Capitulo XXXI: Regreso a Francia
A través de las sombras que me envuelven
Guía mis pasos, bienhechora luz.
La noche es negra; y el hogar muy lejos, Sé mi guía tú. Guía mis pasos, mi oración no pide
Horizontes sin fin.
Un solo paso no más, un solo paso
Bastante u para mí.
Víctor Iriarte, S. J.
El mal empeoraba cada día más. El enfermo, ya sin fuerzas, apenas si hablaba. Todos los síntomas anunciaban que el fin estaba próximo. ¿Estaría Ozanam destinado a morir en tierra, extranjera? El había expresado enérgicamente su deseo ardiente de volver a Francia. Decidieron, pues, embarcarlo cuanto antes para Marsella.
1.— Adiós a Antignano
El último día de agosto fue el señalado para la partida. Mientras el coche esperaba a la puerta, se hizo Ozanam conducir, apoyado en el brazo de su mujer y en el de su hermano, a la azotea del jardín, que tenía vista sobre el mar. Largo rato se quedó contemplándolo. Luego se descubrió y, elevando las manos, dijo en voz alta: «Señor, yo os doy gracias por todos los dolores y por todas las aflicciones que he sufrido en esta casa. Aceptarlos como expiación de mis pecados.»
Transcurrido un minuto, se volvió hacia su mujer y le dijo: «Yo quisiera que tú también bendijeras a Dios por todos nuestros dolores». Y en seguida, con una emoción que no pudo ocultar, tomándola en sus brazos, dijo: «Yo Le bendigo también por los consuelos que tú me has prodigado.»
Pocos momentos después, en compañía de su mujer, de su hija y de sus hermanos, salía Ozanam de la casa de Antignano, de la casa del dolor.
Lo condujeron a bordo, donde permaneció un rato sobre el puente, sentado en un sillón, rodeado de sacerdotes, de religiosas, de amigos y de socios de las Conferencias de San Vicente de Paúl, que habían acudido a decirle adiós y muchos a besarle la mano.
Fue preciso abreviar aquella dolorosa despedida. Lo hicieron bajar a su camarote, donde su hermano el sacerdote pasó toda la noche con él.
Al despuntar el día, se detuvo el barco frente a Bastia. Aprovecharon este momento para conducirlo al puente. Extasiado, contempló Ozanam el espectáculo que ofrecían las costas de Italia, que lentamente se iban borrando del horizonte. Pero, al presentarse ante su vista las playas de la Provenza, lleno de emoción y felicidad, bendijo a Dios, quede permitía volver a su Patria.
2.— Marsella
Hubiera querido Ozanam continuar el viaje hasta París, pero no fue posible. Apenas desembarcaron en Marsella, tuvo que guardar cama, en la casa que su familia le había preparado en aquel lugar. Y ya no volvió a levantarse más. Ni siquiera pudo recibir a los socios de las Conferencias, que acudieron a visitarlo llenos de respeto y de ternura.
«Al pisar la tierra de sus antepasados y de sus trabajos —dice el P. Lacordaire— desapareció de su rostro toda huella de dolor. Se veía en su persona una tranquilidad que no pertenecía ni a la vida ni a la muerte, y nada es comparable a la serenidad de alma que se traslucía en su rostro. Hablaba ya muy poco, pero sabía manifestar su afecto a los que lo amaban, con un apretón de mano, una sonrisa o una mirada.»
3.— Los últimos Sacramentos
Al sentir la proximidad del fin, pidió él mismo los últimos Sacramentos. Cuando el sacerdote que le asistió le excitaba a confiar, sin temor, en Dios, le dijo: «¡Y cómo le voy a temer, cuando le amo tanto!»
4.— Sacrificio mutuo
Con fervor extraordinario recibió la sagrada Comunión. Después de ese gran acto, se acercó a él la señora Ozanam y, así unidos, con la mano de ella en la mano de él, hicieron juntos su respectivo sacrificio: ella, el sacrificio de su marido; él, el sacrificio de su vida.
5.— Muerte de Ozanam
Amaneció el 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen. Durante las primeras horas de ese día no se notó ningún indicio que alarmase a los presentes. Pero, por la tarde, hacia las siete y media, la respiración se hizo fatigosa y luego irregular. En un momento dado abrió los ojos, levantó un poco los brazos y gritó, con voz fuerte: «Dios mío, Dios mío, tened piedad de mí.»
Esas fueron sus últimas palabras. Comenzó la agonía. Su esposa fue la primera en caer de rodillas. Después, hicieron lo mismo todas las personas de la casa. La habitación contigua estaba llena de socios de San Vicente de Paúl, que rezaban de rodillas.
Su hermano sacerdote rezó la recomendación del alma. Cuando la hubo terminado, reinó un profundo silencio, interrumpido tan sólo por los sollozos. Eran las ocho menos diez minutos de la noche. Un largo suspiro se escapó de los labios del moribundo: el último suspiro. Federico Ozanam había entrado en la alegría del Señor.
Sí, Federico Ozanam había muerto. Muerto, a la edad de cuarenta años. El se había dado totalmente a Dios, diciéndole desde lo más profundo de su alma: Ecce venio! ¡Allá voy, Señor!
Lo hemos visto durante un año entero arrastrarse jadeante, de estación en estación, en el largo camino del Calvario. Lo hemos visto —como un hijo herido que busca los brazos de su madre—, sentarse a los pies de Nuestra Señora de Burgos, de Nuestra Señora de Betharan, de Nuestra Señora de Buglosse y de Nuestra Señora de Pisa, para bajar luego al puerto y caer rendido a los pies de Nuestra Señora de la Garde. Allí lo esperaba la Reina de los Cielos para levantarlo de su lecho de muerte y llevarlo consigo a la casa del Padre. Y esto fue el día de su Natividad, el 8 de septiembre de 1853.
Después de un modesto funeral celebrado en Marsella, el cuerpo del difunto fue trasladado a París, donde se celebraron las honras fúnebres, en la iglesia de San Sulpicio, en medio de un inmenso cortejo de sacerdotes, amigos, profesores y miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl. El cadáver fue colocado provisionalmente en la cripta de la iglesia, esperando que, gracias a la amistad del señor Fortoul, ministro de cultos, se lograse transportarlo a la cripta de la histórica iglesia de los Carmelitas.
6.— La cripta de los Carmelitas
Allí reposan los restos del que fue Federico Ozanam, defensor amante de la Iglesia y padre amoroso de los pobres. Sobre su tumba se leen estas palabras consoladoras del Evangelio: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?
7.— Epitafio
La capilla subterránea está dedicada a Jesucristo, vencedor de la muerte, y a su Santísima Madre. Cerca del altar hay una losa de mármol, adornada con alegorías que recuerdan las que se ven en las Catacumbas. En esa losa se lee el siguiente epitafio:
OZANAM PIENTISSIMUS ADSERTOR VERI TOTIUS CARITATIS VIXIT A.XL.M.IX.D.XVI. DECCESIT DIE VIII SEPT. MDCCCLIII. AMALIA CONJUGI CUM QUO VIXIT ANN. XII ET MARIA PATRI POSUERUNT. VIVAS IN DEO!
En la capilla superior, dedicada a San José, se lee una segunda inscripción que recuerda los títulos y méritos del insigne cristiano:
A. F. OZANAM VERE CHRISTIANUS, DOCTRINA ET CARITATE ORATOR IDEM ET SCRIPTOR EGREGIUS ADSERTOR VERI STRENUUS SODALITATI B. VINCENTII CONDENDAE AUCTOR INTER PAUCOS PRIMUS DICTORUM SCRIPTORUM ET VITAE ELOQUENTIA ANIMOS JUVENTUTIS AD FIDEM REVOCAVIT.