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P. Gerardo Larrea |
24-02-07 |
Pamplona |
BPZ, Abril, 2007 |
No conocía aún al P Larrea cuando oí una referencia a él que he recordado siempre: «Es el paúl más genuino de nuestra Provincia». Tuve ocasión de comprobarlo poco después con ocasión de mi Seminario Interno. Me enviaron cuatro meses de experiencia pastoral a Canarias y me pusieron a la sombra del P Larrea. Percibí entonces, en aquella parroquia del Cardón-Las Torres en Las Palmas, donde no había templo ni locales, donde se celebraba la Eucaristía dominical al aire libre en la plaza, las dotes misioneras del P. Larrea, su interés por llegar a todos los rincones del barrio, su cercanía a las gentes más humildes, su ardor como vicenciano y su temple como sacerdote. Supe entonces que había nacido en el pequeño pueblo de Zárate, al pie del Gorbea, en el hermoso y querido Valle del Zuia (Alava). Supe que pertenecía a una familia campesina y piadosa que conformó su carácter con un alma cristiana. Supe que se acercó primero al Seminario de Vitoria para los estudios sacerdotales, pero que la Providencia lo llevó después, ya con 19 años, a nuestra casa de Murguía. De allí saldría como «el joven Larrea», en expresión del P. Tobar que ya siempre le acompañaría, camino de Hortaleza para hacer el Seminario Interno. Corría el año 1935 y, aunque el ambiente político era espeso entonces, Larrea estaba contento, lo mismo allí que en Tardajos después, o en Villafranca del Bierzo, o en Murguía, lugares todos ellos por donde fueron pasando los estudiantes de la época debido a las circunstancias de la guerra. Recaló finalmente en Cuenca ya en septiembre de 1940. Y allí estudió la Teología y se ordenó sacerdote el 16 de julio de 1944.
En muchos destinos manifestó el P Larrea su vigor misionero y su afán por el trabajo: en Cartagena y Sevilla, en Gijón y Ávila, de nuevo en Sevilla y en Las Palmas, en La Orotava y la República Dominicana, otra vez en La Orotava y en La Laguna. Y finalmente en Pamplona, en lo que él llamaba «el Frente de Juventudes», donde ha permanecido desde 1990 hasta su muerte en el presente año. En cualquiera de esos lugares, el E Larrea ha dejado testimonio de tres rasgos que siempre han destacado en él: su identidad vicenciana, su celo sacerdotal y su amor a la Virgen.
El P Larrea era paúl a carta cabal. Su identidad vicenciana se revelaba en su sencillez, su cercanía, su alegría, su disponibilidad y su laboriosidad. Fuera en la parroquia o en misiones populares, en el servicio a las hermanas o en la atención a los pobres, en todo ponía entrega y espíritu. Amaba a la Congregación y la sirvió siempre por entero. Afrontó el reto de nuevas construcciones, como en Cartagena o Gijón, y se aplicó con energía, buscando ladrillos, regateando cargas o viajando «a dedo» con el único interés de hacer algo sólido por la comunidad. Cuando el P General lo requirió para el ministerio en la República Dominicana, allí acudió, ya con unos cuantos años a sus espaldas, pero con el mismo espíritu fuerte de siempre. Fue precisamente en esta República donde coincidió con otro formidable misionero, el E José Herrera, y con él protagonizó esta deliciosa escena que nos habla de la fuerte identidad vicenciana de ambos. Había confesado el P. Larrea y le había administrado el Viático al P. Herrera tres días antes de su muerte. «Es costumbre entre nosotros, le dijo el P. Larrea, renovar los santos votos en esta circunstancia. ¿Quiere hacerlo?» «Sí, respondió el P. Herrera, recuérdeme usted la fórmula o acérqueme el libro de nuestras Constituciones». «No lo encuentro», dijo Larrea. «Es igual, contestó el P. Herrera, si mil veces naciera, mil veces sería paúl. Cuando el P. Larrea, algún tiempo después, celebró sus cincuenta años como sacerdote, nos recordaba esa anécdota y nos hacía esta pregunta: «¿Me admitiréis esa misma renovación?… Si mil veces naciera, mil veces sería paúl.
Destacaba igualmente en el P. Larrea su celo sacerdotal. Nunca lo vi como un cura acomodado que se conformara con la buena atención al culto y la administración de los sacramentos. Siendo joven, se acercaba a los obreros y fomentaba grupos al estilo de entonces. Ya con más años, gustaba de patear la calle y visitar a los enfermos en sus casas o acompañar un rato a los ancianos. Seriamente trabajador, no concebía el estar sin hacer nada, de modo que hasta el final se entregó al ministerio y se dedicó a la pastoral. Muchas han sido sus horas de confesonario, muchas las horas entregadas a la atención y escucha. Muchas las tareas en tantos destinos. Y siempre ha sido el estilo misionero el que lo ha caracterizado en su buen hacer pastoral. Llamaba la atención hasta el final el tono cercano y entrañable de las Eucaristías que celebraba. Con espontaneidad solía preguntar a la gente, y especialmente hacía intervenir a los niños. Hubo una vez en que, sin pretenderlo, fue por eso noticia en el periódico de Tenerife. Entró el periodista casualmente a oír Misa en nuestra iglesia del Hospital de Dolores en La Laguna. Le sorprendió el cura «de pelo blanco» que estaba celebrando y cómo, en el momento de la Homilía, tenía a una niña sentada sobre sus rodillas contestando espontáneamente a sus preguntas. La gente seguía con mucha atención cada palabra. Y la Misa siguió con un clima familiar y cálido hasta el final. «No puedo menos, escribía en su artículo el periodista al día siguiente, que dedicarle esta columna a este sacerdote que me ha hecho más cercano el Evangelio y me reconcilia con una Iglesia que no siempre entiendo». Este era el P. Larrea: hijo fiel de la Iglesia, siempre sacerdote, pastor amable.
El amor a la Virgen María era el otro elemento que llamó mi atención en el P. Larrea. Diariamente íbamos desde la comunidad en el barrio de La Paterna de Las Palmas hasta la parroquia, a unos cinco kilómetros de distancia, en el barrio de las Torres. Indefectiblemente era lo mismo subir al coche y empezar el rezo del Santo Rosario, rezo que hasta el final ha venido repitiendo, incluso varias veces al día. La figura de la Virgen le emocionaba y le sostenía como sacerdote. Cantaba con hondo sentimiento la «Salve cartagenera». Y siempre era María objeto de su piedad, devoción y cercanía a Cristo. Curiosamente, toda su vida ha estado jalonada por los hitos marianos: nació un 24 de septiembre, fiesta de Nuestra Señora de la Merced. Se ordenó sacerdote un 16 de julio, día de la Virgen del Carmen. Transcurrió su infancia a la sombra del Santuario de Nuestra Señora, la Virgen de Oro, que se enseñorea del Valle del Zuia. Y sus últimos años han transcurrido a los pies de la Virgen de la Medalla Milagrosa, en la casa de Pamplona. Es más, falleció precisamente el 24 de febrero, sábado, día de la semana tradicionalmente dedicado a nuestra Madre, lo cual me lleva a evocar aquellos sentidos versos de nuestro poeta Alfonso Valsagua (P. Honorio López), titulado «Esperanzado ruego» y publicado en su libro «Poemas sin parroquia»:
«Si es un sábado el día de mi muerte, de tu mano me iré, Santa María, con aquel que es mi vida y es mi suerte».
¡Que junto a la Virgen María y al calor de Cristo Resucitado esté ya gozando el P. Larrea! Fue un hombre muy humano y un sacerdote vicenciano. Fue sencillamente un misionero.
Santiago Azcárate