Félix de Andreis (1778-1820) (I)

Mitxel OlabuénagaBiografías de Misioneros Paúles, Congregación de la Misión, Félix de AndreisLeave a Comment

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Autor: Desconocido .
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INTRODUCCIÓN

La vida del Sr. De Andreis está unida a la historia de los principios de una misión que él fue a fundar en les Esta­dos Unidos de América en la primera mitad de este siglo. En este tiempo fue cuando se empezó a sentir en este país un movimiento hacia el Catolicismo, que vemos continuar en nuestros días.

Antes de narrar los pormenores de su vida nos parece conveniente dar a conocer el teatro donde este apóstol ejer­ció su celo, e indicar la parte que les cabe a los hijos de San Vicente en la propagación de la fe por estos países del Nue­vo Mundo.

El Sr. De Andreis no vino a América sino al fin de su vida. Sacerdote de la misión, estaba empleado totalmente en su país con el ministerio de la predicación, que ejercía con lucimiento, hasta que en 1815, de edad de treinta y siete años, se encontró en Roma con el reverendísimo Sr. Du­bourg, nombrado obispo de Nueva Orleans.

Partióse con este Prelado y llegó, después de cinco meses de navegación por los atrasos forzosos, al Seminario de San­to Tomás de Bardstown. Allí, en la escuela del reverendísi­mo Sr. Faget y de los venerables sacerdotes de San Sulpi­cio, estudió, al mismo tiempo que la lengua inglesa, la cien­cia práctica de difundir y acreditar la verdad en aquel país. Su verdadero ministerio no comenzó hasta el año 1818 y terminó en 182o, pues que murió prematuramente. El Espíritu divino parece se complace en emplear para el origen de las grandes obras los instrumentos al parecer más débiles e inaptos y de aquí resulta el contraste entre la causa y los efectos, que hace ver claramente el poder de sus designios, justificando así el dicho del Apóstol: Cum infirmor, tuno po­tens sum.

Triste es por demás la historia de la opresión que los ca­tólicos sufrieron durante el primer siglo de la ocupación in­glesa en la América del Norte. Los fundadores de la mayor parte de los Estados prohibieron en ellos la entrada a los católicos. Sólo el Maryland les estuvo abierto. Ocupado en 1634 por los proscriptos de la intolerancia anglicana, este Es­tado, gobernado por los señores de Baltimore, siguió una po­lítica en un todo contraria a la de los Estados perseguidores. Católico, tenía abiertas sus puertas a todo extranjero cual­quiera que fuera su fe, y les protegía a todos igualmente. Esta generosidad fue muy mal pagada. Cosa increíble parece, y quisiéramos poderlo negar; los protestantes abusaron de esta fraterna hospitalidad para derrocar el poder de los de Baltimore, y apenas hechos señores del país, trataron in­dignamente a sus huéspedes, decretando contra ellos leyes tiránicas, de las cuales la más dulce fue la abolición total de todos sus derechos. Citemos algunos ejemplos: Prohibición a los sacerdotes católicos de celebrar la santa Misa en luga­res públicos; prohibición a todo fiel de pasar por delante de los palacios del Gobierno y de frecuentar ciertos barrios de la ciudad. Esto último podía tenerse como un ridículo pre­cepto; mas he aquí una ley verdaderamente odiosa: «Todo hijo de católico que quiera apostatar de, su fe, tiene derecho a exigir de su padre la parte de herencia que le cupiera si hu­biera muerto éste». Así, dando el primer lugar a la impiedad, el derecho natural y el respeto a los vínculos más sagrados fueron vilmente conculcados bajo la capa de ley. He ahí cómo el error entiende la tolerancia.

El año 1776 los católicos empezaron a respirar. Por una enmienda votada en el Congreso se estableció que allí no se ocuparan de religión ni para perseguirla ni para defender­la. Mas antes que el nuevo derecho pasara a ser hecho transcurrió algún tiempo, y la arbitrariedad protestante fue deponiendo poco a poco sus armas. Por el año 1830, en cier­tos Estados de la Unión los católicos estaban aún excluí- dos de los cargos públicos y no gozaban de los derechos de ciudadanía.

No obstante la estrechez a que reducía a los católicos la proscripción, apenas con esto endulzada, en 1789 fue nom­brado obispo de Baltimore el Ilmo. Sr. Caroll, miembro de una familia de Maryland que adquirió gran renombre en la guerra de la Independencia. Con la creación de esta primera Silla episcopal, la Iglesia de América empezó una nueva vida; constaba entonces de cerca de 25.000 fieles. Este nú­mero, aumentado con el de los católicos de la Lusiana, ven­dida, como se sabe, por los franceses en 1802 por una can­tidad bien insignificante, subía al de 40.000 católicos disper­sos en los diversos Estados, pero sobre todo en el Maryland y la Lusiana. En este último país había ya un Obispo des­de 1793, que era el Ilmo. Sr. Penalvery y Cárdenas, de ori­gen español, el cual fue promovido al arzobispado de Gua­temala cuando la cesión de los franceses de aquel país.

La divina Providencia se sirvió de una grande iniquidad para reportar recursos a esta angustiada Iglesia. Mientras el Ilmo. Sr. Caroll buscaba cómo rodearse de celosos colabo­radores, la tormenta revolucionaria que rugía en Francia le proporcionó una colonia de buenos sacerdotes que, hu­yendo del cadalso, se vinieron a estos países, y a quienes puede llamárseles apóstoles y padres de la fe en estas lejanas tierras. Los frutos que produjo su presencia no tardaron en manifestarse; el pueblo fiel creció considerablemente; fue menester crear nuevas Sillas episcopales. Barstown, Fila­delfia, Nueva York y Boston, erigidas en 1808 en Sedes episcopales por Su Santidad Pío VII, fueron desde enton­ces centros de la acción católica.

Menos feliz al principio la Lusiana, vio un rayo de es­peranza cuatro años después, cuando el Sr. Dubourg tomó posesión de este país en calidad de administrador a nom­bre del Ilmo. Sr. Caroll. Pero al primer golpe de vista co­noció el Sr. Dubourg los obstáculos que su celo había de encontrar en el clero que había acompañado al Ilmo. señor P. Cárdenas. Luchar sólo contra la corriente, y sobre todo en la posición subalterna en que se encontraba, era una tentativa casi sin esperanza. Necesitaba autoridad personal, y Roma se la dio creando para él la Sede episcopal de Nue­va Orleans. Mas falto de sacerdotes pensó venir a Europa a buscarlos. Aquí empieza, como hemos dicho, el primer ani­llo de la cadena que va a unir la Iglesia de la América del Norte con la familia de San Vicente de Paúl.

En Roma, el Prelado persuadió al Sr. De Andreis que se uniera con sus compañeros de congregación que habían de ir con él a su nueva diócesis. En un segundo viaje que hizo en 1819 consiguió reunir unos treinta valientes misio­neros, a los que se apresuró a poner bajo la dirección de los hijos de San Vicente establecidos en Barrens. Gracias a Dios la obra de la colonización católica va a empezar a ca­minar a grandes pasos.

El molde ya se ha encontrado. Salidos de las manos de estos modestos y valerosos formadores del clero, que les hacían ejercitarse una a una en todas las funciones a las que habían de dedicarse según las exigencias de aquella vasta diócesis, se apoderó, si puede decirse así, de los diversos puntos de esta diócesis una nueva generación de sacerdotes.

Estos nuevos apóstoles llevaban en su alma con el fuego sa­grado del apostolado la veneración y amor hacia los maes­tros de quienes ellos habían recibido tales lecciones. De esta manera el espíritu de San Vicente, saliendo del seno de su familia, se comunicó bien pronto al clero parroquial. Y si hasta bastante tiempo después no se pueden contar entre el episcopado americano algunos misioneros de San Vicente, a quienes a tal rango se les ha elevado bien a su pesar, difícil­mente se puede contar el número de celosos y santos sacer­dotes curas de almas que de espíritu y de corazón han sido verdaderos hijos de San Vicente de Paúl.

Antes de pasar adelante nos parece conveniente dar aquí una idea del desarrollo religioso cuyos principios acabamos de ver, tal como el Sr. De Andreis tuvo la dicha de saludar a la hora de su muerte.

I.° El obispado de Baltimore, fundado en 1789, tenía por Prelado en 1822 al Ilmo. Sr. Marechal. Esta diócesis, erigida después en arzobispado, tenía entonces dos Semina­rios, dos colegios católicos, 38 iglesias, varias escuelas y cuatro comunidades religiosas de hombres y mujeres.

2.° Los cuatro obispados creados por Pío VII en 1808 tenían por Obispos: Boston, al Ilmo. Sr. de Cheveurs; Nue­va York, al Ilmo. Sr. Connely; Filadelfia, al Ilmo. Sr. Cron­well; Bardstown, al Ilmo. Sr. Flaget, que tenía por coadju­tor al Ilmo. Sr. David. En cada una de las tres primeras dió­cesis había establecida una comunidad de mujeres. En la última había un Seminario, dos colegios y seis comuni­dades.

3.° El obispado de Nueva Orleans, de donde era obispo, el Ilmo. Sr. Dubourg, nombrado en 1815, contaba con un Seminario, tres colegios y dos comunidades.

4.. En 1822 se erigió la diócesis de Richmond, su obispo, el Ilmo. Sr. Kelly. En Charlestown tenía su Sede el ilustrí­simo Sr. England, y en Cincinati el Ilmo. Sr. Vermock.

Los progresos se acentuaron rápidamente, y veinte años después, los obispos de América, reunidos en Concilio pro­vincial (1849), exclamaban en santos transportes de alegría en vista de la prodigiosa fecundidad adquirida por la Iglesia católica en aquellos años.

Todos, el clero secular bien unido a las Órdenes religio­sas numerosas ya en el país, trabajaban, cada uno en su esfe­ra, en la evangelización de los pueblos. Por el mismo tiempo y en todos los puntos del territorio se establecieron enjam­bres de vírgenes venidas de Europa.

Tales son las líneas generales del cuadro donde tomó parte el Sr. De Andreis. Con él la familia de San Vicente ha cooperado desde los principios a la evangelización de esta parte del Nuevo Mundo, y desde entonces los misioneros y las Hijas de la Caridad han continuado su apostolado, al que Dios ha concedido una visible protección.

CAPÍTULO I

Nacimiento de Félix De Andreis.—Su piadosa educación en el seno de su
familia, y sus estudios.—Su vocación.

El siglo XVIII tocaba a su término, arrastrado al abis­mo por su corrupción y sus errores. La Francia estaba trabajada hacía más de un siglo por la más insidiosa de las herejías , el jansenismo. En Alemania las Universidades propagaban las doctrinas febronianas y de Eybel, que apar­taban a los fieles de la Silla apostólica. Austria, oprimida por el despotismo eclesiástico de José II, e Italia sentía ella misma que se disminuía el amor hacia el Soberano Pon­tífice por la especie de cisma del Sínodo de Pistoya. El filosofismo, que todo lo había inficionado con su veneno, se encontraba entonces en el apogeo de su triunfo.

En un humilde lugar del Piamonte, llamado Demonte, de la diócesis de Cuneo, el 13 de Diciembre de 1778, vino al mundo un niño a quien Dios preservó de la corrupción de su siglo y de todo error en materia de fe. La familia De Andreis, aunque noble, vivía en una honrosa medianía y conservaba la mejor y más apreciable de las noblezas: las tra­diciones de la fe y religión. Al niño se le puso en el bautismo el nombre de Félix. Pocos pormenores nos son conocidos de los primeros años de la vida del futuro misionero; sólo nos queda un precioso manuscrito, escrito mucho después por el mismo Sr. De Andreis, y que es como la historia ínti­ma de su alma; citaremos un trozo, en el cual se traslucen las piadosas impresiones que forman como la atmósfera en la cual pasó su niñez. «Yo veo claramente,–dice él en sus soli­loquios, —que la divina bondad me comenzó a llamar desde la más tierna edad para los dulces entretenimientos de la contemplación. Aun me acuerdo,—añade, —y parece que estoy sintiendo distintamente las inefables delicias que yo experimentaba entonces, bien joven aún, cuando oía, asido a las faldas de mi madre, algunos cánticos que ella can­taba sobre el amor de Dios y la infancia de María mientras estábamos descansando por la tarde en los jardines del conde de Beránger».

La fe y la piedad se introducían blanda y profundamen­te en esta alma, dotada de una viva sensibilidad. La Vida de San Luis Gonaga era su lectura favorita, y ya entonces in­tentó componer un himno en honor de su Santo favorito. Existe también un diálogo entre su Ángel de la Guarda y él mismo sobre las alegrías del cielo y el amor divino.

Su primera educación la hizo al lado de sus padres, y bien pronto adquirió los suficientes conocimientos para po­der ser enviado a Cuneo a cursar la Retórica y la Filosofía. Dotado de una memoria la más feliz e imaginación viva y ardiente, ocupaba sus ratos de ocio en cantar las maravillas que pasaban por su corazón. Compuso un volumen de poe­sías, en donde el fervor de su alma se eleva hasta Dios. Su penetrante inteligencia unida a una asidua aplicación, le hi­cieron obtener triunfos capaces de excitar la envidia de sus condiscípulos, pero que a su corazón, lleno de la divina gra­cia, dejaban insensible.

No conoció ninguno de los peligros de la juventud, y el único que corrió fue de otra suerte. He aquí cómo le cuen­ta Mons. Rosati: «Un día de asueto fuese con muchos de sus condiscípulos a pasear a las opuestas orillas del río Stura. A su vuelta quisieron tornar un camino más corto, y trata­ron de vadear las rápidas corrientes de este río. Esto, que para sus compañeros era fácil, era para él, flaco y endeble, una arriesgada empresa. La corriente le arrastró a grande distan­cia, y sus compañeros, horrorizados al ver esto, se encontraban como imposibilitados de auxiliarle. El piadoso joven elevó su corazón a Dios e invocó a San Antonio, y en el mismo momento vio o creyó ver al Santo que le arrojaba una cuerda, a la cual se asió con todas sus fuerzas. Sea lo que fuere, lo cierto es que él salió salvo y volvió donde sus compañeros, sin sufrir gran mal». Esto es lo que nos ha de­jado escrito uno de sus más íntimos amigos sobre la celes­tial protección concedida al Sr. De Andreis. Las brillantes cualidades de su espíritu y sus adelantos literarios le presa­giaban un porvenir glorioso, y sus mismos maestros no du­daban predecirle una carrera literaria envidiable.

¿Quién es el joven que, oyendo a los dieciocho años ala­bar su talento, no se figura , allá en sus sueños dorados, un porvenir encantador y feliz donde todo le salga a medida de sus deseos? Las naturalezas delicadas y poéticas, más que ninguna otra, se meten en las profundidades del mundo imaginario, donde miles de seductores fantasmas las aluci­nan, y es bien difícil desechar las engañosas ilusiones que presenta la imaginación, ayudada por la mala consejera, la vanidad. ¿Sufrió algún rudo combate el alma del joven Fé­lix? No hay dato ninguno para suponerlo. En su diario ín­timo no existe ni una palabra, ni una alusión a esto. Dios habló a su corazón; su corazón era puro; entendió el divi­no llamamiento, y como recto le siguió.

San Vicente de Paúl, durante su vid, envió misioneros a Génova, y la Congregación de la Misión se había extendido y fijado en Italia, y parecía corno que a ella se inclinaban los corazones deseosos del bien y salvación de las almas. Ella había resistido a todas las tempestades, pero la aguardaban días terribles y de prueba. La revolución francesa había des-. truído en Francia toda la organización religiosa, e iba a llevar bien pronto con sus conquistas sus destrucciones impías.

El joven Félix, sin perturbarse en nada por las revolu­ciones políticas, sentía corno crecer dentro de sí el deseo de consagrarse a la instrucción del pobre pueblo de los campos, entrando en la Congregación de la Misión. Dios le hablaba interiormente, y él trató de descubrir sus designios al señor Langeri, visitador de la provincia. El Superior no ignoraba las relevantes prendas del joven; mas recibió con frialdad su petición, desconfiando, como debía, de aquella naturaleza poética. Le declaró abiertamente que la Congregación de la Misión de San Vicente de Paúl se dedicaba ante todo a la instrucción de los habitantes en las campiñas y en catequi­zar a los ignorantes, y que la vida del misionero era encon­trarse en medio de pobres y enfermos; que para esto érale suficiente al misionero poseer sólidos conocimientos en ma­teria de Teología, componer sencillamente sus discursos ges­tar lleno de celo. La vocación de nuestro joven era seria, y así, sin atemorizarse por estas palabras, respondió:–«Padre mío, yo sólo os pido una cosa: el favor de poder servir a Dios en este instituto; me tendré por muy feliz en seguir la regla de San Vicente.» En vista de una tan decidida voluntad, admitió el Superior al postulante,

El joven Félix, acostumbrado como estaba a entrar den­tro de sí mismo, pudo escribir en sus memorias un capítu­lo intitulado Ad quid venisti?, en el que pinta admirable­mente sus interiores disposiciones. «Yo,—dice él,—entraba entonces conmigo mismo en consideración, y me esforzaba en corregir todo aquello que encontraba reprensible en mi conducta, y sobre todo aquel espíritu de vanidad que me inclinaba a manifestar mis talentos ante los demás. Me tracé un plan de vida más serio, y me resolví a entrar misionero para expiar mis pecados, procurar la gloria divina, mi salva­ción, y también, con la ayuda de la gracia de Dios, la de los demás. Esta fue mi intención; pero conozco claramente oh mi Dios! que sólo de Vos provenía».

Los tiempos en que se encontraba no eran los más a pro­pósito para el recogimiento. El Gobierno revolucionario de Francia había invadido la Italia con intención de sacar pri­sionero de Roma al Santo Padre Pío VI y cerrar todas las casas religiosas. El general del Piamonte iba a aplicar su sistema destructor a la Congregación de la Misión. El jo­ven Félix, todo ocupado en Dios y en los designios que este Señor tenía sobre él, pasó un año de noviciado procurando adquirir las virtudes propias de un misionero. Había sido enviado a la casa de Mondovi para comenzar su noviciado entre los del Instituto como seminarista interno. Tomó la sotana y hábito de San Vicente el I.° de Noviembre de 1797, y bajo la dirección del Sr. Giordano continuó en reformar su interior y adquirir aquellas virtudes que habían de hacer de él un hombre de Dios. Teníase por feliz en vivir bajo el yugo de la obediencia, y propúsose no hacer nada sin con­sejo y permiso. Únicamente preocupado de la virtud, aban­donó en el Seminario sus aficiones literarias y los encantos de la poesía.

Un año había pasado nuestro novicio en el Seminario, cuando en el mes de Enero de 1799 la revolución empezó a rugir en el Piamonte. Todas las casas de la Congregación de la Misión fueron suprimidas, y los misioneros expulsados violentamente. La vocación del joven misionero fue puesta a una grande prueba, pues tenía que volver al mundo, del que él había huido. Se refugió entre su familia el 7 de Fe­brero de 1799; pero llevaba en su corazón un tesoro de gra­cias recogidas a fuerza de mucho cuidado y de grandes esfuerzos, y por esto, aunque lejos de su Instituto, conservó preciosamente su vocación. Aprovechándose de un poco de calma, los misioneros volvieron a tomar posesión de su casa de San Mauro, en Turín, y allí fue llamado en 12 de Di­ciembre del mismo año. Hechos los ejercicios espirituales, se le aplicó a los estudios propios de un sacerdote y misio­nero. El 21 de Septiembre de i800 emitió sus votos, y comenzó a cursar la sagrada Teología. En nada mudó de conducta, y apenas puede creerse la modestia de su conti­nente, la regularidad de su conducta y aquel cuidado casi escrupuloso en obedecer aun en las cosas más pequeñas; y parece que él continuaba su noviciado, y no tenía otra pre­ocupación que la de adquirir una unión más íntima con su Dios. Sus superiores observaban sus eminentes cualidades, y llenos de admiración al ver una vida tan conforme en todo a las Reglas, guardábanse bien de fomentar el amor propio del joven, reprendiéndole por las más ligeras imprudencias, Al recibir estas reprimendas y avisos, el buen seminarista no perdía nada de su dulzura y serenidad. En la casa de Turín había varios venerables sacerdotes que habían pasado su vida ejercitándose en los trabajos de nuestro santo minis­terio, y en estos misioneros miraba nuestro joven la imagen viva de San Vicente de Paúl, y observando sus ejemplos encontraba otros tantos motivos para practicar las virtudes de nuestro santo estado.

La paz no había de durar mucho tiempo, y las revoluciones y sucesos políticos alcanzaron a la casa de Turín. Antiguos misioneros encanecidos en las misiones, y jóvenes clérigos que por medio del estudio y prácticas religiosas se  preparaban a la vida de las misiones, todos, todos fueron  dispersados, y la casa de Turín suprimida. Sin desanimarse  por esto Félix, huyendo de la persecución, arribó a Plasencia, y allí, en la casa que tiene la Congregación, pudo continuar sus estudios. Esto pasaba el 26 de Diciembre de 1800.

Se dedicaba especialmente a los estudios de Teología y Filosofía, sin olvidar en sus ratos de ocio la literatura y de­más ciencias. Sabía las antiguas lenguas : el latín , que hablaba con facilidad y escribía con elegancia ; el griego, que él mismo enseñaba; el hebreo, al que se aplicaba como ne­cesario para los estudios exegéticos ; le era también familiar el español y el francés, y poseía bastante bien el inglés. Es de admirar sus aptitudes para la literatura, juntas con sus conocidas y distinguidas cualidades para las ciencias; su espíritu no era extraño a nada, y sus felices facultades le permitían asimilarse todo lo que estudiaba. Su memoria era tan feliz,—dice uno de sus contemporáneos,—que jamás olvidaba lo que una vez hubiera leído.

Estéril e inutil es todo conocimiento que no lleva a amar a Dios,—dice Bossuet,—y esta máxima hacía tiempo que la había comprendido el joven discípulo de San Vicente, y por eso él procuraba adelantar cada vez más y más en la vir­tud y amor de Dios, y hacía que todo le sirviera a alimentar su piedad. Se dedicaba con particular afición al estudio de la Suma de Santo Tomás, completándola con la lectura de las obras de San Agustín, San Bernardo y San Juan Crisósto­mo, y procuraba confiar a su memoria varios trozos de estos Padres, recurso precioso por la solidez de sus discursos. Acer­cábase el tiempo en que él había de acercarse también al al­tar, el cual en los sueños de su juventud había entrevisto y considerado como una montaña de gran peso que cada día había de gravitar sobre él por tener que celebrar e inmolar la víctima sagrada. Ordenado de subdiácono el martes de Pascua de 1801, recibió pocas semanas después el diacona do, y no había de concluirse el año antes que él fuera ele­vado al sacerdocio.

Uno de los fines principales porque San Vicente fundó su Instituto, fue para regenerar el clero. Por medio de sus Conferencias y Ejercicios de eclesiásticos, donde acudían los miembros más distinguidos del clero a adquirir el cono­cimiento de sus deberes, dio y presentó el Santo la idea verdadera del sacerdocio, primero ante los ojos de los mismos sacerdotes, y luego, poco a poco, ante los ojos del mismo pueblo, testigo de esta transformación. Pero sus principales cuidados eran disponer a los jóvenes clérigos para recibir dignamente los órdenes sagrados: a este propósito instituyó la práctica de los ejercicios de ordenandos, que se ha gene­ralizado para tanto bien de la Iglesia.

Sin dificultad se comprende cómo el joven Félix De An­dreis, imbuido y animado de estas máximas de San Vicente, se prepararía a los diversos órdenes que habían de hacer de él un sacerdote de Jesucristo. Sus fervorosas oraciones y sus continuas lecturas en las obras de los Santos Padres y Doc­tores de la Iglesia, le -hicieron formar una idea elevadísima y al mismo tiempo exacta de la eminente dignidad sacerdo­tal. Ordenóse de sacerdote a fines del año 1801.

CAPÍTULO II

Sus ocupaciones en Plasencia y Roma hasta el año 1815.

El Sr. De Andreis fue bien pronto aplicado al ministerio de las misiones. Terminados sus estudios el 14 de Agosto de 1802; estaba bien dispuesto para poder ser enviado a las misiones, pues que hasta tenía compuestas ya varias instruc­ciones sobre los principales deberes del cristiano, sobre las verdades eternas y acerca de los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Tuvo también la dicha de ser asociado para los trabajos de las misiones a un santo sacerdote de su Instituto, el Sr. Colucci, y con él evangelizó los pueblos circunveci­nos de Plasencia; esto era una grande gracia. Adornado de una ciencia seria y preparado para toda obra buena, como dice San Pablo: Paratus ad omne opus bonum, estaba siem­pre dispuesto para llenar el vacío que dejara cualquiera de sus compañeros por ausencia, por enfermedad o por cual­quiera otra causa.

Pronto le encomendaron la dirección espiritual de los alumnos que había en el Colegio de la ciudad, al mismo tiempo que ejercía el oficio de profesor.

A las Conferencias eclesiásticas acudía gran número de sacerdotes, muchos de ellos ancianos y encanecidos en el ejercicio de las funciones sagradas. Admiraban éstos en el jo­ven discípulo de San Vicente, juntamente con la ciencia, una prudencia que le alejaba de toda exageración. La mo­destia que él usaba en sus discursos y la piedad que le ani­maba, hicieron que todos le tomaran por su director. Sus superiores, viendo los brillantes triunfos que alcanzaba, au­guraban ya las grandes cosas que estaba llamado a ejecutar.

La salud del Sr. Félix De Andreis resintióse bastante por el clima de Plasencia, y padecía frecuentemente grandes do­lores de cabeza. Se creyó que los aires de Roma le serían más saludables, y se decidieron a enviarle a Monte Citorio. El Superior de esta casa apreciaba en su justo valor las vir­tudes y disposiciones del joven sacerdote, a quien ya cono­cía como conoce un maestro a su discípulo, pues que le ha­bía enseñado la Teología moral. Dando gracias a Dios de tener un sujeto tan apto para los diversos trabajos apostóli­cos que estaban confiados a su dirección, le aplicó inmedia­tamente a diversos ministerios. El joven misionero, acostum­brado a regular su interior según las miras divinas, pidió y obtuvo de su Superior hacer algunos días de ejercicios espi­rituales para prepararse. Si el Espíritu Santo nos advierte que es menester preparemos nuestra alma para la tentación, ¿no deberá el sacerdote templar también sus armas espiri­tuales en la meditación y oración antes de empezar los tra­bajos exteriores de la predicación, para que ésta produzca sus frutos y asegure al mismo tiempo su salvación? Durante el estío de 1806 el Sr. De Andreis tomó parte en las misiones de Cecano, de Juliano, Terrentino, Sannino y de Valmon­te, y en ellas se portó como un hombre de Dios. En algunas partes, como en Valmonte, la confianza en las virtudes del misionero era tan grande, que se decía hacía milagros. No tenemos prueba ninguna de estos prodigios, pero sí el testi­monio de admiración que el señor obispo de Segni rendía a las virtudes del misionero. «Durante la misión de Valmon­te el pueblo distinguía y amaba sobremanera al Sr. De An­dreis; en cuanto a mí, yo admiraba sus virtudes y me for­mé de él una idea la más alta.» Después de esta época se le destinó a las misiones de los campos, donde se distinguía por su infatigable celo.

Había asociado al trabajo de las misiones cierto número de eclesiásticos, y para ser uniformes en estos ejercicios les reunió en una asamblea donde habían de discutir sobre los medios de ser útiles a las almas, sobre todo en el tribunal de la penitencia.»Dadme,—decía San Pío V,—buenos con­fesores, y yo os daré y mostraré el mundo entero refor­mado.» El Sr. De Andreis comprendía la importancia de esta sentencia de ese gran Papa. En un pueblo que tiene fe, lo más importante para conservar las buenas costumbres es la dirección espiritual. Propuso a sus colaboradores formar una liga, semejante a la que organizó el beato Leonardo de Porto Mauricio, para remediar los desórdenes que reinaban en algunos lugares de los Estados pontificios. Dejando a un lado las cuestiones controvertidas, resolvieron tomar por re­gla ciertos puntos del Ritual romano y las advertencias de San Carlos Borromeo. Se comprometieron mutuamente a poner en práctica estas resoluciones, y a cada uno de los confesores se le envió una copia para que pudiera servirle de regla. De esta manera el celoso misionero aseguraba el fruto de sus predicaciones y procuraba un bien estable apoyándo­se en las reglas mismas de la Teología.

El cargo principal a que fue aplicado el Sr. De Andreis fue al de profesor en la casa de Monte Citorio. Sus misiones no eran, por decirlo así, más que los ocios concedidos a una vida de estudios. Donde más sobresalía su ciencia era en la enseñanza de la Teología. Uno de sus discípulos, que vino

á la América como su compañero y murió obispo de San Luis, nos ha dejado el siguiente testimonio: «Luego que el Sr. De Andreis se sentó en la clase para enseñarnos la Teo­logía,—dice el Ilmo. Rosati,—todos nos asombramos, o me­jor dicho nos llenamos de admiración al ver la erudi­ción, claridad y solidez de sus explicaciones. Dotado de una memoria maravillosa, citaba con exactitud largos pasajes de diversos autores, y no se le vio en todo este tiempo ni una sola vez abrir un libro en la clase para darnos la explicación. Sus explicaciones eran muy claras; pero lo que entonces más estimaba era que mientras alumbraba nuestros enten­dimientos, inflamaba nuestros corazones. Frecuentemente pudiéramos nosotros haber dicho al salir de la clase con los discípulos que iban con el Señor a Emaús: Nonne cor no­strum ardens erat in nobis dum loqueretur nobisinvia?»¿Por «ventura nuestro corazón no se encendía mientras iba hablando con nosotros en el camino?» Las palabras del ilus­trísimo Rosati pueden confirmarse con el testimonio del se­ñor José Martini, uno de los primeros discípulos y confi­dentes del Sr. De Andreis. Añade dicho señor que esa especie de fuego tomó nuevo incremento cuando el Sr. De Andreis dirigió a los jóvenes discípulos del Colegio de la Propaganda, a quienes él quería comunicar el fuego divino y celestial que había de convertirlos en fervientes apóstoles de los países infieles a que estaban destinados.

En Monte Citorio se hallaban establecidas las Conferen­cias del Martes tal como San Vicente las fundó en el si­glo XVII, y a ellas acudían numerosos eclesiásticos; y to­dos, curas, dignatarios de la Iglesia, sacerdotes empleados en diversos trabajos del sagrado ministerio, veían en el Sr. De Andreis un presidente de dichas Conferencias hábil al mis­mo tiempo que sólido. Las verdades de la fe, la excelencia del sacerdocio, la necesidad de las virtudes sacerdotales que deben sobresalir entre las virtudes de los seglares, eran los diversos objetos que él trataba en sus discursos, pero bajo una forma nueva y con singular convicción. Las numero­sas conversiones que pronto se obraron en Roma no tuvie­ron otro principio que la saludable influencia ejercida por el nuevo Vicente de Paúl sobre el clero. La fama de sus vir­tudes y de sus obras extendióse por la ciudad. Algunas ve­ces acudían a oirle Prelados y Cardenales de la Iglesia, y se volvían siempre muy edificados. El cardenal-vicario, emi­nentísimo señor De la Somaglia, quiso juzgar por sí mis­mo de lo que le contaban, y asombrado, fue a dar cuenta de sus impresiones a Pío VII, quien le respondió: «No de­bemos perder nunca de vista a este joven misionero; sacer­dotes de ese temple son los que necesitamos.» Así pensaban los Prelados y Cardenales que acudían a Monte Citorio, y en particular el teniente vicario general, Ilmo. Sr. Fenaia, que jamás dejó de ir a escuchar al predicador.

Además de las Conferencias del Martes se reunían va­rios eclesiásticos los domingos en Monte Citorio, y el Sr. De Andreis era quien daba las conferencias. Había una piado­sa Asociación, llamada de San Pablo, la que constaba de sacerdotes que deseaban cumplir dignamente con su ministe­rio, y doce eran los presidentes, escogidos entre los miem­bros más eminentes. Apelaron al celo del Sr. De Andreis y le confiaron el cargo de director.

Pero si el Sr. De Andreis era como el apóstol del clero, tampoco olvidaba a los seglares, y todos los domingos diri­gía su palabra a la Asociación de San Vital, compuesta de pobres gentes a quienes instruía, y movía a veces de tal mo­do que les hacía derramar lágrimas. Parte de su celo cabía también a los monasterios, colegios, escuelas y asociaciones piadosas. Todos deseaban oirle, y a todos dirigía discursos prácticos, apropiados hábilmente a sus necesidades y con­diciones. Durante cuatro años, desde 1810 a 1814, cada día regularmente dirigía su palabra a una asamblea compuesta de diversas gentes, que se reunían a hora fija en una sala situada cerca de la portería de la casa de Monte Citorio.

Allí se veían paisanos, mercaderes, domésticos, abogados, sacerdotes, así del clero secular como regular, y todos saca­ban provecho de las palabras del hombre de Dios. Mas al mismo tiempo, cuidadoso de penetrarse bien del espíritu de su santo Fundador, recogíase frecuentemente para evitar en medio de tantas ocupaciones la confusión de espíritu y preocupación, que, so pretexto de hacer mucho, lo pierde todo.

Nada se escondía a su celo; visitaba frecuentemente las cárceles, donde encontraba amplia materia para sus predi­caciones particulares, que consolaban a los infelices encar­celados. En los hospitales se le veía también a la cabecera de los enfermos, en donde sobre todo se mostraba hábil para disponer las almas al sacramento de la Penitencia, inspirán­doles al mismo tiempo valor y resignación.

CAPÍTULO III

El Ilmo. Sr. Dubourg logra llevar consigo al Sr. De Andreis para las misiones de América.—Sale de Roma en 1815.

Pío VII volvió a Roma, donde fue acogido por la ciudad como un padre entre sus hijos; mas llenóse de tristeza al ver las ruinas espirituales que se habían amontonado a su alre­dedor. Para luchar contra la irreligión se ordenaron y pre­dicaron numerosos ejercicios espirituales, y se exhortó para ello a toda clase de sacrificios: el Sr. De Andreis entró con todo su celo en esta santa empresa.

En medio de estas ocupaciones agitaba a su alma apos­tólica un deseo más alto aún, y era llevar la luz de la fe a las naciones infieles, y varias veces había dejado ya entrever esta su aspiración. La casa de Roma donde él vivía, y donde se hospedaban muchos misioneros venidos de la China, daba pábulo a sus deseos. Él pensó que Dios le llamaba para eso, y creyó un deber suyo escribir al Superior de la Con­gregación, el Sr. Brunet, que en París ejercía las funciones de Vicario general. Había de enviarse a la China varios mi­sioneros franceses, y el Sr. De Andreis reputóse feliz al reci­bir una noticia satisfactoria. «Estad presto, —le decía,— para partir a la misión que tan ardientemente deseáis, pues que habéis sido designado a las misiones de la China. Podéis admirar juntamente’ con vuestros compañeros los desig­nios de la divina Providencia, que para obtener sus fines se sirve de medios enteramente imprevistos.» Las últimas pa­labras del Superior hacían alusión a una circunstancia ver­daderamente maravillosa, pues que esta expedición de mi­sioneros para la China era costeada por una sociedad de se­ñoras rusas cismáticas.

El Sr. De Andreis preparóse para el viaje dando gracias a Dios. Pero sus Superiores inmediatos trabajaron por rete­nerle en Roma: ganaron la causa, y las misiones extranjeras que habían como aparecido al alma del piadoso misionero parecieron alejarse cual una engañosa ilusión. No por eso desmayó, y se contentó con cumplir la voluntad divina. Para conocerla más claramente redobló sus oraciones y aus­teridades. No era la China el lugar donde había de ejercer su celo, sino la América; él lo había presentido. Oigamos a dos testigos de su vida, sus discípulos de Teología, el ilus­trísimo Rosati y el Sr. José Martini. «En 1807,—dice el rector Martini,—y durante los años siguientes hasta 27 de Mayo de 1810, cuando en Roma fueron suprimidas las casas reli­giosas y me fue preciso separarme del Sr. De Andreis, yo le oí varias decir que moriría en la América, donde se había pensado enviarle varias veces, y que en estas ocasiones pa­rece que sentía un como secreto presentimiento de que lle­garía ese caso.» El Ilmo. Rosati, que murió obispo de San Luis, en los Estados Unidos, confirma esto. «Durante el tiempo,—dice él,—en que la Iglesia gemía bajo aquella te­rrible persecución en la cual el Romano Pontífice estaba preso en Savona , y cuando ningún espíritu humano podía predecir si tendría, ni cuándo y cómo, fin aquella persecu­ción, el Sr. De Andreis, con tal calma como si la tempestad estuviera ya disipada, me dijo un día paseándonos juntos. «—¿A. qué estudio os dedicáis ahora? Le respondí que estaba preparando algunos sermones, y que parte del día ocupaba también en perfeccionarme en el hebreo para poder explicar –y entenderla Sagrada Escritura.—Dejad el hebreo,—respondió en seguida,—y aprended el inglés.–jEl inglés, el inglés, —respondí todo admirado , — el inglés! ¿Para qué me ha de servir, ni qué uso he de hacer yo de este idioma?—El os será necesario,—respondió,— para predicar la palabra de Dios a un pueblo que aún no conoce nuestra fe. Por deferencia a ese señor, a quien yo tenía por hombre de Dios, consentí en aceptar una gramática que él mismo me regaló, prometiendo examinar mis progresos durante nuestros paseos ; pero las dificultades que yo encontraba en la pronunciación me hi­cieron renunciar al estudio de esa lengua, y le volví el libro diciéndole:—No me habléis más del inglés; me es imposible aprenderle.—Como Ud. guste ,— me dijo ,—pero ya veréis cómo algún día Ud. y yo nos veremos obligados a predicar en inglés. No insistió más, y volvió a recibir su gramática. El acento profético de sus palabras me extrañó un poco, y sobre todo en aquella ocasión, cuando no se veía probabi­lidad ninguna de que fuera enviado a países donde se habla­ra la lengua inglesa. Napoleón, señor absoluto del conti­nente, tenía prohibida a Italia y Francia toda comunicación con Inglaterra. Mas lo que estaba escondido a mis ojos ha­bíalo revelado Dios a su siervo, indicándole su futuro desti­no. Algunos años después, estando ya en América, recor­daba yo esta escena, y tuve que confesar, sin género de duda, que el Sr. De Andreis era favorecido por Dios de celestiales dones».

Nada más imprevisto que las miras de Dios, y sus desig­nios parecen muchas veces contrarios a las previsiones de los hombres. El ejemplo del Sr. De Andreis confirma esta verdad, que tantas veces se puede atestiguar en las Vidas de los santos e historia de la Iglesia. Él vivía completamente abandonado con una confianza filial a la voluntad divina, cuando he aquí que vino a Roma desde América un misio­nero nombrado obispo de Nueva Orleans, quien había con­sagrado en aquellas lejanas tierras sus mejores años a los ejercicios del celo. Mesis quidem multa operarii autem pau­ci. Este texto del Evangelio podía aplicarse exactamente a aquella parte de la América que en tiempos de la dominación francesa había gozado de mejores días.

La Luisiana había visto a los colonos franceses estable­cerse en sus ricas y fértiles vegas, fundar poblaciones a las riberas de los ríos y lagos; los cuales colonos conservaban, con los recuerdos de su antigua patria, la religión católica, la que  sostenían celosos misioneros. Mas los acaecimientos posteriores arrancaron a la madre patria esta bella tierra que recordaba con los nombres de los reyes de Francia los de sus bienhechores, Los misioneros y sacerdotes fueron des­terrados, y se rompieron los vínculos y relaciones con el centro del Catolicismo, Roma.

En 1804, época en que acaeció la cesión por parte de Francia de la Luisiana a los Estados Unidos, existían en ella 16.000 católicos. En 1815 había esparcidos acá y allá al­gunos sacerdotes que no conocían otra regla de conducta que la libertad e independencia, y, por consiguiente, habían dejado perder la religión y desaparecer la fe.

El Ilmo. Sr. Dubourg, durante los tres años desde 1812 a 1815, había desplegado todo su celo e inteligencia para reunir bajo el yugo de la obediencia las diversas cristianda­des extendidas en un territorio más vasto que la Francia. Su celo como misionero obtuvo felices resultados, pero su au­toridad no era reconocida. El Soberano Pontífice creyó que si le confería la dignidad episcopal su influencia se de­jaría más sentir y que su acción produciría efectos más du­raderos.

Llegado a Roma para recibir la consagración episcopal, se hospedó en nuestra Casa-Misión de Monte Citorio, según los deseos del cardenal Litta, prefecto de la Propaganda.

El Ilmo. Dubourg temía tomar el tremendo cargo que la obediencia le mandaba aceptar; él conocía la gran dificul­tad de organizar su diócesis y, sobre todo, de rodearse de buenos y celosos sacerdotes. Cierto día, al entrar en Monte Citorio, notó al lado una gran sala llena toda de gentes de diversas condiciones. Un sacerdote, joven aún y de grande modestia, dirigía la palabra a esta muchedumbre, que le es­cuchaba con mucha atención. El Obispo, acabado el discur­so, que él oyó con gran placer y admiración , preguntó quién era el predicador, y fuele respondido que un sacerdote de la Congregación de la Misión, muy distinguido por su cien­cia y por su celo , de modo que su reputación de orador es­taba extendida por toda la ciudad de Roma. El Prelado, que buscaba sacerdotes y obreros apostólicos, exclamó: «¡Oh, qué feliz fuera yo en tener sacerdotes semejantes en mi dió­cesis.» Tuvieron una entrevista entonces mismo, y com­prendió el señor Obispo que el Sr. De Andreis veía en su demanda como la señal de la divina Providencia.

La hora había sonado, ya no era Roma el lugar donde había de desplegar su actividad ni recibir los testimonios de honor que, aunque bien a su pesar, prodigaban a su cien­cia y virtudes; era la América la que se abría delante de sus  ojos; allí era donde en adelante había de ejercitar su celo, padecer y llevar la trabajosa vida de misionero, y aun en ocasiones dadas hacer acciones heroicas. «Si mis Superio­res me lo permiten, —respondió él a la demanda del señor Obispo,—yo acepto ahora mismo vuestras proposiciones, y estoy pronto a partir con vos.»—El Ilmo. Dubourg se admi­ró de encontrar una aceptación tan pronta. Mas su alegría duró bien pozo, porque el Sr. Siccardi, Vicario general de la Congregación en Italia, dio al Prelado al negativa más ca­tegórica. El Obispo manifestó al Superior al necesidad su­ma que tenía en aquellos países de buenos sacerdotes, y le decía ser muy conforme al espíritu del santo Fundador de la Congregación de la Misión San Vicente de Paúl, como se lee en su Vida, el encargarse de las misiones en países ex­tranjeros; pero nada pudo decidir y persuadir al Superior, quien respondía a todo que sujeto de tan raras cualidades como el Sr. De Andreis era muy útil en Roma, entonces tan afligida por la impiedad y la persecución, que tanto había durado; añadía, además, que la Congregación también había sufrido terribles pruebas y tenía necesidad de todos los sujetos que había. El Obispo, aunque dudando qué partida tomar, no perdió, a pesar de todo esto, sus esperanzas ni se desanimó; y el Sr. De Andreis, a pesar también de estas aparentes contradicciones, permanecía muy tranquilo; todos sus deseos eran poder contribuir a la salvación de las almas, mas siempre según la voluntad divina, que veía él expresada en la voluntad de los Superiores.

El Prelado, juzgando que ya le era imposible conseguir llevar consigo a tan buen misionero a no ser interviniendo, – el Sumo Pontífice, recurrió a él y le representó la gran necesidad que tenía de misioneros celosos en tan vasta dió­cesis como la suya, y concluyó su entrevista con el Papa con estas palabras: «Santísimo Padre: Si Vuestra Beatitud no me socorre con algunos sacerdotes, no es posible llevar el peso abrumador de una diócesis tan vasta y casi sin límites, y me veré forzado a renunciar el cargo que Vos me habéis confiado.» Su Santidad, para consolarle, le prometió que el Rdo. P. Siccardi le daría algunos misioneros, y entre ellos al Sr. De Andreis. La lucha debía continuar. El Re­verendo P. Siccardi representó al Romano Pontífice que el Sr. De Andreis era necesario en la casa de Monte Chorlo, sobre todo para los ejercicios y demás asuntos del clero. Ya estaba Pío VII pronto a ceder; mas el Ilmo. Dubourg no se dio por vencido, acudió a Dios por medio de la oración, y parece que sentía en sí crecer los deseos de asociar a sus tra­bajos al santo misionero. El 24 de Septiembre de 1815 se reunió en la iglesia de San Luis de los franceses toda la co­lonia francesa y gran número de sacerdotes con el fin de asistir a la consagración del obispo de Nueva Orleans. El Ilmo. Dubourg había tenido cuidado de invitar al Sr. De Andreis a esta ceremonia. El cardenal José Doria fue el consagrante. En esta ocasión, acordándose el Obispo más vivamente de las necesidades de su Iglesia, creyó un deber hablar de nuevo al Romano Pontífice, mas en vano.

Había observado, estando en Roma, el favor que gozaba ante Su Santidad su secretario de Estado, el cardenal Con­salvi, y se resolvió a exponerle el estado de su diócesis. Esta exposición convenció plenamente al Cardenal, quien se encargó de hacer él mismo la petición del Prelado al Sobe­rano Pontífice. El Sr. Siccardi recibió por fin una orden del Papa favorable a la demanda del Ilmo. Sr. Dubourg, y no le quedó otro remedio que bajar la cabeza y obedecer. El Sr. De Andreis se llenó de alegría; veía por fin realizados todos sus pensamientos. En la misma especie de contradic­ción que hablan sufrido sus desinteresados deseos veía él la misteriosa mano de la divina Providencia, que siempre con­sigue sus fines a pesar de todas las dificultades.

El 27 de Septiembre fue el día en que el cardenal Con­salvi obtuvo del Papa para el Ilmo. Dubourg algunos sujetos necesarios a su misión, y el 14 de Octubre ya estaba formada la pequeña colonia, la cual se componía de los se­ñores De Andreis, Aquaroni, José Rosati, sacerdote de la misión, y del Sr. Perreira , sacerdote aspirante a la misma Congregación; un alumno de la Propaganda, León Deys, y el hermano coadjutor Boboni, aún postulante, completaban aquella especie de pequeña caravana que había de partir para las Américas. Todos juntos con el Obispo, que estaba lleno de reconocimiento, fueron a prestar sus homenajes al Romano Pontífice y pedirle su bendición. La recepción fue muy cordial y con tanta sencillez, que el Papa les entretuvo más de una hora exhortándoles a confiar en Dios, que de una manera tan visible les llamaba a ejercer su apostolado en el Nuevo Mundo. El Sr. De Andreis pidió para todos los pre­sentes gracias espirituales, que les fueron liberalmente con­cedidas. Arreglaron con el cardenal Litta, Prefecto de la Propaganda, la erección de un Seminario y su dotación, y partieron desde Ripa-Grande, sobre el Tíber, para Marsella.

El Sr. De Andreis quedóse en Roma con el Ilmo. Du­bourg para componer un reglamento que determinara los ministerios de los misioneros y pusiera en salvaguardia la independencia y derechos de su Congregación. Él dijo ex­presamente que los misioneros irían con el Obispo como sujetos e individuos de la Congregación de la Misión para ejercer los diversos ministerios de su instituto, y principal­mente para fundar un Seminario. En consecuencia de esto, la Congregación había de regirse en su interior por sus pro­pias Reglas y Constituciones, y ningún misionero particular podía aceptar función alguna de su ministerio, sino sólo la Congregación; a ella había de pertenecer el derecho de de­signar, llamar, enviar, reemplazar, etc., los individuos. Ha­bía de establecerse ante todo la vida de comunidad, y no había de permitirse nunca que los misioneros vivieran solos.

En llegando a su término, pensó el Sr. De Andreis que era conveniente dejar a los misioneros un mes entero para que pudieran descansar y examinar el estado de las cosas. Los seminaristas habían de permanecer en una casa central, que más tarde se erigiría en Seminario interno. Los sacer­dotes comenzarían por tomar una parroquia, donde lo pri­mero que habían de hacer era dar una misión según el es­píritu del santo Fundador. Previendo los tiempos en que se aumentaría el número de sacerdotes y fueran bastantes para dedicarse a la formación de Seminarios, regir parro­quias, etc., se estableció que los misioneros dispersos se re­unieran en una o más casas. Nada podía ser duradero y permanente si no se caminaba por los pasos y tradiciones del Instituto fundado por San Vicente, y así decía él: «A fin de llevar y merecer en toda su extensión el nombre de misioneros, deben éstos observar todos los días y en todos los lugares las Reglas, Constituciones y santas prácticas que su santo Fundador les dejó, tales como se observan en todas las partes donde se hallan establecidos sus hermanos de Congregación, así como también conservarán la dependencia debida de los Superiores mayores de la dicha Congrega­ción, conforme a lo dispuesto en las bulas de erección y confirmación emanadas de los Soberanos Pontífices en favor de la dicha Congregación».

Creyóse necesario dejar apuntados por escrito todos estos puntos sobre los cuales ya se había convenido de palabra, con el único fin de fijar una regla de conducta y satisfacer a aquellos que, considerando esta misión desde un punto de vista distinto del que, le es propio, pudieran más tarde, con todas sus buenas intenciones, hacer desviar la obra del fin y objeto para que fue establecida, y por cuyo solo camino había de prosperar. El documento se firmó, por una parte, por los señores Félix De Andreis, director de la misión, y Domingo Siccardi, vicario general de la Congregación de la Misión, y por la otra, por el obispo de la Luisiana y las dos Floridas, Luis Guillermo Dubourg. Todo lo aprobó y confirmó en Roma el Emmo. Cardenal Consalvi en 17 de Noviembre de 1815.

Estos primeros proyectos se formularon durante el viaje que a Nápoles hicieron el Ilmo. Dubourg y el Sr. De An­dreis. El Sr. Obispo anduvo pidiendo limosnas para su mi­sión, y las obtuvo numerosas de la munificencia real. El se­ñor De Andreis, de vuelta a Roma, arregló ciertos porme­nores y se puso en disposición de partir. El 15 de Diciem­bre de 1815 se despidió con un tierno adiós de su Superior, quien al desear guardarle con él le dio un gran testimonio de estima y cariño. Su corazón se conmovió, aunque su vo­luntad estaba firme al despedirse y abandonar a sus amigos y a Roma, donde tantos recuerdos tenía de su vida religiosa. Le acompañaban dos jóvenes aspirantes al estado ecle­siástico, y uno de ellos, el Sr. Dahmen, había de llegar más tarde a ser un celoso misionero de la Congregación. Al sa­lir por la Puerta Flaminia, su corazón rebosaba de alegría y de un vivo reconocimiento para con Dios. No era, no, el espíritu aventurero el que le seducía; su imaginación no le pintaba esos hermosos cuadros descritos por los viajeros; marchaba a la América como por un deber, sin ignorar los grandes trabajos, las dificultades y las persecuciones que le aguardaban. Su alma, fortalecida con la divina gracia, es­taba pronta, no a gozar, sino a padecer y luchar por la extensión del reinado de Cristo, uniéndose de esta manera más íntimamente a la Cruz.

Tomado de Anales Españoles, Tomos I-II y III. Años 1893, 1894 y 1895.

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