Capítulo IV: La Conferencia de historia. La obra de apostolado.
El tesoro, el tesoro es el hombre.
La sociedad «de Bonnes Etudes» seguía su curso y prosperaba. Ya vimos cuán fácilmente se consiguieron aquellas cien firmas para la petición al Arzobispo de París, y aun cuando no todas ellas formaban parte de la sociedad, al menos eran firmas de personas amigas, con cuya simpatía podían contar.
1.— La Conferencia de Historia
Después del fracaso sufrido con las conferencias del P. Lacordaire, dedicó Ozanam la mayor parte del tiempo a fomentar la conferencia de Historia, en la que él veía algo así como la continuación de aquel apostolado, tan tristemente interrumpido, y si en éstas no fue la apologética cristiana el tema de su desarrollo, siempre fue la defensa del Cristianismo el fin que con ella se buscaba.
La lid tenía abierta la puerta a todas las opiniones e incluso a todas las doctrinas, ya que siendo la conquista de los extraviados el objeto primordial perseguido por Ozanam y sus amigos, les parecía que serían más eficaces si aceptaban en su seno la discusión libre y plena del pensamiento, aunque tuviesen que contemporizar con todos sus matices y divergencias.
Las cuestiones religiosas eran el fin último de tales disertaciones y Ozanam honraba la causa del catolicismo por su profunda erudición y por la brillante superioridad de sus méritos, que todos aplaudían con tanta mayor voluntad cuanto que esos méritos se presentaban realzados por la más genuina modestia.
2.— Apostolado de Ozanam por medio de la palabra
Con frecuencia solían presentarse allí muchos jóvenes filósofos a pedir cuenta al catolicismo de sus doctrinas y de sus obras. «Y entonces — dice Ozanam en una de sus cartas— entonces uno de nosotros, aprovechando la inspiración del momento, le hace frente al adversario, desarrolla el pensamiento cristiano tan mal interpretado, descorre el velo de la Historia mostrando lo que la Humanidad le debe y, a veces, especulando con un momento de elocuencia, establece sobre bases sólidas la inmortal unión de la verdadera filosofía con la fe.»
«Ese uno de nosotros», era el mismo Ozanam, siempre dispuesto a responder cuando de Cristo se trata. Ozanam, para quien el silencio era imposible, cuando la Iglesia era atacada. Ozanam, que era también el que poseía un talento más completo y una elocuencia mayor. Tenía la respuesta fácil, aguda y pintoresca.
3.— Defensa admirable que hacia de la Iglesia
¡La Iglesia! Era la preocupación constante de nuestro estudiante: defenderla, su mayor gloria. Mostrar la Iglesia en la solidez divina de su constitución y en la fecundidad perpetua y universal de su acción, enseñando siempre la verdad, sembrando siempre el bien, haciendo resplandecer la belleza, a través de todas las edades. Reinando siempre, hoy como ayer, en los espíritus, en los corazones y en las costumbres. La Iglesia, amada por sus hijos, victoriosa sobre sus enemigos, gran conquistadora de los dos mundos. Así colocaba Ozanam ante sus adversarios a esta condenada a muerte. Condenada a muerte, tan segura de su inmortalidad. Así la colocaba ante todos aquéllos que tan ligera e insensatamente la han sentenciado durante tantos siglos.
«Hace siglos y siglos que nuestros oídos oyen el toque de su oración fúnebre, decía él en una de esas controversias. Desde el tiempo de los Apóstoles, hablan sus enemigos de su pretendida muerte. A los Apóstoles también los tildaron de agonizantes. Ellos nada contestaron. Es decir, su única respuesta fue conquistar el mundo.»
4.— Ozanam en la polémica y en el triunfo
Gracias a su profunda instrucción religiosa y, sobre todo, gracias a su ardiente celo apostólico, tenía Ozanam sobre sus adversarios una superioridad que todos podían comprobar, y esta superioridad le procuraba la victoria en todas las discusiones. Pero más que por esa superioridad y más que por esos triunfos, tenemos que admirar a Ozanam por su norma de conducta para con los vencidos. No negamos que, a veces, la polémica era dura. Pero, al obtener el triunfo, no se mostraba Ozanam gozoso, como capitán que ha ganado una batalla. No; él sabía encontrar el bello gesto que no dejase desairado al enemigo. Antes bien, lo levantaba celebrando sus generosas aspiraciones e indicándole que, en adelante, dirigiese esas aspiraciones hacia el único capaz de satisfacerlas, hacia Cristo, la Verdad plena. En esa época en que todo se arreglaba con la risa, él no reía de sus adversarios vencidos, más bien alababa a los unos por haber sacudido el manto de la indiferencia religiosa, a los otros por haber soñado, a su manera, con una redención de la Humanidad doliente y también por haber prestado un homenaje al Evangelio, aunque fuera tergiversándolo.
El encontraba que todos, aun sus adversarios, buscaban a Cristo, aunque inconscientemente. Y no olvidaba que los brazos de ese Cristo están abiertos para todos.
Ozanam quería imitar en todo a Cristo, a quien había consagrado su vida. Veamos cómo contesta a uno que, en el ardor de la polémica, se excedió en sus palabras y luego, arrepentido, le escribe presentándole sus excusas. Ozanam le dice así: «La imprudencia que Vd., tal vez, cometió, está más que reparada por la ingenuidad con que Vd. se excusa. Somos jóvenes, amigo mío, y por lo tanto estamos expuestos a estos errores. Pero también somos cristianos y, como tales, estamos obligados a perdonar y a olvidar, sobre todo cuando la falta fue impremeditada. El paso que Vd. acaba de dar, al dirigirse a mí, empeña mi gratitud y le asegura, además, mi estimación. Le ofrezco que, en las conferencias, no se hablará en absoluto de este asunto que lamento muy de veras y que, si por alguna circunstancia me viere obligado a mencionarlo, lo haré con tal delicadeza que su honra quede resguardada y no herida en lo más mínimo.» ¡Así sabía perdonar Ozanam!… ¡Un muchacho de veintiún años, que nos maravilla por su forma de pensar y de sentir! Dechado, no diremos ya de inteligencia, que es poco decir, sino también de corazón.
5.— Dificultades del apostolado de la palabra
Parecerá que esta vez las conferencias marchaban exitosamente. Pero no fue así. Esos jóvenes dotados de tantas cualidades, carecían de una: la experiencia. Al aceptar en sus aulas a los representantes y los partidarios de todas las opiniones y de todas las doctrinas, ¿sabrían ellos a dónde los llevaría esto? ¿No estarían engañados por su ardiente proselitismo?… Al ofrecer su tribuna al debate contradictorio de todas las objeciones, por más que estudiasen las verdades de la fe, ¿podría esa juventud católica jactarse de poseer la solución de todo problema y la explicación de toda duda? Es verdad que, por una carta de Ozanam, sabemos que de estas discusiones estaba terminantemente excluida toda materia que perteneciese al orden puramente teológico. Sabemos que únicamente se permitía en ellas la discusión sobre la Historia y la acción social del catolicismo. Pero, aunque así fuese, tenemos que convenir en que el ver reposar entre manos tan novicias y tan débilmente armadas, la santa causa de la religión, no deja de causar algún sobresalto, sobre todo a aquellos espíritus poco inclinados a sentirse indulgentes con la juventud.
6.— Dolor de Ozanam ante el poco fruto logrado
La conciencia de Ozanam, tan delicada y cuidadosa, advirtió el peligro, antes que los otros lo hubiesen sospechado siquiera. Luego sucedieron ciertos hechos ante cuya responsabilidad tembló. Fue el caso que alguna vez, en medio de alguna polémica surgida de improviso, se encontrasen los campeones del Cristianismo como sin recursos y llegasen a sentirse muy inferiores en su tarea. Alarmados con razón y deseando evitar en lo posible que semejantes hechos se repitiesen, tuvieron una reunión en la casa de Lamache, calle y hotel Corneille, con el fin de tomar sus medidas. Pero esas medidas no surtieron ningún efecto.
Por ese mismo tiempo sucedió que un orador, de bastante elocuencia, que debía llegar a ser más tarde notable redactor del «Nacional», lanzó, en una de las conferencias, una alabanza a Lord Byron, seguida de otra a Voltaire, las cuales fueron tan sólo dos largas blasfemias. Ozanam recogió el guante. Pero salió de allí profundamente triste. Triste, por el ultraje hecho a Dios y a su Iglesia. Triste, al pensar que justamente sirviesen para atacar a la Iglesia y para calumniar y desfigurar el catolicismo, esas reuniones, cuyo único fin era la exaltación de Dios y la propagación de su fe.
Pero no creamos que sacó, como fatal conclusión de este acontecimiento, el abandono de la defensa religiosa. No; antes, por el contrario, era su más firme voluntad no abandonar el campo de batalla. «Permanezcamos en la palestra», decía él a sus compañeros, pero al mismo tiempo les preguntaba:
«¿No sentís, como lo siento yo, la necesidad imperiosa de tener, además de esta conferencia militante, otra obra más pequeña, formada por aquellos amigos nuestros que sean más piadosos y valientes, que quieran juntar la acción a la palabra y puedan de esa manera afirmar la verdad de su fe por la eficacia de sus obras?»
Veamos cómo comenta Lamache esta conversación: «Después de medio siglo, tengo esa escena presente y patente en mi memoria. Veo también los ojos de Ozanam cubiertos de tristeza, pero, al mismo tiempo, llenos de ardor y de fuego. Escucho todavía aquella voz que delataba la profunda emoción de su alma. Al separarnos aquella tarde, cada miembro de la sociedad llevaba clavada en el corazón la saeta inflamada que Nuestro Señor Jesucristo había introducido allí, por medio de la palabra ardiente de nuestro joven compañero.» Sin embargo, Ozanam hablaba de una acción cristiana en general, pero no particularizaba cuál fuese esa acción.
7.— Frase de Le Taillandier
Todos estos sentimientos se vieron muy reforzados con una frase dicha en esos días por Le Taillandier, joven de Rouen, estudiante de segundo año de Derecho, miembro de la Conferencia, que poseía un gran sentido práctico y que, a pesar de su espíritu frío y silencioso, gozaba de gran aprecio entre sus compañeros. He aquí la frase que pronunció, con mucha tranquilidad, después de oír quejas de unos y otros: «Yo sí preferiría, en vez de esto que hacemos, otro estilo de reuniones. Reuniones que se efectuaran sólo entre jóvenes católicos. Reuniones en las que, en vez de tantas palabras bellas y tantas controversias, planeáramos la ejecución de una obra de provecho para la Humanidad.»
Fácil es comprender el efecto que tendrían estas palabras en el ánimo de Ozanam, ya que eran un eco de sus propios anhelos y el afianzamiento de sus propios ideales.
8.— Los sansinionianos
No sólo de los compañeros se recibían las advertencias. Se recibían también de los contrarios. Ozanam nos dice: «Cuando nosotros, los católicos, nos esforzamos en recordar a nuestros compañeros de estudios que no comparten nuestras creencias, los beneficios del Cristianismo, suelen contestamos con frecuencia: «Tal vez tenéis razón, si habláis del pasado. Sabemos que el Cristianismo hizo maravillas en otro tiempo, pero no hoy.
¿Qué hace hoy por la Humanidad?… Y vosotros mismos, que os jactáis de ser católicos, ¿qué hacéis vosotros que demuestre su vitalidad, su eficacia y pruebe la verdad de vuestra fe?» Ozanam confiesa que semejantes reproches lo herían en lo más vivo de su ser.
9.— Ozanam propone a sus amigos una obra de beneficencia
Pocos días después de lo referido, habiéndose reunido un número mayor de socios en la casa de un lionés, V. Serre, situada en la calle «Petite rue des Grés», avanza Ozanam un poco más en sus declaraciones, ya que, al mismo tiempo que insiste en la continuación de la conferencia de Historia, confiesa que esa misma conferencia es para él fuente y ocasión de innumerables disgustos. Luego, sin poder contenerse, les pone de manifiesto todos sus sentimientos más íntimos: «Después de un año de trabajos y combates, les dice, ¿qué podemos presentar como fruto de esta Conferencia por la cual mi familia me reprocha, no sin razón, el haber sacrificado muchas de las horas que debía haber consagrado a mis estudios de Derecho?
¿Tendremos, a lo menos, el consuelo de presentar a Jesucristo, como premio de nuestros sacrificios y desvelos, siquiera la conquista de una sola alma ganada para su causa?…»
Después de una pausa agregó, con gran humildad, pero con una determinación mayor aún: «Si nuestro esfuerzo fracasa, si no nos es dado recoger el fruto de nuestras obras, ¿no será que falta algo a la eficacia sobrenatural de nuestra palabra?… Sí —agregó con firmeza—. Para que nuestro apostolado sea eficaz, para que nuestro apostolado tenga la bendición de Dios, una cosa le falta: Le falta la obra de beneficencia. Le falta la bendición del pobre, que es la bendición de Dios.»
10.— «Vayamos al pobre»
El Padre Ozanam, que es entre otros biógrafos de Ozanam el que mejor detalla el origen de las Conferencias, agrega este epílogo a la anterior relación de Lamache: «En el umbral de la puerta, se encontraba Le Taillandier, no menos entusiasmado y resuelto que el mismo Ozanam. Ozanam se dirigió a él, seguro como estaba de las ideas de su amigo: «Pues bien, prácticamente, ¿qué haremos para que nuestra fe se traduzca en actos?»… Y los dos, con el mismo corazón cristiano, dijeron al unísono:
«Debemos hacer aquello que es lo más agradable a Dios. Hagamos lo que hizo Nuestro Señor Jesucristo cuando predicaba su Evangelio: Vayamos a los pobres.»
11.— Bailly
Con esto quedó cerrada la sesión. Y la reunión, como electrizada por la ardiente palabra de Ozanam, le dio plenos poderes para que inmediatamente pusiese a M. Bailly en conocimiento de aquellos caritativos proyectos y le rogase fuese su presidente.
No podían haber elegido mejor. Nadie más preparado para ser patrón de la caridad que este hombre en cuyo corazón de padre cabía todo dolor.
No queremos pasar en silencio lo que nos refiere el mismo Padre Ozanam, y es que Ozanam y Le Taillandier, sedientos de sacrificio, no esperaron al otro día para comenzar su obra, sino que esa misma noche llevaron a un pobre que conocían, lo poco de leña que a ellos les quedaba para los últimos meses del invierno. Leña simbólica, dirá más tarde Mons. Julien. Leña simbólica que iba a prender en el mundo una hoguera de caridad.
¡Hermoso principio de las Conferencias de San Vicente de Paúl! Ejemplo magno que todo socio debe meditar: la ayuda al pobre más necesitado. Ayuda sacada no del arca del potentado, a quien todo le sobra. Caridad ésta que todos desearíamos ejercitar. No es ni siquiera la ayuda restada de lo que se destina a lo superfluo. No. Es la ayuda extraída de nuestra propia necesidad, ayuda formada con el castigo de nuestra propia comodidad. Ayuda que es sacrificio. Sacrificio que es amor.
12.— Humildad con que Ozanam rehúye el título de fundador de las Conferencias de San Vicente de Paul
Cuatro años más tarde escribía Ozanam a Le Taillandier, el 21 de agosto de 1837: «¿No fundará usted una Conferencia en Mans? ¿No nos conseguirá Vd. esos hermanos, Vd. que fue uno de nuestros padres?… Usted que fue, lo recuerdo muy bien, el primer autor de nuestra Sociedad?»… Es verdad que en otra carta vemos al mismo Ozanam concediendo ese mismo título de primer fundador a M. Bailly, su primer presidente. Así, según su modesto pensar, ya unos, ya otros, habían sido los fundadores de la Sociedad. Todos menos él.
Y no fue en una sola carta en la que llamó Ozanam a M. Bailly fundador de la Obra, sino en varias. Y en la circular del 11 de junio de 1844 que, en su carácter de vicepresidente, tuvo que dirigir a los socios con motivo de la dimisión del venerable presidente general, no se abstuvo tampoco Ozanam de adjudicarle a M. Bailly el mismo título de fundador de las Conferencias. Recuerda Ozanam en esa circular los principios de la Obra, atribuyendo a M. Bailly todas las iniciativas y todos los méritos. Y termina manifestando al venerable anciano que, si le estaba permitido el cesar en sus funciones de presidente de la Sociedad, no podría por eso dejar de ser su fundador.
Vemos, pues, cómo la excesiva modestia de Ozanam no sólo borró todo rastro que de su oficio de fundador existiera, sino que tampoco se detuvo en atribuirle el mérito a otro. Hasta tal punto que, a la muerte de Ozanam, no se encontró una sola prueba que testificara el derecho que tenía para ser reconocido como el fundador de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Pero si Ozanam tuvo facultad para esto, no la tuvo para engañar a sus compañeros, testigos vivientes de todo lo acaecido. Y ellos, solemne y unánimemente, protestaron para restituir el honor de esa supremacía a quien por derecho y justicia pertenecía.
13.— Testimonio sobre ello dan sus amigos
Por eso, no habían pasado tres años después de la muerte de Ozanam, cuando se reunieron catorce miembros de la Conferencia primitiva con el propósito de dar un testimonio auténtico en el cual se reconociese a Ozanam, Ad perpetuam rei memoriam, el título de fundador. Y este testimonio lo dieron por escrito y fue firmado por todos.
Por esos mismos días, se propusieron dos de los más antiguos amigos lioneses de Ozanam, hacer una encuesta sobre la opinión que se tenía del papel desempeñado por Ozanam en las Conferencias de San Vicente de Paúl. Obtuvieron por este medio una declaración colectiva que salió publicada en la «Gazette de Lyon» del 25 de marzo de 1856. Hela aquí:
«No pudiendo aceptar ver tergiversados hechos que nos son plenamente conocidos, gracias a los propios recuerdos que de ellos guardamos y gracias también a lo que sabemos por la boca misma de los fundadores, testificamos lo que sigue:
«Si es cierto que la Sociedad de San Vicente de Paúl fue fundada por varios, también es cierto que Federico Ozanam tuvo parte preponderante y decisiva en esa fundación. Fue él quien, en unión de Le Taillandier, concibió la idea de una asociación cuyos miembros juntasen a su fe práctica las obras de caridad. Fue él, Ozanam, quien impulsó por su iniciativa a la mayoría de los miembros a ejercer ese acto de abnegación para con los pobres, no habiendo pertenecido ninguno de los otros anteriormente a ninguna sociedad de caridad. Firmado el 20 de marzo, por F. Alday, J. Arthaud, C. Bietrix, A. Bouchacourt, Chaurand, J. Freney, J. Janmot, A. Lacour, L. Lacuria, P. de La Perriere, E. Rieussec, miembros todos de la Primera Conferencia en París, en la parroquia de Saint-Etienne-du-Mont.»
A estas firmas se adhirieron, el 20 y el 21 de marzo, los señores Aime Bouvier, en Bourg y Henry Pessonneaux en París.
J. de Triviére dice así: «Tuve el honor de ser uno de los primeros siete u ocho que compusieron esa red de caridad. Fue el profesor Ozanam quien me procuró esta felicidad. Pertenecerá siempre a él el honor de esa fundación.»
Tenemos también una carta de Lamache, escrita al Padre Ozanam el 1 de julio de 1888, en la que se lee lo que sigue: «Declaro bajo mi palabra de honor, que fue Ozanam el primero que me habló de esa Obra y que fue Ozanam la vida y el alma de la Conferencia de caridad, que sin él nunca hubiera existido.»
Y un testigo más. Testigo de gran valor: el P. Lacordaire, quien dijo un día con gran solemnidad: «Ozanam fue el San Pedro de ese cenáculo.»
Así, pues, resultaron ineficaces los esfuerzos de Ozanam para que no recayese en su persona la gloria de esa fundación. Dios se complace en la humildad de su siervo, pero su Justicia proclama la verdad. Y tan proclamada está esta verdad, que cien años después de fundadas las Conferencias de San Vicente de Paúl, no duda nadie en reconocer a Ozanam el título de fundador, título con el cual lo han saludado hasta los Vicarios de Cristo. Y, si copiamos estos testimonios que la amistad quiso legarnos, es únicamente como un homenaje a la humildad de Ozanam, nunca como prueba de una verdad que nadie discute.
No queremos dejar de reproducir estas quejas de Paul de La Perrière:
«Nuestro querido Ozanam, con su humildad excesiva, ha podido falsear la historia de nuestro origen. Sin duda que Dios le habrá recompensado por su abnegación, pero seguramente que también le habrá dado su regaño por haber dicho y escrito a veces lo que no era verdad.»
14.— De cómo Ozanam se vence
Pero antes de terminar este capítulo, aclaremos un punto: ¿Sería insensible el corazón de Ozanam a las satisfacciones de la gloria y del renombre?… Pues no. Sabemos que aquel corazón de veinte años sentía los halagos de la fama que con insistencia lo tentaba y por propia confesión a su amigo Materne, nos consta que muy en contra de su querer se sentía a menudo perseguido por una avidez inmensa de figurar, con lo cual, decía él, echaba a perder todas sus obras. «A pesar de que sé, le dice, que esa gloria es vana, busco siempre sus halagos. Pero, amigo mío, filosóficamente y religiosamente hablando, existe tan sólo una ley para todos nuestros actos: la ley del amor a Dios y al prójimo. Esa ley ha de ser la nuestra. Y mirando con desprecio la gloria, por ser cosa vana, arderá nuestro corazón únicamente para Dios y para la Humanidad. Entonces seremos buenos católicos y seremos también felices.»
Y en otra ocasión, habiéndole hablado de nuevo el mismo Materne de la gloria, le contestó Ozanam: «No, amigo mío, no debemos hacer de la gloria un fin. Debemos más bien aceptarla como un aliento de nuestro espíritu. Si existiera, en realidad, una verdadera gloria, consistiría en el agradecimiento de la posteridad. Pero el hombre justo debe situar más arriba sus esperanzas. Su recompensa y su gloria debe esperarla únicamente de un Juez infalible e incorruptible.»