Capítulo XIX: Roma
Ten presente, oh romano, que es tu destino gobernar los pueblos con tu imperio. Ese será tu oficio: imponer normas de paz, ser generoso con los vencidos y aplastar a los altivos.
Virgilio (Eneida. Lib. 6º)
1.— Pío IX
Al fin, el 2 de febrero, puede contemplar los rasgos del Vicario de Cristo y esta vista le arranca lágrimas de emoción.
El 13 de febrero, arrodillado al lado de su esposa, besó el anillo del Pescador que ha sellado durante diez y ocho siglos actas tan inmortales, y recibió de sus manos el Cuerpo del Salvador. Unas horas más tarde, fueron recibidos los esposos en audiencia privada. El Santo Padre les habló de Francia, de los estudiantes, de los deberes de la enseñanza. Y todo, con una nobleza, con una emoción y con una gentileza que conquistó el corazón de Ozanam. Aprovechó éste el momento oportuno para hablarle de las Conferencias de San Vicente de Paúl. El Santo Padre dijo que las conocía y que estaba enterado del bien que hacían esos jóvenes, en sus visitas a los pobres y a los enfermos.
2.— Roma
Encerraba Roma para Ozanam, además del interés primordial del Papa, el interés bien grande también de visitar las tumbas y contemplar las huellas que encierra esa ciudad de tantos santos y tantos mártires. Largas horas pasaron ambos esposos cerca de la tumba de aquellos grandes hombres y santas mujeres, cuyas virtud parece mejor comprendida y apreciada, al contemplar los lugares donde vivieron y reposan.
3.— Las catacumbas
Los esposos Ozanam habían encontrado en Roma al hombre, al sacerdote mejor capacitado para introducirlos en el alma de la Roma cristiana. En la catedral de San Pedro, sobre la tumba de los Apóstoles, oyeron la misa del abate Gerbet. Cinco veces bajaron a las catacumbas, acompañados por él. Y él les fue mostrando detalladamente las maravillas encerradas en aquellos museos de arte divino: ya era toscamente grabada en la piedra la imagen del Buen Pastor quien, llevando en la mano su largo cayado, está dispuesto a pasar todo lo que sea necesario, con tal de lograr que todo el rebaño se recoja en su redil; ya eran las líneas definidas con que el artista quiso recordarnos, es verdad, que la mirada del Juez por doquier nos persigue, pero quiso también decirnos que hay un Padre que nos mira y pesa nuestros esfuerzos, que oye nuestros gemidos y recoge nuestro llanto… Ya era también la cándida paloma que lleva en el pico la rama de oliva y viene a ofrecernos que siempre habrá paz para todos aquellos que el Cordero redima. Y luego el Pez simbólico, al que cupo en suerte encerrar en su nombre el más excelso nombre que en la tierra se oyera y definir en síntesis la misión divina que el Hijo del Altísimo cumplió por nuestro amor. Y, más allá, el ancla que lanza el cristiano, con todo su afán, hacia el más hondo Cielo y que, encajando en la altura su diente corvo, nos indica claramente que allí está el consuelo. Y todavía más lejos, la noble figura de aquella mujer que yace en tierra y que aún después de muerta, con sus dedos grita la fe que profesa.
La palabra enternecida del abate Gerbet les hacía comprender mejor la inocencia, la sencillez y el invencible valor de aquel nacer de nuestra Iglesia y de todo lo que nos revela su divinidad.
Ozanam consideró siempre como una de las mayores gracias de su vida, aquella visita a Roma, en el invierno de 1847. Durante su estancia, pudo apreciar, en su justo valor, los primeros pasos de Pío IX en su pontificado y pudo ver de cerca el entusiasta despertar de toda Italia. «Ciertamente — decía él—, que no es la popularidad de un Papa, ni su impopularidad, lo que debe reafirmar quebrantar nuestra fe. Pero el corazón se siente confortado, con un dulce y tierno orgullo, al contemplar al Padre en quien firmemente se cree, rodeado de admiración y de amor.»
4.— Monte Casino
No quiso Ozanam despedirse de Roma, sin antes visitar el Monte Casino. Allí fue solo. Y solo se detuvo en ese lugar sagrado durante treinta y seis horas. Dichoso se sintió, al comulgar en la tumba de San Benito y al encontrar todas las tradiciones benedictinas en la admirable biblioteca de la Abadía. Los monjes, con un interés muy comprensible, ya que iba Ozanam recomendado por el Papa, le mostraron algunos manuscritos que tenían para él una importancia suma.
5.— Audiencia papal
Nueva audiencia obtuvo Ozanam del Papa con motivo de esta visita al Monte Casino. Aprovechó Ozanam esta visita para entregar al Santo Padre las cartas de la Sociedad de San Vicente de Paúl. El Santo Padre lo acogió con la misma benevolencia que la primera vez, le habló de muchas cosas interesantes, con gran confianza y afecto.
Una sola cosa faltaba para coronar su estancia en Roma. Hubieran querido los dos esposos presenciar una de aquellas maravillosas ovaciones con que el pueblo solía manifestar su amor a Pío IX. Ese deseo iba a verse realizado.
En esos días, celebraba Roma, con gran majestad y con un esplendor inusitado, el 26.º centenario de su fundación. El jueves, 22, avisaron a Ozanam que, para clausurar esas fiestas y dar al mismo tiempo las gracias a Pío IX por su último edicto, se preparaba una de las mayores manifestaciones habidas hasta entonces, seguida de una bellísima procesión de antorchas. Veamos cómo relata el mismo Ozanam sus impresiones de esa noche:
6.— Ovación del pueblo de Roma a Pío IX
«Nos precipitamos a la Plaza del Corso, con el abate Gerbet y otros amigos, que habían venido a despedirnos. El punto de reunión general era en la Plaza del Pueblo, donde distribuían las antorchas. Desde allí vimos desfilar aquella marcha triunfal compuesta, primero, de un cuerpo de música militar, seguida por una columna de 6.000 personas armadas de antorchas, las cuales marchaban en perfecto orden. Entre ellas, se veían burgueses, obreros, sacerdotes revestidos, unidos todos por un mismo sentimiento: ¡Viva Pío IX!…
«A medida que el cortejo avanzaba en el Corso, se iban iluminando las casas que se encontraban a su paso, pudiéndose ver en todos los pisos el ondear de las banderas, y todos los balcones cubiertos de insignias. Seguimos a la multitud hasta la Plaza Colona y desde ahí nos adelantamos a ella por medio de un rodeo, para esperarla en la Plaza del Monte Cavallo, que ya estaba llena de gente. Pudimos ver llegar las antorchas y la música, las cuales lograron abrirse paso y colocarse en cuadro, frente a la puerta del palacio papal, rodeando al edicto, que era llevado con gran pompa. Primero, tocaron algunos cantos. Luego se dejó oír un gran grito: era el grito de 5.000 hombres allí reunidos. La ventana del balcón se había abierto y frente a todos nosotros estaba la figura del Santo Padre, acompañado de dos prelados y de algunos servidores, con antorchas. Saludó a la derecha y a la izquierda con una dulzura que arrebató los corazones. Redoblaron los aplausos y las aclamaciones. Pero he aquí lo que más me conmovió: hizo el Papa un gesto y en seguida tan sólo se oyó una palabra: ¡Zitto! (chitón). En menos de un minuto, reinó el más completo silencio en medio de aquella multitud delirante. Entonces se pudo oír la voz del Pontífice que se elevaba para bendecir a su pueblo. Y, cuando al levantar la mano y hacer el signo de la Cruz, hubo pronunciado las palabras solemnes, de una a otra parte de la plaza se oyó tan sólo un solo grito, una sola voz: Amén.
«Nada más bello que esa oración de una ciudad entera con su Obispo, a esa hora tardía de la noche, bajo un cielo soberbiamente adornado con la luz titilante de las estrellas. Y fue en realidad un acto religioso, ya que al retirarse el Papa del balcón, todas las antorchas se apagaron al instante y la escena quedó tan sólo iluminada por el resplandor de algunas luces de bengala prendidas en las azoteas de los palacios vecinos…
«A las nueve y media salimos de la Plaza del Quirinal y regresamos por las calles tranquilas y silenciosas, como calles de media noche. Los romanos habían ido a acostarse como buenos muchachos que, antes de dormir, piden la bendición a su Padre.»
7.— Venecia
Al día siguiente salió Ozanam de Roma. No lo seguiremos en su peregrinación por Asís, Ravena, etc. Los diez días que pasó en Venecia fueron, para él, como un sueño. Le parecía que contemplaba un cuento de hadas que se desvanecería al despertar. El Campanil, el fondo de la Plaza de San Marcos, el palacio del Dux, el mar y las góndolas fantásticamente iluminadas durante la noche, mientras los trovadores cantan, paseando por el Gran Canal. Recuerdos imborrables para todo aquél que una vez lo contempló.