El signo de estos tiempos (XII)

Mitxel OlabuénagaFormación Cristiana, Formación VicencianaLeave a Comment

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La liberación de los que no son pobres

La llamada «opción preferencial por los pobres» —y con ella la teología de la liberación, el pensamiento teológico más sólido nacido hasta el momento dentro de la Iglesia para proveer de base teológica a tal opción— no excluye la liberación de los que no son pobres sino que, por ser evangélica, la incluye expresamente.

Cuando en agosto de 1617 fundó san Vicente en Chatillon la primera de sus varias instituciones en favor de los pobres, la proveyó de un reglamento para definir su «espíritu» y su modo de actuar. Estaba compuesta aquella primera cofradía de la caridad de un grupo de mujeres que se comprometían a una asistencia sistemática a domicilio a los enfermos pobres del pueblo. Disfrutaban algunas de ellas de cierta categoría social, modesta sin duda dentro de las posibilidades que podía ofrecer para diferencias sociales una pequeña población de la Francia rural de aquel tiempo. Podía haber un puesto a aquellas mujeres el ideal evangélico de renuncia total sus bienes (Lc 18,22), fueran estos grandes o pequeños. Pero o bien no se le ocurrió hacerlo, o bien no lo quiso hacer. Recuérdese que al conde de Rougemont, el hombre de mayor categoría social en la población, que sí quería hacer la renuncia, le disuadió de ello y le propuso, en lugar de la renuncia pura y simple, el que dedicase sus bienes y su persona a asistir a los pobres (tesis 1.9.

Fue este mismo el ideal que propuso a las mujeres de la cofradía. El reglamento, sin embargo, les aseguraba que si lo cumplía con fidelidad conseguirían la salvación final, pues «Jesús mismo nos lo asegura por su propia boca, qué será de aquellos que ayudan a los pobres: Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino que os está preparado…».

Aunque él mismo sí renunció a sus bienes personales, y co­mentaba con admiración los casos de renuncia que venían a su co­nocimiento —en alguno de los cuales había tenido sin duda él influencia—, no era su costumbre proponer tal renuncia, como re­quisito o exigencia previa para dedicarse a servir a los pobres, ni siquiera a las personas que más de cerca se dejaban guiar por su espíritu, sus propios misioneros y las hijas de la caridad.

Tampoco solía proponerla a gentes de cualquier categoría so­cial (monarcas, aristócratas, burgueses, obispos, sacerdotes) a quie­nes intentó siempre inspirar una dedicación de bienes y personas. Parecería por su actuar que pensaba que, aunque fuera el ideal, había otras maneras tan evangélicas como la renuncia total para vivir el ideal evangélico implícito en la renuncia. Tan evangélica, y posi­blemente más eficaz para trabajar por la liberación de los pobres. Efectivamente: su interpretación personal del ideal añadía a éste un aspecto que en el texto de san Lucas no aparece explícitamente: la dedicación de la persona, además de la de los bienes, a los pobres.

El mensaje de Jesucristo, y también el de la Iglesia, portadora del mensaje a lo largo de los siglos, no excluye a nadie de la oferta de salvación. Por ello, al adoptar y privilegiar la óptica (el locus theologicus) de los pobres no deja a su suerte a las minorías social­mente privilegiadas (clases medias y altas). También a ellas les ofre­ce el Señor un mensaje de liberación, que en este caso significa, también para ellas, la necesidad de entrar por la puerta estrecha de las enseñanzas evangélicas y liberarse así de la esclavitud que im­ponen las riquezas. Les ofrece en realidad otro ángulo de visión muy diferente del acostumbrado entre tales minorías. Si, según la aguda observación de Max Weber citada más arriba, lo que espe­ran de la religión las clases privilegiadas suele ser una legitimación celestial y social, esta voz del cielo, la de Cristo, no les ofrece tal cosa, sino más bien una crítica exigente y muy dura que, si se acep­ta, llevará a la conversión; es decir, al rechazo de los valores sociales que rodean a la riqueza y al bienestar, y la aceptación de Ios valores contrapuestos que propone la enseñanza inequívoca de Jesucristo.

No otra cosa que la salvación de los ricos y de los socialmente poderosos es lo que el Señor pretende en sus tremendas diatribas contra la riqueza y el abuso del poder social y religioso. Al hablarles en tonos tan duros que en algunos momentos produce la imposición de que se les excluye del reino de Dios, el Señor muestra que aunque se opone radicalmente a sus prácticas, busca con solicitud la salvación de sus almas, su liberación. También para ellos hay salvación… si se convierten (cfr. el caso de Zaqueo: Lc 19,8-10). «Jesús amó a todos, pero se situó del lado de los oprimidos y desde allí luchó enérgica pero amorosamente contra los opresores».

La opción por los hombres no es —pues pertenece al núcleo central del evangelio y de la enseñanza de la Iglesia— facultativa. De manera que no basta con la «renuncia» a los bienes (o al poder o al prestigio intelectual o simplemente social, o incluso eclesiástico); hay que poner todo ello al servicio de la misión liberadora fundamental. Toda «riqueza» social o personal debe ponerse al servicio de la redención de las víctimas de la sociedad y del pecado, sea éste ajeno o propio de las víctimas (pues tampoco las víctimas son siempre inocentes, aunque sean víctimas).

No hay duda de que no hay que excluir a los «ricos» de la participación en una tal empresa. Y eso aún antes de que se dé la conversión radical, pues una actitud práctica de atención a los pobres y de sensibilidad ante sus sufrimientos puede obrar maravillas hacia una verdadera conversión que se manifestará en compromisos cada vez más radicales, como se vio, por ejemplo, en el caso de Luisa de MariIlac.

El que, por gracia de Dios, ha hecho ya su opción por los pobres, debe ser humilde, pues ha recibido una gracia que no se merecía, y debe por ello mismo tener paciencia con los que aún no han descubierto todas las exigencias del evangelio. Aunque es verdad que «los pobres no pueden esperar», ellos serán los primeros beneficiarios de la conversión, total o parcial, de los que no son pobres. También para estos últimos, aunque no estén plenamente convertidos, hay un lugar en la pastoral liberadora de la Iglesia. No otra fue la actitud de san Vicente ante el «problema» de la salvación de los ricos y de su integración en la construcción del reino de Dios.

No es un programa menor o poco exigente el que se trata de sugerir aquí para el rico (o para el intelectual, o para el político). Todo creyente en Jesucristo tiene que optar entre adoptar como ideal de vida el proyecto de Mamón (o del Saber, o del Poder) y dedicar­se a hacerse a sí mismo rico (o instruido o poderoso), o bien poner la persona y todo lo que ella es y posee al servicio del proyecto del reino de Dios, que incluye necesariamente la opción por los pobres. Todo lo que no contribuya a ese proyecto de reino será «pa­sado por el fuego» (1 Cor 3,13-15) y descartado como inútil para la historia de la salvación («porque no me disteis de comer…»).

La conversión se ofrece por igual al rico y al pobre como paso inicial y necesario para comenzar el largo camino del segui­miento de Jesucristo; la pobreza evangélica, que por fuerza se ha de manifestar en formas concretas y visibles de vida sobria y mode­rada, no es en manera alguna un «consejo» no necesario de suyo para la «salvación», pues a todos ordena el Señor ser perfectos (Mt 5,42), y el desprendimiento de las riquezas es, por enseñanza ine­quívoca del Señor, condición necesaria para conseguir la perfec­ción (Lc 18,22). A todo ello hay que añadir un sentimiento y una práctica de solidaridad con los que más la necesitan, los pobres, pues son ellos los hijos privilegiados del Padre, y lo son también en la enseñanza y en la práctica del Señor. Este sentimiento exclu­ye de raíz, para que sea auténtico, todo tipo de paternalismo o de complejo de superioridad en la persona caritativa dedicada a la li­beración de los pobres. Sólo Dios es Padre, sólo El obra desde la abundancia de su generosidad y de su misericordia. Lo que el rico, o el no rico, hace por el pobre debe brotar de la obediencia a un mandato del Padre. Además, lo que se hace por el pobre se le debe a éste, según la visión de san Vicente citada arriba, por justicia y no por misericordia. No se le hace un favor al pobre al trabajar por su liberación; no se tiene derecho, por ello mismo, a esperar de éste gratitud de ninguna clase. Todo el que, respondiendo al ejemplo y llamada del Señor, se dedica de corazón a la liberación de los pobres, tiene que darse cuenta, si quiere ser de verdad un discípulo de Jesucristo, que también él es un siervo inútil que no hace más que lo que debe (Lc 17,10).

Por último, como exigencia definitiva, está lo que llamarían «disposición martirial». No han sido pocos los que en la larga historia de la Iglesia, también en estos últimos tiempos, han dado la muestra suprema de amor a los pobres no sólo viviendo por ellos sino muriendo por ellos, o también siendo privados de la vida por dedicarse a su liberación. En la mayor parte de las vidas de los que se dedican con seriedad a la liberación de los pobres no llegarán Ias cosas a ese extremo, pero sí con frecuencia a reacciones negativas y modos de rechazo más o menos sutiles tales como la mofa, la calumnia, la incomprensión de familiares y amigos, e incluso miembros cualificados de la Iglesia. No hay que extrañarse de que al verdadero discípulo de Jesucristo no se le trate mejor que a Maestro.

Jaime Corera CM

La Milagrosa 1994

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