Capítulo XIV: La Sorbona, la Germania, el profesor
Todos lo admiran, todos lo honran y lo aclaman.
Dante (Inf., cap. 4, 133)
Después de seis años de ausencia casi completa, vuelve Ozanam a instalarse en París, y vuelve revestido con el alto cargo de profesor de la Sorbona. Sus amigos lo acogieron como una nueva fuerza que venía a sumarse a la gran causa. Allí están todos combatiendo y pretendiendo, bajo diversas formas, encauzar los destinos del siglo.
1.— Despertar católico
Al alistarse de nuevo en la lucha, observa Ozanam que el partido católico, como decían entonces, no ha cesado de ganar terreno. La Prensa cuenta con nuevos colaboradores, entre los cuales se destaca Veuillot.
¡Veuillot!, pérdida importante sufrida por el enemigo, al sumarse semejante pluma a la buena causa. Y ¿no se ha oído ya a Buloz pedir para su Revue des Deux Mondes colaboradores reclutados entre los que él llama ala gente honrada»? La cátedra sagrada se ve ocupada por brillantes oradores, como Ravignan y Desgenettes, quienes aumentan sin cesar el número de convertidos.
Sí. Bien puede decirse que todos estaban armados para el combate. Existía un movimiento empeñado en imponer el bien y vencer el mal. Como prueba de esa lucha, se podía señalar el «Correspondant», el «Avenir» y el «Univers», y las Conferencias de Nuestra Señora y tantas y tantas Obras, entre las cuales podía contarse hasta la pequeña Sociedad de San Vicente de Paúl, cuya labor, aunque oscura —decía Ozanam— ha servido de guía a mayores cosas y a mayores hombres.
2.— La Conferencia de París
Esta Sociedad de San Vicente, con su presidente a la cabeza, acogió a Ozanam con la mayor efusión, designándole inmediatamente un puesto en el Consejo General de la Obra. Cuando Lallier se ausentó de París, Louis de Baudicour lo reemplazó en el cargo de secretario general. Además, desde el año 1840, se había establecido una definida separación entre el Consejo particular que regía las Conferencias de la ciudad de París, y el Consejo general, encargado de los intereses generales de la Sociedad. Ya para esta fecha, 1842-1843, florecen ochenta y dos Conferencias, repartidas en 48 ciudades y 38 diócesis diferentes, las cuales trabajan con fruto, bajo la bendición de la Santa Sede y la protección de los obispos.
Espectáculo admirable el que ofrecía semejante Obra de caridad, con los innumerables actos de abnegación que para su fin requiere, en medio de una sociedad atormentada durante más de ciento cincuenta años por las doctrinas más perversas y sacudida por tantos y tan dolorosos escándalos. Viene esto a demostrar, una vez más, que la religión no pierde nunca su eficacia, conserva siempre su dignidad y merece todo respeto.
3.— La Sorbona
La Sorbona también abría sus brazos al nuevo profesor. El joven maestro debía comenzar su enseñanza desarrollando dos temas diferentes de Literatura extranjera. La una, italiana, debía referirse especialmente al Purgatorio de Dante. La otra, alemana, se concretaría al origen de las Letras en Germania, debiendo combinarse todo esto con el plan general de Ozanam sobre el origen de la civilización cristiana en las naciones europeas. El se proponía hacer resaltar la divinidad del catolicismo por la grandeza de su obra civilizadora en aquella tierra bárbara. Y sería éste el primer ábside de la vasta catedral cuya construcción, formada por partes diferentes y armónicas entre ellas, debía subir cada año un poco más arriba.
4.— Primera clase de Ozanam en la Sorbona
El primer sábado de enero dio Ozanam principio a su curso. Ese día la Sorbona, Facultad de Letras, vio entrar por sus puertas y colocarse en la cátedra que había dejado vacante Fauriel, a un joven profesor, cuyo rostro pálido traicionaba largas y recientes noches de estudio. Palidez que se hizo más visible cuando, al levantar la vista, pudo el nuevo catedrático ver el anfiteatro totalmente ocupado, desde el primer asiento hasta la última grada, por un auditorio atento que esperaba su palabra. Felizmente, entre esa multitud pudo descubrir infinidad de rostros que le eran familiares y, entre éstos, mayor número de amigos que de jueces.
Con voz insegura pronunció Ozanam las siguientes palabras: «En el momento de aparecer por primera vez en una cátedra de la antigua Sorbona, en medio de tantas viejas glorias rejuvenecidas por recientes eruditos, ¿cómo no habrá de agregarse a mi agradecimiento una gran dosis de timidez?… Pero en el fondo de todos mis temores, encuentro muchas esperanzas. Las encuentro hasta en esta mi edad que me asusta, pero que al mismo tiempo me iguala a la mayoría de mi auditorio. Tal vez encuentro también cierto lícito placer en subir a esta cátedra acompañado por los recuerdos y por las amistades que en días pasados conquisté sobre esos bancos.»
La amistad le contestó con un aplauso estruendoso que lo reanimó por un instante. Pero no por eso resultó menos laboriosa y menos dura la primera media hora de su clase. Paralizaba sus facultades el convencimiento de la importancia que habría de tener para su porvenir esta prueba decisiva. Por más que lo aplaudían, no lograban reanimarlo. El mismo se irritaba al sentir su palabra incolora, incorrecta. No obedecía a su pensamiento. Ese no era Ozanam. Sin embargo, llegó el momento en el que, logrando escapar del zarzal espinoso y confuso de la erudición, conquistó el orador el dominio de sí mismo y la libertad de su palabra. Confortado al mismo tiempo por la simpática emoción que manifestaba su auditorio, pudo llevar a buen fin aquella lección tan frecuentemente interrumpida por el aplauso. Al terminar, se encontró entre los brazos de sus amigos, colegas unos, cofrades otros, los cuales a una voz le aseguraban que había triunfado, a pesar de todo. A ellos, a sus amigos, atribuyó Ozanam ese triunfo final.
5.— Éxitos del profesor
Sin embargo, los triunfos se sucedieron unos tras otros. El público continuó siéndole fiel. El anfiteatro estuvo siempre lleno, aun en los ingratos días del carnaval, durante los cuales los estudiantes no quieren estudiar.
Le Clerc, Mignet, Cousin y otros, lo felicitaban entusiasmados. El Ministro también lo felicitó repetidas veces. No había pasado mucho tiempo cuando una delegación de la Escuela Normal empezó a acudir a sus cursos. El «Nouveau Correspondant» pidió autorización para tomar taquigráficamente sus lecciones. El «Univers» le colmó de elogios. Por último, la «Gazette de Augsbourg» reprodujo sus lecciones sobre Germania. El público, por su parte, seguía obstinado en su interés por aquella palabra que lo dejaba fascinado.
Cosa nueva fue ésta en la Sorbona: un profesor joven y cristiano debuta como maestro y como maestro que se escucha. Los católicos aplauden. Los escépticos, interesados por aquella elocuencia nueva, le prestan su atención.
«Atenas lo escucha —escribirá el P. Lacordaire—, como hubiera escuchado a Gregorio o a Basilio, si éstos, en vez de regresar a los desiertos de sus patrias, hubiesen descubierto ante el Areópago donde predicó San Pablo, el tesoro de elocuencia y de saber que debía conceder la inmortalidad a sus nombres.»
El señor Soulacroix seguía con entusiasmo el hilo de esos triunfos. El estudio de Germania le interesaba de modo especial. No disimulaba su deseo de ver salir de allí un libro de erudición y de vulgarización a la vez, que cubriera de honor el nombre de su autor y que, al mismo tiempo, le proporcionara títulos académicos muy útiles para futuras promociones.
6.— Ideales de Ozanam
Los ideales de Ozanam eran otros. Otros los ideales que lo impulsaban a escribir y a abrazarse al deber sagrado de la enseñanza. El interés religioso era, para él, el motivo primordial. Más ahora, justamente en esos momentos, era ese terreno de los orígenes germanos el campo de contacto donde libraban candentes batallas de ideas el espíritu católico y el espíritu filosófico.
7.— Teutonismo y Cristianismo
En efecto, ante el catolicismo se erguía entonces en Alemania una escuela retrógrada que, deseosa de deber únicamente a la antigua Germanía pagana y bárbara su genio y su carácter étnico, acusaba al cristianismo de haberla desviado de su genuina fuente, deteniendo así el curso de sus grandes destinos. Al oírla, diríase que todo fue puro, gigantesco, heroico y sobrehumano en aquella edad desconocida en la que la nación orgullosa, virgen como sus bosques, no se había contaminado aún con los vicios de la civilización latina, ni enervado por un nuevo culto y una nueva fe.
8.— El historiador
Era, justamente, la Historia al revés. Preciso era enderezarla. Preciso era restituirle a la tan alabada barbarie de los antepasados su verdadera fisonomía, con su brutal realidad: la corrupción de sus costumbres, la dureza de sus leyes, la ferocidad de sus guerras, la crueldad y la infamia de su culto y de sus dioses.
Preciso era también vengar la ingratitud con que el espíritu tudesco calumniaba a ese Cristianismo libertador, que convirtió aquellas tinieblas en luz y trocó aquel caos en orden, durante largos siglos de civilización y de honor.
Para Ozanam, el interés primordial de ese tema consistía en dejar comprobado que Alemania era deudora por su genio y por su civilización entera, a la educación cristiana que le fue dado recibir, que su grandeza creció paralela con su unión al Cristianismo, y que para ella, lo mismo que para todos, no hubo ni habrá grandes destinos más que en el seno de la unidad romana, depositaria de todas las tradiciones temporales de la Humanidad y de todos los designios eternos de la Providencia.
Todo esto parecía entonces sencillo, natural y hasta trivial, visto desde más acá del Rin. Pero del otro lado, el orgullo nacional se complacía en la quimera de una civilización autóctona, cuya decadencia causó el Cristianis- mo, de una literatura que, sin el contacto latino, se hubiera desarrollado con un esplendor nunca visto. Y, en fin, de un porvenir que aún podría resultar magnifico, siempre que la raza degenerada cobrase nuevo vigor en un teutonismo puro y absoluto. No se buscaba ya el tipo germano en Carlomagno. Se encontraba en Arminius.
Sabía muy bien Ozanam que tenía en contra suya todas las escuelas filosóficas, históricas y literarias de Alemania, desde Hegel hasta Goethe, y desde Goethe hasta Strauss. Sabía que tendría que sostener serias disputas con el orientalista Lassen y con el historiador Gervinus, enemigos irreconciliables de la mansedumbre cristiana que, según ellos, anuló la energía de sus grandes bárbaros. Ozanam les demostrará que serían todavía bárbaros si, por medio de la fe cristiana, no hubiesen entrado en posesión del patrimonio religioso, científico y político de los pueblos modernos. Les demostrará también que, al repudiar tan sublime patrimonio, tan sólo lograrán regresar a su atávica barbarie.
Considerada así, la Historia literaria era un drama cuya acción se desarrollaba entre alternativas de vida o muerte para las sociedades. Sin embargo, este estudio es solamente un preludio. Ozanam reservaba todas sus energías para el libro que más tarde reproduciría todas estas lecciones. Pero fortificadas, desarrolladas, ceñidas con todas sus armas, libro cuyo título será: «Los germanos antes del Cristianismo».
Luego, más tarde, ese primer cuadro habrá de tener su compañero en otro que demostrará la acción civilizadora del Evangelio, en la primera de esas tribus germanas que se sometió a su ley. Este libro será: «El Cristianismo entre los francos». Del contraste de ese doble espectáculo, habrá de resultar la demostración total y experimentada del progreso de las sociedades, gracias a la civilización cristiana, y sólo por ella.
¡Pero esos francos de ayer, son los franceses de hoy!… Y con orgullo reclama Ozanam para ellos el puesto que les corresponde, como primogénitos de la Iglesia. Encarece a sus compatriotas el deber en que están de conservar ese título, sobre todo en esos momentos, cuando es tesis favorita de la escuela teutónica el negar en absoluto todo lo que debe Alemania a la civilización latina, y especialmente, a la civilización cristiana.
Pero el profesor y el publicista no habrán de quedar satisfechos con esto. Estos dos cuadros que Ozanam llama su Germania, de la cual una es pagana y la otra cristiana, serán seguidos por un tercer ejemplar, en el cual se propone presentar y desarrollar la grandiosa concepción y la institución política de Carlomagno. Este estudio vendría a tener por cuadro seis siglos de la vida cristiana. Su título sería: «El sacro Imperio romano».
Veamos las impresiones que embargaban el ánimo de nuestro escritor, confiadas a su hermano Carlos, en carta del 23 de junio de 1843: «Estoy a punto de terminar la Historia literaria de Italia, desde la Era cristiana hasta Carlomagno. Este trabajo ha sido, tanto para mí como para mi auditorio, un estudio profundo y vivo del Papado, reconociendo lo que realizó en aquella época de transición entre la antigüedad y los tiempos modernos. He sentido, querido Carlos, cuánto se gana al ver el Cristianismo de cerca. No ignoraba sus beneficios, pero los he encontrado mayores de lo que nunca soñé. Más que nunca, comprendo ahora cuánto amor debemos a la Iglesia, que ha realizado tantos esfuerzos para conservarnos, para prepararnos y para procurarnos todo lo que poseemos de ciencia, de inteligencia, de libertad y de civilización.»
Pero, este trabajo consagrado a la honra del Papado y de la Iglesia, ¿tendrá el poder de granjearle las simpatías de la escuela de la Historia y de los poderes públicos de la época? Creerlo así hubiera sido desconocer el espíritu que reinaba entonces. Ozanam no se hacía ilusiones. Por el contrario, se daba plena cuenta del recrudecimiento de mala voluntad que existía contra los espíritus conservadores. Pero él era de los que no saben odiar, pero saben combatir. Y, por lo tanto, ante la hostilidad que amenaza, se armará con su fe irreductible de cristiano católico y no disimulará nada de esa fe. Y no sacrificará nada de lo que le imponga su digna condición de historiador.
La fuerza de sus convicciones supera en mucho la mala voluntad de sus adversarios. Sabe muy bien que nada ganaría disimulando esas convicciones. Antes al contrario, sabe que con ello perdería la confianza de sus superiores que bien conocido lo tienen y que perdería también la de aquella juventud que lo amaba. El sabía que es siempre oportuno y eficaz conservar la dignidad y la independencia. «Sin duda, decía él, no es necesario multiplicar las profesiones de fe. Pero, ¿quién tendría el valor de abordar los puntos más misteriosos de la Historia, de remontarse al origen de los pueblos y presenciar el espectáculo de sus religiones, sin tomar un partido definido sobre las cuestiones eternas que allí palpitan?».
9.— Derechos y deberes del escritor
Juzgaba Ozanam que el historiador católico tiene el derecho de hablar, según sus propias convicciones religiosas. A su vez encontraba que existen dos puntos que con derecho se le pueden exigir al escritor: Primero, que su convicción sea libre e inteligente, y el Cristianismo no acepta lo contrario. Segundo, que el deseo de justificar una, creencia no arrastre al escritor hasta desnaturalizar los hechos, con el fin de arrebatarles pruebas. Pero, bien se sabe que semejante conducta no podrá ser jamás la de un escritor verdaderamente cristiano. Plenamente seguros sobre estas cuestiones supremas de Dios, del alma y de la eternidad, cuestiones que son motivo de tanta confusión para tantas inteligencias, los escritores cristianos deben penetrar en la ciencia con libertad y con respeto. Ellos saben que no les está permitido disimular ninguna verdad, por pequeña, por profana y aun por obstructiva que parezca. Deber de conciencia será para ellos no disimular ninguna mancha, para tener el derecho de no velar ninguna gloria. Si sus indagaciones los llevan a la justificación de un dogma revelado, ellos lo observarán y se alegrarán por ello, por amor a la verdad. Y si no les está concedido quitar los obstáculos y llevar a la ciencia hasta el punto donde se encuentra con la fe, no se perturbarán por eso, convencidos como están, de que vendrán otros que llegarán hasta allí. No se impacientarán, porque están seguros de que, si el camino es largo, en el fin de ese camino encuentran a Dios.
Mientras preparaba la gran obra, publicaba Ozanam trozos de ella en el «Correspondant», lo que lograba tan sólo a consta de grandes esfuerzos, ya que siempre tuvo empeño en que sus escritos resultasen con la mayor perfección posible, tanto en la forma como en el fondo. Para lograr esto, se consagraba con tenacidad al trabajo, negándose todo recreo y aun todo descanso. Pero él solía decir que encontraba su recompensa en la dicha que le proporciona la victoria conquistada por medio del esfuerzo, en la alegría experimentada ante la verdad descubierta o ante la belleza reproducida. Felicidad desinteresada que siente el espíritu ante la proximidad de la luz que lo visita. Luz que desciende de lo alto y embarga el ánimo con el presentimiento de la divinidad.
Por eso, nunca dejó Ozanam de invocar la ayuda de Dios, ya antes de acudir a la Sorbona, ya antes de entregarse al estudio. Cuentan sus amigos que siempre lo vieron, antes de dirigirse a la Universidad, implorar de rodillas el auxilio del Espíritu Santo, para que no dejase escapar de sus labios ninguna palabra que fuese contraria a la verdad.
10.— La clase de la Sorbona
Sus contemporáneos nos lo presentan atravesando a grandes pasos los jardines del Luxemburgo, originariamente entregado a la lectura, pero sin que esa aplicación le impidiese ver y devolver las innumerables muestras de simpatía que iba recibiendo a su paso. Cuando llegaba a la Sorbona, aparecía en su cátedra pálido, deshecho, nervioso, paseando su mirada sobre el auditorio con expresión benévola e inquisitiva. Declaran Caro y. Sarcey, sus asiduos oyentes, que su voz era ronca, opaca, poco flexible, y que sus gestos carecían de gracia y de elegancia. Detalles sin importancia ante la figura de aquel hombre que, como decía el P. Lacordaire, «necesitaba verter toda su alma en el auditorio y exponer sus ideas con todo el calor y la fuerza que se pone al servicio de la verdad». Y por eso, las almas se entregaban a esta alma que se abría para recibirlas.
De él dice Ampère: «Los que no oyeron al profesor Ozanam, no conocieron lo más personal de su talento. Preparación laboriosa, consulta pertinaz de los textos, ciencia acumulada con grandes esfuerzos. Y luego, improvisación brillante, palabra que arrastra y convence. Tal fue su enseñanza. Preparaba sus lecciones como un benedictino y las pronunciaba como un orador: Trabajo doble que terminó con aquella ardiente constitución.»
Ahí estaba el peligro… Soulacroix le expresó repetidas veces su angustia por el exceso de fatiga que imponía a su naturaleza. Por otro lado, Victor Le Clerc, el decano de la Sorbona, le decía: «Tenga cuidado, Ozanam. Domine esos arranques que deleitan a su auditorio pero que acaban con Vd. Conserve mayor calma en el discurso. Esa palabra viva, emocionada, apasionada que lo domina y nos domina, es motivo de inquietud para sus amigos. Piense en el futuro. No queremos que se pierda nada de ese futuro que es suyo, sin duda, pero que también es nuestro.»
11.— Cortejo de discípulos
El trabajo del profesor no cesaba, al terminar la clase. Empezaba entonces otra labor, cuya simpatía no restaba nada al cansancio que producía. Aquella misma juventud que acababa de estar pendiente de los labios de Ozanam, lo aguardaba a la puerta del aula para seguir sus pasos. Lo acompañaba al salir de la sala, convertida en séquito de honor, íntimo, familiar… Eran sus discípulos y luchaban por abrirse paso y acercarse a él para recoger de sus labios la palabra personal, particular, la que no se olvida…; y así, lo acompañaban hasta su casa, atravesando las avenidas del jardín de Luxemburgo, gozando su última conversación. Pero, con esto, se prolongaba la lección durante cinco cuartos de hora más.
Otros discípulos, tal vez en mayor número, salían silenciosos de la Sorbona, meditando sobre lo que acababan de oír. Acababan de oír la verdad. Y esa verdad disipaba sus dudas y en los brazos de esa verdad se entregaban.
12.— La admiración por el maestro
Un día encontró Ozanam en la portería de la Sorbona un billete dirigido a él, que decía así: «Señor profesor, acabo de oír su lección. Se me hace imposible dejar de creer en lo que Vd. expresa con poder tan convincente y con tanto fervor. Si puede Vd. experimentar con ello alguna satisfacción, ¿qué digo?, alguna felicidad, sépalo: antes de oír a Vd. yo no creía en nada. Lo que no habían logrado innumerables sermones, lo consiguió Vd. en un día: Vd. me ha hecho cristiano. Por ello, reciba la expresión de mi dicha y de mi agradecimiento». Este billete le proporcionó una de las horas más felices de su vida, según testimonio de su hermano, a quien él se lo manifestó.
Ese acento de convicción que tenía, a veces, el poder de engendrar creyentes, impresionaba siempre, aun a los más irrespetuosos y escépticos.
«Tiene el fuego sagrado —escribía Sarcey—. Es tal la convicción interior que posee este hombre que, sin arte aparente, convence a muchos y a todos conmueve. Posee una imaginación tierna y soñadora y encuentra expresiones admirables, llenas de sentimiento y poesía. Al oírlo acuden, a pesar nuestro, las lágrimas a los ojos». Y Sarcey lo compara y lo opone a Jules Simon, a quien juzga orador hasta la punta de los dedos, pero a quien «le falta, dice él, esa convicción interior, sin la cual es tan sólo un comediante». La convicción interior de Ozanam se llamaba fe.
Aquel curso de catolicismo, por medio de la Historia, fue algo nunca visto en la Sorbona. Curso profesado oficialmente, podemos decir, y acogido con beneplácito de una cátedra laica del Estado. No podemos negar que, en esos momentos, brillaba la enseñanza superior con resplandor incomparable, gracias al triunvirato formado por los señores Guizot, Cousin y Villemain. Pero si no podemos negar que el éxito obtenido por esos maestros se debía en alto grado a la elocuencia desplegada por ellos en sus clases, ¿no correspondería una parte no pequeña de semejante éxito a la política del momento que ellos, con el poder de su palabra, aprovechaban para halagar las pasiones e inflamar los ardores?…
El joven profesor, al contrario, se presentaba como defensor de las doctrinas austeras. Avanzaba en contra de la prevención popular, luchando por una victoria que lograría tan sólo por medio de la verdad, verdad fecundada por la fuerza de una convicción tal que podía sólo compararse con su tierna abnegación hacia sus discípulos, para los cuales representaba él la escuela de la verdad y de la caridad conjuntamente.