La misión de Génova, fundada hacía siete años, había respondido plenamente a las esperanzas de su generoso bienhechor.
Buen número de parroquias de la diócesis habían sido evangelizadas con el mayor éxito. Los eclesiásticos venían a hacer el retiro con los misioneros, cuya regularidad dentro de la casa no les edificaba menos que su celo en el exterior.
Hemos visto ya que se había fundado en seminario interno. San Vicente, siempre prudente y atento, advirtió, el 14 de marzo de 1651, al Sr. Blatirón que no admitiera a los chicos demasiado jóvenes. Sin embargo una buena obra llegó a presentarse a ellos como una nueva prueba de la estima que hacía de los misioneros la serenísima república de Génova, y fue la misión de Córcega. El Sr. Blatiron, quien llevó la dirección, tuvo en ella una parte muy activa. Es al Sr. abate Maynard a quien copiamos el interesante relato de esta misión: «A la república de Génova pertenecía entonces Córcega. Con la esperanza de contener por la religión a esta isla siempre levantada contra la metrópoli, el Senado genovés rogó a Vicente, en 1652, que extendiera su caridad hasta ella. Vicente concedió enseguida a siete de sus sacerdotes de Génova, a la cabeza el Sr Blatirón, a los cuales el cardenal Durazzo añadió otros ocho eclesiásticos más, cuatro seculares y cuatro religiosos, aunque de los cinco obispados de Córcega dos solamente, los de Mariana y de Nebbio, fuesen sufragáneos de Génova. Jamás una misión fue más necesaria. Se conoce la vendetta, tan célebre en las historias como en los relatos de los romanceros y de los cuentos; es en Córcega, en el corral de sus habitantes, vulcanizados como su suelo y sus montañas, donde parece haber tenido nacimiento, para extenderse desde allí en olas de sangre, lava de esta pasión bárbara. A la ferocidad de los Corsos, la ignorancia, la impiedad, el incesto, el robo, los falsos testimonios, los matrimonios prohibidos y el divorcio hacían espantoso cortejo.
«Los misioneros se enfrentaron sin espantarse contra estos monstruos y, para vencerlos mejor, se repartieron en cuatro cuerpos que se dirigieron a la vez sobre Campo-Lauro, Cotone, Corte y Niolo. En Campo-Lauro, residencia ordinaria del obispo de Aleria, sede entonces vacante, tuvieron que luchar principalmente contra la división que, sede los dos vicarios generales nombrados, uno por la Propaganda, el otro por el capítulo, había pasado al clero y al pueblo. Triunfaron allí como en Cotone y en Corte. Sometieron primero a la regla del deber a los eclesiásticos, a quienes reunían cada día después del pueblo: apagaron los odios y las venganzas, rompieron los comercios criminales y los reemplazaron por cofradías de caridad.
«Pero el centro de la guerra santa estuvo en Niolo, valle de tres leguas de largo sobre media de ancho, rodeado de montañas inaccesibles, lugar de retiro, por consiguiente, de los banditi que, al resguardo de las rocas de las que se cubrían contra las pesquisas de los oficiales de justicia, podían ejercer impunemente sus asesinatos y sus bandidajes.
«En el resto de los habitantes, ningún carácter religioso más que el bautismo; ignorancia profunda de los primeros elementos de la fe; ausencia de toda práctica cristiana; todos los vicios en lugar de todas las virtudes. Era ante todo la venganza, primera lección inculcada a los niños, instintivamente practicada por ellos, como entre los pequeños de las bestias feroces; venganza que tomaba todas las formas: robo, falso testimonio, injusticia y siempre asesinato. Eran después las cohabitaciones antes del matrimonio y después de la petición de mano, uniones antes de la edad núbil y tras la primera infancia, y así concubinatos más o menos prolongados, a veces definitivos y hereditarios, divorcios múltiples, incestos amenazados con censuras.
«A estos males, los misioneros opusieron primero la instrucción religiosa, luego consiguieron separar a los concubinarios y a los excomulgados; reconciliaron a unos con Dios, a los otros con la Iglesia; entre estos últimos, ay, algunos sacerdotes; por último se ocuparon en restablecer la paz y la caridad entre este pueblo feroz. Era intentar humanamente lo imposible. Durante quince días trabajaron 165 sin arrancar ni un odio de los corazones, ni un arma de las manos. Venían a la predicación, pero en equipo de guerra, con la espada al cinto, dagas y pistolas ceñidas, la escopeta al hombro, la venganza en el alma. Apenas pronunciaba el misionero la palabra de perdón de las injurias, cuando, por miedo a impresionarse, se salían todos de la iglesia.
«No obstante la misión se va a terminar, el misionero está en el púlpito y sigue hablando del perdón. Ya se vuelven los talones. Como último recurso, saca el crucifijo: ¡Que todos los que quieren perdonar a sus enemigos, exclama, vengan a besar los pies del Dios de misericordia!’ A esta llamada, todos se miran. Pero se quedan inmóviles. El misionero se va a bajar; oculta el crucifijo y amenaza con la venganza de Dios a todos los que piensan vengarse de los hombres. La misma insensibilidad. Entonces se levanta un capuchino
¡Oh Niolo! Exclama, infortunado Niolo, entonces quiere perecer bajo la maldición de Dios!’ De repente se abren las filas y dejan paso a un párroco cuyo sobrino acababa de ser asesinado. ‘Soy yo quien va a comenzar!’ Se postra de rodillas y, llamando al asesino presente en la asamblea: ‘Venid, dice, que os bese después de a mi Dios’. Otro sacerdote encabeza luego a una multitud tal que, durante el espacio de una hora y media, no hubo en la iglesia más que reconciliaciones y abrazos. Y para sellarlo todo en la tierra como en el cielo, se quiso que un notario redactara un acta auténtica.
«El día siguiente fue verdaderamente un día de comunión general, comunión con Dios, comunión entre los hombres, comunión entre pueblo y pastor y entre pastor y pueblo. ‘¿Ha hecho todo el mundo la paz con sus enemigos?» pregunta entonces el misionero. Un párroco se levanta y pronuncia varios nombres. Éstos se acercan a su vez, adoran al Santísimo Sacramento expuesto, perdonan y se abrazan. ‘Oh Señor, exclama concluyendo el piadoso misionero, cuyo relato abreviamos, qué edificación en la tierra y qué alegría en el cielo!’ Después de dar la última mano a su obra, los misioneros se dirigieron a la orilla, donde los esperaba una galera enviada por el Senado de Génova. Eran acompañados de una multitud todavía armada; pero esta vez, las armas no descargaron más que en señal de alegría y de gratitud o para saludar su partida.
Siete años después, el Senado de Génova quiso fundar en Córcega una misión permanente. Vicente recibió la propuesta con agradecimiento, pero vio dos graves dificultades: No tenía hombres que hablaran italiano y formados para este empleo; después, temía indisponer e los obispos, sobre las rentas de las cuales la República tenía intención de tomar los cuatrocientos escudos anuales destinados al mantenimiento de los misioneros de Córcega. Su pensamiento fue entonces diferir esta fundación, y limitarse, mientras tanto, a una misión parecida a la de 1652. El cardenal Durazzo, quien estaba empeñado en este proyecto, halló el medio de eludir la principal dificultad. No se trataba ya más que de una pequeña fundación en uno de los obispados de Córcega, con obligación para los misioneros de recorrer el resto de las diócesis de la isla; y se les asignaba como subsistencia un fondo independiente, sin imponer un tributo odioso sobre las tierras episcopales. El penúltimo día de su vida Vicente escribía una vez más, lleno de admiración y de gratitud, para unirse a esta combinación; pero llegó su muerte para interrumpirlo todo.La casa de Córcega no fue fundada en Bastia hasta 1678; suprimida en 1798 por la revolución francesa, nunca ha vuelto a fundarse.
El mes de julio llegaban tristes noticias de Córcega, y Vicente escribe al Sr. Patrice Valois, en Génova, el 19 de julio de 1652,
Señor,
«Vuestra carta sólo contiene tristezas donde estáis de vuelta del Sr. Blatiron y de los demás; en efecto tenéis razón de temer que los calores los sorprendan en Córcega, y tal vez alguna enfermedad. Yo también siento inquietud y pido a Dios que los libre de todos los peligros de mar y tierra. No creo que la república que los ha enviado a ese país, y que sabe que no hay peste, les obligue a cuarentena; pero aunque lo hiciera, habría que conformarse con la voluntad de Dios y así en todo; resto les servirá también para trabajar en el campo, o bien lo aprovecharían para descansar, pues uno y otro lo están necesitando. Nosotros continuaremos pidiendo a Dios, por ellos y por usted. Lo que le pido que haga por las casas de ahí y por la región que va en aumento de desórdenes, y se encontrará pronto en una extrema miseria, si Dios, en su bondad, no lo remedia».
San Vicente escribe el 9 de agosto al Sr. Martin, en Turín:
«Señor,
«Como Sr. Blatiron nos ha informado de la bendición que Dios ha dado a vuestros trabajos en Córcega, yo no puedo más que mostraros el consuelo que la Compañía ha recibido por ello, en particular yo que voy a enviar este relato a todas nuestras casas para edificarlos, animarlos con el ejemplo de la vuestra, a emprender muchas cosas para el servicio de Nuestro Señor y a confiar en él en las dificultades que se encuentran, las cuales le sirven de base para conceder el éxito. Yo se lo agradezco infinitamente por esta casa y vuestro feliz regreso. Quiera su divina bondad, Señor, guardaros, y glorificarse cada vez más en ustedes y por ustedes».
El Sr. Blatiron debió regresar por esta época, pues san Vicente le escribe el 16 de agosto de 1652, en Génova:
«Señor,
Le agradezco por informarme sobre el estado presente de su casa ; veo en ello paja y buen grano, y no se debe esperar otra cosa de la condición de los hombres mortales; hemos de esperar a que nos hallemos en el cielo para ver el trigo puro. Espero de la bondad de Dios que de estas debilidades él saque fuerzas, y de estas miserias, su gloria. Humillémonos, y al trabajar para el apoyo de los demás, tratemos de presentarnos agradables a Dios y a aquellos con quienes vivimos… Seguís pidiendo al Sr. Ennery para Córcega, pero me parece que no tiene suficiente unción para ese país, en el que el pueblo, siendo rudo, acostumbrado a la rudeza, se debe ganar por la dulzura y la cordialidad, ya que los males se curan por sus contrarios. He avisado a este buen sacerdote de su defecto que viene de la naturaleza; pienso que trabaja por corregirse; veremos si será con eficacia. No le he hablado de este viaje. Soy, etc.»
El 2 de enero de 1654, san Vicente, después de hablar al Sr. Blatiron de una misión en la que acaba de tomar parte, le anuncia la llegada a París de los Srs. de Horgny y de Chrestien y del paso a Hamburgo del Sr. Ozenne que se dirigía a Polonia. Se queja de no haber recibido cartas de Génova por los últimos ordinarios. Tal vez hay que ver la razón de este retraso, del que se queja san Vicente, explicada en la carta que un mes después escribía al Sr. Ozenne ya en su puesto en Varsovia. En ella se nos dice en efecto que en esta época la casa de Génova debió sufrir una prueba momentánea, por haber caído casi todos los cohermanos enfermos al mismo tiempo.
«20 de marzo de 1654.
Señor,
Es verdad que en Génova toda la casa se ha visto perturbada, quién por una cosa, quién por otra; pero ahora todos están mejor, aunque no se hayan curado todos. Van a volver a un seminario interno y a continuar una devoción que han comenzado, y nosotros con ellos, para pedir a Dios, por lo méritos y las súplicas de san José, cuya fiesta celebrábamos ayer, que envía buenos obreros a la Compañía para trabajar en su viña. Nunca hemos llegado a conocer la necesidad como la sentimos ahora porque varios cardenales y obispos de Italia nos ruegan que les demos misioneros. Los de Roma y de Génova continúan trabajando con tanto fervor y tanta bendición que gozan de un buen nombre por las misericordia de Dios».
El 8 de mayo de 1654, san Vicente escribe de nuevo al Sr. Blatiron:
«Señor,
He recibido vuestra última carta del mes de abril, en la que el día se quedó en blanco, contiene los principales frutos que se han logrado en la misión de Gani, y las travesuras que el maligno ha preparado. Doy gracias a Dios por esta bendición y le ruego que conceda la gracia a ese pueblo de perseverar en el buen estado en que le habéis dejado. Son siempre nuevos motivos de admirar las conductas de Dios con vuestra persona y vuestros empleos, y de humillaros más a la vista de sus grandes misericordias.
«No quiero tener otro pensar que le de ese gran cardenal, monseñor vuestro arzobispo, respecto de la fundación que desea hacer ese buen senador. Pues no se puede aceptar, puesto que no está informado, ni vos tampoco. Me parece sin embargo que si por ahí nos ofrecieran una suma parecida no la rechazaríamos, con tal que las cargas no sean excesivas, sino razonables; habiendo dejado el cuidado de este asunto, como lo habéis hecho en manos del Sr. Christophe Moncha, espero que se cumpla, si es posible. Os ruego que renovéis los ofrecimientos de obediencia a este buen servidor de Dios y me encomendéis a sus oraciones haciendo lo mismo para con estos otros señores y bienhechores, incluso de su Eminencia, cuando lo creáis oportuno.
«Doy gracias a Dios por la feliz llegada de los Srs. Joly y Levasseur, y en el accidente sucedido al último por haber salido bien del percance. Os ruego que me enviéis al otro en la primera ocasión, si no ha salido aún. No conviene que siga en Génova, ni por la salud, ni por sus asuntos, puesto que para eso le hacemos volver de Roma…»
Después de algunas noticias sobre Polonia, de una reciente fundación hecha en Agde, y del Sr. Alméras enfermo en Laon, san Vicente recomienda a este último a las oraciones de los cohermanos de Génova, y termina así su carta … Podréis enviarnos al hermano Claude, o algún otro que queráis, después que el hermano Rivet haya llegado a Génova. Os hablé largo y tendido de ello en mi última; podrá salir de Moulins hacia finales de mayo para continuar su viaje. Tiene dos hermanos en la Compañía, uno sacerdote y el otro a punto de serlo, y su madre y su hermana están con las hijas de la Caridad. Ofrezco frecuentemente a vuestra persona, vuestra dirección y a vuestra comunidad a Nuestro Señor, en quien soy», etc.
A finales de este mismo año, el diligente y prudente superior de Génova es enviado a Turin para estudiar un proyecto de fundación en esta ciudad. Esto es lo que san Vicente le escribe a propósito:
«París, este último de diciembre de 1654.
Señor,
Os he escrito en mi última la petición que nos hace el Sr. marqués de Pianezze, jefe del Consejo de Su Alteza Real de Saboya, de dos misioneros para establecerlos en Turín, y como el Sr. Levazeulx, superior de Annecy me ha enviado la carta del Sr. primer presidente del Senado de Chambéry por la que le informaba que dicho señor marqués, en lugar de dos sacerdotes de la Misión, pide seis para ser colocados en una iglesia del Santísimo Sacramento de la ciudad de Turín donde han tenido lugar algunos milagros antiguamente sin que les quede tiempo libre para ir a trabajar al campo, ni hacer nuestras funciones. Esto es, Señor, lo que me ha hecho pensar que es conveniente qua vayáis a hacer un viaje hasta allá, con anuencia de Mons. cardenal; no hay más que tres jornadas, por lo que me han dicho, y buen camino; así que le ruego que se tome esta molestia y, una vez en Turín, preguntar por el Sr. Thévenor cirujano de Su Alteza Real, que es uno de nuestros amigos, ya os dirá él; y si no está, os presentaréis a dicho señor marqués, le haréis la reverencia de nuestra parte y le ofreceréis los servicios de la Compañía, y los míos en particular; le diréis que os he pedido ir a verle, y demostrarle, con todos los respetos que os sea posible, que vais a verle con motivo del mandamiento que me ha hecho de que le envíe misioneros y hacerle comprender que el fin de nuestro Instituto y cómo no podemos aceptar fundaciones sino a condición de dar misiones en el campo y, si la ocasión se presenta, los ejercicios de los ordenandos, en el caso que Nuestros señores los obispos lo deseen; y que de otra forma obraríamos contra los designios de Dios sobre nosotros; pero que si la cosa se puede ajustar, de manera que se pueda hacer la una sin omitir la otra, trataremos de hacerlo, aunque no sin dificultad, a causa de la poca gente que nos queda, además de lo que se nos han muerte los años pasados y muchos más que tenemos en los demás establecimientos; que si se pudiera hacer que de estos seis sacerdotes que pide, y para los cuales existen fondos, que hubiera tres entregados a las misiones del campo, mientras que los otros tres trabajarían en la ciudad, haríamos en esto lo que Nuestro Señor y él nos están pidiendo; luego le podréis informar de las ordenaciones y de los seminarios, demás ejercicios de la Compañía. Acaso que, según nos escriben, se trata de un plan de esa corte; acaso se podría ajustar todo, no siendo menos útiles verosímilmente y necesarios esos empleos en esos países que en otros lugares. Que si os dice que serás uno de los que echarán los fundamentos de esta misión, decidle que no puede ser absolutamente, y asegurad a Mons. el cardenal Durazzo que eso no será, y que regresaréis y continuaréis, y que le doy la palabra ante Dios, en cuya presencia le hablo y suplico humildemente que consienta en que hagáis ese viaje. Recibí ayer por la tarde su cuadro que guardaré bien querido y bien precioso toda mi vida, y que me habéis hecho en ello un regalo de los más ricos y más agradables que me podíais hacer.
«Ved pues, Señor, la súplica que os hago y por vos a Mons. el cardenal, sería de desear que pudierais partir lo antes posible una vez acabada vuestra misión, la que pido a Dios que la bendiga, y a vuestra persona, y a su divina majestad que bendiga vuestro viaje y vuestra negociación.
Cuando lleguéis a Turín, nos escribiréis, por favor, con diligencia, y contaréis al Sr Berthe, en Roma, lo que habéis hecho. Mientras tanto, soy en el amor de N. S. etc.»
Llevadas por un fiel representante de san Vicente y un tan perfecto imitador de sus virtudes, las negociaciones no podían por menos de acabar bien en el sentido que lo requería la divina Providencia. La misión fue fundada sin retraso y el Sr. Martin, que desde hacía algún tiempo se había marchado de Génova para ir a París y de allí a Sedan, fue el primer superior elegido para ir a cultivar este nuevo campo abierto al celo de los misioneros. Hemos dicho en su lugar todos los frutos que produjo esta nueva fundación.