1. Encuadramiento
El humanismo nace y se desarrolla en la época del Renacimiento (XIV-XVII, que es el marco histórico en que debe situarse el movimiento de las Letras y de las Artes. Pero el humanismo contiene expresiones más amplias que las puramente literarias registradas en los ámbitos renacentistas; abarca también manifestaciones de signo religioso, muchas de ellas contradictorias. Por su propia naturaleza, el humanismo centra la atención en el hombre, el ser más cualificado de la creación, dotado de libertad para disponer de su propio destino. La complejidad del humanismo se deriva de los distintos enjuiciamientos que el hombre ha hecho de sí mismo a lo largo de la historia, sobre todo a partir del siglo XIX. Fue F. J. Niethammer, en 1808, quien usó por primera vez el término «humanismo» para justificar, como dice G. Bof, «la vieja enseñanza media frente a las escuelas de formación e inspiración racionalista y su orientación prevalentemente técnica».
Existen formas variadas de humanismo vinculadas estrechamente a la creencia religiosa o enfrentadas con ella. Tanto en los tiempos antiguos como en los modernos, encontramos cultivadores del espíritu que no se distinguen por la confesión de un mismo «credo», ni por el mismo grado de solidaridad con sus semejantes, sino por la simple exaltación del hombre, aunque sea con la negación de Dios e incluso del hombre mismo. Niegan primero a éste, para engrandecer luego su poder transformador del mundo. Afirman la oposición entre Dios y el hombre, quien no llegará jamás a ser él mismo mientras dependa de la voluntad de un Ser Supremo. Comprende, por lo tanto, el humanismo corrientes de fe y cultura imposibles de reducir a un mismo canon, que la historia de la filosofía ha tratado de clasificar, aunque queden todavía pendientes muchas cuestiones relativas a la concepción del hombre y de su ser en el mundo. La relación hombre-mundo es el planteamiento radical de los humanistas ateos, que ven en «la muerte de Dios» la suprema reafirmación del hombre.
No es nuestro propósito hacer un elenco de «humanismos» aparecidos en la historia. Sería éste un tratamiento largo, ajeno además al fin de esta obra. Nuestro trabajo no es tan ambicioso ni tan complicado; se limita únicamente al estudio de tres aspectos del humanismo conocido y practicado por san Vicente de Paúl: el literario, el cristiano y el devoto. Pasamos por alto las tesis defendidas por Burckhardt, Hegel, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, Maritain, Heiddeger, Sartre, Foucault, etc., que han hecho del humanismo objeto preferencial de sus estudios.
Encuadrado en el contexto cultural y religioso del s. XVII, Vicente de Paúl no escapa de las influencias literarias, sociales y religiosas de su época; aún más, se hace eco de ese movimiento cultural, espiritual y artístico que floreció en Italia, durante el s. XV, y se extendió posteriormente a otros países europeos. El humanismo vicenciano se caracteriza por lo que hoy llamamos «la civilización del amor». Su originalidad consiste en el cultivo de la fe y de la caridad, virtudes que parten y se dirigen a Dios, pero que tienen al hombre como escenario de operaciones. En esta línea teologal, el compromiso caritativo social vicenciano comunica a la acción los rasgos que debieran definir la conducta humano-cristiana en dependencia con Dios y en solidaridad fraterna con toda la humanidad. Hacia la promoción integral del hombre se orientan todos los esfuerzos del «genio de la caridad». Sus obras demuestran la forma de humanismo que él profesó, convirtiéndole en testigo excepcional del amor de Cristo a la humanidad entera. Es imposible entender su compromiso en el mundo sin esta óptica de fe y de amor: parte del servicio a Jesús en la persona de los pobres, dotados de eminente dignidad. Las expresiones vivas literarias no son más que explosiones de fervor en un momento dado. Lo que cuenta es la caridad teologal, máximo exponente del «pequeño método».
2. Humanismo literario
Aunque no sea éste el campo principal de san Vicente, no faltan autores que le consideran un «clásico» de las letras francesas. Es cierto que no cultivó nunca, de manera expresa, las formas literarias; es más, se mofó de la literatura barata que se pierde en palabras y en conceptos rebuscados, difíciles de entender por falta de claridad y sobra de sutileza; detestó los artificios verbales y doctrinales, manteniéndose siempre en la línea de la naturalidad y de la espontaneidad. Sin embargo, los estudiosos de su palabra escrita y hablada lo tienen como un maestro del género epistolar y del arte oratorio. Algunas de sus piezas figuran en las antologías o florilegios literarios, piezas fácilmente detectables por su estilo y unción inconfundibles.
Aunque no aparezca en la lista de los humanistas cultivadores de las Letras y de las Artes, ni escribiera ninguna obra como Erasmo de Rotterdam, Juan Luis Vives o Montaigne, nadie duda de su interés por el hombre, a quien dedicó lo mejor de su vida y de su trabajo. Se preocupó por el hombre completo, por su destino temporal y eterno, por su felicidad terrena y celestial.
La palabra escrita y hablada
Pocos han despachado tanta correspondencia como Vicente de Paul. Se calcula que salieron firmadas de su puño y letra más de treinta mil cartas, aunque no todas, sino una mínima parte, hayan llegado a nosotros. Del conjunto epistolar no todas fueron escritas personalmente por él; algunas fueron dictadas a sus secretarios, o entregadas en borrador. Son pocas las cartas de juventud que conservamos, pero numerosas las pertenecientes a la edad madura, lo que nos permite hacer un juicio valorativo de sus cualidades más sobresalientes, sin detenernos en otros documentos escritos como reglamentos y esquemas de predicación, que también revelan su capacidad literaria y de comunicación. Algunas disposiciones del Reglamento de Châtillon (cf. X, 575-588) sirven por sí solas para probar no el humanismo como ciencia dialéctica, sino como ejercicio práctico y organizado de caridad en favor del pobre.
En particular, las cartas de la cautividad (cf. 1, 75- 88) revelan un dominio del género literario de las «turqueries» francesas o de la novela picaresca española. La producción epistolar de la edad madura confirma su viveza de imaginación, la facilidad para pasar de un asunto a otro y la capacidad para impresionar al lector. Con frecuencia, una sentencia final resume toda la argumentación llevada a lo largo de la misiva. Pero, si es admirable la técnica con que avanza en la escritura, impresiona aún más la fuerza con que describe situaciones urgentes de ayuda caritativa. No encontramos en la correspondencia vicenciana ni una sola carta en la que no despache algún asunto espiritual, económico o de gobierno que no guarde relación con el servicio al pobre. El tema del hambre, de la guerra o de la peste llena cientos de papeles cuya firma inconfundible delata a su autor.
En el arte oratorio es indiscutible su autoridad. Vicente de Paúl posee las cualidades requeridas en un orador que intenta enseñar, conmover y convertir al auditorio. El secreto de su elocuencia se esconde en la unción con que explica la Palabra de Dios y la aplica a situaciones reales del momento. Se advierten diferencias notables entre los oradores del s. XVII y la elocuencia sencilla del Sr. Vicente. Basta comparar algunos sermones de aquel tiempo con las conferencias del Santo para persuadirse de la distancia que les separaba. El Fundador de la Misión y de la Caridad reprocha algunos métodos de exponer la Palabra de Dios, que eran más un alarde de erudición altisonante que un medio de comunicación provechoso. ¡Qué derroche de facundia para no aclarar nada! Hasta el mismo La Bruyére ridiculiza a los vocingleros del púlpito.
Hubo, sin embargo, brillantes excepciones como Benigno Bossuet, miembro de las Conferencias de los martes y admirador de la sencillez vicenciana. Nuestro reformador del púlpito no se detiene en descripciones ampulosas ni pretende, principalmente, deleitar los oídos de sus oyentes; se rige por las reglas del «pequeño método», ingeniado por él mismo (cf. XI, 164-187; 191-195). Las conferencias a los misioneros, a las Hijas de la Caridad y a las Damas de la Caridad están pronunciadas según las normas de dicho método, en el que no se sabe qué admirar más, si el ingenio del orador, o su profundidad sencilla. En todo caso, destaca por el tono familiar y coloquial, «rico en doctrina y chispeante de humor», como comenta H. Brémond.
Son tan abundantes los textos antológicos vicencianos que ellos solos ocupan ya gran parte de este Diccionario. Pero ¿cómo silenciar aquella inesperada evocación al P. Bourdaise tan llena de patetismo?: «Recemos por el P. Boudaise, hermanos míos, por el P. Bourdaise que se encuentra tan lejos y tan solo y que, como sabéis, ha engendrado para Jesucristo, con tanto esfuerzo y fatiga, a un gran número de aquellas pobres gentes del país en que se encuentra. Padre Bourdaise, ¿sigue usted todavía vivo o no? Si está vivo, ¡quiera Dios conservarle la vida! ¡Si está ya en el cielo, ruegue por nosotros!» (XI, 377) . Brémond comenta a propósito de este recuerdo emocionado: «Tal pasaje que yo habré tal vez revelado a más de un lector, ¿no debería ya sernos familiar a todos y desde nuestros años de colegio? ¿No es digno de ser comparado con otras tres maravillas del género: David llorando a Jonatán: Montes Gelboe; Virgilio: Heu si qua fata, y san Bernardo en la oración fúnebre de su hermano?»
Ni en las cartas ni en las conferencias vicencienes se observa el menor atisbo de erudición pagana, como es constatable en otros autores de la época: Pedro de Bérulle, Francisco de Sales y Juan Pedro Le Camus, por citar sólo algunos clérigos más renombrados del humanismo devoto. Tratándose de Vicente de Paúl, hasta dudamos de algunas citas de la antigüedad clásica que los amanuenses de las conferencias ponen en boca de su admirado orador. Más que en la erudición pagana, su humanismo se inspira en el Evangelio y en el corazón humano, en la sabiduría popular e, incluso, en ciertas formas de humor con que ironiza la ingenuidad de las gentes crédulas, cualidades heredadas del propio temperamento y de la observación directa de los pueblos; son también parte de la formación recibida en los pequeños centros de enseñanza y en las aulas universitarias que frecuentó. Los ambientes escolares estaban entonces invadidos de espíritu humanístico. A pesar de esta influencia en él, el suyo quedaría desfigurado si lo redujésemos a fórmulas literarias, o no lo convirtiésemos en simple vehículo de comunicación humana y en exponente de cordialidad.
3. Humanismo cristiano
En la época de san Vicente se dan dos frentes de pensamiento humanista, de signo contrario, capitaneados, el primero por hombres de fe profunda que hacen de la religión su alimento cotidiano; y el segundo por los autores del «libertinaje». Cada uno por su parte configura dos formas antagónicas de humanismo, diferenciado en su doctrina y en la práctica moral. San Vicente se hace eco de las dos posturas que provocan en el pueblo reacciones distintas, según provengan de un partido o de otro. Él no permanece como un expectador pasivo, sino que toma posición ante la defensa o condenación de los principios de fe y de vida cristiana debatidos en la sociedad. La oración y el estudio le dictan la política que ha de seguir frente a los defensores o destructores de la fe y de la moral.
El «libertinaje» reviste varias caras, unas más furibundas contra la fe, otras más tolerantes pero igualmente demoledoras de las buenas costumbres. La más encarnizada llega a negar la existencia de Dios y a ridiculizar la religión, dando paso al ateísmo de épocas posteriores. La más benigna resulta, por lo demás, satírica contra la ética cristiana. Unos y otros abogados del «libertinaje» obran siempre en nombre de la razón separada de la fe y profesan la moral epicúrea, para la que no hay nada prohibido y todo está permitido. La irrisión y la burla son armas empleadas por los libertinos exacerbados, que se ceban en el pecado de los católicos para desprestigiar a la Iglesia necesitada de reforma.
Existe una forma solapada de «libertinaje» que puede introducirse en las comunidades religiosas y que se traduce en indolencia y pereza espiritual-apostólica, vicios contrarios al celo misionero. San Vicente alude a ellos cuando pone en guardia a sus compañeros de los males que acarrearán en el futuro los «espíritus muelles y regalados». Se pregunta el Santo delante de la comunidad: «Y ¿quiénes serán los que intenten disuadirnos de estos bienes que hemos comenzado? Serán espíritus libertinos, libertinos, libertinos, que sólo piensan en divertirse y, con tal que haya de comer, no se preocupan de nada más» (XI, 397). Advierte el copista que mientras esto decía, el orador hacía muecas tratando de imitar a los indolentes y cobardes.
El talento avispado del Sr. Vicente desenmascara con habilidad los males derivados del humanismo descristianizado, pero donde pone énfasis es en la proclamación de los valores del Evangelio, únicos capaces de llevar al hombre a la felicidad completa. El humanismo cristiano ve al hombre como «imagen de Dios» y agente principal de su realización. Para el humanista cristiano, el hombre es portador de bienaventuranza eterna; constituido «hijo en el Hijo», se hace «heredero de Dios y coheredero de Cristo» (Rm 8, 17), Su dignidad y vocación no pueden ser más excelsas, cualesquiera que sean su condición y estado, su raza y su color. Todos están llamados al Reino de Dios, un Reino que comienza en el tiempo y llega a su plenitud en la eternidad.
La dignidad humana inspira al humanista cristiano un sentimiento de «optimismo», a pesar de las limitaciones que rodean al hombre. Como bien se ha dicho, el dogma central del humanista cristiano no es el pecado original, sino la redención por la que el hombre queda salvado; no se niega la fragilidad de la naturaleza humana, herida por el pecado, pero se exalta la capacidad del hombre para transformar el mundo y realizarse a sí mismo.
San Vicente no se distingue precisamente por el «optimismo» hacia el hombre, como san Francisco de Sales, aunque proclama su excelsa vocación de redimido y salvado por Jesucristo. Destaca por otros conceptos reducibles a tres capítulos, sobre los que basa su compromiso humano y cristiano. Se trata de tres factores que integran su «fe y experiencia». Constituyen además la base de una antropología teológica llevada a la acción.
Factores teológicos, sociológicos y biográficos
El trabajo de Dios dentro y fuera de sí mismo es la argumentación teológica primera que asienta las bases del humanismo vicenciano. Se pregunta el Santo por qué Dios ha trabajado, trabaja y trabajará incesantemente, y se responde: «Por el hombre, por el hombre solamente, por conservarle la vida y por remediar todas sus necesidades. El Padre y el Hijo no han dejado nunca de dialogar, y ese amor mutuo ha producido eternamente al Espíritu Santo, por el que han sido, son y serán distribuidas todas las gracias a los hombres» (IX, 444s).
La creación y conservación del mundo son fruto de la Sabiduría divina y están referidas al hombre, que ha de completar con su trabajo la «epopeya» más grandiosa de Dios. Como miembro de la gran comunidad humana y a semejanza de Dios, el hombre construye por medio del trabajo y del diálogo la ciudad terrena, donde ha de reinar la fraternidad y la paz estable. La vinculación entre Dios y el hombre, entre el trabajo divino y humano, no coarta la libertad del ser racional ni impide su plenificación. Para san Vicente, es inconcebible un humanismo donde esté ausente Dios. Por el contrario, es tanto más verdadero cuanto más posibilita al hombre su aspiración a alcanzar a su Creador. El horno faber se perfecciona con el horno christianus, destinado a gozar de Dios por la obra redentora de Jesucristo. La humanidad entera gime con dolores de parto hasta verse liberada de la servidumbre de la corrupción (cf. Rm 8, 20-21).
El misterio de la encarnación del Verbo es el argumento teológico decisivo del humanismo vicenciano; de su contemplación surge el movimiento incesante y envolvente del amor a Dios y al hombre. «Imagen de Dios invisible» (Col 1, 5), Cristo es el hombre perfecto que, asumiendo la naturaleza humana, eleva al hombre a la categoría de hijo adoptivo de Dios, cualidad que engrandece la dignidad del redimido. Como hombre perfecto, Jesús «trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (GS 22). San Vicente había comentado que el Creador, Padre de todos, «quiso poner en nosotros el germen del amor, que es la semejanza, para que no nos excusásemos diciendo que no podríamos pagarle jamás. Ese enamorado de nuestros corazones, al ver que, por desgracia, el pecado había estropeado y borrado esa semejanza, quiso romper todas las leyes de la naturaleza para reparar ese daño, pero con la ventaja maravillosa de que… quiso, con el mismo proyecto, que le amásemos, hacerse semejante a nosotros y revestirse de nuestra misma humanidad» (XI, 65).
Sólo el amor fabrica el humanismo verdadero. El Hijo de Dios así lo demostró muriendo en cruz por la salvación de todos. Por eso añade san Vicente: «Sólo nuestro Señor ha podido dejarse arrastrar por el amor a las criaturas hasta dejar el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a las debilidades. Y ¿para qué? Para establecer entre nosotros, por su ejemplo y su palabra, la caridad con el prójimo. Ese amor fue el que lo crucificó y el que hizo esta obra maravillosa de nuestra redención» (XI, 555). Así pues, la encarnación y la redención de Cristo establecen los pilares de la caridad, nota distintiva del humanismo cristiano.
El símil del cuerpo desarrollado por san Pablo, 1 Cor 12, 12-30, presenta el tercer argumento teológico. Por motivos de fe y de amor, el creyente se compromete a vivir la compasión evangélica con los necesitados. Cristo es la cabeza de este cuerpo, y los demás son miembros unos de otros. Por consiguiente, todos tienen que padecer juntos. Lo contrario significará «no tener caridad, ser cristianos en pintura, carecer de humanidad, ser peor que las bestias» (XI, 561).
Los argumentos teológicos referidos mueven a la solidaridad en un mundo atiborrado de pobres. Ante tanta miseria urge el compromiso caritativo social, promovido ni más ni menos que por los factores sociológicos, económicos, culturales y religiosos que condicionan el humanismo vicenciano. El factor teológico requiere la compañía del sociológico. El hambre, las guerras, la peste, la incultura humana y religiosa son datos que mueven a la solidaridad con los hermanos. Según san Vicente, se impone la práctica de la justicia, como acción primera, pues «no puede haber caridad si no va acompañada de justicia» (II, 48); además «los deberes de la justicia son preferibles a los de la caridad» (VII, 525).
¿Quién puede asegurar que hace caridad y no justicia cuando ayuda a los pobres de extrema pobreza? La entrega a Dios para servir a su Hijo Jesucristo en la persona de los necesitados es la demostración práctica del humanismo vicenciano, que es una forma de reivindicar la dignidad del hombre, apostando por él todos los tesoros del corazón humano.
Finalmente, el factor biográfico contribuye a completar el humanismo de san Vicente. Su origen campesino, el sacerdocio, el encuentro con Jesús evangelizador de los pobres, la dedicación a la Misión y a la Caridad, etc., son otros tantos datos que ayudan a entender la modalidad «humanística» del Santo. Hombre para los hombres, san Vicente no tuvo otro ideal que el seguimiento de Jesús, que vino al mundo para salvar a los hombres. Gentes de cualquier bando, cultivadores de la filantropía o de la caridad cristiana, todos le consideran un bienhechor de la humanidad. Y es que su vida aparece como un ejemplo de dedicación al hombre.
4. Humanismo devoto
El humanismo devoto aparece en el s. XVII como reacción, en parte, contra otras corrientes es pirituales; pretende ser una síntesis equilibrada de pensamiento y de práctica espiritual entre las distintas tendencias. Si la «escuela abstracta» orientaba hacia el teocentrismo, y la «devoción moderna» hacia la imitación casi mimética de Jesús, el «humanismo devoto» perseguía la perfección integral del hombre. Dios, Cristo y hombre se funden en el ideal de los humanistas devotos, que consideran al hombre como objeto predilecto de la obra de Dios y de su Hijo Jesucristo. De ahí que sea la manifestación «más capaz de aplicar los principios del humanismo cristiano a las aspiraciones interiores» del hombre. La expresión «humanismo devoto» se debe a. H. Brémond, que la aplicó por primera vez a un amplio número de espirituales del s. XVII, de Francia, empeñados en la vida religiosa.
San Francisco de Sales es el representante más destacado de este movimiento espiritual y cultural, movimiento que lleva a la verdadera «devoción», a la que todos los cristianos están llamados sin distinción de sexo, oficio o estado. El optimismo salesiano se apoya en el hombre como «hechura de Dios», criatura redimida por la muerte de Cristo y, por consiguiente, vocacionada a la santidad, que es el verdadero nombre de la «devoción». La Introducción a la vida devota y el Tratado del amor de Dios exponen la doctrina sobre la devoción que el creyente ha de practicar en cualquier circunstancia de tiempo y lugar, teniendo en cuenta los talentos recibidos, pues es cierto que no todos pueden alcanzar el mismo grado de virtud ni ofrecer los mismos ejemplos de perfección.
Como era de suponer, san Vicente, que no se identifica con el optimismo salesiano ni con el humanismo devoto en general, no se opone ni discute las enseñanzas de su amigo «el bienaventurado obispo de Ginebra», pero anima al seguimiento de Jesús evangelizador de los pobres. En cuanto a la oración, una de las caracterásticas de los «devotos», acepta plenamente las explicaciones del santo obispo, aunque aconseje saber «dejar a Dios por Dios» cuando la urgencia de la caridad obligue a cortar el silencio de la oración para ir a socorrer al pobre.
Otro punto complementario del humanismo vicenciano se refiere al trato debido al pobre. El espíritu de «dulzura, compasión, cordialidad, respeto y devoción[/note] ha de impregnar el servicio que las siervas de los pobres tributan a sus «amos y señores» (IX, 915s). Esas cinco notas que acompañan el servicio demuestran la alta dignidad del hombre, que cuanto más pobre con más mimo debe ser atendido. Son notas caracterásticas que distinguen el optimismo antropológico vicenciano cifrado en la concepción del hombre como «imagen de Dios», «hijo de Dios» y «miembro del cuerpo de Cristo». Como imagen de Dios, el hombre es objeto de derechos inalienables: la libertad, el amor y la ayuda en casos de necesidad. Como hijo de Dios, salvado por la sangre de Cristo, forma una misma familia con todos los redimidos, es heredero del Reino y espera todos los auxilios para alcanzar la salvación última. Como miembro del cuerpo de Cristo, solicita la solidaridad y la compasión evangélicas que tienen que venirle de otros miembros del mismo cuerpo más distinguidos.
En resumen, en el seguimiento e imitación de Jesús, «manantial y modelo de toda caridad», se condensa el humanismo vicenciano, que parte y culmina en el amor gratuito y solidario, no busca recompensa humana, y sólo espera haber cumplido con los deberes de la justicia y del amor. Un humanismo así entendido supera los ideales filantrópicos y se sitúa en lo más puro del Evangelio, donde san Vicente quiso colocarse para permanecer al lado de los hombres.
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