Federico Ozanam (por Mons. Baunard): Capítulo 08

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Autor: Monseñor Baunard · Traductor: Salvador Echavarría. · Año publicación original: 1911 (Francia), 1963 (México).
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Capítulo VIII: Joven alma de apóstol

División de la conferencia.—Vicente de Paúl, el ante pasado.—Los fines y el espíritu de la obra.—»Sacrificarse hasta el martirio».—P humilde apóstol. Doble estudio: Licenciado en Letras y Doctor en Derecho.

1835

A fines de noviembre de 1834, encontramos a Ozanam «instalado en un precioso departamento que sólo tiene un defecto: estar si­tuado en el sexto piso. Por lo demás, buen aire y vista sobre los jardines». No vive solo; tiene de compañero «a un joven muy ama­ble, que posee instrucción y sobre todo mucho sentido práctico». Era Augusto Le Taillandier, su cofundador de la Conferencia de La Caridad. «Lo único que censuro en él es que no sea lionés; y que, aunque vivimos juntos, tengamos, por desgracia, la perspec­tiva de separarnos dentro de un año, y para siempre. En verdad, somos grandes y poderosos señores».

De esa convivencia de feliz memoria, Ozanam pudo escribir dos años después a ese buen compañero: «¡Ay! querido amigo, hace sólo dos años vivíamos juntos como dos hermanos y nuestras vidas se confundían en una sola. ¡Cuán grato es para mí el recuerdo de aquel tiempo!»

Para esos dos amigos y hermanos en San Vicente de Paúl, el año académico de 1834-1835, que pasaron juntos, se señaló por un rá­pido desarrollo de la obra en París. La dejamos con veinte o veinti­cinco miembros, a fines de su primer año, en 1833. En 1834, en que estamos ahora, el perfume de caridad que exhalaba había empezado a difundirse e irradiar hacia afuera. Uno de los admi­nistradores de la Oficina de Beneficencia del XIIo. distrito, el señor Vollot, pidió el concurso de los cofrades para la visita de los indigentes asistidos. Se lo dieron generosamente. El l de febrero de 1834, la sociedad tomó posesión de ese servicio que siguió pres­tando en los años siguientes.

En esos mismos días, el 4 de febrero, se empezó a añadir a la oración de cada sesión la invocación del patrón: «San Vicente de Paúl, ruega por nosotros». Al mismo tiempo, se adoptaba, como fiesta principal de la sociedad, la del propio santo, que se celebra el 19 de julio. Ozanam había pedido que la Conferencia se coloca­ra asimismo bajo el patronato de la Santísima Virgen. Se añadió el Ave María a las oraciones corrientes de las reuniones y se de­cidió celebrar con particular devoción la fiesta de la Inmaculada Concepción.

El 12 de abril, los miembros de la conferencia se reunieron en la capilla de los Lazaristas, calle de Sévres, para venerar las reliquias de San Vicente de Paúl que acababan de reintegrar a esa capilla, después de una estancia de cuatro años en el colegio de Roye, en Picardía, donde habían permanecido ocultas desde la Revolución de julio.

Cada vez más, el culto de ese «padre de la patria», como lo ha­bía apodado su siglo, había ido aumentando en esos jóvenes cora­zones. Un día de esa» misma época, una élite de los cofrades enca­bezados por Ozanam, resolvió ir a celebrar su fiesta en la modesta parroquia suburbana de Clichy, de la cual Monsieur Vincent (San Vicente de Paúl) había sido cura hasta 1612. Estos jóvenes discí­pulos de su caridad no eran sólo sus feligreses de corazón, sino que se consideraban como sus herederos, sus hijos; y a ese título solici­taron el honor de llevar sobre sus hombros el arca del santo, en la procesión. «Pues, crea usted bien —había escrito Ozanam— que Vicente de Paúl no era hombre que construyera sobre la arena y para dos días. Las grandes almas que se acercan más a Dios to­man, en ese contacto, algo de profético: no dudemos, pues, que San Vicente no haya tenido una visión anticipada de los males y de las necesidades de nuestra época. Todavía los alivia; y como todos los grandes fundadores, no deja de tener su posteridad espiritual, siempre viva y activa enmedio de las ruinas del pasado».

«Así pues, nosotros también, en ese patrón, honraremos a un pa­dre. ¿Quién sabe si un día no veremos a los hijos de nuestra vejez refugiarse en el amplio hogar de una Sociedad cuyos frágiles prin­cipios habremos visto? Será la regeneración cuya ola creciente como la de un río bienhechor habrá de renovar la faz y de fecundar el suelo de nuestra pobre patria».

En fin, resumiendo su pensamiento en pocas palabras, Ozanam declara «que un patrón es un ideal que es preciso proponerse, un tipo superior que es preciso realizar, una vida que es preciso con­tinuar, un modelo en la tierra y un protector en el cielo».

Gracias a nuevos reclutas, entre los cuales varios muy notables, co­mo Henri Wallon, que murió siendo decano del Senado y secretario perpetuo de la Academia de Inscripciones, y Teodoro Henri Martin, más tarde decano de la facultad de letras de Rennes, en las vaca­ciones del mismo año de 1834, los miembros de la Conferencia se habían vuelto lo bastante numerosos para que no se interrumpiera la visita a los pobres. Ozanam había dicho: «Señores, no olvide­mos que los pobres no tienen vacaciones». Cofrades serviciales do­miciliados en París substituían en tal caso a los ausentes. El más abnegado de esos suplentes era el señor Le Prévost, cada vez más acreditado en la Sociedad.

En la primera reunión que siguió a su regreso de Lyon, Ozanam puso a los cofrades al corriente de su correspondencia con el señor Curnier, respecto a la fundación de una conferencia en Nimes. «Tuve que leer gran parte de su carta —le decía— a nuestros co­legas reunidos en presencia del cura de la parroquia que se dig­nó presidirnos ese día. La impresión que les dejó su carta sólo puede traducirse por estas palabras de uno de ellos: Parece de veras la caridad de los primeros siglos!’ »

Ozanam predecía a su amigo de Nimes «nuevos arreglos que serían necesarios, dentro de la Conferencia, debido al aumento del número de sus miembros, que llegaba ya a los cien». —»Es pro­bable que en tal forma tendremos que dividirnos en varias seccio­nes que celebrarán periódicamente, por lo demás, una asamblea común». Era una necesidad. La casa de la plaza de la Vieille Estrapade se había vuelto a su vez demasiado estrecha. Las re­uniones eran demasiado confusas, y las sesiones insuficientes para el informe de cada visita a los pobres y la exposición sumaria de sus necesidades. ¿ No hábía llegado la hora de ampliar el círculo de acción, estableciendo una segunda conferencia, seguida acaso de otras? Era una grave pregunta y un importante asunto. Sec­cionarse ¿no era disgregarse, desunirse,? No, sería engrandecerse. En efecto, reclutas de la juventud asaltaban al Cenáculo y le pe­dían que les abriera sus puertas o formara nuevos enjambres.

El 16 de diciembre, Ozanam propuso que se realizara una división en tres secciones distintas, pero ligadas entre sí. «La pro­posición provocó al principio una tempestad tan violenta —cuen­ta un testigo, Claudius Lavergne— que, en vez de fingir que dor­mía, como solía hacerlo en tales casos el señor Bailly, presidente, éste se apresuró a aplazar la discusión ocho días e hizo nombrar una comisión compuesta de tres miembros de cada uno de los dos partidos». Mientras Lallier y Arthaud sostenían el proyecto de Ozanam, otros, como Le Taillandier y Paul de la Perriére, lo combatían o pedían que se aplazara, por apego a la unidad que tantas y tan preciosas amistades había cimentado. «En cuanto al señor Bailly, sin salir de su papel de árbitro imparcial, dejaba tras­lucir que la moción no le agradaba mucho». De donde se puede inferir que la inspiración no había descendido sobre él y que en su cerebro no había nacido el concepto de la gran obra ilimitada de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

«El cofrade que, el 23 de diciembre, lanzó esa antorcha de discordia —prosigue Claudius— era, sin embargo, el más dulce, el más pacífico, el más reflexivo de los cofrades. Basta nombrar a Le Prévost de Préville, uno de los miembros más recientes, es cierto, pero el más escuchado de todos, después de Ozanam. Yo formaba parte de la oposición, y cuando Paul de la Perriére, nues­tro orador, nos desarrolló los argumentos bajo los cuales se pre­paraba a aplastar a Le Prévost, no me pareció que su discurso fue­se lo bastante fulminante. La tormentosa, pero indecisa sesión del 23 resolvió con él un aplazamiento».

Un inesperado apoyo recibieron, el 24, los partidarios de la divi­sión con la poderosa palabra del Padre Combalot que, después de la misa de media noche celebrada en la iglesia de los Carmelitas, en la amistosa cena de Navidad que compartió con los cofrades, puso su ardiente elocuencia al servicio de la causa de la división. Era, además, la opinión y el, vivo deseo de Sor Rosalía. Así pues, el 30 de diciembre, Arthaud volvió a presentar la proposición de Ozanam que se puso urgentemente a la orden del día siguiente.

Ese 31 de diciembre fue el día del gran combate. Antes de la hora habitual, la conferencia, más numerosa que nunca, se apre­tujaba en la sala de la plaza de la Estrapada. La discusión fue muy acalorada. Paul de la Perriére tomó la ofensiva y se mostró más agresivo y apremiante que de costumbre. Se notó que Le Taillandier lloraba: la idea de una separación le desgarraba el corazón y más aún el temor de una desunión de los espíritus. Oza­nam tomó la palabra para desplegar las amplias perspectivas del mayor bien que podría realizarse y extenderse universalmente. Era, pues, la tesis de las alegrías y de los beneficios de la amistad cris­tiana en lucha con la tesis de las inconmensurables ambiciones de la caridad.

Ya nadie se oía en el tumulto y los espíritus estaban en sumo grado exaltados. Era el 31 de diciembre de 1834. Avanzaba la noche; acababan de dar los doce golpes que anunciaban un nue­vo día y un nuevo año. El señor Bailly suplicó a los jóvenes ora­dores que pusieran fin a una discusión demasiado prolongada y animada; pero ¿cómo terminar? Ozanam se levanta, se dirige ha­cia La Perriére y los dos se abrazan como hermanos, deseándose un feliz año nuevo. Todos aplauden, los imitan y se retiran alegres, abandonando a. la oficina el cuidado y la carga difíciles de dejar contento a todo el mundo.

Se ensayaron, primero, varias combinaciones intermedias, de las cuales se cansaron pronto. Durante algún tiempo, las conferencias parciales se celebraron por separado en dos salas de la misma vieja casona de los Buenos Estudios. Luego, una de ellas fue trasladada a la parroquia de San Sulpicio, bajo la presidencia del señor Gos­sin. Casi simultáneamente, surgieron dos nuevos vástagos: la Con­ferencia de Saint-Philippe-du-Roule, debida al señor Clavé y al Padre Maret, futuro obispo de Sura, vicario de la parroquia; y la Conferencia de Nuestra Señora de la Buena Nueva. Por temor a que el seccionamiento relajara el lazo de la unidad primitiva, se cuidó de reglamentar la celebración de reuniones generales en que los miembros se volvían a encontrar y templaban juntos sus ánimos en el verdadero espíritu de la Sociedad. Estaban presidi­das por el señor Bailly, el «tío» Bailly, guardián de las tradiciones, y animadas por el soplo de Federico Ozanam, que seguía siendo el alma de toda esa dispersión.

Al mismo tiempo y a medida que la Sociedad recibía ese acre­centamiento del número y de la importancia, un acrecentamiento paralelo y correspondiente de luz sobre la obra y sus fines se rea­lizaba en la inteligencia dócil de ese joven a quien el Espíritu Santo trataba como siempre trata a los fundadores y las fundadoras de sus institutos religiosos en la Iglesia.

Se observará, primero, que en vez de hacer de esa obra, como le hubiera parecido al mundo, un asunto de pura beneficencia y aun de apostolado conquistador, Ozanam sólo toma en cuenta, ante todo, la santificación personal de los cofrades, y más especialmente aún la preservación religiosa y moral de la juventud de las escuelas, como acababa de escribirlo a Curnier, el 4 de noviembre de 1834. «En París, somos aves de paso, alejadas por un tiempo del nido paterno y sobre las cuales se cierne la incredulidad, ese buitre del pensamiento, para hacer de ellas su presa. Somos pobres inteligencias jóvenes criadas en el regazo del catolicismo, dispersas en medio de una muchedumbre impía y sensual. Somos hi­jos de madres cristianas que llegan uno por uno al interior de murallas extranjeras y pérfidas, en que la irreligión trata de reclutarse a costa nuestra. Pues bien, trátase ante todo de que esas débiles aves de paso se reúnan bajo un techo que las proteja; que esas jó­venes inteligencias encuentren un hogar de luz para el tiempo de su destierro; que esas madres cristianas tengan menos lágrimas que derramar y que sus hijos regresen a su lado tal como ellas los en­viaron.

«Lo importante era, pues —añade—, formar, para los jóvenes inmigrantes, una asociación católica de Fomento mutuo en que cada cual encontrara amistad, apoyo, ejemplo; en que encontra­ra, por decirlo así, un simulacro de la familia cristiana en que ha­bían crecido; en que los más antiguos acogieran a los nuevos pe­regrinos de la provincia y les brindaran una especie de hospitali­dad moral. Ahora bien, el vínculo más fuerte de una amistad ver­dadera es la caridad; y el ejercicio de la caridad es la práctica de las buenas obras».

En el mismo orden de ideas, Ozanam explica que, si la sociedad se esfuerza por cuidar de la asistencia corporal del pobre, lo que se propone como fin principal es su asistencia espiritual, a la par que la salvación de su alma. La limosna sólo será la llave que abri­rá las puertas de la verdad y de la gracia. Ozanam representaba la misión del apostolado laico en esas masas populares despojadas, heridas de muerte y abandonadas agonizantes por los ladrones y los bandidos asesinos de sus almas, mediante una parábola del Evan­gelio, la del Buen Samaritano. «A nosotros, samaritanos profanos, incumbe la misión de acercarnos al gran enfermo. Atrevámonos a asumirla. Tal vez se espante menos al vernos. Tratemos de son­dear sus llagas y de derramar en ellas aceite; dejémosle escuchar palabras de consuelo y de paz. Luego, cuando su vista se haya des­pejado, lo pondremos en manos de quienes son los guardianes y los médicos de las almas, nuestros posaderos, en cierto modo, en la peregrinación terrenal, puesto que dan a nuestros espíritus el alimento de la palabra santa y la esperanza de un refugio en un mun­do mejor».

Más alto que la consideración de la salvación moral y eterna del joven por el ejercicio de la caridad; más alto que la considera­ción del servicio del alma y del cuerpo del indigente, Ozanam te­nía presente la visión sobrenatural de Jesucristo que se había con­vertido en pobre por amor a nosotros y que revivía entre nosotros en la persona del pobre. Es propiamente la virtud teologal de la caridad en su objeto divino.

Ozanam tenía un amigo de infancia, su compañero de primera comunión, Luis Janmot, el distinguido pintor lionés, alumno de Ingres; en esa época, en 1836, realizaba su peregrinación de arte en Italia. El estudiante le envidiaba la dicha de visitar Asís y esos campos de Umbría en que encontraba en todas partes las huellas del seráfico Francisco, de ese «loco de amor» que se había vuelto pobre y mendigo por Jesucristo. Ozanam, haciendo un llamado a ese corazón digno del suyo, le escribe: «Y nosotros, querido ami­go ¿no haremos nada para imitar a esos santos que tanto amamos; y nos conformaremos con gemir sobre la esterilidad de la actual estación, en tanto que cada uno de nosotros lleva en su corazón un germen de santidad que con un simple acto de voluntad podría florecer? Si no sabemos amar a Dios como lo amaban aquéllos, es sin duda porque sólo vemos a Dios con los ojos de la fe; ¡y nuestra fe es tan débil! Pero los hombres, pero los pobres, a esos los vemos con los ojos de la carne. Allí están; podemos meter el dedo y Ja mano en sus llagas, y las huellas de la corona de espinas están vi­sibles en su frente. Aquí, ya no tiene cabida la incredulidad. De­beríamos caer a sus pies y decirles con el Apóstol: Tu es Dominus et Deus meus! (¡Tú eres mi Señor y mi Dios!) Vosotros sois nues­tros maestros y nosotros seremos vuestros servidores; vosotros sois las imágenes visibles de ese Dios a quien no vemos pero que cree­mos amar al amaros».

En fin ¿ hasta dónde será preciso amar a Jesucristo en el pobre? Ozanam lo sabe y lo dice: hasta el sacrificio de sí mismo, hasta ese sublime testimonio del amor, al que da su verdadero nombre cuando responde a Léonce Curnier: ¡Hasta el martirio! «La tie­rra se ha enfriado; a nosotros católicos nos corresponde reanimar el calor vital que se apaga. A nosotros nos incumbe reanudar la era de los mártires; pues existe un martirio posible para todos los cristianos. Ser mártir es dar su vida por Dios y por sus hermanos; es ofrendar su vida en sacrificio: que el sacrificio quede consuma­do de repente como el holocausto o que se realice lentamente, y que noche y día se le vea humear como los perfumes sobre el altar. Ser mártir es dar al cielo todo lo que se ha recibido: su oro, su sangre, su alma entera. Esta ofrenda se halla en nuestras manos; este sacrificio, podemos hacerlo. A nosotros corresponde elegir’ los altares a donde queramos llevarlo; la divinidad a la que habre­mos de consagrar nuestra juventud y las estaciones que sigan; el templo en que nos daremos cita: al pie del ídolo del egoísmo o en el santuario de Dios y de la humanidad».

Apóstol, mártir: este era su sueño. El señor Maxime de Mon­trond recuerda una noche en que Monseñor ,Dupuch, obispo de Argel, fue a visitar la Conferencia de San Sulpicio: «Ese día, es­tábamos reunidos todos, sin faltar ninguno. El venerable señor Bailly presidía, junto con el Padre Collin, cura de San Sulpicio. Habían llevado a los jóvenes huérfanos de San Vicente de Paúl. Monseñor Dapuch sacó de su corazón de apóstol encendidos dar­dos que traspasaron el nuestro. Me encontraba cerca de Ozanam. Ambos resentimos el efecto de esa palabra como un choque eléc­trico. Cuando, al cabo de una hora, nos levantamos, después de recibir la bendición de este hombre de Dios, Ozanam, estrechán­dome la mano con vivo entusiasmo, me dijo, conmovida la voz, las siguientes palabras que me parece escuchar aún: `¿ Qué esta­mos haciendo aquí, amigo mío? ¿No siente usted ganas, como yo, de irse con este apóstol para ayudarlo a plantar la cruz en Africa? ¡Oh! ¡Qué pequeños y miserables somos al lado de lo que acaba­mos de oír y de lo que él va a hacer!’ »

Pero la Francia continental ¿no es acaso también un país de misiones?

Ahora bien, si el lector se sirve tener presente que el hombre que dijo o escribió todas las cosas sublimes que aquí citamos te­nía veinte años de edad y que las realizó; que entregó a Dios y a sus pobres sus fuerzas, su salud, su sangre, su vida en temprana edad; que se inmoló todo él, a sabiendas y voluntariamente ¿no le concederá ese título de mártir? ¿Y se sorprenderá uno de que a medida que avanzamos en el estudio de esta alma encontremos en ella la revelación del alma de un santo?

Ese programa y ese firme propósito de santificación en el sacrificio, Ozanam lo había traído para sí mismo desde el pie del altar de nuestra Señora de Fourviére, como lo escribía de Lyon: «Tomé, para los dos años que he de pasar en la capital, la resolu­ción de una reforma moral más completa. He puesto mis deseos bajo los auspicios de Nuestra Madre celestial, confiando en todo lo demás en mi buena voluVitad». ¿ Qué ocurrió? Procede con el señor Dufieux a un examen de conciencia en que es preciso verlo humillarse primero y luego levantarse con esa virilidad y santidad de vida que se acerca a lo que San Pablo llama «la plenitud de la edad en Cristo».

«Desde ese día de Fourviére —confiesa— el 2 de marzo, han transcurrido tres meses, y heme aquí con las manos vacías. Padez­co una languidez fatal, que no logro sacudir. Mi conciencia, a este respecto, es severa. Y, colocado entre el deseo de hacer el bien y mucho, por una parte, y por la otra una increíble debilidad que me impide hacer algo, paso mis días en amargos reproches por no realizar mis propósitos pasados, y en nuevos propósitos que tam­poco habré de realizar».

Al hacer el balance de las gracias recibidas por un lado, y de sus constantes infidelidades por el otro, exclamó: «¡Ay de mí!, mi querido Dufieux, bien puedo decirlo, puesto que lo digo a la gloria de Dios: acaso nadie ha recibido más que yo generosas ins­piraciones, nadie ha sentido celos más santos ni ambiciones más nobles. No hay virtud, no hay obra moral o científica a la que no haya sido yo convidado por esa voz misteriosa que resuena en el fondo de mí mismo. No hay afecciones loables cuyo atractivo no haya sentido; no hay amistades y valiosas relaciones que no me hayan sido reservadas; ningún aliento me ha faltado; ninguna bri­sa favorable ha dejado de soplar en mi tallo para que en él broten flores. Acaso no haya, en la viña del Padre de familia eterno, una cepa que haya rodeado de mayores cuidados y de la cual pueda de­cirse con mayor justicia: Quid potui facere vineae mece, et non feci? Qué pude yo hacer a mi viña que no haya hecho?) Y yo, mala planta, no he florecido al soplo divino; no he hincado mis raíces en esa buena tierra; me he marchitado y secado. Conocí el don de Dios, sentí el agua viva bañar mis labios y no los abrí. Se­guí siendo un ser pasivo; me encerré en una inerte cobardía. No sé querer; no sé actuar, y siento acumularse sobre mi cabeza la aplastante responsabilidad de los favores que descuido cada día».

Necesitaría para levantarse y reconquistarse esa fuerza de Dios de la cual la piedad es fuente y alimento: «Pero la fuerza —se dice a sí mismo—, ese don del Espíritu Santo, tan necesario para cami­nar sin caer en medio de tantos peligros, la fuerza no está en mí. Voy flotando al impulso de todos los caprichos de mi imaginación. A veces la piedad me parece un yugo; la oración, un hábito de los labios; las prácticas cristianas, una última rama a la que me aga­rro para no caer en el abismo, pero de la cual no sé coger los fru­tos nutricios. Veo a jóvenes de mi edad avanzar, erguida la cabe­za, en los senderos de un progreso efectivo; y jTo me paro desespe­rando de poder seguirlos, y paso gimiendo el tiempo que debería emplear en caminar».

Esa religiosa confidencia se había abierto en presencia «de Aquel —decía— que nos ama a los dos y en el seno del cual nuestras dos almas separadas pueden reunirse y conversar todavía». Se cierra al pie de su altar y de su Mesa santa: «Esperaba sentirme mejor para conversar con usted. Ayer, tuve la dicha de recibir a Aquel que es la fuerza de los débiles y el médico de las languideces del alma, y hoy le escribo en la sinceridad de mi añoranza del pasado y de mis buenas resoluciones para el futuro. ¡Oh!, rece usted, se lo suplico para que, por fin, no se frustren éstas».

Los pensamientos de Ozanam que acabamos de leer eran los frutos de la cuaresma de ese año de 1835. En esa memorable cua­resma se inauguraron por fin, en la cátedra de Nuestra Señora, las conferencias dominicales del Padre Lacordaire. Habló de la nece­sidad de una Iglesia docente: «¿Por qué —se preguntaba el ora­dor después de las primeras frases—, por qué he tomado la palabra en este recinto? Asamblea, asamblea, decidme ¿ qué me pedís? ¡La Verdad! Por consiguiente, no la tenéis, etc».

Ozanam estaba allí. Sabemos que él había tramitado la institu­ción de esas conferencias y adivinamos con qué alegría saludó su solemne inauguración y su éxito. Al terminar la primera, Monse­ñor de Duelen, se levantó y dio las gracias «al hombre a quien Dios había concedido la piedad y la elocuencia, y más aún la vir­tud esencial del sacerdote: la obediencia. Lo llamó su leal y exce­lente amigo, el consuelo y la alegría de su corazón».

Ozanam se declara entusiasmado. Uno de esos domingos, por la mañana, el 15 de marzo, abrevia su carta a su padre, pues a las do­ce y media tiene que estar en Nuestra Señora para escuchar al Pa­dre Lacordaire que sustenta, ante un inmenso auditorio, la serie de conferencias que había iniciado un año antes en la capilla del co­legio Estanislao. Estas conferencias son magníficas. Asisten las personas más distinguidas de la capital, el señor de Lamartine, el se­ñor Berryer, etc. Se ven allí literatos, sabios y muchos jóvenes de las escuelas. La parte reservada a los hombres llena toda la gran nave; puede contener de cinco a seis mil».

Ozanam tenía allí no sólo su lugar, sino su empleo. Su carta a su padre añade: «Estoy encargado de hacer un análisis de estas conferencias para El Universo. Me pagan veinticinco francos por cada una: habrá ocho. Si la bolsa gana poco, le aseguro que el es­píritu nada pierde». Tampoco se perdía la caridad para el pobre. Cuentan cómo se las arreglaba Ozanam para atraer a Nuestra Señora a sus compañeros de las escuelas, en particular a quienes sabía que más lo necesitaban. Muchos objetaban la dificultad de encontrar lugar: «¡Venid!, yo os guardaré uno». Para lograrlo, llegaba con mucha anticipación, a veces dos horas antes, y con­servaba, defendía las sillas apartadas contra los invasores, hasta la llegada de sus agradecidos invitados.

Al lado de Ozanam, Lallier y La Perriére tomaban notas para los artículos de su amigo. Eran también sus impresiones, sus visio­nes lo que la pluma de su amigo expresaba el 14 de marzo de 1835: «Cuando, al final del discurso, el auditorio que había subyugado el acento del joven sacerdote cayó a los pies del pontífice para recibir su bendición, cuando las campanas de Nuestra Señora empezaron a repicar al mismo tiempo y se abrieron las puertas para de­rramar en toda la capital esa muchedumbre enriquecida con la limosna de la verdad, nos pareció asistir, si no a la resurrección del catolicismo, pues el catolicismo no muere, cuando menos a la resurrección religiosa de la sociedad actual».

En las siguientes reseñas, Ozanam indica que la muchedumbre era mayor que nunca; y Lacordaire aún máS apuesto. Divisó en­tre el gentío, en medio de otras celebridades, a Chateaubriand, a Saint Marc-Girardin, a Ballanche, al pastor Atanasio Coquerel. El entusiasmo fue aumentando hasta la última conferencia, «de una elocuencia superior a todo cuanto he oído en mi vida. Esto — dice— nos pone un bálsamo en la sangre».

Ozanam hubiera querido ver a la Iglesia, su madre reconoci­da y proclamada reina de las artes, como de las ciencias, como de las letras, extendiendo su cetro en todas las direcciones del pensamiento humano. En aquel mismo tiempo, su amigo de La Noue le escribió que acababa de formarse una Asociación de artistas, que le suplicaba aceptar el título y las funciones de vicepresiden­te. Ozanam se disculpó, arguyendo la multiplicidad de sus ocupa­ciones, aceptando, sin embargo, ser miembro intermitente, con el oculto propósito de trabajar por que prevaleciera el espíritu cris­tiano en ese mundo de artistas y poetas «con el cual deseaba con­servar un punto de contacto», como decía en su respuesta.

Y es que él había concebido el plan de una sociedad parecida, «a fin. —dice— de glorificar la religión por las artes y regenerar las artes por la religión. El poder de asociación es grande, pues es un poder de amor. Pronto hará cinco años que esa idea se adueñó de mí y no me ha abandonado». No serían sólo las artes, sino tam­bién las letras y las ciencias las que sería preciso incluir; no sólo los que las enseñan o las cultivan sino todos los que las patrocinan y las aman. Sociedad de emulación y fomento, con sus concursos y sus premios; sociedad de asistencia para el talento desgraciado o doliente; sociedad de proselitismo católico en el seno de la élite intelectual del país. ¿ Qué más? «En fin —dice— cuando una legislación más amplia lo permita, se establecerán colegios, acade­mias, universidades católicas. ¡Ah!, esos hermosos sueños, sin duda jamás tuve la pretensión de realizarlos yo mismo, pero siempre esperé que Dios se encargaría de llevar a cabo la obra con tal que se le ayudara».

Mas el joven apóstol quiere que la Asociación proyectada o na­ciente sea realmente una sociedad de cristianos, de católicos cre­yentes y practicantes, fieles a la dirección y a las enseñanzas ‘de la iglesia. Interroga a su amigo: «¿ Será religiosa, en el sentido más elástico de la palabra, o bien en el sentido prácticamente cristiano y positivamente ortodoxo? Podemos estar seguros, querido amigo, de que la ortodoxia es el nervio de toda obra católica, su condición vital y que de su fe habrá de derivar su duración y su fuerza».

Como tenía todas las ambiciones para la Iglesia, así como se regocijaba de todos sus triunfos, ese mismo corazón de apóstol se estremecía en cambio y temblaba frente a sus peligros y sus dolo­res. Era para él un gran sufrimiento observar, según se expresa él mismo, «los progresos de la propaganda racionalista en la juven­tud de las escuelas y la lamentable defección de algunos dé los hombres que antaño eran nuestras glorias». Al leer el Viaje a Orien­te del señor de Lamartine, no tardó en reconocer el veneno del escepticismo mezclado con la miel de la poesía en esa copa encanta­dora. «A fuerza de optimismo y tolerancia hacia el Corán, el poeta sale evidentemente de la ortodoxia», escribe. Mas Ozanam espera que el mal tenga remedio y que el tiempo habrá de borrar lo que haya de impuro en esas ideas y esas imágenes orientales. Sin embargo, es grande su dolor y exclama amargamente: «Ese mal del espíritu es el que destronó al Padre de Lamennais de las altu­ras en que su genio y su fe lo habían colocado. Y ahora nos hace temblar por la musa virginal de Lamartine».

La fe del joven creyente se eleva, al tratar este tema, a acentos cuya profunda, pero viril tristeza han igualado muy pocos: «Estas cosas son tristes —dice—; pero son ciertas. Nosotros católicos recibimos el castigo de haber puesto mayor confianza en el genio de nuestros grandes hombres que en la potencia de nuestro Dios. Recibimos el castigo de habernos enorgullecido en su persona, y de haber rechazado los agravios del incrédulo mostrándole con cier­ta soberbia la constelación de nuestros filósofos y de nuestros poe­tas, en vez de mostrarle, como era debido, la eterna cruz. Recibi­mos el castigo por habernos apoyado en esas cañas pensantes, por melodiosas que fueran: se han roto en nuestra mano».

Entonces, con un bello y generoso arranque: «Debemos buscar nuestro socorro a mayor altura, en lo sucesivo. No es un báculo frágil lo que necesitamos para atravesar la vida, son alas; esas dos alas que sostienen a los ángeles: la fe y la caridad. Es preciso lle­nar esos lugares que se encuentran hoy vacíos. En vez del genio de que carecemos, es preciso que la gracia nos dirija; es preciso ser valiente. Es preciso ser perseverante; es preciso amar hasta la muer­te; es preciso combatir hasta el final. No contemos con una victo­ria fácil: ¡Dios nos la hace difícil, para que sean más gloriosas nuestras coronas!»

A falta de genio, Ozanam no falló en su trabajo. Dividido en­tre el derecho y las letras, su labor será doble, pero doble también la armadura para los combates de mañana. Su salud sufre de ello doblemente, es cierto. Sus cartas a su madre revelan que, después de frecuentes y serios sufrimientos, su médico, el doctor Durnerin, le ha prohibido el exceso de estudios1. Ha renunciado, en conse­cuencia, a los cursos y al estudio de las lenguas orientales, para dedicarse exclusivamente a la preparación inmediata de sus exáme­nes jurídicos y literarios, meta de ese duro, pero fecundo año es­colar de 1834-1835. «Y de hecho —añade, no sin cierto despecho­¿ qué importará a mi cliente de mañana que su abogado sepa el sánscrito y el hebreo? Más vale enmohecerse en el código, puesto que mañana viviré atado desde la mañana hasta la noche a la gle­ba judicial, meditando a la vez el capítulo de Séneca sobre el des­precio de las riquezas». Consiente sin embargo en escribir una in­troducción para la Revista Europea, que renació de sus cenizas. Mas abandona para siempre las conferencias de historia: «Las po­brecitas están muriéndose, y no seré yo ¡ay de mí! el que las sal­vará».

En tales disposiciones, cultiva a los altos representantes de la ba­rra de abogados, por una parte, y de la literatura contemporánea, por la otra, simultáneamente, aunque no por igual. El 8 de febre­ro de 1835, cuenta a su madre que por recomendación suya, hizo una visita de año nuevo al señor de Lamartine: «Me dio una ama­ble acogida. Según parece, los versos que le dirigí le gustaron de ve­ras. Me dijo mil cosas halagadoras, que sin embargo me apenaron, porque no las merezco. Me hizo también hermosas predicciones pa­ra el porvenir que no están en camino de traducirse en hechos. Apun­tó mi dirección, para invitarme a cenar uno de estos días en su casa. Me suplicó también que asistiera a su reunión del sábado. No faltaré».

En la misma página, menciona una breve visita al señor Sauzet, un lionés, futuro presidente de la Cámara de, diputados, cuya be­nevolencia se obstina en ver en ese joven compatriota una espe­ranza de la tribuna y de la barra. A su padre le escribe el 15 de mar­zo: «Sauzet pronunció ayer, en la Cámara de Diputados, un dis­curso que obtuvo unánime admiración y que comparan con los me­jores discursos de Berryer».

¿A cuál de los dos personajes, el escritor o el abogado, el poeta o el hombre político dará la razón el porvenir del joven estudiante?

Fueron las Letras las que triunfaron a la postre en el año de 1835, como era de preverse. El 2 de mayo, una carta comunicaba al señor Velay, su amigo oficial, una inesperada noticia: «Queri­do Velay, te diré la causa de mi silencio. Me he empeñado en los últimos tiempos, en reducir a su más simple expresión, a su forma más positiva lo que había aprendido en literatura durante los tres años de mi estancia aquí con el fin de convertir, si es posible, mi ciencia en pergamino y recibir el grado de licenciado en letras. Tu­ve que leer otra vez, de cabo a rabo, mi Burnouf y convencerme de que jamás había sabido griego. Fue preciso repasar un montón de autores, y luego toda la historia de la que varias partes me eran bastante ajenas. Esos trabajos me ocuparon todo un mes, al cabo del cual obtuve por fin ese dichoso diploma de licenciado. Me ser­virá de escalón, según espero —añade— para recibirme de doc­tor el año próximo. Entonces seré, si Dios quiere, doctor en dere­cho y doctor en letras».

Estas eran, pues, «las dos cuerdas de su arco» a las que aludía en sus cartas a su madre, para estar doblemente al servicio del di­vino Rey, adondequiera que llamara a su soldado. Sin embargo, la alegría de su atrevido éxito académico estaba desde entonces en­venenado por sus inquietudes acerca de la salud de su madre. Su cariño por esa madre venerada pareció aumentar en esos días. El 24 de febrero, le daba así las gracias por la bendición que aca­baba de enviarle: «Esta bendición maternal es el regalo más be­llo y más valioso que pueda usted hacerme. . . Me he arrodillado y he pedido a Aquel que le ha dictado esas bendiciones, madre querida, que las ratificara; y que nunca permitiera que fuese yo indigno de ellas. He pedido energía y firmeza; he formado reso­luciones más sólidas; y ya he empezado desde hace unos días a actuar mejor. . .»

Luego, como era poco después de las carnestolendas, le descri­bía las pequeñas fiestas que se daban por turno mutuamente los estudiantes lioneses, Arthaud, Chaurand, Biétrix, La Perriére, Jan­mot, Falconnet, Ballofet, los dos Pessonneaux: «El señor Bailly, como un buen padre, se ha dignado participar algún tiempo en nuestras locuras».

Y para terminar como un hijo, hace esté encargo a su madre: «Por favor si usted quiere, dígale a mi padre algo que habrá de halagarlo. El otro día, el señor Andral, en su curso de medicina, dio una lección sobre la obra de mi padre: Historia de las Epide­mias, que citó con el mayor elogio. Adiós, madre querida, ame usted siempre como ahora, a su hijo».

Lo amaba y lo bendecía como si ya no tuviera mucho tiempo para amarlo y bendecirlo. Pero Federico lo ignoraba. Su padre no le había comunicado sino tardíamente sus alarmas, y esto cu­briéndolas con reticencias y atenuaciones. El hijo se quejó con vehemencia: «Mamá ha estado enferma, y hasta de cierta gravedad. ¡Y no me ha dicho usted nada! ¡Y pasan en casa cosas que tanto me interesan y las ignoro! . . . Lo ha hecho usted para evitarme in­quietudes; pero no es justo. Mi pobre madre se ha preocupado tanto por mí, es preciso que yo también me preocupe por ella y que sufra cuando ella sufre. Era necesario decírmelo todo a mí, su hijo, tanto más, mi buen padre, cuanto que es inútil disimular; el corazón adivina».

A partir de ese momento, ya no puede soportar la separación: «Estoy inquieto, madre querida; esa inquietud me hace desear pasar mi examen de derecho desde el 25 de julio, para reunirme con vosotros antes del fin de este mes. Entonces, madre mía, la abrazaré muy fuerte; trataré de llevarle alegría; la alegría, supre­ma medicina del alma, con frecuencia alivia hasta los sufrimientos del cuerpo».

El trabajo de preparación fue empeñoso. Necesitaba ganar en intensidad lo que había perdido en tiempo durante el largo mes que había dedicado a la licencia en letras. Sabía «que en ese pri­mer examen de doctorado, la mitad de los candidatos fracasan. Había contado mucho, como de costumbre, con el repaso de los últimos días». A la labor diurna, añadió la de la noche entera. Sen­tía martillazos en la cabeza, le dolían los dientes, tenía la cara hin­chada; pero proseguía con la mayor tenacidad: «Me he untado mostaza en las piernas y me quedé así desde las once de la noche hasta la una de la mañana. Las últimas noches, tuve que perma­necer despierto hasta horas aún más avanzadas y tomar baños de pies para evitar que se me congestionara la sangre». Cuando por fin llegó el día del examen, el joven demasiado enérgico no era ya sino una sombra de sí mismo.

El resultado fue pasadero, pero no brillante: una bola blanca y cuatro rojas: «Los profesores me trataron honorablemente, pues me hicieron preguntas sumamente difíciles». Pero ¿ qué dirá su padre? «Confieso que tengo miedo de él. Sin embargo, mi pobre padre me dio su palabra de no reprenderme. Bien sabe que hago todo lo que puedo para satisfacerlo. En verdad, lo quiero mucho a usted, padre; pero lo temo demasiado. Cuento de todos modos con un buen recibimiento». Y firmaba: «Vuestro hijo que sale dentro de dos horas y que os abrazará dentro de tres días».

  1. El doctor Durnerin, padre cristianísimo de la admirable señorita Teresa Durne­rin, fundadora de la Sociedad de los Amigos de los pobres, en París, 1847-1905. Se ha escrito su vida

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