Espiritualidad vicenciana: Humanismo

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

CREDITS
Author: Antonino Orcajo, C.M. · Year of first publication: 1995.

1. Encuadramiento.- 2. Humanismo literario. La palabra escrita y hablada.- 3. Humanismo cristiano. Factores teológicos, sociológicos y biográficos.- 4. Humanismo devoto.


Estimated Reading Time:

1. Encuadramiento

El humanismo nace y se desarrolla en la épo­ca del Renacimiento (XIV-XVII, que es el marco histórico en que debe situarse el movimiento de las Letras y de las Artes. Pero el humanismo con­tiene expresiones más amplias que las puramente literarias registradas en los ámbitos renacentistas; abarca también manifestaciones de signo reli­gioso, muchas de ellas contradictorias. Por su propia naturaleza, el humanismo centra la aten­ción en el hombre, el ser más cualificado de la cre­ación, dotado de libertad para disponer de su pro­pio destino. La complejidad del humanismo se deriva de los distintos enjuiciamientos que el hom­bre ha hecho de sí mismo a lo largo de la histo­ria, sobre todo a partir del siglo XIX. Fue F. J. Niet­hammer, en 1808, quien usó por primera vez el término «humanismo» para justificar, como dice G. Bof, «la vieja enseñanza media frente a las es­cuelas de formación e inspiración racionalista y su orientación prevalentemente técnica».

Existen formas variadas de humanismo vin­culadas estrechamente a la creencia religiosa o enfrentadas con ella. Tanto en los tiempos anti­guos como en los modernos, encontramos culti­vadores del espíritu que no se distinguen por la confesión de un mismo «credo», ni por el mismo grado de solidaridad con sus semejantes, sino por la simple exaltación del hombre, aunque sea con la negación de Dios e incluso del hombre mismo. Niegan primero a éste, para engrandecer luego su poder transformador del mundo. Afir­man la oposición entre Dios y el hombre, quien no llegará jamás a ser él mismo mientras dependa de la voluntad de un Ser Supremo. Com­prende, por lo tanto, el humanismo corrientes de fe y cultura imposibles de reducir a un mismo canon, que la historia de la filosofía ha tratado de clasificar, aunque queden todavía pendientes muchas cuestiones relativas a la concepción del hombre y de su ser en el mundo. La relación hombre-mundo es el planteamiento radical de los humanistas ateos, que ven en «la muerte de Dios» la suprema reafirmación del hombre.

No es nuestro propósito hacer un elenco de «humanismos» aparecidos en la historia. Sería éste un tratamiento largo, ajeno además al fin de esta obra. Nuestro trabajo no es tan ambicioso ni tan complicado; se limita únicamente al estudio de tres aspectos del humanismo conocido y prac­ticado por san Vicente de Paúl: el literario, el cris­tiano y el devoto. Pasamos por alto las tesis de­fendidas por Burckhardt, Hegel, Feuerbach, Marx, Nietzsche, Freud, Maritain, Heiddeger, Sartre, Foucault, etc., que han hecho del humanismo ob­jeto preferencial de sus estudios.

Encuadrado en el contexto cultural y religio­so del s. XVII, Vicente de Paúl no escapa de las influencias literarias, sociales y religiosas de su época; aún más, se hace eco de ese movimien­to cultural, espiritual y artístico que floreció en Italia, durante el s. XV, y se extendió posterior­mente a otros países europeos. El humanismo vi­cenciano se caracteriza por lo que hoy llamamos «la civilización del amor». Su originalidad consis­te en el cultivo de la fe y de la caridad, virtudes que parten y se dirigen a Dios, pero que tienen al hombre como escenario de operaciones. En esta línea teologal, el compromiso caritativo so­cial vicenciano comunica a la acción los rasgos que debieran definir la conducta humano-cristiana en dependencia con Dios y en solidaridad fraterna con toda la humanidad. Hacia la promoción integral del hombre se orientan todos los esfuerzos del «ge­nio de la caridad». Sus obras demuestran la for­ma de humanismo que él profesó, convirtiéndo­le en testigo excepcional del amor de Cristo a la humanidad entera. Es imposible entender su com­promiso en el mundo sin esta óptica de fe y de amor: parte del servicio a Jesús en la persona de los pobres, dotados de eminente dignidad. Las expresiones vivas literarias no son más que ex­plosiones de fervor en un momento dado. Lo que cuenta es la caridad teologal, máximo exponen­te del «pequeño método».

2. Humanismo literario

Aunque no sea éste el campo principal de san Vicente, no faltan autores que le consideran un «clásico» de las letras francesas. Es cierto que no cultivó nunca, de manera expresa, las formas li­terarias; es más, se mofó de la literatura barata que se pierde en palabras y en conceptos re­buscados, difíciles de entender por falta de clari­dad y sobra de sutileza; detestó los artificios ver­bales y doctrinales, manteniéndose siempre en la línea de la naturalidad y de la espontaneidad. Sin embargo, los estudiosos de su palabra escri­ta y hablada lo tienen como un maestro del gé­nero epistolar y del arte oratorio. Algunas de sus piezas figuran en las antologías o florilegios lite­rarios, piezas fácilmente detectables por su esti­lo y unción inconfundibles.

Aunque no aparezca en la lista de los huma­nistas cultivadores de las Letras y de las Artes, ni escribiera ninguna obra como Erasmo de Rot­terdam, Juan Luis Vives o Montaigne, nadie du­da de su interés por el hombre, a quien dedicó lo mejor de su vida y de su trabajo. Se preocupó por el hombre completo, por su destino temporal y eterno, por su felicidad terrena y celestial.

La palabra escrita y hablada

Pocos han despachado tanta correspondencia como Vicente de Paul. Se calcula que salieron fir­madas de su puño y letra más de treinta mil car­tas, aunque no todas, sino una mínima parte, ha­yan llegado a nosotros. Del conjunto epistolar no todas fueron escritas personalmente por él; al­gunas fueron dictadas a sus secretarios, o en­tregadas en borrador. Son pocas las cartas de ju­ventud que conservamos, pero numerosas las pertenecientes a la edad madura, lo que nos per­mite hacer un juicio valorativo de sus cualidades más sobresalientes, sin detenernos en otros do­cumentos escritos como reglamentos y esque­mas de predicación, que también revelan su capacidad literaria y de comunicación. Algunas disposiciones del Reglamento de Châtillon (cf. X, 575-588) sirven por sí solas para probar no el humanismo como ciencia dialéctica, sino como ejercicio práctico y organizado de caridad en favor del pobre.

En particular, las cartas de la cautividad (cf. 1, 75- 88) revelan un dominio del género literario de las «turqueries» francesas o de la novela picaresca española. La producción epistolar de la edad ma­dura confirma su viveza de imaginación, la facili­dad para pasar de un asunto a otro y la capacidad para impresionar al lector. Con frecuencia, una sentencia final resume toda la argumentación lle­vada a lo largo de la misiva. Pero, si es admirable la técnica con que avanza en la escritura, impre­siona aún más la fuerza con que describe situa­ciones urgentes de ayuda caritativa. No encon­tramos en la correspondencia vicenciana ni una sola carta en la que no despache algún asunto es­piritual, económico o de gobierno que no guarde relación con el servicio al pobre. El tema del hambre, de la guerra o de la peste llena cientos de papeles cuya firma inconfundible delata a su au­tor.

En el arte oratorio es indiscutible su autoridad. Vicente de Paúl posee las cualidades requeridas en un orador que intenta enseñar, conmover y convertir al auditorio. El secreto de su elocuen­cia se esconde en la unción con que explica la Pa­labra de Dios y la aplica a situaciones reales del momento. Se advierten diferencias notables en­tre los oradores del s. XVII y la elocuencia senci­lla del Sr. Vicente. Basta comparar algunos ser­mones de aquel tiempo con las conferencias del Santo para persuadirse de la distancia que les se­paraba. El Fundador de la Misión y de la Caridad reprocha algunos métodos de exponer la Palabra de Dios, que eran más un alarde de erudición al­tisonante que un medio de comunicación prove­choso. ¡Qué derroche de facundia para no acla­rar nada! Hasta el mismo La Bruyére ridiculiza a los vocingleros del púlpito.

Hubo, sin embargo, brillantes excepciones co­mo Benigno Bossuet, miembro de las Conferen­cias de los martes y admirador de la sencillez vi­cenciana. Nuestro reformador del púlpito no se detiene en descripciones ampulosas ni preten­de, principalmente, deleitar los oídos de sus oyen­tes; se rige por las reglas del «pequeño método», ingeniado por él mismo (cf. XI, 164-187; 191-195). Las conferencias a los misioneros, a las Hijas de la Caridad y a las Damas de la Caridad están pro­nunciadas según las normas de dicho método, en el que no se sabe qué admirar más, si el ingenio del orador, o su profundidad sencilla. En todo ca­so, destaca por el tono familiar y coloquial, «rico en doctrina y chispeante de humor», como co­menta H. Brémond.

Son tan abundantes los textos antológicos vi­cencianos que ellos solos ocupan ya gran parte de este Diccionario. Pero ¿cómo silenciar aque­lla inesperada evocación al P. Bourdaise tan lle­na de patetismo?: «Recemos por el P. Boudaise, hermanos míos, por el P. Bourdaise que se en­cuentra tan lejos y tan solo y que, como sabéis, ha engendrado para Jesucristo, con tanto es­fuerzo y fatiga, a un gran número de aquellas po­bres gentes del país en que se encuentra. Padre Bourdaise, ¿sigue usted todavía vivo o no? Si es­tá vivo, ¡quiera Dios conservarle la vida! ¡Si está ya en el cielo, ruegue por nosotros!» (XI, 377) . Bré­mond comenta a propósito de este recuerdo emo­cionado: «Tal pasaje que yo habré tal vez revela­do a más de un lector, ¿no debería ya sernos fa­miliar a todos y desde nuestros años de colegio? ¿No es digno de ser comparado con otras tres ma­ravillas del género: David llorando a Jonatán: Mon­tes Gelboe; Virgilio: Heu si qua fata, y san Ber­nardo en la oración fúnebre de su hermano?»

Ni en las cartas ni en las conferencias vicen­cienes se observa el menor atisbo de erudición pagana, como es constatable en otros autores de la época: Pedro de Bérulle, Francisco de Sa­les y Juan Pedro Le Camus, por citar sólo algu­nos clérigos más renombrados del humanismo devoto. Tratándose de Vicente de Paúl, hasta du­damos de algunas citas de la antigüedad clásica que los amanuenses de las conferencias ponen en boca de su admirado orador. Más que en la erudición pagana, su humanismo se inspira en el Evangelio y en el corazón humano, en la sabidu­ría popular e, incluso, en ciertas formas de humor con que ironiza la ingenuidad de las gentes cré­dulas, cualidades heredadas del propio tempera­mento y de la observación directa de los pueblos; son también parte de la formación recibida en los pequeños centros de enseñanza y en las au­las universitarias que frecuentó. Los ambientes escolares estaban entonces invadidos de espíri­tu humanístico. A pesar de esta influencia en él, el suyo quedaría desfigurado si lo redujésemos a fórmulas literarias, o no lo convirtiésemos en simple vehículo de comunicación humana y en exponente de cordialidad.

3. Humanismo cristiano

En la época de san Vicente se dan dos fren­tes de pensamiento humanista, de signo contra­rio, capitaneados, el primero por hombres de fe profunda que hacen de la religión su alimento co­tidiano; y el segundo por los autores del «liberti­naje». Cada uno por su parte configura dos for­mas antagónicas de humanismo, diferenciado en su doctrina y en la práctica moral. San Vicente se hace eco de las dos posturas que provocan en el pueblo reacciones distintas, según provengan de un partido o de otro. Él no permanece como un expectador pasivo, sino que toma posición ante la defensa o condenación de los principios de fe y de vida cristiana debatidos en la sociedad. La oración y el estudio le dictan la política que ha de seguir frente a los defensores o destructores de la fe y de la moral.

El «libertinaje» reviste varias caras, unas más furibundas contra la fe, otras más tolerantes pero igualmente demoledoras de las buenas costumbres. La más encarnizada llega a negar la existencia de Dios y a ridiculizar la religión, dan­do paso al ateísmo de épocas posteriores. La más benigna resulta, por lo demás, satírica con­tra la ética cristiana. Unos y otros abogados del «libertinaje» obran siempre en nombre de la ra­zón separada de la fe y profesan la moral epicú­rea, para la que no hay nada prohibido y todo está permitido. La irrisión y la burla son armas empleadas por los libertinos exacerbados, que se ceban en el pecado de los católicos para des­prestigiar a la Iglesia necesitada de reforma.

Existe una forma solapada de «libertinaje» que puede introducirse en las comunidades reli­giosas y que se traduce en indolencia y pereza es­piritual-apostólica, vicios contrarios al celo misio­nero. San Vicente alude a ellos cuando pone en guardia a sus compañeros de los males que aca­rrearán en el futuro los «espíritus muelles y re­galados». Se pregunta el Santo delante de la comunidad: «Y ¿quiénes serán los que intenten disuadirnos de estos bienes que hemos comen­zado? Serán espíritus libertinos, libertinos, liber­tinos, que sólo piensan en divertirse y, con tal que haya de comer, no se preocupan de nada más» (XI, 397). Advierte el copista que mientras esto decía, el orador hacía muecas tratando de imi­tar a los indolentes y cobardes.

El talento avispado del Sr. Vicente desen­mascara con habilidad los males derivados del humanismo descristianizado, pero donde pone énfasis es en la proclamación de los valores del Evangelio, únicos capaces de llevar al hombre a la felicidad completa. El humanismo cristiano ve al hombre como «imagen de Dios» y agente prin­cipal de su realización. Para el humanista cristia­no, el hombre es portador de bienaventuranza eterna; constituido «hijo en el Hijo», se hace «he­redero de Dios y coheredero de Cristo» (Rm 8, 17), Su dignidad y vocación no pueden ser más ex­celsas, cualesquiera que sean su condición y es­tado, su raza y su color. Todos están llamados al Reino de Dios, un Reino que comienza en el tiem­po y llega a su plenitud en la eternidad.

La dignidad humana inspira al humanista cris­tiano un sentimiento de «optimismo», a pesar de las limitaciones que rodean al hombre. Como bien se ha dicho, el dogma central del humanista cris­tiano no es el pecado original, sino la redención por la que el hombre queda salvado; no se niega la fra­gilidad de la naturaleza humana, herida por el pe­cado, pero se exalta la capacidad del hombre pa­ra transformar el mundo y realizarse a sí mismo.

San Vicente no se distingue precisamente por el «optimismo» hacia el hombre, como san Fran­cisco de Sales, aunque proclama su excelsa vocación de redimido y salvado por Jesucristo. Destaca por otros conceptos reducibles a tres capítulos, sobre los que basa su compromiso hu­mano y cristiano. Se trata de tres factores que in­tegran su «fe y experiencia». Constituyen además la base de una antropología teológica llevada a la acción.

Factores teológicos, sociológicos y biográficos

El trabajo de Dios dentro y fuera de sí mismo es la argumentación teológica primera que asien­ta las bases del humanismo vicenciano. Se pre­gunta el Santo por qué Dios ha trabajado, traba­ja y trabajará incesantemente, y se responde: «Por el hombre, por el hombre solamente, por conservarle la vida y por remediar todas sus ne­cesidades. El Padre y el Hijo no han dejado nun­ca de dialogar, y ese amor mutuo ha producido eternamente al Espíritu Santo, por el que han si­do, son y serán distribuidas todas las gracias a los hombres» (IX, 444s).

La creación y conservación del mundo son fruto de la Sabiduría divina y están referidas al hombre, que ha de completar con su trabajo la «epopeya» más grandiosa de Dios. Como miem­bro de la gran comunidad humana y a semejan­za de Dios, el hombre construye por medio del trabajo y del diálogo la ciudad terrena, donde ha de reinar la fraternidad y la paz estable. La vin­culación entre Dios y el hombre, entre el trabajo divino y humano, no coarta la libertad del ser ra­cional ni impide su plenificación. Para san Vicen­te, es inconcebible un humanismo donde esté ausente Dios. Por el contrario, es tanto más ver­dadero cuanto más posibilita al hombre su aspi­ración a alcanzar a su Creador. El horno faber se perfecciona con el horno christianus, destinado a gozar de Dios por la obra redentora de Jesucris­to. La humanidad entera gime con dolores de par­to hasta verse liberada de la servidumbre de la co­rrupción (cf. Rm 8, 20-21).

El misterio de la encarnación del Verbo es el argumento teológico decisivo del humanismo vi­cenciano; de su contemplación surge el movi­miento incesante y envolvente del amor a Dios y al hombre. «Imagen de Dios invisible» (Col 1, 5), Cristo es el hombre perfecto que, asumiendo la naturaleza humana, eleva al hombre a la cate­goría de hijo adoptivo de Dios, cualidad que engrandece la dignidad del redimido. Como hom­bre perfecto, Jesús «trabajó con manos de hom­bre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hom­bre» (GS 22). San Vicente había comentado que el Creador, Padre de todos, «quiso poner en no­sotros el germen del amor, que es la semejan­za, para que no nos excusásemos diciendo que no podríamos pagarle jamás. Ese enamorado de nuestros corazones, al ver que, por desgracia, el pecado había estropeado y borrado esa seme­janza, quiso romper todas las leyes de la natu­raleza para reparar ese daño, pero con la ven­taja maravillosa de que… quiso, con el mismo proyecto, que le amásemos, hacerse semejante a nosotros y revestirse de nuestra misma hu­manidad» (XI, 65).

Sólo el amor fabrica el humanismo verdade­ro. El Hijo de Dios así lo demostró muriendo en cruz por la salvación de todos. Por eso añade san Vicente: «Sólo nuestro Señor ha podido dejarse arrastrar por el amor a las criaturas hasta dejar el trono de su Padre para venir a tomar un cuerpo sujeto a las debilidades. Y ¿para qué? Para esta­blecer entre nosotros, por su ejemplo y su palabra, la caridad con el prójimo. Ese amor fue el que lo crucificó y el que hizo esta obra maravillosa de nuestra redención» (XI, 555). Así pues, la encar­nación y la redención de Cristo establecen los pi­lares de la caridad, nota distintiva del humanismo cristiano.

El símil del cuerpo desarrollado por san Pa­blo, 1 Cor 12, 12-30, presenta el tercer argu­mento teológico. Por motivos de fe y de amor, el creyente se compromete a vivir la compa­sión evangélica con los necesitados. Cristo es la cabeza de este cuerpo, y los demás son miembros unos de otros. Por consiguiente, to­dos tienen que padecer juntos. Lo contrario sig­nificará «no tener caridad, ser cristianos en pin­tura, carecer de humanidad, ser peor que las bestias» (XI, 561).

Los argumentos teológicos referidos mueven a la solidaridad en un mundo atiborrado de po­bres. Ante tanta miseria urge el compromiso ca­ritativo social, promovido ni más ni menos que por los factores sociológicos, económicos, culturales y religiosos que condicionan el humanismo vi­cenciano. El factor teológico requiere la compa­ñía del sociológico. El hambre, las guerras, la pes­te, la incultura humana y religiosa son datos que mueven a la solidaridad con los hermanos. Según san Vicente, se impone la práctica de la justicia, como acción primera, pues «no puede haber ca­ridad si no va acompañada de justicia» (II, 48); además «los deberes de la justicia son preferibles a los de la caridad» (VII, 525).

¿Quién puede asegurar que hace caridad y no justicia cuando ayuda a los pobres de extre­ma pobreza? La entrega a Dios para servir a su Hijo Jesucristo en la persona de los necesitados es la demostración práctica del humanismo vi­cenciano, que es una forma de reivindicar la dig­nidad del hombre, apostando por él todos los te­soros del corazón humano.

Finalmente, el factor biográfico contribuye a completar el humanismo de san Vicente. Su ori­gen campesino, el sacerdocio, el encuentro con Jesús evangelizador de los pobres, la dedicación a la Misión y a la Caridad, etc., son otros tantos datos que ayudan a entender la modalidad «hu­manística» del Santo. Hombre para los hombres, san Vicente no tuvo otro ideal que el segui­miento de Jesús, que vino al mundo para salvar a los hombres. Gentes de cualquier bando, culti­vadores de la filantropía o de la caridad cristiana, todos le consideran un bienhechor de la huma­nidad. Y es que su vida aparece como un ejem­plo de dedicación al hombre.

4. Humanismo devoto

El humanismo devoto aparece en el s. XVII co­mo reacción, en parte, contra otras corrientes es­ pirituales; pretende ser una síntesis equilibrada de pensamiento y de práctica espiritual entre las dis­tintas tendencias. Si la «escuela abstracta» orien­taba hacia el teocentrismo, y la «devoción mo­derna» hacia la imitación casi mimética de Jesús, el «humanismo devoto» perseguía la perfección integral del hombre. Dios, Cristo y hombre se funden en el ideal de los humanistas devotos, que consideran al hombre como objeto predilec­to de la obra de Dios y de su Hijo Jesucristo. De ahí que sea la manifestación «más capaz de apli­car los principios del humanismo cristiano a las aspiraciones interiores» del hombre. La expre­sión «humanismo devoto» se debe a. H. Brémond, que la aplicó por primera vez a un amplio núme­ro de espirituales del s. XVII, de Francia, empe­ñados en la vida religiosa.

San Francisco de Sales es el representante más destacado de este movimiento espiritual y cultural, movimiento que lleva a la verdadera «de­voción», a la que todos los cristianos están lla­mados sin distinción de sexo, oficio o estado. El optimismo salesiano se apoya en el hombre co­mo «hechura de Dios», criatura redimida por la muerte de Cristo y, por consiguiente, vocaciona­da a la santidad, que es el verdadero nombre de la «devoción». La Introducción a la vida devota y el Tratado del amor de Dios exponen la doctrina sobre la devoción que el creyente ha de practi­car en cualquier circunstancia de tiempo y lugar, teniendo en cuenta los talentos recibidos, pues es cierto que no todos pueden alcanzar el mismo grado de virtud ni ofrecer los mismos ejemplos de perfección.

Como era de suponer, san Vicente, que no se identifica con el optimismo salesiano ni con el humanismo devoto en general, no se opone ni dis­cute las enseñanzas de su amigo «el bienaven­turado obispo de Ginebra», pero anima al segui­miento de Jesús evangelizador de los pobres. En cuanto a la oración, una de las caracterásticas de los «devotos», acepta plenamente las expli­caciones del santo obispo, aunque aconseje sa­ber «dejar a Dios por Dios» cuando la urgencia de la caridad obligue a cortar el silencio de la oración para ir a socorrer al pobre.

Otro punto complementario del humanismo vi­cenciano se refiere al trato debido al pobre. El espíritu de «dulzura, compasión, cordialidad, res­peto y devoción[/note] ha de impregnar el servicio que las siervas de los pobres tributan a sus «amos y señores» (IX, 915s). Esas cinco notas que acom­pañan el servicio demuestran la alta dignidad del hombre, que cuanto más pobre con más mimo debe ser atendido. Son notas caracterásticas que distinguen el optimismo antropológico vicencia­no cifrado en la concepción del hombre como «imagen de Dios», «hijo de Dios» y «miembro del cuerpo de Cristo». Como imagen de Dios, el hombre es objeto de derechos inalienables: la liber­tad, el amor y la ayuda en casos de necesidad. Como hijo de Dios, salvado por la sangre de Cris­to, forma una misma familia con todos los redi­midos, es heredero del Reino y espera todos los auxilios para alcanzar la salvación última. Como miembro del cuerpo de Cristo, solicita la solidari­dad y la compasión evangélicas que tienen que venirle de otros miembros del mismo cuerpo más distinguidos.

En resumen, en el seguimiento e imitación de Jesús, «manantial y modelo de toda cari­dad», se condensa el humanismo vicenciano, que parte y culmina en el amor gratuito y soli­dario, no busca recompensa humana, y sólo es­pera haber cumplido con los deberes de la jus­ticia y del amor. Un humanismo así entendido supera los ideales filantrópicos y se sitúa en lo más puro del Evangelio, donde san Vicente qui­so colocarse para permanecer al lado de los hombres.

Bibliografía:

G. BOF, Humanismo, en Nuevo Diccionario de teología, Cristiandad, Madrid 1982.- H. BRÉ­MOND, Hist. littéraire du sentiment religieux en France, Paris 1925-1936, T. I I 1, 1, p. 209.- L. LE BRUN, Le grand siécle de la spiritualité frangaise et ses lendemains, en Hist. spiri­tuelle de la France, Paris 1964, pp. 227-285.- J. CORERA, Diez estudios vicencianos, CEME, Salamanca 1983, pp. 233-317.- R. CHALIMEAU, Saint Vincent de Paul, écrivain classique?, en Mélanges offerts a G. Mongrédien, Paris 1974, p. 156.- A. ETCHEVERRY, El conflicto actual de los humanismos, Península, Barcelona 1966.- J. GOMEZ-CAFFARENA, La entraña hu­manista del cristianismo, Verbo Divino, Es­tella 1987: L. HUERGA-F. VEGA, Vicencianismo y humanismo, en Vicente de Paúl, la inspira­ción permanente, CEME, Salamanca 1982, pp. 361-374.- J. M. IBÁÑEZ, Vicente de Paúl, realismo y encarnación, Sígueme, Salaman­ca 1982, pp. 17-25, 243-302.- A. ORCAJO, Vi­cente de Paúl a través de su palabra, La Milagrosa, Madrid 1988, pp. 227-244.- J. Ma ROMÁN, San Vicente de Paúl. Biografía, BAC, Madrid 1981, pp. 74-88.- R. TAVENEAUX, Le cat­holicisme dans la France classique, S. E. D. E. S., Paris 1980, T. I, pp. 245-254, T. II, pp. 407-410.- M. TIETZ, La littérature come véhicule de con­cepts théologiques chez Frangois de Sales et Vincent de Paul, en Vincent de Paul, Co­loque de Paris 1981, C. L. V. Ed. Vincenziane, Roma 1983, pp. 185-201.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *