Capítulo XVII: Familia, trabajo y caridad
Se vive bien con poco cuando en la modesta mesa brilla el salero de la casa paterna y cuando el tranquilo sueño no lo interrumpen ni el temor ni la sórdida codicia.
(Horat. Libro 2, 16)
Desde el año 1844, se encontraban en París los hermanos de Ozanam, quienes compartían con él la casa de la calle Fleurus. Poco después, en carta a Lallier, le comunicaba Ozanam que ha llamado a su lado a su vieja Guigui quien, después de sesenta años de servicio, se encontraba feliz al lado de los hijos de sus señores. Ozanam decía que todo eso venía a aumentar la felicidad de su hogar, donde ya reinaba bastante la alegría. Un piano Pleyel contribuía también a las delicias de aquella casa. Ozanam no era músico, pero su alma de artista sabía saborear la belleza en todos sus aspectos, y la señora Ozanam sabía dejar pasar su alma a todo lo que tocaba.
Ozanam iba poco al mundo. Cuando era estudiante, Ampère, hijo, lo había presentado en los salones de Mme. Recamier. Fue allí pocas veces y luego no volvió más. El sabía apreciar mejor las reuniones íntimas, donde el corazón se expansiona sin dobleces, contando con la lealtad de los verdaderos amigos. Y nunca le faltaron amigos de esa clase, amigos fieles hasta el sacrificio, que sentían por él un afecto casi admirativo y que se complacían en demostrárselo.
1.— Paternidad
A tal cúmulo de alegrías vino a sumarse la mayor de todas, la ardientemente deseada por Ozanam. El 7 de octubre de 1845 pudo, al fin, exclamar: «¡Soy padre!» Pudo apretar entre sus brazos la dulce criatura que el cielo le confiaba. Le pusieron el nombre de María, como homenaje a la celestial Patrona a quien atribuían aquel don precioso. Escogió Ozanam, para padrino de su hija, a Lallier, su gran amigo y uno de sus siete primeros compañeros de las Conferencias.
2.— Ozanam, Caballero de la Legión de Honor
Queriendo sin duda colocar un presente en aquella blanca cuna, escogió el señor Le Clerc, esos días para ofrecer a Ozanam la condecoración de la Legión de Honor. Por delicadeza, pidió éste que semejante honra fuese aplazada, ya que dado su reciente y precoz nombramiento de profesor, podrían juzgar que acumulaba demasiados honores sobre su frente. Tal delicadeza fue comprendida y apreciada, pero al año siguiente, el 4 dé mayo de 1846, fue nombrado Ozanam Caballero de la Legión de Honor.
3.— Trabajo y felicidad
Años felices los de 1844 a 1846, dedicados a la familia, el estudio y las obras de bien. Ozanam tenía, en su manera de vivir, una especie de poesía y de delicadeza que lograba embellecer todo a su alrededor. La felicidad que en su hogar disfrutaba la tenía como comprada por su gran trabajo intelectual, y en ese trabajo, encontraba él una fuente nueva de felicidad. Dedicó gran parte de las vacaciones, que pasaron en Nogent-sur- Maine, después del nacimiento de su hijita, a la redacción y documentación de «su interminable volumen sobre los germanos», como decía él mismo.
4.— Propagación de la Fe
Seguía prestando siempre su colaboración a los Anales de la Propagación de la Fe. Era tal el interés que esta obra le inspiraba, que los esfuerzos que realizaba por ella eran para él causa de gran satisfacción y motivo de mayor unión con Dios. El espectáculo de los mártires de Oceanía despierta en su memoria les célebres martirios de Lyon, en el siglo XI. Oigamos con qué ardor se expresa:
«Son las mismas escenas las que se repiten ante nuestros ojos. El pretorio sigue abierto. Las hachas continúan chorreando sangre. Las cartas de los misioneros nos permiten contemplar los interrogatorios y los suplicios de nuestros hermanos. ¿No sentimos, ante semejantes ejemplos, que la fe renace más ardiente en nuestros corazones y, orgullosos con el triunfo de nuestros hermanos, dejaremos callar esa voz que, a pesar nuestro, quiere gritar: Nosotros también somos cristianos?»
Ya lo hemos dicho: el trabajo formaba parte de su felicidad y era algo así como una batalla que sostenía con las horas del día para lograr un poco de tiempo que dedicar a las obras, a los pobres y a los amigos.
5.— Renuncia de M. Bailly
Pero entre todas sus ocupaciones, la más grata a su corazón y a la que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre, era a las Conferencias de San Vicente de Paúl. El 9 de mayo de 1844, M. Bailly presentó su renuncia a la presidencia, dirigiendo una carta conmovedora a los socios, en la reunión del día 11. La carta de M. Bailly terminaba con estas palabras: «¡Adiós, señores y queridos hermanos, adiós!, y que este adiós, que no significa separación, nos una más que nunca en Jesucristo. Termino hoy con las mismas palabras que dije a los socios el día aquel en que el número nos obligó a dividirnos: Valor, señores, reunidos o separados, de cerca o de lejos, amémonos siempre. Amémonos y sirvamos a los pobres. Es mucho el mal que se hace, hagamos nosotros mucho bien.»
Cuando, después de ocho días de oraciones al Espíritu Santo y después de haber ofrecido la Santa Misa por esta intención, se reunió el Consejo general, durante tres días consecutivos, el 15, el 18 y el 21 de mayo, para deliberar sobre la elección del nuevo presidente, todas las miradas se volvieron espontáneamente hacia Ozanam. Pero en eso no había que pensar. El servicio, y servicio grande, que prestó entonces Ozanam a la Sociedad, fue el de hacerle pasar felizmente aquella crisis delicada y penosa, abierta ante ella por la renuncia de su primer presidente.
6.— Gossin
Ozanam y Cornudet hicieron elegir a Gossin. Cuando le propusieron a Ozanam que conservara la vicepresidencia, aceptó. Eso significaba también trabajo, pero trabajo más oscuro, con una abnegación constante hacia «su querida pequeña Sociedad», como él la llamaba. Vicepresidencia prorrogada sin cesar en sus funciones y que Ozanam abandonaría tan sólo al abandonar la vida.
La circular enviada por Ozanam, en la cual presentaba como nuevo presidente a Gossin, antiguo Consejero de la Corte Real de Paris, fundador y presidente de la Sociedad de San Francisco de Regia, decía así: «Su nombre lo conocen los pobres, lo aman los católicos, lo respetan todas las opiniones. Su energía natural es apta para toda labor. Su noble corazón está dispuesto a todos los sacrificios.»
7.— Conferencia fundada por Lallier
Lallier, el número dos después de M. Bailly, según expresión de Ozanam, no estaba allí. No por eso dejó de estar al tanto de los nuevos cambios, ya que Ozanam le escribió informándole de todo, al mismo tiempo que le recordaba la mala cara con que lo recibieron los socios en 1833, cuando se presentó a una de las reuniones acompañado del pobre La Nou, quien pretendía elevar a nueve el número de los socios. «Hoy sumamos nueve mil», le decía Ozanam.
Lallier, por su lado, no estaba ocioso. En enero de 1844, había fundado en una modesta sala, cerca de Notre Dame, en Sens, la primera Conferencia de San Vigente de Paúl. Esta Conferencia se componía de dos miembros. Las sesiones, durante tres semanas, se ocuparon tan sólo de hacer las preces, seguidas de una lectura espiritual y terminando con una contribución mutua. El resto del tiempo lo dedicaban a preguntarse dónde podrían conseguir un tercer socio, a fin de crear, con su concurso, una de esas reuniones que Nuestro Señor ofreció bendecir y donde se pudiese poner en práctica la regla: Tres facium capitulum.
Ese tercer socio no se dejó esperar largo tiempo, prestando a la Conferencia recién nacida su vida normal. Cinco meses más tarde, el 26 de julio, la misma Conferencia presentaba a su Arzobispo 18 miembros activos, 17 miembros honorarios y 16 familias visitadas. Llegaría el día en que esta Conferencia contaría con cincuenta miembros.
Por ese tiempo, llegó también para Ozanam un gran día, y fue aquél en que le fue dado recibir correspondencia de la más alta dignidad terrena: Pío IX acababa de subir al solio. Veamos lo que el mismo Ozanam comunica a Lallier: «Ya sabe Vd. que el Consejo general de las Conferencias escribió una carta a Nuestro Santo Padre Pío IX para felicitarle por su consagración, ofrecerle un ejemplar del Manual y pedirle su bendición para nuestra Obra. Fue este servidor suyo quien redactó esa carta en su más bello latín. Tengo la ventaja de ser el latinista del Consejo, de la misma manera que soy a veces el teólogo de la Facultad. Por ahí verá Vd. que mis gustos procuran también sus satisfacciones.»
8.— Los obreros
En ese tiempo, se ocupaba Ozanam, con su gran caridad habitual, de los obreros de San Javier, en la cripta de San Sulpicio. Casi todos los domingos les improvisaba un discurso familiar, lo que no restaba encanto a su palabra, que sabía hacerse paternal y, sobre, todo, sabía colocarse al nivel del obrero, ilustrando su inteligencia y satisfaciéndole el corazón.
A veces, con su gracia natural, les presentaba ante los ojos una de esas viejas leyendas irlandesas, daba vida a sus héroes y cantaba sus heroísmos, para terminar siempre con la sanción moral y la enseñanza cristiana.
«Nosotros mismos —les decía—, labramos nuestra propia existencia, pero sin conocerla, algo así como trabajan en sus gobelinos los obreros de tapicería. Siguiendo dócilmente el dibujo trazado por un artista desconocido, se esfuerzan ellos en combinar al revés de la trama, los hilos de diversos colores indicados por el artista. Van así cumpliendo la voluntad ajena, ignorantes del resultado obtenido por su trabajo. Más tarde, cuando su labor haya concluido, podrán ellos admirar esas flores, esos cuadros, esos personajes y esas maravillas de arte que sus manos fabricaron y que irán a servir de adorno en los palacios reales. Así trabajamos nosotros, amigos míos, dóciles y subordinados a la voluntad de Dios, sin ver nada de nuestra labor. Pero Él la conoce. Él, el Divino Artesano, la ve. Y cuando, al terminar nuestra tarea, presente ante nuestros ojos toda nuestra vida de trabajos y de penas, caeremos, extasiados, y bendeciremos su paternal benevolencia que se dignó aceptar nuestra humilde labor para ser colocada en su eterna mansión.»
Tomaba también parte Ozanam en un circuló católico que contaba en su seno con un grupo de sabios eminentes, quienes se esforzaban, por medio de sus conferencias, en hacer fracasar las lecciones anticristianas de la enseñanza oficial. Le tocaba a Ozanam la conferencia semanal de Literatura. Su decir elocuente sabía elevar el alma de sus oyentes hasta las alturas del Cristianismo. Todos recordarán siempre la tarde en que, trémulo de emoción, los dejó fascinados con el poder de su palabra: «Señores, todos los días, nuestros amigos, nuestros hermanos, caen como soldados sobre la tierra de África o como misioneros ante el palacio de los infieles. Y nosotros, ¿qué hacemos mientras tanto?… ¿Creemos que Dios ha marcado a los unos, como destino, el deber de morir al servicio de la civilización y de la Iglesia, y a los otros la facultad de vivir holgadamente, recibiendo de las rosas tan sólo el perfume?… ¡Ah, señores! ¡Obreros de la ciencia, gentes de letras, cristianos todos!, mostremos que nuestra cobardía no llega al extremo de creer en semejante distribución, que sería una acusación contra Dios, por haberla hecho, y una vergüenza para nosotros, por aceptarla. Preparémonos para demostrar que también para nosotros existe el campo de batalla donde, si es preciso, sabremos morir.»