Capítulo VII: Alma de apóstol
Me esfuerzo por cosas mayores. Cicerón (Tuse. Lib. 1, c. VIII, 16)
1.— Carta de León Curnier
Inmensa fue la alegría de Ozanam al recibir una carta de su amigo León Curnier, fechada el 18 de octubre de 1834, en la que le comunica que, movido por su ejemplo, acaba de fundar una Conferencia de Caridad en Nimes, donde residía. La carta dice así: «Al despedirme de Vd. le ofrecí con toda sinceridad que donde quiera que estuviese, me ocuparía de los pobres. Oyendo tantas veces su deseo de ver toda Francia envuelta en una red de caridad, sentí mi corazón contagiado con su mismo mal y una chispa de su celo ardiente consumió mi frialdad. Comuniqué mi proyecto a un venerable sacerdote quien, al saber lo dicho y hecho por Vd., derramó lágrimas de confianza ante el porvenir de Francia, que juzgó salvada con semejante generación.»
Ozanam respondió sin tardar: «Su carta me ha colmado de alegría. La comuniqué inmediatamente a algunos de mis amigos que forman parte de nuestra pequeña Sociedad. Luego escribí participando su contenido a todos los miembros presentes en París. Pero, ante todo, permítame felicitarlo por el bien que Vd. hace, por el bien que Vd. hará. Dios y los pobres lo bendecirán. Nosotros, a quienes Vd. ha superado, nos sentimos orgullosos y felices de contar con semejante hermano. Un anhelo de nuestro corazón se ve satisfe- cho: Vd. es el primer eco que responde a nuestra débil voz. Tal vez pronto se dejen escuchar otras voces. Entonces, el mayor mérito de nuestra pequeña Sociedad será el haber lanzado la idea para que otros la sigan. Sólo es necesario un hilo para tejer una tela…»
En la primera reunión que tuvo lugar después de recibir la carta de Curnier, hace Ozanam participación oficial de ella a todos los miembros de la Sociedad. La impresión que les causó su contenido queda muy bien tradu- cida por la expresión que dejó escapar uno de ellos: «Ciertamente que recuerda la caridad de los primeros siglos».
¡La caridad de los primeros siglos! Bien estudiada tiene Ozanam esa historia de los primeros cristianos. Paso a paso, conoce nuestro joven estudiante, ese gran hijo de la Iglesia, los fundamentos que han producido y sostenido estos veinte siglos de existencia. Sabe y recuerda que los Apóstoles se extendieron por el mundo para llevar a todas partes la Buena Nueva. Y eso es lo que él anhela a su vez para su Obra, que no cabe ya en Jerusalén de la plaza de la Vieille Estrapade…
2.— Necesidad de fraccionar las Conferencias
Por eso, en la respuesta a su amigo de Nimes, le advierte Ozanam que, en vista del aumento de los socios, que ya llegan a cien, tendrá la Conferen- cia que sufrir algunos cambios inevitables. Esta circunstancia de su mismo progreso los ponía en la imperiosa necesidad de dividirse en varias sesiones, las cuales habrían de tener periódicamente su asamblea general.
Y ciertamente que era ésta una necesidad imperiosa. El local les resultaba insuficiente. Las reuniones resultaban muy confusas y en las sesiones no podían tomar cuenta de tantas visitas hechas a los pobres. No bastaban tampoco para enterarse debidamente de las necesidades de los mismos.
¿No había sonado ya la hora de abandonar el cenáculo e ir por todas las naciones llevando el amor de Cristo y el consuelo de Cristo a los predilectos de ese Divino Corazón?… De momento, imponen las circunstancias la creación de una segunda Conferencia, seguida tal vez de muchas otras. Pero, por otro lado, era éste un punto que no era fácil de abordar. ¿Dividirse?
¿No equivaldría a disgregarse, a desunirse?… Ozanam sabía que no. Él sabía que dividirse equivaldría a crecer. Además, ese cenáculo de amor, reducido ya para los socios actuales, se veía asaltado por una juventud ardiente que imploraba su derecho a formar parte de sus filas y a tomar parte en sus obras. No siendo posible abrirles esa puerta, preciso era crear nuevos Centros.
El 16 de diciembre de 1834, presentó Ozanam su proposición. Consistía en dividir la Conferencia en tres secciones diferentes, pero unidas entre sí.
3.— Protesta entre los socios
Esta proposición levantó una violenta tempestad, que parecía imposible de calmar. Tan sólo dos miembros apoyaron a Ozanam: Lallier y Arthaud. Los demás la combatían con fiereza juvenil. Cesaron al fin de combatirla Le Taillandier y Paul de la Perriare. Pero fue tan sólo para pedir que fuese aplazada… ¡Tan cara era para sus corazones esta unidad preciosa que había cimentado tan sinceras y dulces amistades!
Aquel día, resolvió el asunto M. Bailly, quien abandonando por esta vez el papel somnoliento que representaba siempre en las asambleas (aunque no perdía ni un detalle de ellas), resolvió aplazar la discusión y nombrar una Comisión para su estudio compuesta de seis miembros: tres por cada uno de los partidos. Este excelente presidente se había impuesto a sí mismo la más estricta neutralidad en todos los debates, pero en esta ocasión no pudo ocultar que la proposición no era de su agrado.
Y, ¿cómo ver sin desgarramiento que semejante unidad se rompiese?… La armonía de aquellas reuniones —armonía que no impedía la libre exposición del propio pensar— llenaba el corazón del anciano de gozo y admiración.
Sí. Nuestros jóvenes discutían con entera libertad. Pero en aquellas discusiones tan sólo se buscaba la verdad, el mayor bien de la Obra. Nunca el triunfo propio. Jamás la derrota ajena.
No olvidemos que era un grupo de jóvenes estudiantes, a quienes ya podríamos llamar intelectuales, y por consiguiente había siempre en sus debates el respeto que toda inteligencia cultivada tiene no tan sólo por la opinión ajena, sino también por quien la emite.
4.— Ozanam, ejemplo de humildad
A esto se agrega el modelo que supo imponerles Ozanam con su propia conducta. El, tan activo y tan eficaz en su acción, sabía siempre apagar sus hechos haciendo aparecer tan sólo el bien que se había logrado. No supieron nunca aquellos labios pronunciar el ridículo yo-yo. Iluminado por su preclara inteligencia y fortalecido por su genuina virtud, poseía Ozanam la humildad en tal grado, que ponerse en evidencia hubiera sido herida grave no ya para su misma modestia, sino, más bien, para su dignidad personal. Su humildad le había hecho comprender cuánto se rebaja el ser humano cuando desciende hasta la vanidad.
Podemos decir que la humildad de Ozanam purificaba el ambiente, levantaba los espíritus y unía los corazones. ¿Quién se hubiera atrevido a vanagloriarse de sus propias obras, cuando aquél que a todos dirigía y que aventajaba a todos en abnegación y eficacia, no pretendió nunca un elogio, ni abandonó nunca su natural sencillez?… No puede, por lo tanto, causar extrañeza la oposición que encontró la proposición de Ozanam. Sin embargo, éste seguía firme en su proposición, convencido como estaba que era preci so progresar. «Sí —decía él—, progresar, ya que en las obras humanas sólo el desarrollo es éxito y el estancamiento muerte.»
Siete días más tarde, en la sesión del 23 de diciembre, vino a apoyar la idea de Ozanam el más dulce, el más pacífico y el más reflexivo de todos los socios. Basta nombrar a Le Prevost de Previne, uno de los últimos en llegar, es cierto, pero el que gozaba de más prestigio entre todos, después de Ozanam.
«Yo formaba parte de la oposición —dice Claudius—. Pero cuando nuestro orador, Paul de la Perriére, desarrolló los argumentos con que pretendía apoyar nuestra causa y desbaratar lo dicho por Le Prevost, yo encontré que a su discurso le faltaba ardor para que pudiese convencer.»
La tempestuosa sesión del 23 de diciembre concluyó con un nuevo plazo para estudiar más el asunto. Los partidarios de la división encontraron un fuerte apoyo, el día 24, en la persona del Padre Combalor, quien después de la misa de Nochebuena, al compartir con los socios la cena de Navidad, puso muy insistentemente su cálida elocuencia al servicio de dicha división. Esta fue también la opinión y el ardiente deseo de la Hermana Rosalía. Así, el 30 de diciembre puso Arthaud de nuevo en consideración la proposición de Ozanam, la cual quedó aplazada, de manera definitiva, para el día siguiente:
5.— Noche del 31 de diciembre de 1834
Fue el 31 de diciembre el día del gran combate. Antes de la hora ordinaria, se apretujaban los socios, más numerosos que nunca, frente a la plaza de la Estrapade. Cálida en exceso fue la discusión. Paul de La Perriére tomó la ofensiva, más vivo y más enérgico que nunca. Le Taillandier no pudo contener sus lágrimas. La idea de la separación le destrozaba el corazón, ya que lo que temía, sobre todo, era la separación de los espíritus.
Ozanam tomó la palabra y desplegó ante todos las grandes perspectivas que se presentaban para realizar un bien mayor, un bien universal.
Allí estaban, la una ante la otra, las dos tesis del momento, sin que la sublimidad de la una hiciese menor la grandeza de la otra. Era la lucha entre los defensores de las alegrías y de los beneficios de la amistad cristiana, en pugna con los defensores de una ambición inconmensurable de caridad también cristiana.
Avanzaba la noche del 31 de diciembre. Seguía la lucha encarnizada. No lograban ponerse de acuerdo. El tiempo pasaba. Acababa de sonar la medianoche con sus doce golpes, que anunciaban, no sólo un nuevo día, sino también un nuevo año… Suplica M. Bailly a los jóvenes oradores que pongan fin a aquella discusión, animada ya en demasía y en demasía también prolongada. Pero, ¿cómo terminar?… Ozanam se pone de pie y, con paso resuelto, se dirige hacia La Perriére, su principal impugnador, y los dos se abrazan como dos hermanos y se desean feliz año. Todos aplauden tan hermoso gesto. Y no sólo lo aplauden, sino que también lo imitan. Así terminó aquella sesión que, si fue turbulenta, no por eso arrebató la paz de los corazones.
Se ensayó primero una especie de combinación entre dos aguas, cuya ineficacia se pudo ver muy pronto. Durante algún tiempo se celebraron conferencias parciales en salas separadas de la misma casa «des Bonnes Etudes». Poco después fue trasladada una de esas conferencias a la parroquia de San Sulpicio, bajo la presidencia de Cossin. Luego surgieron simultáneamente dos nuevos brotes, que fueron la Conferencia de Saint Philippe de Roule y la Conferencia de Notre Dame de Bonne Nouvelle. La primera surgió gracias al celo de Clave y de Saret, futuro obispo de Sura.
Temerosos siempre de que la unidad primitiva, tan apreciada por ellos, sufriese algún menoscabo con semejantes divisiones, tuvieron buen cuidado de agregar a los estatutos un artículo, en el cual se ordenaba la celebración de reuniones generales, en las cuales volviesen a encontrarse todos los miembros para que, fortaleciéndose mutuamente, les fuese posible conservar el verdadero espíritu de la Sociedad.
Presidía estas reuniones M. Bailly, papá Bailly, el guardián de las tradiciones. Las sesiones estaban animadas por el espíritu de Federico Ozanam, alma y vida de toda esta dispersión. Ozanam buscaba en lo alto su fuerza y su luz. Sabía que para atravesar el torrente de la vida no basta apoyarse en una débil caña. Necesitamos alas. Esas alas que llevan los ángeles y que son la fe y la caridad. Y sabía que, además de esas dos alas, es preciso ser valiente. Es preciso perseverar. Es preciso amar basta la muerte, combatir hasta el fin. Sabía que la victoria no habría de ser fácil, por quererlo Dios así, para que el mérito sea mayor. Pero sabía también que, dejándose guiar por la gracia de Dios, no tropezaría jamás en el fracaso y el fin habría de ser un triunfo, ya que jamás habría fracaso donde una vez hubo acción.