Félix de Andreis (1778-1820) (IV)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros Paúles, Congregación de la Misión, Félix de AndreisLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Desconocido .
Tiempo de lectura estimado:

CAPÍTULO X

Vida interior del Sr. de Andreis

Después de haber trazado la vida-exterior, tan variada y admirable, del Sr. De Andreis, es preciso averiguar cuál fue el principio y fundamento de su heroísmo y de su gran san­tidad; es decir, vamos a estudiar su vida interior.

Por vida interior entendemos nosotros una constante aplicación por la que un siervo de Dios se ocupa en quitar de su alma las imperfecciones, con el fin de ser cada día más agradable a Dios. El Sr. De Andreis habíase trazado desde su llegada a Roma un plan de esta vida interior, el cual ob­servó con fidelidad hasta su muerte. He aquí las principales reglas en que se fundaba:

1. Por la mañana, luego que me levante, excitaré en mí afectos de alegría santa al ver que Dios me concede un día más para hacer penitencia por mis pecados y merecer el cielo.

2. Al celebrar la santa Misa, al estudiar, al tomar el desayuno, procuraré hacerlo con espíritu de sacrificio, de abnegación completa y de entera sumisión a la voluntad de Dios, como si estuviera en el mismo acto de un verdadero holocausto.

Los días en que padezca más humillaciones, des­precios y penas, me regocijaré con santa alegría, esforzán­dome en excitar este afecto por motivos de amor purísimo.

Pero cuando las cosas salieren a medida de mis de­seos, me mantendré en sentimientos de humildad, guiado siempre por los mismos motivos de un amor puro hacia Dios. A este ejercicio interior añadiré las siguientes reglas para mi conducta exterior:

5. Me esforzaré siempre en hacerme todo a todos; pro­curando, sin aguardar a que me lo manden o pidan, conso­lar, asistir y servir a los demás; obrando y hablando siempre de manera que todo proceda del sólido principio de la hu­mildad, caridad y dulzura, no dando jamás oídos a la repug­nancia, al amor propio o a la frialdad; esforzándome, aun cuando esté solo, en dominar la turbación interior o los desórdenes que la manera de obrar de los demás pudiese pro­vocar en mí. Yo debo practicar todo esto con diligencia, como cosas que Dios exige de mí. Esta será la resolución de estos ejercicios espirituales, el objeto de mis meditaciones, de mis exámenes lecturas y demás actos de piedad. A este fin leeré la vida y obras de San Vicente y de San Francisco de Sales. Claro está que el ejercicio que me propongo exi­girá de mí más sólida virtud que la que hasta ahora tan im­perfectamente he practicado, puesto que ella no ha consisti­do en cierto modo más que en el silencio y la inacción, en la resistencia a los ataques de mis pasiones, en prácticas pu­ramente negativas, tales como evitar el manifestarme exte­riormente, en no excusarme ni quejarme, y otros actos se­mejantes. Ahora me propongo algo más positivo; es preciso luchar continuamente, y jamás podré lisonjearme de haber llegado al puro amor de Dios si no comienzo por aquí; es­perar conseguirlo por otros caminos sería temeridad grande.

Reconozco que con mucha frecuencia soy culpable de esta presunción, porque desprecio el aviso de nuestro divino Salvador: «Permaneced en el último lugar y no subáis más arriba hasta que seáis invitados a ello diciéndoos: Ascende superius». Me avergüenzo y confundo al ver cuántas veces he obrado con presunción por aspirar a besar los divinos labios, esto es, al estado de puro amor, antes de haberme ejercitado en besar los pies, es decir, en la práctica de las virtudes de humildad y afabilidad. Pido humildemente perdón de mi presunción, y propongo desde ahora entregarme a la prác­tica de estas virtudes, reconociendo que los desprecios que se me han hecho han sido muy merecidos. El que desea su­bir mucho, merece ser humillado, y yo no debiera ignorar esta verdad después de haber leído tantas vidas y obras de Santos. Aprenderé a humillarme y a no creerme jamás de­masiado despreciado de los hombres, cuidando de apartar los sutiles argumentos del amor propio y recordando las pa­labras de San Francisco de Sales: «Excusad las faltas y su­frid a vuestro prójimo con gran dulzura de corazón; no filosoféis acerca de las contradicciones que os puedan so­brevenir; no os detengáis en pensar en ellas; ved siempre a Dios en todo, y conformaos con sus adorables designios».

«He de considerar con frecuencia,—escribía durante los ejercicios en 1808, — que el aprecio de los hombres no vale nada ; que si algo valiera, jamás sería digno de él, y que caso que lo mereciese, debía sacrificarlo por Dios, pues sin estas disposiciones, todo el bien que pudiera obrar se hallaría vi­ciado por el veneno del orgullo, y entonces ¿qué fruto sa­caría? Para vencer este orgullo—dice el siervo de Dios en otro lugar—debo persuadirme de que los que me vituperan to­davía me honran mucho, pues no conocen bien la extensión de mis miserias.; acaso censuran lo que ven digno de repren­sión en mi oficio ; mas si supieran que a pesar de tantas luces y gracias permanezco siempre en mis infidelidades, no po­drían menos de considerarme como un hombre indigno de vivir en la casa de Dios y entre sus siervos; más aún , debían de arrojarme de sí, pues el cuervo no debe vivir con las palomas, ni el despreciable asno entre los caballos ricamente enjaezados. ¡Oh, cuán grande es mi miseria y cuánto me cuesta refrenar el amor propio!».

En estas pruebas y combates era donde se desarrollaba la vida interior del Sr. De Andreis. Completamente oculto a los ojos de los hombres, nada sabríamos de ella si para su propio gobierno no hubiese puesto por escrito muchas de esas divinas operaciones que Dios verificaba en su alma para despegarla de toda afición al pecado y conducirla a través de las mayores pruebas al puro amor de su Criador.

CAPÍTULO XI

El lector ha podido ya formarse alguna idea de la santi­dad del siervo de Dios, ya por las cartas que hemos repro­ducido, ya por lo; testimonios de sacerdotes esclarecidos que vivieron con él largo tiempo y le trataron con intimidad. Aquí solamente indicaremos cómo nuestro santo Misionero poseyó en alto grado las virtudes teologales y morales, cuyo conjunto constituye la santidad de aquellos a quienes la Iglesia de Dios eleva a los altares.

Poseía la virtud de la fe en grado tan eminente, y había recibido de Dios tantas luces, que hubiera tenido a gran di­cha dar su vida por alumbrar los entendimientos de los des­graciados sumidos en la duda o en la ignorancia de los divi­nos misterios. No se consideraba digno del martirio, pero su corazón ardía en deseos de padecerlo muriendo en defen­sa de la Religión en cualquier ignorado rincón del mundo. Recordemos el celo con que le vimos predicar en Roma las verdades de la fe en los días aciagos en que el Soberano Pon­tífice Pío VII era arrojado de la Silla apostólica, y cuando la Ciudad Santa veía en su seno los estragos del error, de la herejía y de la incredulidad propagados por los impíos. En infamantes escritos, aquellos hombres negaban las verda­des de la fe, insinuando la incredulidad en el corazón de los imprudentes y de los débiles. El Sr. De Andreis esforzóse en contrarrestar sus esfuerzos por medio de irrebatibles diserta­ciones con las que previno a los fieles contra las doctrinas erróneas.

Con el fin de extender el imperio de la fe, renunció por completo a su patria, a sus parientes, a sus estudios favori­tos, a los ministerios que tanto amaba, a la misma Roma, tan estimada de su corazón, y partió para la América del Norte, por saber que millares de sus semejantes se encon­traban privados de las luces del Evangelio y sepultados por ende en las sombras de la muerte.

¡Cuán grande y activo se mostró el celo que le devora­ba cuando, después de vencidas grandes dificultades ypeli­gros, llegó a naciones salvajes y vio con sus propios ojos la vida que llevaban, tan semejante a la de las bestias de sus florestas! Bien podemos decir que su corazón quedó como transido de dolor, al par que de compasión, como el de San Pablo a su entrada en Atenas.

El ardor de su fe creció con los extraordinarios dones que Dios derramaba con profusión en su alma. «Las luces que recibo—decía en sus Memorias—son tantas, tan vivas y grandes; los sentimientos y emociones que experimento ha­cen tal impresión en mí, que bien puedo asegurar que ape­nas tengo necesidad de la fe para creer, pues paréceme tocar con las manos estas verdades.

¿Qué son todos los conocimientos naturales de un hombre o de un ángel en comparación de las divinas inspi­raciones de la fe? Ella es un sol, cuyo resplandor eclipsa to­dos los astros inferiores.

¡Qué sabiduría tan alta es el reposar enteramente sobre ella, despreciando por completo todas las opiniones y averi­guaciones inciertas del espíritu humano! El hombre animal no comprende el invisible gobierno de Dios que dispone y ordena todas las cosas con aquella admirable sabiduría, cuyas disposiciones solamente perciben los ojos de la fe. ¡Oh, qué espectáculo es éste para el que es capaz de admirar su gran­deza. ¡Qué paz, qué gozo no esparce en medio de las vicisi­tudes de la vida, de las diversas conmociones civiles y políti­cas que agitan los reinos, las ciudades y las familias! ¡Qué alegríacausa el saber que todo es dirigido por Dios y or­denado a su mayor gloria y al bien de sus elegidos!».

Su esperanza de obtener la salud eterna por los mereci­mientos de Jesucristo era tan sólida, que el Sr. De Andreis parecía tener una especie de certeza de su felicidad en el cielo. De ahí nacía el tedio que le causaba su estancia en la tierra, en la que (para servirnos de sus mismas palabras) no quería ver más su sombra»; de ahí aquel completo desasimiento de todas las criaturas, su indiferencia para los honores y ala­banzas que recibía de los hombres; de ahí sus ardientes de­seos de acelerar la consumación del sacrificio de su vida, a fin de poder subir al cielo y contemplar la sabiduría, la ver­dad y gloria de Dios; de ahí, en una palabra, aquellas inte­riores emociones en que quedaban absortos hasta los senti­dos de su cuerpo en la contemplación de las inefables belle­zas de su Criador y fin último.

Esta esperanza le inspiraba absoluta confianza en Dios, poniendo en Él todas sus cosas. He aquí cómo declara estos sentimientos:

«Después de todo, puedo sacar esta conclusión. Todas las luces e inspiraciones que he recibido; todas las pruebas por las que he pasado, conducen admirablemente a esto: a saber: que debo siempre y en todas las cosas ponerme con sincera y filial ternura en manos de mi Dios bondadosísimo, de mi Padre, esposo querido, mi vida, mi todo, a fin de ser conducido según quiera y juzgue más conveniente, sin bus­car ni indagar el cuándo, el por qué o el cómo. Pues no pu­diendo por mí mucha ignorancia y malicia saber ni hacer cosa de provecho, más que echar a perder la obra de Dios,

¿qué me queda sino abandonarme por completo en sus ma­nos? Yo no sé lo que Él exige de mí, ni por qué cami­nos quiere conducirme, ni qué obras desea que emprenda. Los caminos de Dios son todos santos y justos, admirables y amables; pero son también por lo general ocultos, secre­tos, impenetrables, incomprensibles. «Los secretos de Dios»—dice San Agustín—deben llamar nuestra atención, más no «deben encontrar oposición por nuestra parte.» Gran necesi­dad tengo de adoptar y poner en práctica la máxima de San Vicente, nuestro santo Fundador, quien decía: «Tengo gran «afición a seguir paso a paso a la Providencia divina sin que­rer prevenirla». Por consiguiente, teniendo siempre pre­sente la santísima voluntad de Dios, debo estar indiferente a todo, al sufrimiento o al placer, al reposo o al trabajo, a hacer esto o lo otro, a estar aquí o marchar allá, a tratar con esta con aquella persona, según las manifestaciones de la divi­na voluntad respecto de mí. Esta ha de ser mi estrella polar, este el norte hacia donde, como la aguja imanada, debe siempre dirigirse mi corazón: ventajas espirituales, vida o muerte, hasta la eternidad misma, nada debo desear ni pre­tender sino cuando y como Dios me lo quiera conceder.

O altitudo divitiarum sapientiae et scientiae Dei. ¡Cuán­ta es mi ceguedad, pues me falta inteligencia hasta para lo que me atañe más de cerca, y ni aun veo el camino por don­de Dios me conduce, y todavía me quejo cuando Dios me rehusa sus luces! ¡Dios mío, qué locura! ¡Como si fuera po­sible penetrar la incomprensibilidad de la justicia divina y los misterios de su conducta! ¡Como si no me hubiese de fiar enteramente en Vos, Dios mío! ¡Qué monstruosidad imaginar que el gobernalle estaría mejor en mis manos y pretender pedir cuentas a Dios por cada movimiento que hace a la izquierda a la derecha! Esto, que nadie osaría hacer respecto de un piloto cualquiera, se pretende con fre­cuencia respecto del gran piloto de las almas, el Espíritu Santo. Verdad es que los secretos juicios de Dios inspiran a mi alma temor, y muy grande, porque conozco que Dios pudiera mostrar en mí un ejemplo del modo con que su divina justicia trata a los monstruos de orgullo y de ingrati­tud, como soy yo; pero si este terror estuviese acompañado, como debiera, de la humildad y sumisión a la voluntad divina, haría que mi confianza fuese más tierna y dulce, y traería la paz a mi corazón, aun en medio de las más densas tinieblas y de las ilusiones mas horrorosas.» La más sublime de las virtudes, la caridad, había echado raíces muy profundas en el alma del Sr. De Andréis; buena prueba de ello son sus propias palabras hablando de esta vir­tud: «Por fin—decía—apareció la luz que ha disipado de mi» alrededor las tinieblas y mostrado de una manera palpable la felicidad de mi estado, que rápidamente avanza hacia su fin, y que consiste en purificarme por completo. He com­prendido con toda claridad estas palabras: Instruam te in via hac qua gradieris, y aquellas otras «Quid mihi est in coelo et a Te quid volui super terram? He visto que desde que me he arrojado en las manos de Dios, gozo de una gran paz y de mayores luces. Al tratar cori el prójimo sobre asun­tos indiferentes, sin dirigirlos inmediatamente a Dios, me siento, en cierto modo, como extraño y todo perdido; sufro indecibles agonías de espíritu capaces de ser comprendidas sólo por los que han pasado por ellas; viene a ser como la impresión que experimentara un hombre introducido en un abismo sin fondo… ¡Todo en Dios, por Dios, con Dios, según Dios, y nada más!

Tendría a gran dicha estar en cualquier rincón de la casa, olvidado como un muerto, resuelto a no gustar de otra compañía que la de Jesucristo, delicioso esposo de mi alma, consagrando enteramente a su servicio mi lengua, mi espí­ritu, mi corazón, mi cuerpo, mi vida, mí tiempo y todo cuanto me pertenece».

Durante los ejercicios espirituales que hizo el Sr. De An­dreis en 1810, examinó con gran cuidado todos los afectos de su corazón, y concluyó así: «Me parece que por la gracia de Dios me hallo en tal disposición, que si tuviese en mi corazón una sola fibra que no fuese enteramente de Dios, la arrancaría en seguida, aunque me costase la vida»; y después añade «¡Dios sólo es grande, a Él sólo todo honor y gloria! ¡Dios sólo, y ninguna otra cosa!» o En estos días—escribía el 3 de Noviembre—he recibido del Todopo­deroso una gracia especial; ha sido, el propósito hermoso, pero sólido y firme, de despojarme para siempre de todos mis defectos, de todas mis imperfecciones, para revestirme de Jesucristo y encenderme en su divino amor, a fin de in­flamar los corazones de los demás: Flamnzescat igne chari­tas, accendat ardor proximos».

Tal era la llama que le consumía noche y día; notábasela en sus palabras y en la virtud que tenía de conmover, hasta derramar lágrimas, a los pecadores más endurecidos; res­plandecía en su rostro, que de ordinario pálido, se coloreaba vivamente cuando en público o en particular hablaba de las verdades de la fe o de los misterios de nuestra santa Reli­gión; se echaba de ver también este fuego sagrado en el ho­rror que tenía a los más ligeros defectos, en el fervor de sus oraciones, en el celo de su propia santificación, en su solici­tud para formar sujetos dignos para la Congregación, y, por último, en su sed insaciable de ganar almas para Dios. Todo esto procedía de la intensidad de su amor hacia Él; y con este mismo objeto escribía el 1º de Mayo de 1814 algunas aspiraciones secretas—así las llamaba él — que vamos a co­piar tal como se encuentran en un manuscrito suyo:

1º. Resuelvo ahora y para siempre detestar y evitar todo pecado mortal o venial, y aun la más ligera imperfec­ción ; todo cuanto sea en mí contrario a las máximas de Je­sucristo, y tienda a fortalecer la influencia del amor propio o de cualquiera otra pasión, o inclinar mi corazón a buscar su reposo en las criaturas. En cuanto advierta en mí alguna de estas pasiones, elevaré mi corazón a Dios con un acto de amor, con una mirada interior del alma, implorando hu­mildemente su ayuda, pues sin ella no soy capaz de hacer nada sino ofenderle, y exceder pecando la malicia de los ma­yores criminales.

2º. Resuelvo asimismo, luego que advierta las apa­riencias de la tentación, cualquiera que sea, unirme estre­chamente con un movimiento interior del corazón a la santa y amable ley de Dios en toda su extensión, venciendo toda repugnancia de mi perversa concupiscencia y protestando contra ella de todo mi corazón.

3º. En todas mis empresas, y más particularmente en el cumplimiento de las funciones del santo ministerio, me propongo no tener otro fin que la gloria de Dios y la salud de las almas, no haciendo caso alguno de los respetos huma­nos, y no deseando tener bajo este respecto más que burlas, desprecio y persecución de todos los modos posibles.

4º. Me propongo estar siempre unido a mi Dios, resig­nado y conforme con su santa voluntad en todos los sucesos de la vida, considerándolos como dispuestos por su adorable providencia para mi mayor bien, puesto que tantas pruebas he recibido de su paternal solicitud hacia mí; y así, apartan­do la vista de todas las cosas humanas, miraré todo, lo mis­mo las alegrías que las penas, en Dios y por Dios.

5º. Me importa poco que me humillen o hagan cualquier grave injuria; en tal caso me abrazaré más estrechamente a la cruz y descansaré en Dios diciendo: Christo confixus sum cruci… mihi absit gloriari nisi in cruce, etc. «Estoy clavado en la cruz con Jesucristo; lejos de mí gloriarme en otra cosa «que en la cruz, etc.».

6º. Formo la resolución de no pensar, desear ni de­cir cosa que tienda directa o indirectamente a complacerme; antes bien, mientras no se oponga a ninguna ley, me esforzaré siempre en obrar contra mi natural inclinación confiando en que lo conseguiré con la gracia de Dios.

Para unirme más estrechamente con la cruz, torno la resolución de renunciar aun los mismos consuelos espiritua­les hasta la muerte, pero en los términos siguientes: primero, yo no pretendo con esto hacer ningún voto, sino ligarme con una simple promesa; segundo, pretendo en ello no buscar, ni desear, ni pedir consuelo alguno espiritual, ni aun aspirar a él, por creerme sinceramente indigno de tales favores; terce­ro, rogaré, por el contrario, a la divina Bondad que me dé en ,su lugar aumento de luz para saber mejor lo que debo hacer, y fuerza para ejecutar su voluntad, mirando siempre a Dios; cuarto, si Dios, que es tan bueno, se dignase derramar sobre mí dulzuras espirituales, me humillaré y confundiré, y le daré gracias, procurando encontrar una ocasión de padecer o de humillarme en proporción, si es posible, del placer que hu­biese gustado; quinto, no haré gran caso de este favor sensi­ble, antes bien lo ocultaré con cuidado, aficionando más y más mi corazón a los padecimientos y humillaciones.

En los ejercicios espirituales de 1814, el siervo de Dios confirmaba las precedentes resoluciones: «Me propongo re­servar toda especie de alegría y de reposo para el paraíso, y no buscar en esta vida más que los trabajos, padecimientos y desprecios».

Cuando el Sr. De Andreis anhelaba mayores trabajos, sin duda alguna referíase a los que deseaba padecer por el ma­yor bien espiritual de sus prójimos, porque la caridad hacia el prójimo procede de la misma fuente y el amor hacia Dios, o, por mejor decir, estas dos virtudes no son más que una, obrando en distintas direcciones, como un árbol cuyas pri­meras ramas se dirigiesen al cielo y las otras se inclinaran hacia la tierra. Nuestro fervoroso Misionero mostró con fre­cuencia que las obras que emprendió por el bien del próji­mo eran provocadas por el amor hacia Dios. Véase una prueba de esto en las siguientes palabras:

«Consideraré en mi prójimo la imagen viva de la Santísima Trinidad, mirando a todos los hombres como a hijos adoptivos de Dios y a sus almas como a esposas de Jesu­cristo, y procuraré por todos los medios puestos a mi al­cance su salvación y perfección. Y si así lo considero, ¿cómo podré dejar de ayudarlos, edificarlos, instruirlos, servirlos y asistirlos en todo? Para obtenerlo convenientemente, adoptaré los medios más eficaces, es decir, la humildad, el respeto y la afabilidad en palabras y obras, sin exigir ni pedirles nada para mí, a no ser que la voluntad de Dios exija otra cosa. Tendré buena opinión de todos, los excusaré, me com­padeceré de todos, mostraré tenerles estima y desearles bien, lamas me detendré en reflexionar sobre sospechas o dichos, cosas de poca importancia; antes bien, convencido de la mi­seria y flaqueza de la humana naturaleza, me sobrepondré a ella diciendo: «Soy el padre de todos».

El deseo de acomodarse a todos le hizo, como a San Vi­cente, reformar en su exterior su carácter, demasiado serio y reservado. «El Señor—decía—me ha dado a entender en es­tos ejercicios que es menester moderar algo mi habitual re­serva; el Superior me lo ha advertido en la comunicación, y he creído que debo enmendarme. Aprende, alma mía, a hacerte todo a todos, a vivir en la práctica continua de una humildad activa, dulce, sincera, cordial, mortificada y celo­sa, haciendo sobre esto particular estudio en tus meditacio­nes y exámenes de conciencia, proponiéndote seguir el ejem­plo del Sr. De Petris; y aun cuando el tiempo de recreación sea para ti como una especie de tormento, menester es que lo sufras, pensando que nuestra vocación exige de nosotros la alegría acompañada de un exterior afable y franco.

«Si no eres dulce y bueno para ti mismo, no lo serás tam­poco respecto a los otros; por más que te empeñes en mos­trar un aire alegre y placentero, bien pronto se echará de ver que no es más que artificial. A tu pesar, tendrás el corazón turbado, y por mucho que hagas para disimularlo, tus mis­mos esfuerzos lo descubrirán; si no adquieres hábito, te ha llarás muchas veces turbado interiormente, y se traslucirá tu desasosiego en tu modo de portarte, en tu silencio, en la se­quedad de tus palabras. Animo, pues, y valor, etc.»

Tomado de Anales Españoles, Tomos I-II y III. Años 1893, 1894 y 1895.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *