, el vicario general francés ejercía de nuevo la autoridad como superior eclesiástico de las Hermanas. No todas las Hermanas, empero, acataban aquella autoridad. En su Notice, Étienne describía de este modo la situación: «Una nueva intriga se urdía en París, con el fin de sustraer la Compañía de las Hijas de la Caridad a la autoridad del superior general de la Congregación de la Misión, para colocarla bajo la del Arzobispo de París. La idea de llevar a cabo este cisma no era nueva. Había sido concebida por las Hijas de la Caridad que habían restablecido la Compañía en 1800, la cual habla sido comunicada a ciertos espíritus inclinados a la novedad, y movidos por el afán de independencia”.

Entre 1800 y 1807, el gobierno pidió a la Compañía al menos en tres ocasiones, que presentase una copia de las constituciones. Las Hermanas empleadas en la administración de la casa-madre presenta­ron versiones que omitían la cláusula relativa a su dependencia del superior general de los vicencianos. La versión presentada en octubre 1807, por ejemplo, rezaba: «Las Hermanas de la Caridad no forman un cuerpo religioso, sino una Compañía de [Daughters/filles — lit. «hijas». Trad.] ocupadas en atender a los enfermos e instruir a los pobres. Se someten a un superior eclesiástico que ellas eligen y es aprobado por el Arzobispo de París y la Superiora General». He aquí, en cambio, el tenor de la regla auténtica: «La Compañía de las Hijas de la Caridad no se erige en orden religiosa, sino sólo en comunidad de [young women — lit. «jóvenes mujeres». Trad.] que se esfuerzan en la perfección cristiana y obedecen, de conformidad con su Instituto, a los obispos y al Superior General de su Compañía [el de los vicencianos], y a una de entre ellas elegida como superiora».

Según Étienne, el deseo que tenían ciertas Hermanas de cortar sus lazos con el legítimo superior, halló respaldo en los vicarios generales de la sede arzobispal de París, entonces vacante. Estos señores «se apre­suraron a apoyar un proyecto que sólo podía contribuir a la extensión de su propia autoridad e influencia». Los vicarios generales presumían además que semejante plan «complacía a la madre del emperador, que se había declarado la protectora de la Compañía de las Hijas de la Cari­dad y que por este título, pretendía intervenir en su dirección». Mas de nuevo, la versión de Étienne es una relación parcial, descuidada, com­primida, cronológicamente deforme, de las cosas que en efecto pasaron.

Napoleón tenía la obsesión del orden, la uniformidad y la centra­lización. Su ignorancia en materia religiosa era abismal. En 1807 for­muló un plan para poner a todas las comunidades de mujeres aproba­das por el gobierno bajo una única titulación, la de «Hermanas de la Caridad». En cada diócesis, estas Hermanas estarían sometidas al obispo. Según directiva del emperador, en noviembre y diciembre de 180710 se reunió en París un «capítulo general de las hermanas de la caridad y otros establecimientos dedicados al servicio de los pobres».

Mientras el gobierno se preparaba a fijar el estado de las Hijas de la Caridad, Hanon seguía trabajando por la restauración plena de los vicencianos. Así escribía, el 28 de mayo de 1808, al Ministro de Cultos: «La Congregación de San Lázaro ha sido restablecida por varios decretos imperiales con miras al servicio de las misiones extranjeras. Estas misiones son importantes para la religión, para el comercio, para las ciencias, y para el honor de Francia. Un obstáculo tras otro ha contrariado a la Compañía, objeto de reveses y pérdidas imposibles de prevenir para su superior. Se está acercando su total ruina si, con su poderoso amparo, Su Excelencia no se digna soste­nerla. Hanon solicitaba protección para todas las casas vicencianas, especialmente en territorios conquistados, más fondos para las misiones extranjeras que «se caían a trozos», la designación de una nueva casa-madre en París, y la devolución de las propiedades ante­riores a la Revolución no enajenadas aún por el gobierno. Hanon solicitaba además que la Congregación fuese afiliada a la Universi­dad Imperial. Este nexo daría valor oficial a su función educativa en seminarios y colegios.

Según alboreaba el año 1809, aparecieron en el horizonte nubes tormentosas. No hizo mención de las inminentes adversidades Hanon en su circular de Año Nuevo. Adjuntó, sin embargo, a la circular una carta confidencial para cada visitador. En ésta decía:

El primero de mis deberes… es el de vigilar por la conservación de nues­tra querida Congregación, y, en consecuencia, prever y prevenir lo que podría destruirla. No es que yo vea nada que temer por el momento; al contrario, no podemos más que bendecir a la Providencia por los favo­res con los que nos ha colmado, con preferencia a otras corporaciones eclesiásticas y religiosas… Por otra parte, los tiempos son tales que es prudente tomar precauciones, en tanto se pueda, contra los posibles acontecimientos. Lo esencial para nosotros es conservar la dirección y los centros de reunión. Por el breve de mi nominación como Vicario General de la Congregación, tengo el derecho de designar un sucesor en !ni oficio, y lo haré con la ayuda de Dios. Por la misma razón, es nece­sario proveer que las provincias, como las ramas del árbol, continúen subsistiendo en los países extranjeros, aún en el caso en el que el origen, el tronco del árbol, o de otro modo, la casa-madre o central, no pueda subsistir o restablecerse sólidamente.

En la situación que Hanon enfocaba, habría vuelto a faltar la autoridad central de la Congregación, o quizá se comprobara imposible la relación con París por acción de “!un poder político”. En semejantes circunstancias, los visitadores tendrían delegación, mientras durase la crisis, para ejercer la autoridad de superiores y vicarios generales. También a Sicardi escribió Hanon, con el ruego de que obtuviese aprobación pontificia para este plan. La aprobación llegaba el 16 de abril de 1809.

En la carta a los visitadores Hanon rebajaba la seriedad de la situa­ción. La verdadera extensión de sus temores aparece, sin embargo, en una carta que dirigió al cardenal Fesch a finales de enero. Hanon reco­nocía que, con la vuelta inminente del emperador a París, pronto se fijaría en detalle la organización de las Hermanas de la Caridad, sobre una base que, no sólo atentaba contra su autoridad de vicario general, sino aun contra la existencia de ambas Compañías. A ellas se refería como si se viesen enfrentadas «a sus últimos momentos en Francia». El depender las Hijas de la Caridad del superior general de los misio­neros —explicaba Hanon a Fesch—, databa de la fundación misma. Era una dependencia avalada por la Santa Sede, que nadie jamás había cuestionado —señalaba—. Así pues, el plan de poner a las Hermanas bajo la autoridad de los obispos era incompatible con su estructura constitucional, cual estaba aprobada por el Papa. Hanon manifestaba también a Fesch que, si el gobierno llevaba a efecto sus planes, no le quedaba más alternativa que presentar al Papa la dimisión. Predecía que, aceptada su dimisión por el Papa, ya absoluta, ya parcialmente, o sólo para con las Hermanas de Francia, las consecuencias serían idén­ticas: «Cesaría la centralidad de Francia en relación a misioneros y Hermanas de otros países». Todas las situaciones que pintaba Hanon daban un mismo resultado: caos y desunión en la doble familia, y cese de su utilidad. Concluía implorando la intervención de Fesch, para que «se dejasen las cosas como san Vicente las había dispuesto».

Las cosas, empero, no quedarían como las dejó san Vicente. El 18 de febrero de 1809, el emperador emitía un decreto por el que todas las comunidades de mujeres debían someter su regla a la aprobación del gobierno, de conformidad con la nueva legislación. El plazo de esta acción terminaba el 1 de enero de 1810. La pena por incumpli­miento sería la disolución. El artículo 17 estipulaba que toda casa de Hermanas, con inclusión de las curias, estaba bajo la autoridad del obispo local. Era precisamente la cláusula temida por Hanon y aquellas Hermanas que apoyaban su autoridad. Las Hijas de la Caridad se dividieron en dos facciones: las vicentinas, fieles a la estructura tradicional de su régimen y afectas a la autoridad de Hanon; y las jalabertinas, contrarias a su dependencia de los misioneros.

El 6 de mayo de 1809, previa cierta negociación, el cardenal Fesch remitía a las Hermanas la versión de la regla aprobada por el gobierno. La providencia más importante estipulaba:

Artículo 2: La Compañía no está erigida como orden religiosa, sino sólo como congregación de mujeres que obedece, según sus reglas, al arzo­bispo de París o a su delegado. El arzobispo ejerce el superiorato gene­ral de toda la Compañía. Las Hermanas prestan asimismo obediencia a una de entre ellas que, por elección, actúa como superiora; y obedecen también a otras oficialas de la comunidad.

Artículo 14: Juntamente con el delegado del arzobispo, la superiora será responsable de la dirección íntegra de la Compañía. Servirá de alma del cuerpo de la Compañía.

Artículo 16: Las Hermanas con destino en los departamentos obedece­rán a sus obispos en cuanto a la disciplina interna de sus establecimien­tos. Serán objeto de visita por parte de aquellos.

Artículo 17: Sin embargo, la regla interna, observada en cada estableci­miento, debe estar conforme con lo que se practica en la casa-madre.

Durante breve tiempo pareció que iba a ser posible un compromi­so. Los vicarios generales nombraron a Hanon delegado para las Hijas de la Caridad. Mas casi de inmediato, este arreglo comenzó a deshacerse. Antes que transcurriese un mes, Jalabert escribía al Ministro de Cultos quejándose de Hanon: «Para mí es claro que el señor Hanon está henchido de sí mismo y de su dominación. Creo que, debido a la falsa interpretación de su delegación, debemos emitir una nueva orde­nanza, más explícita y precisa. Si esto se hace con firmeza, tal vez podamos evitar que llegue a hacerse necesaria una acción más seve­ra. Hanon continuó defendiendo la historicidad y continuidad del nexo entre las Hijas de la Caridad y el superior general de los misioneros. El ataque de los vicarios generales arreció. Hanon apeló entre tanto al Consejo de Estado. Atacaba él, por parte suya, las «usurpaciones» de los vicarios generales.

El 1 de julio de 1809, Jalabert escribía al cardenal Fesch, arguyen­do que la confirmación originaria de las Hijas de la Caridad, por el cardenal de Retz, especificaba su dependencia del arzobispo de París. Argumentaba que la jurisdicción del superior general de los vicencianos «llegó mucho después, y es en consecuencia de origen reciente». La Hermana que había ejercido el cargo de superiora general, en cuan­to afecta a la posición de Hanon, fue destituida por los vicarios gene­rales. Éstos designaron a otra favorable a las nuevas reglas. Seme­jantes acciones ahondaron el cisma en la propia Compañía. Uno y otro bando reclutó cuantos más adeptos pudo, como apelaba también al gobierno un bando en contra del otro.

E. UDOVIC

CEME

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