Capítulo XV: Maestro y discípulos
Ceux qui viven, ce sont ceux qui luttent; ce sont Ceux dont un dessein forme emplit et le front, Ceux qui d’un haut destin gravissent time,
Ceux qui marchen pensifs, épris d’un but sublime, Ayant devant les yeux sane cesse, nuit et jour,
Ou quelque saint labeur ou quelque grand amour.
Victor Hugo
1.— Colegio Stanislas
El señor Bailly poseía en la calle Fleurus una casa (que Ozanam llama palacio). Esta casa había sido construida por Murat, el futuro rey de Nápoles, y había servido de habitación al príncipe de Clermont Tonnerre. Con mucho gusto, alquiló M. Bailly un piso de aquella casa al joven matrimonio, al que tanto apreciaba. Allí acompañaban a Ozanam afectuosamente los estudiantes de la Sorbona al salir de la clase. Y no fueron éstos sus únicos discípulos. Aceptó también la clase de retórica del Stanislas, para complacer al director de dicho plantel, el P. Guitry, que así se lo había exigido bajo condiciones favorables, condiciones que venían a remediar la escasez de los ingresos de aquel hogar.
Ozanam, al encontrarse ante discípulos que casi lo igualaban en edad, supo asumir la actitud que convenía en tan delicada situación, ganándose el respeto y la confianza de todos. No pensó nunca en castigarlos. Y ellos lo sabían. Se sentían tratados como hombres y como hombres sentían también que habían de conducirse, comprendiendo que tal profesor no perdería el tiempo en niñerías.
2.— Maestro y discípulos
Escuchemos a uno de ellos, tal vez uno de los más ilustres discípulos que tuviera Ozanam, a Caro, quien llegó a ser profesor de Filosofía de la Sorbona y miembro de la Academia francesa: «Siempre recuerdo —nos dice— como si fuera ayer, el día en que lo vimos aparecer por primera vez en la cátedra. Nuestra primera impresión fue de curiosidad y, tengo que confesarlo, curiosidad que encerraba su poquito de burla. Ozanam no tenía a su favor ni la belleza física, ni la elegancia, ni la gracia. De estatura mediana, su actitud era más bien un poco tímida y hasta salvaje. A esto se agregaba un mechón de su cabellera espesa que, siempre rebelde, caía sobre su frente, lo que prestaba a su fisonomía un aspecto un poco original. Nuestra malignidad en el primer momento, sonrió. Pero esa malignidad se vio bien pronto vencida por la simpatía. Era imposible permanecer por largo tiempo insensible ante aquella expresión de bondad, en la que se descubría un gran corazón y una distinción refinada. Unid a eso una sonrisa especialmente expresiva que a veces iluminaba su fisonomía y lo transformaba como si hubiera, sido iluminada por un resplandor del alma. Además, él se permitía algunas veces esa franca alegría del espíritu que reposa en medio de la austeridad del estudio, ora dejándonos oír su risa tan confiada y natural, ora permitiéndose alguna broma, tan agradable y llena de chispa, que nos hacía saborear con placer aquellos momentos de abandono y familiaridad. A menudo lo incitábamos a la risa. Primero, resistía, atrincherándose tras la severidad del deber y la gravedad de su enseñanza. Más tarde, cedía, ¡y entonces daba gusto verlo!… ¡Qué juventud en aquel espíritu viejo ya por la ciencia! ¡Qué sagacidad en aquel candor! Cándido y sagaz. Ese era el contraste y el encanto de una naturaleza que había conservado la sencillez del corazón en el seno de la cultura más refinada del espíritu.»
Sabía además sentir profundamente. Se emociona y enternecía hasta derramar lágrimas ante ciertos pasajes de literatura, con lo cual sus discípulos aprendían también a sentir.
Sin la menor sombra de pedantería, sabía inspirar a su alrededor el amor al estudio. Se apoderaba de la voluntad de sus discípulos, convenciéndoles por la razón, cautivándoles la imaginación y, sobre todo, usando de aquel arte que tenía de interrogar al alumno de una manera que le permitía la ilusión de haber sabido contestar lo que él le había puesto ante los ojos. Al mismo tiempo, su estilo tan variado y un poco dramático, aumentaba el vivo interés de sus clases, creando en ellas una cierta agitación que, bien reglamentada y dirigida, se trocaba en actividad fecunda. Ni aun los espíritus más estériles y más helados podían resistir al influjo de su palabra. Además, todos sus discípulos se sentían elevados a su mismo nivel. Ozanam tenía siempre la palabra de aliento para reanimar aún a aquellos que, dotados con menos facultades, contaban únicamente con su buena voluntad. ¡Buena voluntad!… Cualidad apreciada por Ozanam tal vez por encima de todas las demás.
Para demostrar la verdad de lo dicho, podemos citar el interés particular con que distinguió a uno de sus discípulos que, a pesar del ahínco con que trabajaba, no podía seguir el hilo de las clases. Ozanam lo llamó aparte y, a fuerza de ingenio y de trabajo, logró introducirlo en la inteligencia de las cosas. El muchacho, no sólo sorprendido por lo que comprendía, sino también emocionado y conquistado por la condescendencia del maestro, hace llegar a sus manos un billete en que le asegura que hará lo imposible por demostrarle su agradecimiento. En efecto, al fin del año logró un premio en el gran concurso. Más tarde, llegó a ser miembro del Instituto.
Durante los dieciocho meses de su profesorado en Stanislas, nunca tuvo que imponer el orden en su clase, ya que la veneración que inspiraba a sus discípulos era igual al amor que hacia él sentían. Estos sentimientos llevaron a muchos de ellos a pedir como una gracia el privilegio de pasar un segundo año de Retórica con él. Puede decirse que Ozanam logró, como ninguno otro lo había logrado antes, esa atención religiosa que suele llamarse aplauso silencioso. Sabemos también por Caro que aquellos discípulos, al convertirse en universitarios, se convertían también en sus amigos. Agrega Caro que nunca hubo maestro tan amado como lo fue Ozanam. La juventud acudía a él, impulsada por una atracción inevitable. Y no es sólo Caro quien así se expresa. Ahí está Heinrich, quien fue más tarde el Ozanam de la Facultad de Lyon. Ahí tenemos a Nourrison, el filósofo cristiano del Colegio Stanislas y del Instituto del Colegio de Francia, para quien Ozanam fue siempre consuelo y fue siempre modelo.
3.— Opinión de Ernesto Renan sobre Ozanam
Tenemos también a otro oyente de los primeros cursos, oyente que se diferencia en mucho de los discípulos hasta ahora citados, Ernesto Renan, quien habla de la manera siguiente, en los papeles de su juventud: «No salgo nunca de la clase de Ozanam sin sentirme más fuerte, más resuelto a lo grande, más valeroso y más dispuesto a conquistar el futuro». Y así escribía también Renan a «su buena madre» de Bretaña: «El curso de F. Ozanam es la apología constante de todo lo más respetable que existe». Más tarde, el mismo Renan es el hombre a quien se le oirá gritar: «¡Ozanam! ¡Ozanam!
¡Cuánto lo amábamos! ¡Qué hermosa alma tenía!» Conmovedor testimonio dado por el autor de El porvenir de la Ciencia al profeta de otro porvenir: ¡el de la Fe!
4.— Opinión de Lamartine
«Envolvía la palabra de Ozanam —escribía Lamartine— una atmósfera de ternura hacia los hombres, un aire balsámico como procedente del Paraíso. En cada uno de sus movimientos respiratorios, parecía que nos arrebataba el corazón, dándonos el suyo.»
Como examinador, Ozanam era severo, especialmente con aquellos candidatos que le inspiraban mayor interés. Más severo todavía cuando se trataba de eclesiásticos a quienes, según su criterio, incumbía en mayor grado el buen ejemplo del saber:
Habiendo suspendido en un examen a un seminarista, vino éste a inquirir la causa de su reprobación. Ozanam lo recibió con la mayor bondad y le mostró las faltas de su composición. Luego le dijo con severidad: «Monsieur l’Abbé, la sotana que Vd. viste nos permite, nos obliga a ser más exigentes. Cuando se tiene la honra de aspirar al sacerdocio, no está permitido el exponer su dignidad a semejante fracaso. Nobleza obliga.»
5.— Ozanam, intransigente ante el error
Por otra parte, cuenta Maxime de Montrond cómo nunca dejó pasar impunemente, siendo examinador, ninguna alusión cualquiera contra la religión o la Iglesia. Cierto día, un joven italiano, libre pensador y candidato al libertinaje, había logrado captarse las simpatías del Tribunal por la abundante facilidad y distinción de su palabra. Le tocó el turno a Ozanam: «Señor —le dijo él con voz firme, pero emocionada—, rindo tributo a su talento, pero no puedo admirar su saber. Vd. ha tratado brutalmente a los Padres de la Iglesia al acusarlos de haber entorpecido la civilización. Vd. está fuera de la verdad. Vd. estaría en ella, si dijera lo contrario, si dijera que ellos despejaron el camino». Sus palabras fueron recibidas con general anuencia.
6.— Opinión del P. Lacordaire sobre Ozanam
En las notas escritas por el P. Lacordaire, señala éste a Ozanam como una de esas criaturas privilegiadas, creadas por las manos de Dios, cuando Dios, para conmover al mundo, quiere reunir en un corazón la ternura con el genio. Y admira él en Ozanam esa ternura, esa bondad, esa caridad y esa indulgencia que sabía conservar en lo más recio del combate cuando, como invencible bajo el escudo de la verdad, moderaba el impulso de su espada, temeroso de destrozar un alma que pudiera aún vivir.
Por ese año de 1840, se debatían los Partidos políticos y religiosos en medio de las más ardientes polémicas. Y no era raro el caso de que hasta los mismos católicos se permitiesen arranques de lenguaje o de pluma que no podrían ser nunca justificados ni por la justicia de su causa, ni por los excesos de sus adversarios. El espíritu de equidad y de justicia que era natural en Ozanam, se sentía ofendido y receloso con semejante proceder. Muchos otros pensaban como él. Y él, el amigo de la juventud, se creyó en el deber de prevenir a esa juventud y conducirla fuera de esas vías ásperas que nunca llevan a las almas a la verdad. Muy pronto tuvo ocasión de manifestar sus sentimientos, con motivo de una reunión solemne, presidida por Mgr. Affre, en la cual le tocó a él el discurso de orden.
El discurso fue sobre Los deberes literarios del cristiano. Empezó Ozanam por declarar que la ortodoxia es el fundamento, la luz y la seguridad de las Letras. Luego, al referirse a la controversia y a la defensa de la verdad, aceptó como único buen espíritu aquél que se inspira en los preceptos del Evangelio. Señaló como única senda a seguir, la que lleva las huellas de los Apóstoles y de los apologistas de la fe. Manifestó con firmeza que la defensa de la verdad ha de tener necesariamente su fundamento en el doble amor de la verdad y de la caridad, de la misericordia y de la paz.
Inspirándose luego en un pensamiento de Pascal, declara que la religión debe introducirse en el espíritu por medio de la razón y en el corazón por medio de la gracia. Manifiesta, en seguida, detenidamente, la urgente necesidad que existe de tener, ante todo, compasión por los incrédulos, ya que de por sí son muy desgraciados, y la también urgente necesidad de no injuriarlos nunca, porque de la injuria no habrá de sacarse ningún provecho y más bien sí un gran perjuicio.
Examina después el caso de los que niegan y el caso de los que dudan:
«No hay que creer, dijo, irremisiblemente perdidos a los que niegan. No debemos nunca mortificarlos, ya que lo que urge es convencerlos. Es preciso un gran cuidado en no herirles el amor propio con la injuria, no sea que entonces prefieran ellos condenarse antes de retractarse. Más aún, sea cual fuere la deslealtad o la brutalidad empleada por ellos al atacarnos, démosles nosotros el ejemplo de una polémica que, aunque llegue a ser recia, sea siempre generosa.»
En seguida, al referirse a los que dudan, dijo: «Muchos de ellos sienten el dolor por esa fe que no tienen. A ellos les debemos nuestra compasión, sin negarles por eso nuestra estima.» Terminó exhortando a todos aquellos que, habiendo avanzado más en el camino de la verdad, se sentían más seguros de la misma, para que tendiesen la mano a aquellos hermanos que se habían quedado por detrás.
Pero no hay que creer que Ozanam, entregado a la ciencia y a sus discípulos, se olvidaba por eso de sus pobres, de la caridad y de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Sabemos por su hermano que todos los días, al salir de Notre Dame, antes de entrar a su casa, se dirigía el piadoso comulgante a la casa de sus pobres de la Conferencia, devolviendo así a Nuestro Señor, en sus miembros doloridos, la visita que Él le había hecho en la Sagrada Eucaristía, manera fervorosa con que siempre terminaba su, acción de gracias.
7.— Las Conferencias de París
A los tres meses de su regreso a París, el 28 de febrero de 1842, tuvo Ozanam el consuelo de asistir a una de las cuatro Asambleas plenarias anuales de la Sociedad. Ese día el vasto anfiteatro contenía tantos jóvenes cuantos podía –¡seiscientos!—, reunidos para tratar juntos sobre el poco bien que ya habían efectuado y del mucho bien que restaba por cumplir.
En la sesión, se expuso el estado general de la Obra: 2.000 socios entre París y las provincias. 1.500 familias socorridas. Una casa paternal, un patronato de aprendices. Y los beneficios sin número de una misericordia espiritual menos aparente, pero aún más eficaz que la otra.
«Sin, embargo —agrega Ozanam—, el cronista no expuso suficientemente la maravilla de aquella comunidad de creencias y de obras que prepara, para un porvenir cercano, una generación nueva, la que, en la ciencia, en la industria, en la administración, en la Universidad, en la Magistratura y en el Tribunal, llevará siempre la determinación unánime de moralizar el país y de ser ella misma cada día mejor, para contribuir así a la felicidad de todos.»
Tres meses después, el primer domingo de mayo, en la iglesia de San Vicente de Paúl, rue de Sévres, comulgaba Ozanam ante la reliquia del glorioso apóstol de la caridad, acompañado de las delegaciones de las 25 Conferencias de París.
Aquella misma noche, en el anfiteatro donde se efectuaban las reuniones, habló Ozanam sobre la gran inundación acaecida en esos días en el Ródano y expuso cómo, habiéndose puesto de acuerdo el Prefecto de aquel lugar con el Arzobispo para encargar a las Conferencias la distribución de los socorros en la región azotada con más rigor por las aguas, habían distribuido las Conferencias de Lyon 600.000 francos entre las víctimas del siniestro. El Patriarca de Antioquía, presente en la reunión, levantaba los brazos, entusiasmado, al oír todo lo que aquella juventud caritativa había realizado para aliviar a sus hermanos en desgracia.
La palabra emocionada de Ozanam no escondía su satisfacción, al revelar a la asamblea la marcha ascendente de la Sociedad. Pero, al mismo tiempo, dejó también oír algunas graves recomendaciones. En efecto, si presentó sin velos los progresos de la Obra, señaló también sin ambages el obstáculo que podría detener su progreso:
8.— Idea pertinaz de Ozanam sobre el espíritu de humildad que ha de reinar en las Conferencias
«Una sola cosa, señores, podría detenernos y perdernos. Y sería la alteración de nuestro espíritu primitivo. Sería el farisaísmo que sabe tocar la trompeta ante su paso. Sería la exclusiva estimación propia que desconoce la virtud y el mérito ajeno. Sería un aumento de exigencias y de prácticas que producirían la fatiga y la relajación de los socios. Sería una filantropía copiosa en palabras y más ocupada en hablar que en obrar. Y sería una burocracia que, al multiplicar las ruedas, dificultase nuestra marcha. Pero sería, sobre todo, el olvido de la humilde sencillez que presidió nuestras primeras reuniones, sencillez que tal vez fue la que nos obtuvo la gracia del desarrollo, ya que Dios se complace en bendecir todo aquello que es pequeño e imperceptible: El árbol en su semilla, el hombre en su cuna y la buenas obras en la timidez de sus primeros pasos.»
En estas palabras, se destaca una vez más la idea pertinaz de Ozanam acerca del espíritu de humildad que debe reinar en los socios de las Conferencias. Humildad que, según su criterio, viene a constituir una condición ineludible para todos los que quieran formar parte de esta Sociedad. Humildad que engendra la generosidad y el desinterés totalmente necesarios, ya que los socios de las Conferencias de San Vicente de Paúl no podrán nunca actuar impulsados por ningún interés, ni personal ni político. En efecto, siendo esta obra esencialmente espiritual, está completamente vedado a sus socios toda mira personal y exigiéndoseles el completo olvido de sí mismos, deberán los socios actuar en ella impulsados únicamente por una heroica sumisión al mandato divino.