Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 11

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Autor: Monseñor Baunard · Traductor: Salvador Echavarría. · Año publicación original: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo XI: La barra

La abogacía.—Los abusos.—Severas prevenciones.—Muerte del padre.—Luto y labores.—La acción literaria.

1837

Desde antes de la apertura del tribunal real de Lyon, Ozanam había tenido buen cuidado de inscribirse en la lista de los aboga­dos: «Es un acto solemne —como él mismo lo escribe el 5 de no­viembre— y todo lo que es solemne es triste». Lo que le parecía triste en ese lazo contraído con su profesión era una postrera mi­rada de añoranza dirigida a otra, la de la ciencia y de las letras, que le había sonreído, que no le había reportado mayores hono­res ni bienes, pero en la cual el apóstol de la verdad consideraba, por encima de todo, el mejor y más amplio servicio de Dios: «Su­fro —escribe en el mismo lugar— de una incertidumbre de mi vo­cación que me pone de manifiesto el polvo y las piedras de todos los caminos de la vida, y las flores de ninguno. En particular, el de la abogacía me parece cada vez menos halagador».

Era peor aún, ahora que había pláticado con algunos hombres de negocios de Lyon que le habían revelado las miserias del em­pleo y las cadenas de la carrera. Sus dudas volvieron a apoderarse de él. No insistiremos en este punto sino para ver cómo volvía a ‘ elevarse hasta Dios por medio de la oración: «Recemos uno por otro, mi muy querido amigo, recelemos de nuestros tediós, de nues­tras tristezas, de nuestras desconfianzas. Vayamos sencillamente a donde nos lleva la misericordiosa Providencia, contentos de ver la piedra en que debemos poner el pie, sin querer descubrir todo el camino, con sus recovecos».

La frecuentación del Palacio de Justicia no debilitó, con mu­cho, la prevención que sentía hacia él. Algunos procedimientos de abogacía le disgustaron. Escribe: «No hay causa, por buena que sea, donde no existan faltas recípr, ocas y en que un alegato leal no tenga que reconocer algún punto débil. Sin émbargo, ocurre lo contrario en el tribunal. Según el abogado, su, cliente no puede si­no tener razón en todas sus aseveraciones y pretensiones; y el ad­versario, en cambio, es necesariamente un pipo… Así se han in­troducido en la barra inveteradas costumbres de invectivas, hipér­boles y reticencias de que hasta los miembros más respetables dan ejemplo; y a las cuales es preciso someterse». ¿Podrá hacerlo ja­más?

En otro pasaje, se escandaliza al ver los asuntos pecuniarios dis­cutirse en las condiciones usuales de insinceridad y exageración: «Está convenido que deben pedirse doscientos francos de daños y perjuicios cuando se quieren conseguir cincuenta. Es preciso lan­zar rayos y centellas contra el adversario, fulminarlo y mantenerlo aplastado y abatido en el suelo. Si empleáis términos más razona­bles, es una debilidad; es que os confesáis vencidos. Los colegas os lo reprochan; el cliente pretende que lo habéis traicionado. Y si encontráis en una reunión social a uno de los jueces que conocié­ron el asunto, os dice, al encontraros: ‘Querido amigo, fue usted demasiado tímido’.» En vista de todo esto, escribe confidencial­mente: «No me aclimato bien al ambiente de la chicana».

Sin hacer alarde de censor ni reformador, el joven confía a sus amigos que en cuanto a él, «tendrá por regla, y costumbre mante­ner la balanza equitativamente entre el acusador y el acusado, es­forzándose por justificar al segundo, sin exasperar al primero». No buscará clientes. No se pondrá al servicio de un abogado pa­trono que le proporcione expedientes. El mismo habrá de elegir sus causas para sólo ser vasallo de la justicia. En él, se trataba mu­cho más de conciencia que de independencia,y de orgullo.

Litigó; uno de sus primeros alegatos muestra esos sentimientos elevados. Estaba encargado de la defensa de un acusado indigen­te, demasiado indigente para pagarse a sí mismo un defensor. «El amigo de los pobres —refiere su hermano— puso al servicio de ese menesteroso todos los recursos de talento y sensibilidad que poseía, con una sinceridad .de convicción que se traslucía en la emoción que lo embargaba. El oficial del ministerio público que tomó después la palabra tuvo el mal gusto cle sonreír, representando irónicamente al abogado novel que en verdad tomaba de­masiado a lo serio un papel que sólo se le había asignado por la forma. Ozanam se sonrojó, no por él sino por el que se burlaba.

Luego, en una réplica serena, pero fuerte y fina, le dijo cuánto se sorprendía él, Siendo novato, era cierto, al oír a un respetable magistrado estimar en tan poco la dignidad del tribunal. ¿ La defen­sa del pobre acaso no era más que pura comedia; y el ejercicio de la profesión judicial, un simple juego de histrión?» Los jueces son­reían en sus asientos, manifestando su sentimiento con signos de aprobación. Aun sucedió que uno de ellos después de la sesión, fue a estrechar la mano del joven defensor.

Esa antipatía de Ozanam por la abogacía explicará cómo ape­nas entrado en ella, se esforzaba por salir, abriendo una puerta la­teral. Desde el 15 de noviembre de 1836, hacía la siguiente confi­dencia al señor Janmot: «No encuentro aquí otra carrera que la abogacía, y considerándola demasiado pendsa para mí, trato de prepararme para otra hacia la cual me siento más inclinado: me refiero a la enseñanza. . . Bien, podría suceder que se establecieran aquí cátedras de derecho o de letras. Me esforzaría en prepararme para desempeñar una. Por ahora, me ocupo de mis tesis para el doctorado en letras que no pude pasar este año por falta de tiem­po y para las cuales volveré unas semanas a París».

El 12 de febrero de 1837, esas opiniones sobre una cátedra de derecho se precisan en una visita al señor Juan Jacobp Ampére: «El año pasado, al salir de París, tuve con usted una conversa­ción en la cual le comuniqué mi aversión a la agitación de los negocios, mis sueños de estudios y la necesidad moral en que me encontraba; a pesar de todo, de acercarme a mis padres y de for­marme en Lyon una existencia ocupada. Le confié al mismo tiem­po la idea que me habían sugerido de obtener del gobierno, que se estableciera una cátedra de derecho comercial en Lyon y mi nombramiento para esa cátedra. Este pensamiento que hubiese sido temerario si hubiera sido personal, fue concebido y adopta­do por varias personas recomendables de nuestra ciudad. Hoy en día, parece acercarse la realización de este proyecto. La Cáma­ra de Comercio de Lyon ha presentado ante el Ministro de co­mercio una solicitud que deberá- ser transmitida al Ministro de instrucción pública».

Esta solicitud de la ciudad y ulteriormente el nombramiento de OzanaM para esta cátedra, se le suplicaba a J. J. Ampére que la apoyara ante quien correspondiera, como lo hubiese hecho de seguro el gran Ampére si hubiese vivido un año más: «Represen­tante de su hermoso genio —añadía Federico— lo es usted tam­bién para mí de su bondad. Quedo de usted, señor, mientras re­cibo el nombre de amigo que a veces me ha dado, su afectísimo- y obediente servidor».

Mas este doble asunto de la creación de una cátedra de dere­cho y del nombramiento de un titular habría de exigir largas de­moras. Seis administraciones tenían que formular sucesivamente su fallo, respecto a él. Aunque fuertemente impulsado en París, el asunto no había de resolverse sino dos años después, durante los cuales Ozanam se dedicó a estudiar especialmente este ramo del derecho, a fin de estar capacitado, llegado el momento, para responder a la confianza de sus conciudadanos.

Siguió litigando, sin tomar en ello mayor gusto. «Mi vida —es­cribe el 10 de marzo a La Perriére— mi vida transcurre entre es­tudios intermitentes y ocupaciones importunas. Cuento irreveren­temente entre las últimas los raros alegatos que me llevan al Pala­cio de justicia».

Un proceso de prensa intentado a la Gaceta del Lyonnais por ataque al gobierno del rey le valió un hermoso éxito en la sesión. Elevó el debate a altas consideraciones históricas, políticas, y mo­rales que permitieron apreciar su dotes. «Me elogiaron mucho mi discurso. Mis pobres palabras tienen a veces la suerte de obtener felicitaciones; pero jamás convicciones». Perdió el proceso. En la corte penal, se observó el vuelo magnífico de su apasionada elo­cuencia, por lo mismo comunicativa. Era sin duda alguna un ora­’dor; pero su cliente fue condenado. A fines del año judicial, oc­tubre de 1837, resumía en la siguiente forma el trabajo y el resul­tado: «He litigado este año aproximadamente doce veces; sólo tres veces en materia civil en que gané cada vez». Era indudable­mente un jurista. —»Sí, amigo mío, sin duda las emociones de la abogacía no carecen de encantos para mí; pero los honorarios in­gresan con dificultad; y las relaciones con gente de negocios son tan penosas, tan humillantes, tan injustas que no puedo someter­me a ellas».

Un día hasta sucedió que, bajo la impresión demasiado viva de un hecho particular sin duda, dejó escapar de su pluma esta hu­morada que sería injustificable si se aplicara al conjunto de ese tribunal de Lyon que en todo tiempo ha mostrado costumbres tan honorables: «La justicia, amigos míos, es el último asilo moral, el, último santuario de la sociedad actual. Verla rodeada de inmun­dicias es para mí una causa de indignación renovada a cada ins­tante. Ese tipo de vida me irrita demasiado; vuelvo casi siempre del tribunal profundamente agraviado. No puedo resignarme a ver el mal ni a sufrirlo».

Así pues, volvía al final de cuentas a las Letras que, habiendo sido su único amor, eran también su gran y ulterior esperanza: «Creo haberte dicho ya —prosigue la carta a Janmot— que una de mis tesis para el doctorado en letras trata de Ja filosofía del Dante a quien admiro cada vez más. ¡Ah, amigo mío, dichosos aquellos cuya vida puede dedicarse a la busca de la verdad, del bien y de la belleza y a quienes nunca viene a importunar el vulgar pensamiento de las necesidades de la existencia!» .

Pero en París más que en Lyon sabía dónde encontrar las fuen­tes de esa indispensable documentación. En París también podía adelantar el asunto de SU cátedra comercial de Lyon. Además ¿ to­das esas amistades lo mismo que sus obras no lo llamaban allí, cuando menos de paso?

Fue a la capital y pasó en ella tres meses, en la primavera de 1837, y se dedicaba por entero y deliciosamente a sus sabias inves­tigaciones, cuando de pronto, una tras otra, cayeron sobre él car­tas rápidas y fulgurantes: «¡Su padre estaba moribundo!» El 12 de mayo de 1836, el buen doctor Ozanam, habiendo visitado a unos enfermos pobres había sufrido, en su destartalada escalera, una caída mortal: unas horas después, había dejado de existir.

Ni el telégrafo privado ni el ferrocarril existían entonces entre París y Lyon. El 15 de mayo, Lallier llevó a su amigo, triste y si­lencioso, a la diligencia, sin atreverse a anunciárle la muerte que acaba de saber confidencialmente. Federico necesitó de tres a cua­tro días para unirse con su madre y sus hermanos; y sólo con ver sus lágrimas y caer en sus brazos tuvo la seguridad y comprendió toda la extensión de su desgracia.

Su dolor fue inconsolable. Lo participa a J. J. Ampére. Le re­cuerda el día en que, un año, antes, habiéndolo recibido en su pe­queño cuarto de estudiante, los dos juntos habían llorado la muer­te del gran Ampére, que ambos querían casi por igual. Luego aña­de: «Hoy, han caído también sobre mí las severidades de la Provi­dencia. Cuando, después de breve ausencia, llegué a Lyon, por haber recibido alarmantes noticias, mi padre ya no estaba allí; no debía estarlo hasta el final de mi vida. Quienes no lo han expe­rimentado no pueden decir el vacío que deja la pérdida de seme­jante hombre, cuando tanto amor y respeto lo rodeaban, cuando era realmente entre los suyos la presencia visible de la divinidad.

«Es cierto que mi padre —prosigue– no había conquistado en la ciencia una ilustración de primer orden; su nombre no era cé­lebre en remotos países; pero sus trabajos y sus virtudes le habían valido el amor y la estimación de sus colegas y de sus conciudada­nos en cuyo servicio murió. Usted no lo conoció, pero me conoce a mí, su hijo; y si alguna vez su benevolencia ha encontrado en mí algo que no le desagrade, lo debía yo a sus consejos y a sus ejem­plos. Así pues, su buen afecto .me asegura de antemano que, este año también, habrá habido entre nosotros comunidad de afliccio­nes: se siente uno casi feliz de no sufrir solo».

Con gente más piadosa que Juan Jacobo, lo que gusta recordar es la piedad de su padre. «Sentimos, amigo mío —escribe a Curnier—, un gran alivio al pensar que la piedad de mi padre, templada, a últimas fechas, por el uso más frecuente de los sacra mentos, las virtudes, los trabajos, las penas, los peligros de su vida le han facilitado la entrada en la celeste morada y que pronto, si somos buenos, lo encontraremos en la cita eterna, donde ya no ha­brá muerte. Cuanto más se  multiplica en ese mundo invisible el número de las almas queridas que nos han abandonado, más po­derosa se hace la atracción que nos arrastra a ese mundo. Nos ape­gamos mucho menos a la tierra cuando las raíces que nos ataban a ella han sido arrancadas por el tiempo».

Luego habla del vínculo de la amistad y la oración: «Pero, que­rido amigo ¿ la amistad no es acaso sino una comunidad de pe­nas? . Ante Dios, deseo que os acordéis de mis males y de las necesidades de toda mi familia. A Dios querido amigo/ a El solo que acorta las distancias, consuela de la ausencia y sabe reunir tarde o temprano a quienes hizo amarse».

El doctor Ozanam era uno de esos hombres sobre los cuales des­cansa todo el edificio doméstico; al desaparecer él, se derrumbó todo. En lo sucesivo, el joven se declara presa no sólo de dolor, sino de terror. Se compara a un niño a quien dejan solo repentinamen­te en una casa desierta y que, espantado, rompe a llorar, abruma­do por el sentimiento de su soledad y de su debilidad: «Es cierto —dice— que mi madre está aún aquí para alentarme con su pre­sencia y para bendecirme con sus manos; pero abatida, doliente, me entristece por las inquietudes que me inspira su salud». Su her­mano sacerdote y misionero estaba, perpetuamente ocupado en su ministerio; su joven hermano Carlos sólo tenía doce arios: «¿Y yo mismo —escribe Federico— qué puedo hacer con mi carácter in­deciso y timorato? Más que cualquiera necesito, no sólo tener muchos hombres mejores que yo en torno mío, sino ver a muchos en­cima de mí. Necesito intermediarios entre mi pequeñez y la in­mensidad de Dios». Y se representa como un viajero que, en una región procelosa, viera derrumbarse el techo que lo protegía, y se quedara perdido bajo la bóveda infinita de los cielos.

El arreglo de los negocios de familia incumbía al joven juris­ta. Fue penosa tarea: «Salvo disputas entre hermanos, tuvimos todas las complicaciones de una sucesión en que figura un menor de edad». El inventario de la pequeña fortuna paterna y la revisión de las cuentas del doctor, le reveló el desprendimiento de ese gran corazón. «Debo darle testimonio de esto —escribirá Ozanam en sus últimas páginas—: pude observar con documentos en la ma­no, que la tercera parte de sus visitas se hacían sin esperanza de pago a indigentes reconocidos como tales».

La administración del pequeño patrimonio de la que tuvo que hacerse cargo Federico no tardó en revelarle cuán ínfimo era el ingreso para las necesidades de una familia privada de su jefe. ¿ Quién sino él, debería proveer en lo sucesivo a esas necesidades con el, suyo? Mas entre sus inquietudes, la mayor era la salud de su madre. A Henri Pessonneaux, su primo, escribe el 19 de junio:

«Mi buena madre sigue enferma; la tristeza le roe el corazón, y siempre tiene un dolor de cabeza interno. Sin embargo, su virtud, piadosamente resignada, admira a todos los que la rodean. ¡Dichoso el hombre a quien Dios ha dado una santa madre! Pero ¿ por qué es preciso que al paso que la aureola de la santidad se vuelva más brillante en torno de esa cabeza querida, la sombra de la muerte parezca acercarse a ella? ¿ Por qué, en los idiomas de los hombres, la perfección es sinónima del final? . . . Querido amigo, reza conmigo para que mi madre me sea conservada; para que la conserven mis hermanos que tanto la necesitan; para que esta ca­sa. que conociste feliz y llena de amor no quede desolada, llena de luto, puesta en espectáculo como un ejemplo de las vicisitudes humanas; convertida en escándalo para los impíos que, al ver tratar tan duramente a las familias cristianas, se preguntan con insolencia dónde está el Dios que habían esperado: Ubi est Deus eorum? «En cuanto a mí —añade el cristiano— en El espero; y hasta ahora, estoy resuelto a seguir las indicaciones que me da en las circunstancias tan intrincadas de mi vida».

Una de las consecuencias de la muerte de su padre era que lo fijaba indefinidamente en Lyon, cerca de esa madre, al lado de ese joven hermano, en su calidad de tutor y de sostén de la fa­milia. Pero se requería que su posición le ofreciera el medio de serlo.

Su trabajo de abogado era casi improductivo: en una carta, declara que se ve obligado a aumentar sus ingresos con una lec­ción «que le piden tres jóvenes que se creen demasiado linajudos para ir a sentarse en los bancos de la escuela». Muéstrase, en la intimidad, en lucha con lo que él llama Res angusta domus (las estrecheces de la casa) . Sólo le quedaba un recurso: «Cerca de mi madre y de mis hermanos, la cátedra de derecho comercial, en Lyon, podría darme una posición segura, honorable, apacible». Con tal objeto multiplica trámites y visitas a las diversas adminis­traciones. Sólo de Dios espera el éxito y se remite a su voluntad de Padre: «En cuanto a lo demás, en todo esto me mantengo pasivo. Siento una ‘especie de respeto religioso, acaso supersticioso por la incertidumbre actual de mi destino. Me he entregado al cuidado de la Providencia, yo temería intervenir en esto».

Esa mano de la Providencia en la que se había puesto, apren­día, además, a besarla y adorarla. El 5 de octubre de ese año de 1837, estando en Pierre-Bénite, cerca de Lyon, después de haber desahogado su corazón lleno ‘de lágrimas en el de Lallier, termi­na su carta relatando una charla que acababa de tener con un hombre de Dios, y citando una palabra del Evangelio, referida por un sacerdote, y que lo había asombrado y alentado al mismo tiempo.

«. . .Usted ve, amigo mío —dice—, que mi vida no está sembra­da dé rosas. Ahora bien, uno de estos días pasados, perseguido por negras imágenes, turbado mi espíritu por la meditación prolonga­da de mis miserias internas y externas, ardiente la cabeza, reduci­do a una absoluta imposibilidad de pensar y actuar, no vi más que un remedio al exceso de mi mal: recurrir al médico, me refiero al médico que posee el secreto de las enfermedades morales y que tiene el depósito del bálsamo de la gracia divina».

¿ Cuál era ese sacerdote de Lyon? No lo nombra. «Después —pro­sigue— que expuse, con una energía que en tales casos no suelo te­ner, el motivo de mis tristezas al hombre caritativo a quien llamo mi padre ¿ qué cree usted que me respondió? Me respondió con estas palabras del apóstol: Gaudete in Domino semper. (Regocijaos siempre en el Señor) . ¿ No es ésta una extraña palabra? He aquí un pobre hombre que acaba de sufrir la mayor de las desgracias, en el orden de las cosas espirituales, la de ofender a Dios; la ma­yor de las desgracias en el orden de las cosas de la naturaleza, la de quedarse huérfano. Tiene una madre anciana y enferma de quien observa diariamente todos los movimientos, todas las mira­das, todas las facciones, para saber cuánto tiempo la conservará todavía. Tiene que separarse, por la ausencia o la muerte, de va­rios amigos con quien lo unían lazos de cariño; y está amenazado por otras separaciones más dolorosas aún. Además, lo abruman todas las angustias de un destino indeciso, mil solicitudes y nego­cios, entre los cuales aun los más felices no dejan de ofenderlo. Si se repliega sobre sí mismo, se encuentra lleno de flaquezas, imper­fecciones y defectos; y esas humillaciones y sufrimientos secretos no son lo menos penoso de todo. Y vienen a decirle, no que se resigne, no que se consuele, sino que se regocije: Gaudete semper. Se requiere toda la audacia, toda la piadosa insolencia del cristia­nismo para hablar así.• ¡Y sin embargo, el cristianismo tiene ra­zón!»

Las últimas palabras de esta carta dirigida a Lallier tienen el propósito de animarse mutuamente: «Ayudémonos, mi querido amigo, con ejemplos y consejos. ‘Tratemos de que nuestra con­fianza en la gracia sea tan grande como nuestro recelo de la na­turaleza. Seamos fuertes hasta contra el dolor, pues la enferme­dad de este siglo es la debilidad. Pensemos que ya hemos vivido más de la tercera parte de nuestra existencia probable; que hemos vivido para el beneficio de los demás, y que debemos vivir en lo sucesivo para el bien del’ prójimo. Hagamos ese bien, tal como se ofrece a nosotros, sin retroceder jamás».

La fuerza para sufrir, la fuerza para actuar; el sufrimiento y la acción; el sufrimiento interior y el sufrimiento externo; la acción caritativa y la acción literaria; la que alivia y .consuela, la que irradia e ilumina, y que de Lyon llega á París y aún más allá: tal es la vida de Ozanam en los primeros años de su estancia en su terruño.

Podemos representárnoslo como lo muestran sus cartas, solo en esa casa donde lo detienen todo el día, no tanto sus ocupaciones comó los cuidados y consuelos que requiere la salud de su madre. «Permanezco solo cerca de ella. Mi hermano menor está en el colegio; las misiones constantes de mi hermano mayor lo mantienen alejado, y tal vez los designios que Dios tiene sobre él lo llevarán más lejos aún que,a mí. El decaimiento de las fuerzas de mi pobre madre me obliga a presenciar diariamente el más doloroso de los espectáculos. Al mismo tiempo que pierde la vista se debilita su energía moral. Su sensibilidad crece con las tristezas íntimas que se traslucen fácilmente en un alma como la suya. Y así, en vez de encontrar en ella el apoyo que necesito en esta época de mi vida, es preciso que la sostenga con la palabra y con mis brazos».

La soledad lo angustia: «Lo que más falta me hace es la comu­nicación de los sentimientos y de las ideas; es la simpatía, el aliento intelectual, la asistencia moral; son los servicios íntimos de la amis­tad cuya rareza me hace sufrir. Los encuentro, sin embargo; pero menos frecuentes de lo necesario en nuestra Sociedad de San Vicen­te de Paul. Estas veladas semanales son uno de los mayores consue­los que me haya dejado la Providencia. En particular, mis relacio­nes con Chaurand, Arthaud, La Perriére me recuerdan mis mejores días de París. Nuestras obras se sostienen; pero si crecen, es como el aluvión. Incrementum latens».

A la acción caritativa, Ozanam urgía a Lallier para que uniera la acción literaria, mediante la publicación de sus trabajos de eco­nómía social, favorablemente acogidos en la prensa católica. Lallier, oyente asiduo, como. Ozanam, de los cursos de economía del señor de Coux, seguía siendo uno de los discípulos más fuertes y autoriza­dos de su escuela; no dejó de hacer de esta ciencia auxiliar del de­recho el objeto de sus estudios y meditaciones, durante su vida en­tera. Ozanam le había escrito, desde 1837: «No entierre el talento del Padre de familia. Usted se debe a los jóvenes de su generación que recibieron las promesas de sus primeros éxitos. Se debe a sus amigos que cuentán mucho con usted para ayudarlos a conservarse buenos y creyentes en un siglo peligroso».

El mismo daba el ejemplo, y nos falta enumerar los trabajos apologéticos de ese período lionés que tratan de graves cuestiones de derecho público, escritos cerca del sillón de su madre enlutada y de los que decía a Henri Pessonneaux, el 13 de junio de 1837: «Mientras logro mi candidatura a la cátedra de Derecho comer­cial, no abandono los trabajos literarios que son ciertamente para mí saludables consuelos terrenales». En cuanto a los consuelos ce­letiales, acabamos de verlos.

De los bienes de la Iglesia: tal es el título y el tema de un estudio en cuatro artículos, que se convirtieron más tarde en cua­tro capítulos de un sabio folleto sobre la propiedad eclesiástica. En él se ve, fuertemente demostrado, que su origen es sagrado, su posesión intangible y su uso benéfico; y que la depredación que co­metió la Revolución Francesa es cosa no sólo criminal y odiosa, sino antipolítica, antisocial, antihumanitaria en sumo grado. Muchas páginas de ese escrito podrían leerse aún ahora con provecho. Otro estudio, publicado primero en El Universo de septiembre y octubre de 1837, con el título de Orígenes del Derecho francés, era una vigorosa crítica de una publicación de Michelet sobre el mis­mo tema. Michelet había emitido la idea paradójica de que el de­recho romano, depurado, vulgarizado, entronizado por el estoicis­mo había preparado los caminos del cristianismo. Era un burdo error. El derecho romano es duro, y lo es también el estoicismo. Al contrario, el cristianismo fue el que, mediante infiltraciones que se observan desde el primer siglo, había penetrado e impregnado el despotismo del uno, el orgulloso egoísmo del otro, con el espí­ritu de justicia y de caridad del Evangelio. Tal es la tesis de Oza­nam, que no tardaría en adoptar el señor ‘Troplong, justificada allí por una erudición que sorprende y deslumbra en un autor tan jo­ven.

El Michelet a quien refuta no era a la sazón el espíritu desen­frenado que más tarde echará espumarajos de rabia con sólo oír el nombre de la Iglesia. El reciente estudiante de la Sorbona de­clara que no ha podido olvidar los días en que, al pie de la cáte­dra de ese prestigiado seductor, mezclaba sus aplausos con los de sus compañeros. «No podíamos —escribe— contemplar sin emo­ción esa frente que el trabajo ha surcado con arrugas y ese pelo en­canecido prematuramente. Recordaremos siempre el día en que, sentados en los bancos de la Sorbona, escuchábamos su vibrante palabra contarnos la vida y la muerte de Juana de Arco, con acen­tos que nos hacían derramar lágrimas».

¿ Es todo? A esa simpatía literaria se añadía en Ozanam una compasión en que se mezclaba cierta esperanza de ser correspon­dido. ‘Se interesaba en esa alma», dice. Era el mismo hombre a quien había oído saludar la cruz del Coliseo en una de sus cla­ses: «Esa cruz cada día más salutífera ¿no es acaso el único asilo del alma religiosa? El altar ha perdido sus honores, la humanidad se aleja de él poco a poco. Mas, os lo ruego ¡oh!, decídmelo si lo sabéis ¿ se ha elevado otro altar?» Lo había escuchado recordar «la emoción de nuestras fiestas cristianas, la voz conmovedora de las campanas y su suave reproche maternal»; y luego decirse a sí mismo: «El espíritu sigue siendo firme; pero el corazón está muy triste!» Ahora bien, desde aquel día, Ozanam lo había compade­cido, dice, por llevar, sin poder sacudirla todavía, esa túnica de Neso de la duda que le arrancaba aquellos dolorosos gritos; y en todo eso su candor saludaba «un sentimiento que se parecía al espíritu de reciprocidad». Su esperanza, esta vez, fue cruelmente defraudada; pero ¡cuán noble es su error y cuán conmovedora su compasión!

La controversia católica no lo sorprendía desarmado. A veces sucedía que pastores protestantes de Lyon iban a discutir con ese joven y sabio campeón de la Iglesia romana. La señora de Oza­nam gustaba de contar cómo uno de ellos entretuvo un día a su hijo durante cuatro horas, comentando un pasaje de la Biblia en cuya interpretación no estaban de acuerdo. El ministro alegaba el texto de una traducción francesa hecha en 1700 por el sabio pro­testante David Martin. Ozanam le oponía el texto latino de la Vulgata que tiene a su favor la autoridad de San Jerónimo, su autor, y la declaración del Concilio de Trento que lo reconoció y adoptó como auténtico. El otro se refugió en el texto griego de los Setenta, que jerónimo, según pretendía, había comprendido y tra­ducido mal. Ozanam tomó inmediatamente sobre su mesa la Bi­blia griega, que abrió en el lugar del texto discutido, y lo explicó palabra por palabra, demostrando que San Jerónimo lo había interpretado en su sentido verdadero. El ministro creyó salir de apuros replicando que el mismo griego no era, después de todo, si­no una traducción. —»Es cierto —dice Ozanam—: reportémonos, pues, juntos al texto hebreo, si le parece». Allí estaba la Biblia hebrea y el texto original fue exhibido y traducido literalmente. El temerario controversista se quedó no poco desconcertado, pues tuvo que confesar que no sabía hebreo. Se batió en retirada, pro­metiendo volver cuando se hubiera informado al respecto con es­pecialistas eminentes. —»¡Jamás volvimos a verlo!» añadía, no sin orgullo, la madre de Ozanam.

Veinte años antes, la ciudad de Lyon había visto nacer humilde­mente su obra de la Propagación de la fe, hermana mayor y pare­cida de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Su consejo general pidió a Ozanam que tomara a su cargo la redacción de las reseñas de sus Anales. Imposible rehusar, ante una insistencia tan viva y ante un atractivo tan grande. Ozanam se dedicó a esa obra durante ocho años.

Su primer artículo fue un Informe histórico sobre los orígenes de la obra, en 1839, y su extensión en ambos mundos. Ese cuadro pinta a lo vivo el espíritu y el entusiasmo de ese pequeño cenáculo lionés en que santas mujeres inspiradas rezaban al lado de los após­toles. El historiador decía sus nombres; y mostraba también alli, en esa nueva Pentecostés, el soplo impetuoso del Espíritu Santo que, derrumbando todos los obstáculos, encendiendo todos los co­razones, realizando milagros, tomaba unas cuantas débiles criaturas como instrumentos de sus conquistas: «Parece que ese viento impetuoso vuelve a soplar sobre el mundo cristiano. Las vocacio­nes se manifiestan más numerosas. El sacerdocio y las órdenes religiosas se sienten arrastradas irresistiblemente hacia esos combates heroicos que asombran a la molicie de nuestra época. En qué épo­ca se encontraron más fácilmente hombres dispuestos a buscar al­mas hasta los confines del mundo, sin otro pago que los dineros necesarios para cubrir su pasaje en el puente de una nave, o su pan bajo una tienda? . . . Pensemos en ello, y si a veces sintiéramos la tentación de descansar en el goce egoísta de los beneficios de la civilización católica, recordemos a esas multitudes sin número que ignoran aún la Redención de Nuestro Señor».

En otro de sus informes anuales, en 1840, Ozanam formula su invitación a los asociados, en estas grandes imágenes que le pres­tan la Iglesia y el Evangelio: «Viejos cristianos de Europa, empe­ñados ya en piadosas fundaciones que zozobraron en las tempesta­des de nuestro tiempo, venid a tomar vuestro lugar en ésta. Sois los padrinos naturales de estos pueblos niños que esperan el bautismo. El agua santa está lista ; la Iglesia está de pie, con el libro de los evangelios y la antorcha en las manos. Apresuraos a acudir a esta cita sagrada en que el lego se encuentra asociado al sacerdote en la obra de la redención universal. Traedle ese sacerdote de quien sois los humildes auxiliares, como esos oscuros discípulos que llevaban ante el maestro los canastos del pan milagroso, o como la mujer desconocida que enjugó su rostro bañado en sangre, o el Cireneo que compartió y aligeró el fardo de su cruz en el camino del Cal­vario».

Con un idioma semejante, pero más ardiente aún, Ozanam, en aquella misma época, a fines de 1837, animaba a la juventud ca­tólica de París en la defensa de la Iglesia perseguida por el estrecho evangelismo prusiano. Acababa de verse que él gobierno del rey Guillermo III había mandado aprehender de noche, en su propio palacio, y después encarcelar en la fortaleza de Minden, al arzobis­po de Colonia, Monseñor de Droste Wischering, debido a su fide­lidad a las leyes canónicas en la celebración de los matrimonios mixtos entre católicos y protestantes. Era el gran acontecimiento de entonces. El Papa había fulminado, y la opinión europea estaba fuertemente excitada. «¿No haréis nada, en París? —escribe Oza­nam a Lallier el 7 de febrero de 1838—. Hubiese querido, en este asunto de Colonia, una manifestación de la juventud parisiense. ¿ Recordáis el día en que Lacordaire pedía a Dios que nos diera santos? ¡Os dan un Tomás de Cantorbery y no lo saludáis con un grito de admiración! Me parece, sin embargo, que esta vez los sa­rracenos del racionalismo nos habían dado una gran ventaja y que era la oportunidad para gritar: ¡Dieu le veut!» («¡Dios lo quiere!» el grito de los cruzados).

«Pero ¿ de qué sirve?, se dirá. Pues en primer lugar a mantener el calor de las convicciones en la juventud católica. Sin duda, no ignoro, amigo mío, que ni el Arzobispo, ni la Iglesia, ni Dios tienen necesidad de nuestros sufragios. . . Pero, aunque somos servidores inútiles, no es lícito que seamos servidores ociosos. ¡Ay de nosotros si no damos nuestra cooperación a todas las grandes obras que pueden realizarse sin nosotros! Cuando el Salvador murió en el Calvario, pudo tener a sus órdenes más de doce legiones de ánge­les, y sin embargo no las quiso aceptar. En cambio, aceptó que Si­món el Cireneo, un hombre oscuro, cargara su cruz y contribuyera así a la gran maravilla de la redención universal».

¡Lástima que no estuviera en París! . . . Después de este vivo ataque contra el enemigo de afuera, Ozanam se apresuró en vol­ver a su estudiosa soledad, dedicándose todo él, en lo sucesivo, a una sola tarea urgente: su doctorado en letras, y la redacción in­mediata de su tesis: Dante y la filosofía católica del siglo XIII.

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