Fundación de las Hijas de la Caridad (México) (I)

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CRÉDITOS
Autor: Vicente de Dios, C.M. · Año publicación original: 1993 · Fuente: CEME.
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Fundadores

«El alma privilegiada que Dios escogió como instrumento de la funda­ción de las Hijas de la Caridad en México fue la señora Condesa Ana Gómez de la Cortina. Y como las buenas ideas son contagiosas, a esa piadosa dama se le unieron pronto, para la realización de su proyecto, las señoritas Faustina y Julia Fagoaga y los señores Manuel Andrade y Cirilo Gómez de Anaya.»

Así escribe el P. Antonino Learreta, primer historiador de las Hijas de la Caridad y de la Congregación en México y contemporáneo de lo que narra.

¿Quién, después de Dios, inclinó el corazón de la Condesa de la Cortina hacia las Hijas de la Caridad? Muy probablemente el Dr.Andrade, quien, al regresar a México después de haber perfeccionado estudios de medicina y cirujía en París du­rante tres años, tuvo la oportunidad de relacionarse y amistar con personas de re­lieve social, incluidos el Presidente y el Arzobispo. Una de esas personas fue la Condesa de la Cortina, con quien hablaría de las Hijas de la Caridad, cuyo trabajo en los hospitales de París le había impactado, animándose los dos a traerlas a Méxi­co. Las señoritas Faustina y Julia Fagoaga, más su cuñado el general Cirilo Gómez Anaya, secundaron enseguida aquel proyecto, por amistad con la condesa y el doctor y por espíritu caritativo.

Para prestigio del numen romántico del siglo XIX, Learreta nos deja esta orla novelesca en su narración, años después, de la misión de Tlalhuelilpa, Hgo.:

«Tlahuelilpa… un pueblecito en cuyos términos está una de las Ha­ciendas de Campo del Sr.Iturbe, que también se llama Tlahuelilpa. Se asegura que estas tierras habían pertenecido a una esposa del emperador Moctezuma… y pocos años atrás al Conde de la Cortina… En esta Hacienda fue donde, según lo refiere su biografía, escrita por don Ber­nardo Copca, leyendo la condesa en la novela de Walter Scott titulada El Pirata los servicios de las Hermanas de la Caridad, concibió el pro­yecto de traerlas a esta República»…

Resumiendo, Luis García Pimentel precisa número, nombres y títulos de nobleza fundacional:

«A estos cinco esclarecidos mexicanos les debió nuestro país el Insti­tuto de las Hermanas de la Caridad, Sirvientas de los pobres enfermos: Al Dr. Andrade, como autor y promotor de la idea; a la Condesa, por haber dado los fondos, no sólo necesarios, sino sobrados, con despren­dimiento digno del mayor elogio; y a las señoritas Fagoaga y al General Gómez Anaya, por haber sido colaboradores tan útiles como desinte­resados»‘.

Pero hay que añadir un nombre más al de estos «cinco esclarecidos mexica el de don José Guadalupe Romeros, cura párroco de Silao, quien firma con el Dr. Andrade, el 22 de noviembre de 1842, la solicitud al Gobierno del establecimiento de las Hijas de la Caridad en México y obtiene para Silao la primera fundación de las Hermanas fuera de la capital.

Gestiones

Esta solicitud, sin embargo, no era la primera. En abril de 1831 don Tadeo Or­tiz, cónsul de México en Burdeos, envió al gobierno mexicano de don Anastasio Bustamante, y en concreto al ministro de relaciones don Lucas Alamán, una iniciativa para la fundación de las Hijas de la Caridad en México, acompañada de una exposición de la superiora del Hospital de Enfermos Incurables de París, en la que se incluían las Reglas del Instituto. Portador de esta iniciativa fue don Francisco Pablo Vázquez, recién consagrado en Roma obispo para Puebla, aprovechando su paso por Burdeos una vez concluidas las gestiones diplomáticas que lo llevaron al Vaticano. De la larguísima exposición de don Tadeo Ortiz, copiamos sólo la introducción‑

«Consulado de los E.U.Mexicanos en Burdeos. Exmo.Sr.: Tengo el honor de dirigir a V.E., por conducto del Ilmo. Sr. Dr. D. Francisco Pa­blo Vázquez, Obispo de Puebla, a quien he recomendado y espero proteja el objeto de la adjunta exposición, relativo a fundar en México el Instituto de las Hijas de la Caridad instituido por San Vicente de Paúl, a fin de que el admirable espíritu de esta orden hospitalaria ejemplar y esencialmente útil y conveniente al arreglo de las casas de beneficencia y a los consuelos temporales y espirituales de toda clase de pobres necesi­tados y desvalidos enfermos, aplicado a hospitales, hospicios y casas de caridad de la Ciudad Federal, se extienda gradualmente por toda la Re­pública y deba su establecimiento (si el Gobierno se persuade de la utili­dad y conveniencia que de ello resultará a la humanidad y a la patria) a la actual administración; e igualmente acompaño a V.E. un retrato del vestido usual de las religiosas, esperando de su celo y amor a la humani­dad que influya con todo el poder de su activa eficacia para que S.E. el Sr. Vice Presidente tome este negocio importante y piadoso en conside­ración y lo recomiende en todas sus partes a la aprobación del augusto Congreso, y al verificarlo tengo la honra de reproducir a V.E. las distin­guidas consideraciones de mi profundo respeto. Dios y libertad. Bur­deos, Abril 6 de 1831. Tadeo Ortiz. Excmo. Sr. Srio. de Estado del Despacho de Relaciones, D.Lucas Alamán».

No he podido rastrear el origen de este primer intento. Pudo ser iniciativa del cónsul mexicano de Burdeos, pudo serlo del mismo Dr.Andrade o pudo serlo de una tercera persona o grupo. Como fuera, según Antonio García Cubas, que alude a él en su famosísima obra «El libro de mis recuerdos», «el estado intranquilo del país por causas de la revoluciones políticas, no permitía al gobierno mexicano tomar desde luego en consideración la iniciativa del Cónsul en Burdeos».

El proyecto de 1831 fue retomado por don Manuel Andrade y don José Gua­dalupe Romero en 1842. Como los superiores de las Hermanas en París y en Madrid juzgaban que las fundadoras debían ser españolas «por ser las más adecuadas a las costumbres e idioma del pueblo mexicano», procedía elegir a la persona que pudiera tramitar en Madrid con solvencia los asuntos pertinentes. Y pusieron los ojos en don Bonifacio Fernández de Córdoba quien años atrás había manejado intereses de la Condesa de la Cortina. Fue el primer paso.

El segundo lo dio Fernández de Córdoba poniéndose en contacto con el P. Juan Roca, visitador de la Congregación de la Misión y director de las Hijas de la Caridad en España. La carta oficial de solicitud data del 16 de agosto de 1843:

«… A usted le consta las repetidas gestiones que por diversas perso­nas se han hecho tiempo ha para conseguir el establecimiento de las Hermanas de la Caridad en México. Estas gestiones se han renovado ahora por las mismas personas celosas y caritativas de aquella ciudad, siendo una de las principales la excelentísima señora doña Ana María Gómez de la Cortina, condesa de este título, la cual, en sus cartas del 25 de mayo y 23 de junio últimos, me dice que ya tiene el permiso de su gobierno y del señor Arzobispo de aquella metropolitana para fundar el establecimiento; que desean sean españolas las Hermanas que hayan de ir, y me encarga ponga yo en acción todos los medios que estén a mi al­cance para conseguirlo, pues con mi aviso se facilitarán al momento los recursos necesarios para el embarque y demás gastos’.

Al P.Roca le agradaron la idea y el proyecto y dio el tercer paso: avalarlos ante el gobierno de Isabel II, quien el 31 de agosto firmaba la siguiente real orden expe­dida por el ministerio español de gobernación:

«Sr. Director General de las Hermanas de la Caridad:

El Gobierno provisional, en nombre de S.M. la Reina Da. Isabel se­gunda, se ha enterado de la comunicación de V.S. de veinte y tres del actual y de la carta que la acompaña de D. Bonifacio Fernández de Cór­doba, en nombre de varias personas de la ciudad de México, entre ellas la señora doña María Ana Gómez de la Cortina, Condesa de este título, en solicitud de un cierto número de Hermanas de la Caridad y un Director Espiritual, con el objeto de fundar una Casa Noviciado, que sirva de matriz para las demás que puedan establecerse en las Provincias de la República Mexicana donde es tan necesaria como deseada esta benéfica institución.

En su vista se ha servido autorizar a V.S. para que elija entre los esta­blecimientos del Reino a un Director Espiritual y a las Hermanas que en su concepto reúnan los conocimientos y circunstancias que se requieren para fundar la Casa Noviciado que se pretende en la República Mexicana.

De orden del Gobierno lo digo a V.S. para su conocimiento y demás efectos correspondientes…’.

El cuarto paso correspondía también al P.Roca: solicitar la autorización del P. Jean-Baptiste Etienne, que acababa de ser elegido, el 4 de agosto de 1843, Su se­ñor General de la Congregación de la Misión y de las Hijas de la Caridad. La res­puesta se la comunica el P.Roca a don Bonifacio Fernández de Córdoba el 2 de octubre siguiente:

«Mi apreciable Sr.: Tengo la mayor complacencia en decir a usted que la fundación de México, por la que usted se interesa, se halla ya aprobada por el Sr. Superior general de las Hermanas, residente en Pa­rís. Con fecha 19 del pasado septiembre, me dice lo que copio a continuación: Apruebo la fundación de México y el que las hermanas fundadoras sean todas españolas, así como el Director que debe acompañarlas. Para todo autorizo a usted advirtiéndole la prudencia y madurez con que debe procederse en este asunto por ser de mucha consideración. Traslado a usted esta cláusula que acabo de recibir de París, para que haga de ella el uso que estime oportuno…»‘.

El quinto paso lo dieron los promotores mexicanos al otorgar, el 25 de noviem­bre, amplio poder legal a don Bonifacio para formalizar «la contrata relativa a tras­ladar a México, a la mayor brevedad posible, a diez de las referidas señoras Hermanas de la Caridad con su Director…». Las bases de fundación, hasta 15, se firmaron el 12 de febrero del 44 por Juan Roca y Fernández de Córdoba y fueron aprobadas el 6 de marzo por el gobierno español.

Mientras tanto, en México, el Dr. Andrade y el señor cura José Guadalupe Ro­mero se habían encargado de las gestiones pertinentes ante el Gobierno, tanto civil como eclesiástico. Digamos que fue el sexto paso.

El gobierno civil dio pronto su aprobación con el siguiente decreto del 9 de oc­tubre de 1843:

«Valentín Canalizo, general de división y presidente interino de la República Mexicana, a los habitantes de ella, sabed:

Que, persuadido de la utilidad que debe proporcionar a la República el establecimiento de la Congregación de señoras denominadas Hermanas de la Caridad por los eficaces y desinteresados servicios que prestan a la humanidad doliente en los hospitales, hospicios y casas de beneficencia, no menos que a todos los pobres menesterosos en lo particular, de con­formidad con lo consultado por el consejo de representantes de los departamentos, y en virtud de la licencia que por su parte ha concedido la autoridad eclesiástica metropolitana, he tenido a bien decretar lo siguiente, en uso de las facultades con que se halla investido el gobierno nacional:

Se permite el establecimiento de Hermanas de la Caridad en ésta y en las demás capitales y lugares de la República, según el instituto de su fundador San Vicente de Paúl y bajo las re­glas y estatutos que para su ejercicio presentan y se aprueben por el gobierno.

Por tanto mando se imprima, publique y circule y se le di cumplimiento.

Palacio del gobierno nacional de México a 9 de octubre de1843. Valentín Canalizo – Manuel Baranda, ministro de instrucción pública»

Y días antes lo hizo el Gobierno eclesiástico:

«México, Octubre 2 de 1843. Como dice el Promotor; y er consecuencia concedemos nuestra licencia para la fundación en nuestro Arzobispado de la Congregación de las Hermana, de la Caridad que estableció San Vicente de Paúl, instruidos cerciorados de que en el Superior Gobierno se han presentad los documentos necesarios al instituto, y demás indispensable’ para una nueva fundación, y que dichas religiosas quedarán conformes con sus reglas, y en lo que ellas establezcan sujetar a la jurisdicción ordinaria de esta sagrada Mitra. Entréguese original al interesado para los efectos consiguientes. Así lo de­cretó y firmó el Ilmo. Sr.Arzobispo. Firmado: El Arzolispc (don Manuel Posada y Garduño). Francisco Patiño, Srio.

Todo listo, séptimo paso, el P.Roca escribió el 20 de febrero del 44 una larga y emotiva carta a las Hijas de la Caridad de la Provincia española. Comienza anunciándoles una buena nueva: las Hijas de la Caridad, establecidas ya en Europa, Asia y Africa, van a llenar un vacío que las reclama: América y, en concreto, la República Mexicana. Les habla brevemente de los promotores, en especial de la Condesa de la Cortina, a quien compara nada menos que con Luisa de Marillac, y les cuenta en esquema los trámites que se han llevado a cabo.

Les pide después que se pongan en oración, que se ofrezcan voluntarias quienes se sientan llamadas, que tengan en cuenta determinadas cualidades necesarias y) les promete que no les faltará la ayuda espiritual de los sacerdotes de la Misión. Es gratificante leer la parte final de aquella carta:

«… La ejecución de este grandioso proyecto es toda vuestra, Hermanas mías carísimas; vosotras sois las llamadas al cultivo del vasto cam­po que acaba de abrirse a vuestro celo; vosotras sois las destinadas por la Providencia al alivio y socorro de un inmenso pueblo con el que de muy antiguo tenemos contraídas relaciones de amistad que jamás podremos olvidar, cuyas costumbres simpatizan con las nuestras y cuyo idioma es nuestro idioma nativo, circunstancias todas que os facilitan el costoso sacrificio que debéis hacer para esto.

Yo bien sé que, dominadas por la pasión de ser útiles a vuestros semejantes, os prestaréis gustosas a la ejecución de tan ardua empresa; tengo muy experimentada vuestra pronta y generosa obediencia, no necesitáis preceptos; os bastan las primeras insinuaciones de vuestros superiores para volar a donde os llamen las necesidades del pobre: tal es vuestra docilidad y sumisión, la que, al paso que os ase gura en los peligros de vuestra vocación, es para mí el más grato consuelo en el ejercicio de mi destino.

Mas no intento prevalerme de vuestro fervor ni coartar en lo más mínimo vuestra libertad en una elección que debe ser obra de la gracia y una inspiración de aquel Dios en cuyas manos están nuestras suertes y destinos. Dios sólo elegirá las diez piedras fundamentales sobre las que debe basarse el edificio de vuestro Instituto en la Capital y República de México: esperaré que el Señor hable a vuestros corazones y cuando vosotras me manifestéis la divina elección, en­tonces y no antes pasaré a la aplicación de los medios que deben conducirla a su término.

Para esto, Hermanas mías carísimas, es necesario que pidáis al Padre de las luces que os manifieste su voluntad y os declare si sois de las llamadas para tan ardua empresa. Haced con este intento una novena a San Vicente de Paúl y una comunión extraordinaria en el último día de ella. Concluida la novena, me propondréis, con el can­dor y sencillez que os manda la regla, lo que Dios os haya hecho co­nocer en este santo novenario; de modo que a mí no me queda más que la aplicación material de las diez Hermanas destinadas por Dios a la fundación de la Casa Noviciado en la República de México.

Mas debo advertiros que las Hermanas llamadas a dicha funda­ción no deben tener menos de diez y ocho años ni más de treinta, a excepción de la superiora y de su asistenta, que deben haber entrado ya en el edad de treinta y cuatro años y no pasar de la de cuarenta. Deben ser robustas, llenas del espíritu de su vocación y aptas para el acertado empeño de los varios y difíciles ministerios de su santo es­tado. Deben renunciar generosamente a sus conveniencias y a su país, para establecer su domicilio en una tierra extranjera, sin otra mira ni otro interés que ocuparse en el servicio de los pobres, sus verdaderos Señores…

Hermanas mías, contad con esta seguridad: estaréis unidas a la gran familia de San Vicente y dirigidas por sus dignos hijos; yo no hubiera entrado en negociaciones sobre este asunto sin la garantía, pasada ya a un formal contrato, de que dos sacerdotes de la Congre­gación de la Misión irían en vuestra compañía: uno en calidad de vuestro Director y otro de Secretario. Ellos serán vuestros padres espirituales y los representantes del sucesor de San Vicente, nuestro digno Superior General. Tendréis, pues, la misma dirección que tie­nen vuestras hermanas en España, en Francia, en Italia, en Polonia, en África, en Asia y en cuantos puntos se hallan establecidas; con­servaréis la misma unidad de gobierno, observaréis la misma regla, tendréis un mismo Superior General, vestiréis un mismo hábito; en una palabra, en nada os diferenciaréis de las demás Hijas de San Vi­cente.

La Hermanas que, por sentirse llamadas de Dios, deseen ser des­tinadas a dicha fundación, me dirigirán su solicitud a principios de abril, para que pueda retirarlas con tiempo de los establecimientos de beneficencia a cuyo servicio se hallan adictas, y llevarlas a este Noviciado, en el que permanecerán hasta el día de su salida para su nuevo destino, con el fin de perfeccionarse más y más en los deberes de su sublime vocación….

Juan Roca le sucedió como visitador y director en España el P.Buenaven­tura, el cual tomó posesión el día 1 de septiembre de 1844 en virtud de s patentes expedidas por el P.Juan Bautista Etienne el día 5 de agosto de modo -dice el P. Nicolás Mas- que si «el P. Roca había ya preparado esta expedición, los últimos detalles de la misma y el envío de las Hermanas fue P. Buenaventura Codina». Pero no serían muchos los detalles, puesto que las Hermanas habían salido de Madrid hacia Sevilla el 28 de agosto, antes de que tomara posesión el P.Codina.

De entre las muchas que se ofrecieron para la nueva fundación, fueron elegidas las siguientes:

  1. Sor Agustina Inza, nacida en Pamplona el 7 de noviembre de 1808. Vocación el 8 de septiembre de 1824. Era por entonces supe­riora del Colegio de Sangüesa. Iba con el título de Visitadora. Llevó a dos Hermanas de su comunidad. Muy impuesta en la enseñanza.
  2. Sor Martina Elía, de la comunidad de Sangüesa (faltan sus datos en el catálogo).
  3. Sor Juana Antía, de la misma comunidad de Sangüesa (faltan los datos personales).
  4. Sor Magdalena Latiegui, nacida en Isasondo (Guipúzcoa) el 5 de junio de 1801. Vocación el 26 de junio de 1825. Procedente del Hospi­tal de Valencia. Para el ramo de hospitales. Iba con el cargo de asisten­ta.
  5. Sor María Inés Cabré, de Puebla de Ciércoles (Valencia), nacida el 30 de junio de 1809. Vocación 12 de mayo de 1832. Procedía del Hospital de Valencia.
  6. Sor Josefa Suárez, nacida en Avilés (Asturias) el 22 de abril de 1816. Vocación el 31 de diciembre de 1835. Procedía del Hospital de Toledo.
  7. Sor Josefa Ramos, natural de Vera (Navarra), nació el 19 de agosto de 1804. Vocación el 8 de septiembre de 1824. De la Inclusa de Madrid.
  8. Sor Concepción Oronoz, nacida en Sangüesa (Navarra) el 6 de abril de 1816. Vocación el 24 de diciembre de 1833. Procedía de la In­clusa de Madrid, especializada en cuidar niños.
  9. Sor Micaela Ayanz, nacida en Cembiráin (Navarra) el día 19 de abril de 1818. Vocación el 16 de octubre de 1842.
  10. Sor Luisa Merladet, nacida en Durango el día 19 de agosto de 1817. Vocación el año 1843.
  11. Sor Juana Reta, natural de Artozqui (Navarra), nacida el 21 de febrero de 1821. Vocación el 25 de septiembre de 1843.

Estas tres última eran novicias. «Eran la flor de la Congregación», como decía el P.Ramón Sanz.

De las once consta de cinco que eran navarras. Probablemente también lo eran, a juzgar por sus apellidos, Sor Martina Elía y Sor Juana Antía. Siete navarras, pues, más dos vascas, una asturiana y una valenciana. Sólo Sor Agustina Inza, que tenía 38, superaba los 30 años. Como directores, las acompañaban los PP. Buena­ventura Armengol, que contaba 44 años, y Ramón Sanz, con 45. Era una expedición joven.

De suyo la expedición «contratada» era de sólo diez Hermanas. A ellas se añadió, como «supernumeraria», Sor María Inés Cabré. El sobrenúmero se debió a una
confusión: El P.Roca había dado a Sor María Inés el destino a México y ella se fue por su cuenta de Málaga a Cádiz. Sin saberlo, de Madrid destinaron a las diez hermanas convenidas. Cuando las once se encontraron en Cádiz, nadie quiso quedarse en tierra y, como le decía el P. Armengol al P.Etienne, con cierto temor, al principio en su carta del 4 de noviembre, «llegué a la conclusión de que no había en esto (en que fueran las once) nada que fuera en contra de la voluntad de usted».

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