HIJAS DE LA CARIDAD Y REVOLUCIÓN FRANCESA (I)

Mitxel OlabuénagaHistoria de las Hijas de la CaridadLeave a Comment

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No se trata de un estudio histórico en el riguroso sentido de la palabra. Estos re­cuerdos salieron a la luz en los Annales franceses durante el año 1893. Son unas senci­llas notas recogidas de entre testigos y en los archivos municipales y de la comunidad. Quien los redactó no estampó su firma, pero pretendía conservar los recuerdos porque, con el paso del tiempo, animan y pueden ser una lección de conducta en circunstancias parecidas.

¿Será útil hoy leer estas notas? Nos ayudan a conocer nuestra historia de familia. Provocarán en quien las lea con interés no sólo reflexiones históricas, sino también vo­cacionales. Será necesario injertar los datos en la historia civil y en la mentalidad de la época; pero que la lectura sirva también para compartir convicciones, para leer des­de la fe y para sacar conclusiones en el vivir de cada cual.

  1. SITUACION DE LA COMPAÑIA DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD EN 1789

Cuando estalló en Francia la Revolución, en 1789, el Superior General de la Com­pañía de las Hijas de la Caridad era el P. Félix Cayla de la Garde, elegido el 2 de junio de 1788 durante la XVI Asamblea General de la Congregación de la Misión. Al frente de la Compañía estaba Sor Renata Dubois desde el 31 de mayo de 1784, y el DirectorGeneral era un misionero enfermo y de avanzada edad, el P. Bourgeat, que dada su situación no podía dedicarse con eficacia a la misión que tenía encomendada entre las Hermanas.

El nuevo Superior captó pronto la situación de la comunidad y quiso remediarla. Estaba convencido de que, según se deduce de las vicisitudes por las que ha pasado la Compañía desde su fundación, su prosperidad y, por consiguiente, el bien que ha podido hacer está siempre en relación con la dedicación y cuidados que le prestan sus superiores.

El 1 de enero de 1789 dirigió a todas las casas de Hijas de la Caridad una circular de las más importantes. Entre otras cosas, decía:

«Desde los primeros días de mi elección me preocupó vuestra dicha. Si mis muchas ocupaciones no me lo hubieran impedido, desde ese mismo momento os habría hecho llegar mi voz y os habría enviado palabras de paz y de consuelo. Ahora que gozo de un poco más de tranquilidad, aprovecho para cumplir un deber tan grato a mi corazón.

Os debo los sentimientos de un padre, pero no serían dignos de vosotras si no uniera yo a las efusiones de una tierna caridad, la urgencia del celo y la solici­tud que él inspira

A continuación exponía algunos avisos llenos de prudencia para encender en las Her­manas sentimientos de una verdadera piedad, para restablecer la uniformidad, que ha­bía sufrido alguna alteración, mantener la paz y unión de corazones y estimular una entrega cada vez más generosa a las diferentes funciones que tienen que desempeñar junto a los pobres.

El mismo año 1789 nombró al P. Sicardi, su asistente italiano, Director de las Hijas de la Caridad, en sustitución del P. Bourgeat. Quería presidir él mismo los consejos de la comunidad y estar al comente de los asuntos y del personal de las casas.

Pero desgraciadamente la Revolución estalló y sus primeros furores se cebaron en San Lázaro. La incertidumbre de que la Compañía se conservara o no, su supresión definitiva el 18 de agosto de 1792 y la necesidad en que se vio de huir al destierro, no le permitieron llevar a cabo su proyecto de contribuir a renovar el espíritu en las dos compañías. Aun en el exilio, nunca perdió el interés por las Hijas de la Caridad, y re­dactó una especie de «Directorio espiritual para uso del Seminario» con el fin de conse­guir aquellos cambios que creía necesarios.

  1. EL 13 DE JULIO DE 1789

Cuando el 13 de julio de 1789 algunos grupos de pobres hambrientos saquearon San Lázaro, las Hermanas vivieron una jornada de auténtico terror, pues su casa esta­ba situada en la misma ralle y enfrente de San Lázaro Lo que ocurrió aquel día nos lo cuenta con detalle monseñor Jauffret, obispo de Metz:

Mientras los bandidos entraban en San Lázaro, lanzaban gritos e insultos contra las Hijas de la Caridad, acusándolas de estar en connivencia con los misioneros. Tam­bién se oían amenazas de que pronto entrarían en su casa. Como era la Casa Madre, vivían allí unas 150 Hermanas, 50 de ellas inválidas y ancianas. La comunidad las acogía en esta casa cuando ya no podían servir a los pobres. Había unas 98 postulantes entre dieciséis y veinte años. Podía temerse lo peor si aquella multitud furiosa, que sólo esperaba una señal para derribar todas las puertas, entraba en la casa. Las Hermanas invocaban incesantemente al Señor como su única protección ante el peligro tan inmi­nente que preveían.

A las cinco y media de la mañana, uno de los directores pudo escapar de San Láza­ro para decirles la misa. Ya no salió de allí. A las siete, tres o cuatro de aquellos hom­bres llamaron a la puerta porque traían sin conocimiento en su sillón al P. Bourgeat. Cuando entraron en su habitación y le vieron totalmente paralítico accedieron a la su­gerencia del Hermano enfermero y lo llevaban para que lo cuidaran las Hermanas. «Mi-radio —decían a sus compañeros—, ahí va el padre de las Hijas de la Caridad; dejadlo en paz». Y cuando se lo entregaron a las directoras del Seminario les dijeron: «Ahí tenéis a vuestro padre, cuidarlo bien. Traemos todo su mobiliario, su sombrero, su bol­sa…». Al salir dijeron a las Hermanas que no tuvieran miedo: «No nos han pagado para vosotras, sino para saquear San. Lázaro». Todo esto lo han contado las mismas directoras del seminario. Cuando llamaron los bandidos, creían que venían a prender al P. Sicardi, que estaba escondido en el confesonario. Pero sin detenerse un minuto, corrieron para continuar destrozando San Lázaro, sin interesarse de lo que pudiera su­ceder en la casa de las Hermanas.

Otro grupo de unos 15 hombres se presentó a las once de la mañana. Querían entrar y hacer una visita de inspección, creyendo que iban a encontrar allí el tesoro de San Lázaro, trigo y harina. La Superiora General, Sor Dubois, y la Directora del seminario les acompañaron durante la visita. Las 98 seminaristas estaban reunidas en ese momen­to en la sala del seminario, pero aquellos hombres no pensaron siquiera entrar allí. Pa­saron igualmente de largo por la sala de archivos y por el ropero, donde se guardaba durante diez años la ropa y vestidos de las postulantes. Esta visita duró hora y media, y mientras tanto continuaban oyéndose fuera gritos contra las Hermanas que a interva­los parecían más alarmantes.

Cuando esos 15 hombres salieron, la comunidad fue al refectorio. Rezaron allí las oraciones de antes de comer, pero ni las Hermanas ni las postulantes pudieron tomar nada.

Y así, en ese estado de terror, permanecieron hasta las cinco de la tarde, momento en que volvieron los bandidos, unos 200 hombres y mujeres; a estas últimas las despa­chó el jefe de la tropa. La mayor parte venían armados con picas, cachiporras, barras de hierro, pistolas, sables, espadas y otras armas antiguas; unos jefes les dirigían. En medio de tal peligro, la Superiora General y las directoras del seminario creyeron que sería mejor dejar a las seminaristas y postulantes en la capilla con las puertas cerradas.

Según contaron tres directoras del seminario, 20 de esos hombres, haciendo retro­ceder a los demás, se dirigieron a la capilla y amenazaron con derribar las puertas si no se les abría inmediatamente. Entraron y vieron ante ellos aquellas pobres jóvenes arrodilladas al pie del altar, invocando la protección de María Inmaculada y de su bienaventurado padre San Vicente. El ruido de las armas y los juramentos de aquellos hombres furiosos las llenaron de estupor y comenzaron a lanzar quejidos y gritos de dolor. Tamo que los mismos bandidos se sintieron impresionados por un sobrecogimiento extraordinario y se detuvieron. Uno de los jefes se quitó el sombrero; los otros le imitaron. Parecía como si la santidad del lugar, la imagen de Nuestro Señor y las de los santos les impusieran respeto. Se acercaron con paso tímido hacia el presbiterio y como si ya no fueran las mismas personas que hacía poco estaban ebrias de vino y de furor, uno de ellos les dice: «Señoritas, no temáis nada; no venimos a haceros nin­gún daño. ¡Desgraciado quien se atreva a intentarlo!». Varias seminaristas se encon­traban mal y cayeron desmayadas al oír esto. Entonces, el que parecía ser el jefe de la tropa, un joven fuerte, cuyos rasgos muy pronunciados reflejaban un carácter enér­gico y decidido tanto para lo bueno como para lo malo, llegó hasta el altar rodeado de sus secuaces, y todos juntos hicieron la genuflexión ante el Santísimo Sacramento. Pero viendo que varias seminaristas estaban todavía desmayadas en el suelo, dijo a su tropa: «¡Vámonos! Salgamos de este lugar; no asustemos con nuestra presencia a estas señoritas». Y salieron todos, admirados sin duda de retirarse con sentimientos tan contrarios a los que les habían hecho entrar.

Después visitaron la casa y quisieron ver la enfermería de las ancianas. Allí eran cuidadas y atendidas las Hermanas enfermas que ya no podían servir a los pobres. Pe­ro como la pobreza debe caracterizar a sus servidoras, todo era sencillo y modesto en la enfermería. Los bandidos, a pesar de las ganas que tenían de encontrar algo de que acusar a las Hermanas, admiraron la sobriedad del lugar. Quisieron probar el caldo de las enfermas y lo encontraron soso, así como los demás alimentos preparados para ellas. Y no podían comprender cómo no condimentaban mejor las cosas para esas Her­manas de la casa cuando ellas mismas son tan atentas con los pobres a quienes no co­nocen de nada. Es que no sabían que el cristianismo une a los hombres en un mismo espíritu y en un solo corazón; y que para las Hijas de la Caridad el pobre más descono­cido tiene el mismo derecho a recibir sus cuidados que un hermano o un hijo.

Esta última visita duró alrededor de tres cuartos de hora. Parecía que el pretexto era ver si estaba encerrado allí algún hombre. Los dos directores estaban en sus confesonarios, pero no los descubrieron. Ya en la puerta, cuando iban a salir, se detuvieron unos momentos. Un muchacho pidió dinero a una de las directoras, pero cuando lo oyó el jefe le amenazó con matarlo si se atrevía a pedirlo otra vez.

A dos Hermanas algunos hombres les obligaron a acompañarles y las querían llevar a un cabaret. Llegaron hasta la mitad de la calle Saint-Denis, desde donde pudieron escapar ofreciendo a sus acompañantes algunas monedas. Cuando llegaron a casa en­contraron a los mismos hombres que habían entrado antes como guardianes de la casa. Les hicieron sitio ante la puerta y entraron sin recibir un solo insulto.

Ninguna de las veces que los bandidos entraron en la Casa Madre ocurrió nada deshonesto; incluso en la misma manera de hablar se mostraron cortésmente. Cuando sa­lieron definitivamente, el populacho quería entrar pero se opusieron con fuerza cerran­do la puerta tras ellos. El jefe de pie, fuera ya, les dijo: «Muchachos, yo os avisaré cuando llegue el momento oportuno», y amenazó con matar a quien violara la con­signa.

De esta manera la comunidad se sintió salvada del pillaje como por gracia especial del Señor, pero vivió presa del miedo durante los diez días que siguieron esperando que en cualquier momento pudiera suceder algo parecido.

Esa misma tarde del 13 de julio las Hermanas solicitaron un piquete de la Guardia Nacional para que les protegiera. El distrito les envió unos 40 hombres de esa Guardia que acababa de formarse y que llevaban la escarapela tricolor. Estos guardias fueron más molestos para las Hermanas por sus palabras que los mismos bandidos. pero no les hicieron ningún daño.

El día 1 de enero de 1790, la Superiora, Sor Dubois. decía en su primera circular: «Desde el 12 de julio último nuestros días han transcurrido entre ansiedades y sobre­saltos continuos que han afectado a nuestra salud… Bendigamos al Señor en todo tiempo y supliquémosle con insistencia que nos conceda días más serenos si esa es su voluntad.»

III. SOR DELEAU ELEGIDA SUPERIORA GENERAL DE LAS HIJAS DE LA CARIDAD

Sor M. Antonieta Deleau fue elegida Superiora General en Pentecostés de 1790 para reemplazar a Sor Dubois. Era oriunda de Bray, cerca de Amiens, e hizo su postulantado en un pequeño hospicio que allí tenían las Hijas de la Caridad. Entró en el seminario de París a los dieciocho o diecinueve arios, en 1745. Acabado su tiempo de formación, fue enviada a la Misericordia de Montpellier. De allí salió más tarde para ser Hermana Sirviente de la casa de San Hipólito, pequeña ciudad a ocho leguas de Montpellier. En aquella casa atendían las Hermanas un hospital militar y una miseri­cordia. Ha llegado hasta nosotros una frase que repetía con frecuencia: «No cesemos nunca de ofrecer a todo el mundo, y especialmente a los pobres que nos rodean, el ejem­plo de las virtudes evangélicas. Presentémoslas atractivas con nuestros servicios conti­nuos; hagámosles desear la fe católica como el medio más seguro para llegar a la vida feliz practicando el bien

De San Hipólito fue destinada a Bordeaux como Hermana Sirviente de la Manufac­tura, en donde estuvo tres años, ya que, elegida Asistenta de la Superiora General, fue a París. Ese tiempo fue suficiente para que en su oficio se ganara la estima y confianza de todas las Hermanas de la Casa Madre. De nuevo es destinada para ser Hermana Sirviente de una comunidad que servía a los pobres del barrio de San Antonio en París. Allí estaba en el difícil momento de las primeras revueltas y de la toma de la Bastilla. El respeto que supo inspirar por sus virtudes y su entrega a los pobres preservó a esta casa de todo ataque revolucionario. Por fin, el 24 de mayo de 1790 sustituye a Sor Dubois y vuelve de nuevo a la Casa Madre.

Las circunstancias en que Sor Deleau fue elegida Superiora General eran tanto más críticas cuanto que, en medio de tales dificultades y cuando la dispersión de la comuni­dad, no pudo acudir a sus superiores para pedir consejo y ayuda, ya que, intentando escapar al cadalso, habían tomado la ruta del exilio.

IV.- LEGISLACION DE 1790

El mismo año del pillaje de San Lázaro y de la invasión de la Casa Madre de las Hijas de la Caridad por las bandas revolucionarias, se presentó una moción ante la Asam­blea Nacional para la supresión de las órdenes religiosas. Fue el 17 de diciembre de 1789. Poco después, el día 13 de febrero de 1790, fue presentado a voto el Decreto que abolía los votos monásticos. Sus disposiciones eran las siguientes:

«La Asamblea Nacional decreta —como artículo constitucional— que la Ley no reconocerá los votos monásticos solemnes de uno y otro sexo. Declara por consi­guiente que las órdenes en las que se emitan tales votos son y seguirán siendo suprimi­das en Francia, sin que nadie pueda fundar otras parecidas en lo sucesivo.

Todos los individuos de uno y otro sexo que vivan en casas religiosas podrán salir de ellas prestando declaración ante la municipalidad del lugar, y se les concederá inmediatamente a su salida una pensión adecuada. A quienes no quieran acogerse a las disposiciones de este Decreto, se les indicará en qué casas pueden quedar retirados. La Asamblea declara además que no afecta a las casas encargadas de la educación y de la caridad mientras dicha Asamblea no tome otra determinación.

La Asamblea exceptúa a las religiosas del artículo que obliga a los religiosos a unirse los de varias casas en una.»

Esta legislación no concernía a las Hijas de la Caridad y continuaron ejerciendo su ministerio de servicio con normalidad. Pero el 12 de julio de 1790 la Asamblea Cons­tituyente dio un nuevo paso en su intento de persecución, y esta vez se abría un abismo infranqueable entre los fieles hijos de la Iglesia y los apóstatas. Ese día fue votada la Constitución Civil del Clero. Esta Constitución sustraía al clero de la autoridad espiri­tual del Papa y lo sometía al poder civil. En efecto, se atribuía al Gobierno civil el dere­cho de nombrar pastores y crear parroquias y diócesis. Era un cisma: aceptar esta legis­lación era una apostasía. Comunicarse en asuntos espirituales con sacerdotes apóstatas era participar en su falta y ser cómplice con ellos.

El 27 de noviembre siguiente la Asamblea prescribió el juramento de esta Constitu­ción a todos los eclesiásticos que ejercían alguna función pública, bajo pena de ser con­siderados como perturbadores del orden público, sancionados con la no percepción de su sueldo y privados de sus derechos de ciudadanos.

El 4 de enero de 1971 fue un día de gloria para toda la Iglesia de Francia. Era la fecha fijada para prestar el juramento y la mayor parte de sus representantes permane­cieron fieles a la Iglesia católica, burlando toda astucia y desafiando las amenazas. El domingo 3 de abril, los sacerdotes que antepusieron su ambición a su conciencia o que se habían dejado intimidar por las amenazas de los revolucionarios, fueron instalados en sus iglesias por la autoridad civil sustituyendo a los sacerdotes fieles. Desde ese día estos últimos no pudieron celebrar la eucaristía más que en capillas u oratorios pri­vados.

Las Hijas de la Caridad y las demás comunidades todavía no suprimidas ofrecieron enseguida sus capillas y las pusieron a disposición de los sacerdotes fieles.

Sor Carmen URRIZBURU, H.C.

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