Historia general de la C.M., hasta el año 1720 (07. Misión de Madagascar)

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Author: Claude Joseph Lacour, C.M. · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1731.

Fue escrita por el Sr. Claude Joseph Lacour quien murió siendo Superior de la casa de la Congregación de la Misión de Sens el 29 de junio de 1731 en el priorato de San Georges de Marolles, donde fue enterrado. El manuscrito de l’Histoire générale de la Congrégation de la Mission de Claude-Joseph LACOUR cm, (Notice, Annales CM. t. 62, p. 137), se conserva en los Archivos de la Congregación de París. Ha sido publicado por el Señor Alfred MILON en los Annales de la CM., tomos 62 a 67. El texto ha sido recuperado y numerado por John RYBOLT cm. y un equipo, 1999- 2001. Algunos pasajes delicados habían sido omitidos en la edición de los Anales. Se han vuelto a introducir en conformidad con el original.


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San Vicente de Paúl

San Vicente de Paúl

VII. Misión de Madagascar

El general daba también a la CM noticias del viaje del sr. Étienne que había salido de París para la misión de Madagascar hacia el final de la vida del sr. Vicente, y de él se habla en la historia de su vida. Escribía pues que había recibido cartas suyas fechadas en el Cabo Verde en las costas de Guinea adonde había llegado con sus compañeros, un mes después de su salida de Francia y había dado a bordo del barco durante el viaje una misión a la tripulación con muchos frutos, haciendo allí con regularidad la oración de la tarde y de la mañana, la predicación dos o tres veces a la semana, las vísperas cantadas las fiestas y domingos. Este buen misionero había llegado ya por este tiempo con el grupo a Madagascar, de donde escribió al general un relato de su viaje y de sus primeros trabajos, fechado el 13 de enero de 1664, que fue inmediatamente comunicado a las casas de la CM.

En él señalaba que no había tenido el consuelo de encontrar con vida al sr. Bourdaise, fallecido el 23 de junio de 1657, y que su muerte había estado seguida del relajo y de la disolución de la mayor parte de los Franceses que se habían vuelto impúdicos hasta el exceso y hasta idólatras, crímenes que atrajeron sobre ellos la cólera de Dios. Los insulares masacraron a varios de ellos. Ellos, por su parte, asolaron todo el país, matando el ganado, quemando los pueblos y masacrando despiadadamente a los negros y a los blancos del país sin perdonar a los niños de leche en las diferentes regiones de la isla, la cual estaba totalmente arruinada y reducida a un gran desierto de tal manera como él la había encontrado a su llegada con guerras por todas partes, enfermedad y hambre, tres plagas terribles que habían sepultado del todo todos los trabajos de los primeros misioneros. El sr. Bourdaise, en particular, era muy echado en falta, y el sr. Étienne encontró allí aún algunos niños que este misionero difunto había bautizado y a unos sesenta adultos que había instruido, solo como se encontraba, con su temperamento tan robusto, se trasloaba a lugares tan distantes, siempre que alguien lo necesitaba, o cuando era necesario detener algunos defectos considerables, expulsaba a las mujeres libertinas, etc. Se decía que había convertido a cerca de 600 familias a quienes daba sin falta el catecismo cada día, y repartía la limosna a los pobres y para hacerles subsistir incluso había obtenido del sr. Du Rivau, comandante francés, una vivienda expresa para plantar arroz, raíces y allí criar animales; habría unos 300 después de su muerte.

Visitaba todos los meses los poblados vecinos para confirmar en la fe a los católicos y convertir a los otros, bautizando siempre a los niños, en lo que los padres consentían de buen grado; pero ellos mismos se excusaban so pretexto de que no podían aprender las cosas que un cristiano debe saber; pero se trataba más bien de que les costaba mucho renunciar a su impureza y al culto de sus olys.

El sr. Bourdaise había aprendido bien la lengua del país, por eso sobre todo lo querían los isleños, quienes le llamaban su padre y hablaban de él todavía honrosamente después de su muerte. No era menos estimado de los franceses que atribuían a su muerte y a la privación de los sacerdotes los horribles males de que la isla se veía afligida, mientras que antes había gozado de la paz y de la abundancia cuando había tenido obreros evangélicos. Este buen misionero cogió el mal durante el viaje que hizo para ir a auxiliar al sr. de Champmargou, lugarteniente del sr. Du Rivau, que se encontraba enfermo en su fuerte del valle d’Amboule. Después de cuatro o cinco días de caminar, sin otro alimento que frutos que produce la tierra, se sintió agotado; le pilló la fiebre, e hizo su testamento y el inventario de sus muebles o ropas y prohibió a su cirujano que dijese nada de su mal al lugarteniente a quien había ido a ver por miedo a aumentar el suyo. Sólo se quedó algún tiempo con él, le consoló, y se volvió a poner en camino para regresar; pero le faltaron las fuerzas del todo y una desnutrición lo llevó a la muerte sin poder consumir las hostias que quedaban en el copón. Predijo a los Franceses que si no cambiaban de vida, debían atenerse a grandes castigos de parte de Dios.

Cuando el barco del sr. Étienne hubo llegado, había más de treinta enfermos a quienes hubo que cuidar de llevarlos a algún lugar para tratamiento. Se habían visto en la obligación de abandonar la gran iglesia a causa de los ladrones. La capilla donde se custodiaba el santísimo Sacramento era estrecha y no podía contener más de tres o cuatro personas; se construyó entonces una iglesia en menos de ocho días con una sacristía. Allí se comenzó la misión el día de san Lucas, para los antiguos habitantes que no se habían confesado desde hacía siete años, y se terminó el día después de Todos los Santos, con una procesión solemne en la que los oficiales de la guarnición formaran con las armas en pos del santo Sacramento. Los misioneros compraron unas cabañas para alojarse, y se construyeron después a sus expensas bastante cómodamente para el país, aunque solamente de madera y de hoja; pero esperaban construirse pronto de piedra y cal, habiendo encontrado el arquitecto el medio de cocer buena (sic), y hacer una iglesia mayor que pudiera recibir a 700 u 800 personas, esperando de Francia cuatro grandes barcos. El sr. Blanie, uno de sus compañeros había comenzado ya a dar el catecismo en la lenguas del país y a confesar a los adultos; se bautizaba también a los niños. El sr. Fracey trabaja por su parte en el fuerte de Imours a tres leguas de allí, donde había más negros y por lo menos tantos Francesas. Había casado a un obrero llegado de Francia con una negra bautizada por el difunto sr. Bourdaise y le habían hecho luego maestro de su poblado para mandar hacer a los negros el huerto y el resto para los trabajos, ocupándose además de la zapatería y cantar en la iglesia.

Estos señores casaban también a quienes habían tenido hasta entonces concubinas. Recibieron en nombre de los misioneros a un joven que había estudiado con los Jesuitas, en Rennes y había pedido entrar desde la salida de Nantes; una vez llegados había preferido su vocación a la fortuna que le ofrecía el gobierno queriéndole hacer oficial. Ellos señalaron que tenían también necesidad de hermanos para cuidar de lo temporal como del hospital en cuya construcción pensaban, a la espera de Hijas de la Caridad, que servirían útilmente en el país, tanto para alivio de los enfermos como para la instrucción de las negras, en lo que se advertía mucha inclinación de las mujeres cristianas para aprender nuestra santa religión. Se tenía también dos postulantes que pedían entrar en la Co, de los que uno era músico y enseñaba el canto llano a los niños; el sr. Étienne da cuenta al general; habla también del hermano Patte, que practicaba la cirugía en el principal fuerte de los Franceses, pero a quien le faltaban medicinas para hacer remedios; así pide que se le envíen en el primer viaje. Tenían otros dos hermanos para coser, la ropa, etc., pero había que enseñar la cirugía a uno de ellos para servir en caso de necesidad. Ruega al sr. Almerás que le envíe todos los años nuevos obreros, si faltan la religión no dejará de caer en la isla, como había pasado tras la muerte de los srs. Naquart y Bourdaise. Pero a pesar de ello y de los pocos que somos, mantenemos en buen estado a la comunidad, levantarse a las cuatro, la oración, el oficio, la misa, sabiendo, dice el sr. Étienne, que si observamos bien nuestras reglas ellas nos conservarán.

Lo asegura para animarle a enviar operarios que no se hallarán ya tantos obstáculos en la isla por parte del libertinaje de los Franceses ni por las guerras y traiciones de los naturales del país, que habían sido las dos fuentes de males en el pasado; que parecía haber provisto Dios permitiendo que casi todos los blancos, los más grandes del país y los mayores enemigos de nuestra santa Fe, arrastrando a los negros a su idolatría, hubieran sido masacrados y desde su llegada venían de todas partes a pedir la paz en los fuertes que el sr. duque de la Meilleraye había recomendado hacer en toda la isla para poder vivir con seguridad; se habían preparado muy sabias y seguras ordenanzas contra los que juraban y blasfemaban bajo pena de picota con una inscripción difamante, o incluso de atravesarles la lengua y de ser castigados con la muerte en caso de reincidir. El gobernador era muy observante, respetuoso en la iglesia, con frecuencia ante el santo Sacramento, frecuentaba los sacramentos, que hasta había pedido perdón en público cada vez que los misioneros dieron la comunión después de su llegada por los malos ejemplos que decía que había dado, asegurándoles que estaba resuelto a castigar en adelante todos los escándalos; por lo demás, estando muy orgulloso de su persona y que siempre había obrado bien en todos los encuentros en que su valor se había puesto a prueba cuando la abundancia del arroz y de las otras provisiones había vuelto a la isla, después de una sequía extrema de tres años.

El sr. Étienne añade que un oficial francés que ocupaba un puesto en el que habían ido a comprar arroz, le había escrito para ir a ese lugar donde había más de veinte mil almas bien dispuestas para la religión y que iría a dar una vuelta si se le enviaban operarios; que había estado en la isla con un grande del país en la conversión del cual trabajaba con esperanzas de llegar a buen término, habiendo dispuesto ya a varios de sus súbditos a pedir el bautismo y a dejar sus olys, a pesar de lo unidos que estaban a ellos. Dice por fin que no hacía viajes sin gran trabajo a causa de los ríos que hay que pasar a la cabeza de los negros cuando no se sabe nadar, además de que se ve uno obligado a dormir sobre simples esteras y alimentarse de lácteos y frutas. A la llegada de los cuatro barcos que se esperaban, se tenía que construir un fuerte en el cabo de San Agustín, lugar ideal, donde cabrían cien hombres y los misioneros dos sacerdotes si se los enviaban, esperando esta oportunidad de tener dos o tres veces al año noticias de Europa, visto que todos los buques que vienen y vuelven de las Indias fondean allí. Este buen misionero, al final de su relato, ruega al general que le dé de vez en cuando noticias suyas, para que, dice, si no tiene la dicha de volverle a ver en la tierra cara a cara, tenga por lo menos la de contemplarle en el enigma y el espejo de su escritura, de lo que sin embargo se considera indigno. Acuérdese, añade, de que es usted el único después de Dios quien me da grandes alivios y contenta mis esperanzas. Enséñeme el método del que me he de servir para la conversión de los infieles y haga el esfuerzo de explicármelo todo al detalle, se lo suplico en el nombre de Jesu Cristo y estoy persuadido de que es por medio de usted como Dios me debe declarar el modo de poner a estas almas bajo el yugo del evangelio, después de lo cual, mi reverendo Padre, se le suplico arrodillado, porque así estoy acabando esta carta, el barco para volver a Francia está apunto de alzar velas y con el mismo respeto que si lo viera presente; me encomiendo a sus oraciones y a las de toda la CM. Las últimas palabras del relato del sr. Étienne muestran las excelentes disposiciones de su alma, y que el difunto sr. Vicente había hecho una buena elección al confiarle esta dura misión. Dios sabe con qué gozo el sr. Almerás recibió estas noticias y mandó hacer copias de este relato que envió a las casas de la CM y se recibieron en todas partes con una satisfacción increíble.

(Vide fini, vacío terminado?)

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