Federico Ozanam según su correspondencia (29)

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Pativilca · Año publicación original: 1957.
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Capítulo XXIX: Italia

Amigo, sube más arriba.
Lucas 14, 10

No perdía Ozanam la esperanza de renacer a la vida. Esa vida que tenía tanto, tanto que presentar a Dios. Sin embargo, solía repetir con frecuencia:

«Sea cual fuere su voluntad, debo aceptarla con amor, ya que Él sabe poner tanta dulzura en el cáliz de su amargura.» Escribía estas palabras el 13 de enero. Aprovechó entonces la mejoría que sentía para dirigirse a Florencia, donde lo atraían los intereses de la Sociedad de San Vicente de Paúl. El mismo había sembrado la semilla de esa Conferencia, a su paso por Italia en 1847. Esa semilla había tardado en germinar; pero al empuje de nuevas ideas y de nuevas necesidades sociales, había cobrado van impulso esta obra popular y se veían surgir nuevos brotes de ella en diversos puntos del país. La autoridad eclesiástica les prodigaba su protección, los religiosos las recomendaban e infinidad de seglares se inscribían en ellas.

1.— Florencia y su Conferencia

Pero en Florencia, lo mismo que en Pisa y Liorna, la Obra no había logrado la autorización del Gran Duque de Toscana, quien estaba predispuesto contra ella, juzgándola contaminada de liberalismo. Y esa frialdad que demostraba a la naciente institución paralizaba la Obra en su germen.

La llegada de Ozanam a Pisa hizo renacer la esperanza en el corazón de los vicentinos. Ozanam gozaba de mucho prestigio en aquel lugar. En efecto, su libro sobre el Dante y su filosofía, traducido varias veces al italiano, había hecho célebre al autor y popular su nombre en toda Italia, tal vez más que el de ningún otro escritor francés. Imposible suponer que la Gran Duquesa no lo conociera. Además, una de sus damas de honor era la madre del canónigo Guido Palagi, el santo sacerdote que había consagrado todo su ardor al desarrollo de la Obra de las Conferencias.

Pocos días después de su llegada, avisaron a Ozanam que la Gran Duquesa, de paso por Pisa, deseaba verlo, y conversar con él, fijándole para ello el día y la hora. Ese día, dice Cornudet, Ozanam tenía fiebre. Y sufría una fuerte opresión, En vano sus allegados se opusieron a su visita: «Me siento muy mal —dijo él—, pero será éste, sin duda, el último servicio que podré hacer a la Sociedad de San Vicente de Paúl. Yo le debo a esa Sociedad muchos favores y no puedo negarme a intentar mi último esfuerzo por servirla.»

La Gran Duquesa, mujer piadosa e inteligente, lo recibió con marcada bondad y singular deferencia. Pero no le ocultó la prevención que sentía el Duque contra la Sociedad en general, y especialmente contra la Conferencia de Florencia, a la que consideraba como una especie de camarilla política. Y agregó que eta Conferencia no lograría nunca la aceptación del Duque si no expulsaban de su seno a ciertos miembros que formaban parte de ella y cuyos nombres dio a Ozanam.

2.— Integridad de Ozanam

Ozanam era un hombre de fe y, como tal, poseía aquella integridad de carácter que permite ver con indiferencia los halagos de la política y no temer sus amenazas. Su confianza estaba puesta en Dios, para quien únicamente trabajaba. Y sabía que ese Dios antes le exigía la rectitud del proceder que el éxito de la acción… Non sunt facienda mala ut veniant bona.

 

3.— Éxito ante la Gran Duquesa

Por lo tanto, expuso Ozanam respetuosamente a la Gran Duquesa el origen y el espíritu de la Sociedad, la abstención absoluta de toda política que le imponía su Reglamento y la obligación en que estaba de recibir en su seno a todo el que se presentase, siempre que fuese persona honorable y cristiana. Su palabra era ardiente, ya que la fiebre, en vez de abatirlo, lo reanimó. La Gran Duquesa lo escuchó, atenta y conmovida, pero no dijo nada sobre el asunto. Pocos días después de esta visita, recibían las Conferencias de Florencia, de Pisa y de Liorna, la autorización oficial del Gobierno para su organización.

Una reunión solemne de la Conferencia, fijada para el 30 de enero, debía promulgar e inaugurar ese nuevo estado de cosas. Ozanam relató todo fielmente a Lallier, en carta de esa fecha. Fielmente y también modestamen- te, sin hacer la más ligera mención de su visita a la Gran Duquesa, ni del resultado por esa visita obtenido:

«En esta bella capital, le dice, trabaja con ardor y celo en propagar nuestra Asociación, un joven canónigo cuya madre es dama de honor de la Gran Duquesa. He tenido el consuelo de asistir a una de las reuniones de esta Conferencia, así como en otro tiempo asistí a las de Londres y Burgos. Lágrimas de alegría se escapan de mis ojos, cuando encuentro a tan gran distancia nuestra pequeña familia, siempre pequeña por la oscuridad de sus obras, pero grande por la bendición de Dios. Aunque hablando diferentes lenguas, las manos se encuentran siempre con una cordialidad tan fraternal que bien podrían reconocernos por la misma señal con que reconocían a los primeros cristianos: ¡Mirad cómo se aman entre ellos!»

4.— Difusión de las Conferencias

En esa reunión, les habló Ozanam en italiano. Les dejó ver la dicha que experimentaba al encontrarse junto a ellos y allí, lo mismo que en Inglaterra y en España, les dice que si es vice-presidente del Consejo general, no lo es en manera alguna por algún mérito personal. El único título que para ello, tiene, es el de su antigüedad en la Obra, cuyo modesto origen les relata, al mismo tiempo que les presenta su admirable maravillosa extensión actual:

«En vez de ocho que éramos, hay, hoy en día, en París solamente, 20.000 miembros que visitan alrededor de 20.000 indigentes. Sólo en Francia posee la Obra 500 Conferencias. Y vive en Inglaterra y en España, y en América y hasta en Jerusalén.» Les dice también el objeto de la Obra. Obra más de caridad espiritual que corporal. Obra particularmente eficaz para los disturbios que conmueven al mundo. En fin, se extiende recalcando el espíritu de la Obra: espíritu de humildad, de caridad y de paz. Termina con esta bella despedida: «Pronto regresaré a París, donde tengo, como aquí, otros hermanos en San Vicente de Paúl. Pero espero que, dentro de algunos meses, antes de regresar a mi Patria, me será dado el volver a veras, para edificarme con esa fraternidad cristiana que me preparó entre vosotros esta acogida tan dulce y sincera. De ella guardaré recuerdo imperecedero y atestiguaré delante de nuestros hermanos en París que bajo el bello cielo de Italia, la Sociedad de San Vicente de Paúl tiene unas ramas que merecen figurar entre las más florecientes de su fecundo árbol.»

La historia de esta sesión y de este discurso tuvo su epílogo: Admirado, y en alto grado, quedó el orador al verse reproducirlo por entero al día siguiente por todos los periódicos católicos del lugar. Admirado, y también contrariado:

«Esto es completamente opuesto a las costumbres y al espíritu de la Sociedad, la cual hará el bien tan sólo mientras no haga ruido». Llegó Ozanam a declarar que, si hubiese previsto semejantes publicaciones, no hubiese hablado. Poco después, le rogaron que volviese a tomar la palabra, y tan sólo consintió bajo la promesa formal de que no se renovaría aquella indiscreción.

Al día siguiente de este segundo discurso, se pre-sentaron ante él algunos miembros influyentes a suplicarle que les levantase su compromiso y les permitiese la publicación de su nueva disertación. Ozanam se negó rotun- damente y tan sólo cedió por consejo de su confesor, que esperaba, por medio de esa publicación, lograr una fundación en Loreto. Permitió entonces Ozanam que se editasen cien ejemplares. Editaron mil doscientos. Segunda traición que perdonó el orador cuando vio que por ella surgieron Conferencias en Macerata, Porto, Fermio y hasta en Cerdeña, «donde el discurso del célebre profesor francés produjo gran efecto».

5.— Nuestra Señora de Pisa

Pero, a pesar del cambio de aire, la salud de Ozanam no prosperaba. El 4 de febrero achaca el estado de su salud a las lluvias, que no cesan de caer. Un mes más tarde, repite lo mismo. Sin embargo, es cierto que su espíritu se anima, y entonces cree en una mejoría efectiva. El tiempo le permite tomar un coche que lo deja en la bella catedral que evoca para él aquella época tan amada de su corazón, cuando, en 1063, al volver de las Cruzadas, fabricaron los cristianos, con el botín arrebatado a los infieles, esa iglesia incomparable. No se cansa Ozanam de admirarla. Y ya compara sus veinticuatro columnas a las palmeras del jardín eterno, ya se pregunta extasiado ante la ligereza de su construcción, si es que se eleva de la tierra y hacia los cielo sube, o si es que desciende del cielo y en la tierra se posa.

6.— El pueblo en las iglesias de Italia

Se recrea también en esa iglesia por una cualidad que en ella contempla y que en otras falta: la presencia en ella de la gente pobre causa su admiración: «Aquí, en Florencia, el pueblo llena las iglesias. Al contrario de lo que sucede en Francia, aquí hasta en los días de trabajo, se ven los altares rodeados, y no de gente decente, sino de artesanos, de cocheros, de aldeanos y de mujeres del mercado, con los cuales hay que codearse si Vd. quiere sentarse en los bancos que aquí reemplazan a nuestras sillas. Voy casi diariamente a la misa de once. San Simón llamaría esa misa, la misa de la canalla. Las comuniones en ella son muy numerosas.»

Y en otra carta, repite lo mismo: «El pueblo de aquí está muy degenerado, pero al menos ha sabido conservar su fe y no condena a la soledad a las catedrales que sus antepasados levantaron. Y cuando digo el pueblo, me refiero a esa gente que, en Francia, no va a la iglesia y que vive en las tabernas y en los bares. Vd. no podría imaginarse la buena compañía de que gozo en la misa de once, que casi siempre oigo. Ahí me encuentro rodeado de artesanos, de cocheros, de fruteros y de pillos; en fin, de todo lo que repugna a nuestra delicadeza, pero que en realidad son los mismos pobres que el Salvador amaba.»

En la biblioteca, situada a dos pasos de su casa y enriquecida con sesenta mil volúmenes, gozaba Ozanam de la hospitalidad del conservador Ferruci, quien le hacía sentar aparte y en la misma mesa donde el año anterior había trabajado Ravaisson, miembro del Instituto. De iguales consideraciones lo colmaban los profesores de la Universidad de Pisa. «Aquí tenemos nuestra pequeña Atenas», decía sonriente Ozanam.

7.— Trabajos de Historia

En la biblioteca consiguió Ozanam los datos necesarios para cumplir la misión que le confiara el Ministro sobre los Orígenes de las Repúblicas italianas. Al mismo tiempo, la emancipación del Municipio de Milán en el siglo XI le proporcionó la materia y los documentos de un trabajo que lo colocaba frente a Gregorio VII y a Pedro Damián.

Aquí se anima y sueña ya con el tema que desarrollará ante sus discípulos en un futuro, que espera siempre cercano. Sueña con la Sorbona, cuyo, recuerdo le persigue y cuya separación le entristece: «Pobre Sorbona — escribe él—, ¡cuántas veces te presentas a mi espíritu con esas salas ennegrecidas, pero que tantas veces vi llenas por una generosa juventud! Después del consuelo infinito que el católico encuentra al pie de los altares, después de las alegrías de la familia, no encuentro dicha mayor que poder enseñar a una juventud de buen corazón que busca la verdad.»

En casi todas las cartas que escribe a sus amigos de Francia, se lee la expresión de su agradecimiento. Siempre fue Ozanam cumplidor fidelísimo de este deber de la gratitud, ya fuese para con los hombres, ya para con el mismo Dios. Así, al recibir el artículo bibliográfico consagrado por Ampère a Los Poetas franciscanos, en la «Revue des Deux Mondes», le contesta Ozanam con la más genuina ternura en la que se ve el placer que sintió por el recuerdo del amigo ausente.

Parece como si todas las facultades de Ozanam, las naturales y las sobrenaturales, las del espíritu y las del corazón, se hubiesen superado a sí mismas durante estos dos años de enfermedad, a pesar de los sufrimientos que durante ese mismo tiempo experimentó o tal vez a causa de esos mismos sufrimientos. Era una vida que subía cada día más alto, hasta la cima de la ascensión.

8.— Preparación para la muerte

Pensaba continuamente en la muerte, hacia la cual se dirigía, con su cruz a cuestas. Al doctor Franchisteguy, que le había anunciado la muerte repentina de un vicentino de Bayona, después de una larga enfermedad y de muchas buenas obras, le contesta Ozanam: «Fue llamado repentinamente, pero no digamos que no estaba preparado. En cuanto a mí, cuando veo a esos cristianos probados por esas enfermedades lentas y crueles, me figuro que son almas que cumplen su purgatorio en este mundo y que tienen derecho a la respetuosa piedad que tributamos a los justos de la Iglesia paciente. ¡Ah!, si Dios quiere aceptar como expiación de sus pecados esas penas soportadas aquí abajo, ¡qué felices son, al lograr purificarse a ese precio, por medio de dolores infinitamente inferiores a los de la otra vida!» Así consideraba Ozanam sus sufrimientos y así se preparaba a la muerte.

Pero había algo que tenía para él «poder de promesa», según su propia expresión. Panacea para el cuerpo y para el alma. Y era el comprobar los progresos que hacían las Conferencias de San Vicente de Paúl en los valles de la Toscana y de la Liguria. En carta a Lallier, escrita el lunes de Resurrección, le habla de cinco nuevas Conferencias florecientes en aquel suelo, en que la vida católica languidecía, como ahogada por las cadenas doradas de la tiranía.

9.— Plus Ultra

«Pérfidas son las sonrisas de abril», escribe más tarde el enfermo. Con esto anuncia una recaída. Luego agrega: «Yo sé que mi enfermedad es grave. Sé que necesitaré mucho tiempo para curarme, de ella. También sé que, tal vez, no me curaré. Pero yo me esfuerzo en abandonarme por completo a la voluntad de Dios y digo, desgraciadamente más con los labios que con el corazón: Volo quod vis, volo guando vis, volo quomodo vis, voto quia vis». Esto lo repetía sin cesar.

La lectura de la Sagrada Escritura, que había sido el alimento de toda su vida, se convirtió en su diaria ocupación durante su estancia en Pisa. Los Salmos, junto con el Evangelio, compartían su predilección. «Durante largas semanas de languidez, he tenido los Salmos continuamente en las manos. No me canso de leer esas páginas sublimes, esos arranques de esperanza y esas súplicas llenas de amor, que son el eco de todas las necesidades, de todas las angustias de la naturaleza humana».

No se contentó con marcar, como solía hacerlo, los pasajes más bellos, sino que rogó a su mujer que se los copiase para poder así tenerlos reunidos ante los ojos en todo momento. Y también para que pudiese ser más tarde un bálsamo reconfortante para los demás, en sus dolores. Traducidas y reunidas en un pequeño volumen, que tiene por título «El libro de los enfermos», y precedidas de un prólogo del P. Lacordaire, esas páginas, más divinas que humanas, están dedicadas a todos los qué sufren.

10.— Ecce venio

El 23 de abril cumplió Ozanam cuarenta años. Esta fecha era solemne.

¿Volverá a ver otro día semejante sobre la tierra? Ozanam abrió la Biblia en el cántico del rey Ezequías. Luego, poniéndose en la, presencia de Dios, derramó ante Él todo su dolor y colocó también ante Él la ofrenda entera de su sacrificio en los términos del más sublime y heroico amor. Es su «Ecce venio»: Empieza por el canto de Ezequías hasta aquella parte en la que el Profeta le grita al Señor que sufre con violencia y le suplica que deje oír su voz, para luego preguntarse a sí mismo: «¿Qué diré y qué me contestará Aquél que fabricó mis propios dolores? Iré desgranando ante su vista la hilera de mis sueños con toda la amargura que mi corazón encierra». Luego, soltando la mano del Profeta, deja correr su pluma en la que desahoga su pena, pena que, si es amarga, es también sublime:

«Ya sé que cumplo hoy cuarenta años de existencia, es decir, más de la mitad del camino de la vida. Sé que tengo una esposa a quien amo y una hija encantadora. Que tengo mis hermanos, mis amigos, una carrera honorable. Que tengo realizados unos trabajos que precisamente habrían de conducirme al fundamento de una obra que siempre deseé ejecutar. Pero sé también que estoy atacado por una grave enfermedad, enfermedad tenaz y tanto más grave cuanto que agota, completamente mis fuerzas.

«Señor, ¿tendré que abandonar todos esos bienes que Vos mismo me disteis? ¿No querríais, Señor, contentaros con una parte tan sólo del sacrificio? ¿Cuál queréis que os inmole de mis afectos desordenados? ¿No aceptaríais el holocausto de mi amor propio literario, de mis ambiciones académicas y aun de mis proyectos de estudios en los cuales tal vez predominaba el orgullo sobre el celo por la verdad? Si yo vendiese la mitad de mis libros para con ese precio socorrer a los pobres… Y, si limitándome a cumplir los deberes de mi empleo, consagrase el resto de mi vida a visitar a los indigentes, a instruir a los aprendices y a los soldados, Señor, ¿quedaríais satisfecho con eso y me permitiríais el dulce consuelo de envejecer al lado de mi esposa y de terminar la educación de mi hija?

«Tal vez, Señor, no lo queréis así. Vos no aceptáis esas ofrendas interesadas y rechazáis mi holocausto y mi sacrificio. Es mi persona la que queréis. Debo hacer vuestra voluntad y por eso os he dicho: Ecce venio. Allá voy, Señor.

«Allá voy. Si Vos me llamáis, no tengo derecho a quejarme. Me habéis dado cuarenta años de vida. Que los míos no se escandalicen si no queréis hacer hoy un milagro para curarme. Hace cinco años, ¿no me habéis hecho regresar de muy lejos y no me habéis concedido esa tregua para que, hiciese penitencia por mis pecados y me convirtiese en hombre mejor? ¡Ah! Todas las oraciones de entonces fueron escuchadas, ¿por qué las que se hacen en mayor número, habrían de perderse?

«Pero tal vez, Señor, esas súplicas serán concedidas de una manera diferente: Me concederéis el valor, la resignación, la, paz del alma y los consuelos indecibles que acompañan vuestra presencia real. Me haréis encontrar en la enfermedad una fuente de méritos y de bendiciones. Y esas bendiciones las haréis recaer sobre mi esposa, sobre mi hija, sobre todos los míos para quienes mi trabajo habrá sido, tal vez, menos fructuoso que lo serán mis sufrimientos.

«Si repaso, Señor, ante Vos, con amargura, los años de mi vida, es a causa de los pecados con que los me he manchado. Pero, cuando considero las gracias con que me habéis colmado, entonces, Señor, repaso ante Vos, con agradecimiento, los años de mi vida.

«Aunque me encadenéis en una cama para todos los días que me quedan de existencia, no bastarían para danos las gracias por los días que he vivido.

¡Ah! Si estas páginas son las últimas que escribo, que sean un himno a vuestra bondad, Señor.»

Ese mismo día, aprovechando Ozanam una ausencia momentánea de su mujer, a quien no quería entristecer, escribió someramente el esquema de su testamento, proponiéndose revisarlo y corregirlo más adelante:

11.— Testamento.

«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén.

«Hoy, 23 de abril de 1853, día en que cumplo cuarenta años, bajo el peso de una grave enfermedad, pero sano de espíritu, escribo en pocas palabras mis últimas voluntades, proponiéndome expresarlas más detalladamente al recuperar un poco mis fuerzas: «Entrego mi alma a Jesucristo, mi Salvador, aterrado por mis pecados, pero lleno de confianza en la infinita misericordia.

«Muero en el seno de la Iglesia católica, apostólica y romana. Conocí todas las dudas del presente siglo, pero toda mi vida estuve convencido de que el descanso del espíritu y del corazón se encuentran únicamente en la Iglesia de Cristo y en el sometimiento a su autoridad.

«Si atribuyo algún valor a mis largos estudios, es porque, gracias a esos estudios, tengo derecho a suplicar a todos los que amo que se conserven fieles a una religión donde encontré la luz y la paz. Mi súplica suprema a mi esposa, a mi hija y a todos sus descendientes, es que perseveren en la fe a pesar de las humillaciones, de los escándalos y traiciones que les toque presenciar.

«A mi dulce Amelia, que fue la alegría y el encanto de mi vida y cuyos tiernos cuidados han consolado todo este año de padecimientos, la bendigo y la espero en el cielo. Sólo allí podré devolverle todo el amor que ella merece.

Doy a mi hija la bendición de los patriarcas, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Doloroso es para mí el no poder continuar la obra tan grata de su educación, pero la confío a su virtuosa y amada madre.»

Ozanam nombra en seguida a sus hermanos, a sus amigos los de París y los de Lyon: el P. Noirot, Ampère, Henri Pessonneaux, Lallier y Dufieux tienen mención especial.

Implora las oraciones de todos, en especial la de los socios de la Sociedad de San Vicente de Paúl: «No os dejéis convencer por los que os digan: está en el cielo. No; rogad mucho por aquél que os amó mucho, pero que fue un gran pecador. Creo firmemente que ésta no es una separación y que quedo entre vosotros hasta que vosotros vengáis a mí.

«Que sobre todos caiga la bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.»

Los médicos prescribieron al enfermo una nueva estancia a la orilla del mar. Y así le iremos viendo ahora: en Liorna, en San Jacopo, en Antignano. Teatros sucesivos de una lucha en la que el alma se conservó siempre victoriosa sobre la carne. Lucha que comienza en la esperanza, se prosigue en la paciencia y se consume en el amor a la voluntad de Dios. Lucha que termina en Marsella, donde el cuerpo y el alma se separan para ir cada uno al lugar de su origen: el uno a la tierra que lo espera; la otra, al cielo que la reciba,

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