Capítulo III: Nacimiento de una red
Éxito de la provocación
Hasta marzo los artículos de Dalbus no levantaron reacciones más en algunos profesores de seminario, colegas que los leyeron por amistad o educación, luego regresaron a sus clases, a sus migajas de pan y a sus lentejas. Ninguno importante asomó la oreja. Portal tuvo menos ganas de sacudir esta indiferencia por haber fallecido su madre a primeros de febrero; durante varios días, Laroque se convirtió en el centro del mundo. El asunto habría quedado sumergido sin la intervención de Lord Halifax. Entre bastidores de la Cámara de los lores, el vizconde trató de convencer a los arzobispos y obispo, sus pares; sobre todo, hizo repartir la prensa. El 21 de febrero, el Guardian –hoja difundida en la Alta Iglesia- publicó un informe de una página; fue copiado y comentado en varios periódicos británicos. A finales de mes, los arzobispos de Canterbury y de York, los obispos de Salisbury, de Rochester y de Peterborough habían leído o reclamaban los artículos de Dalbus. Vuelto de nuevo a trabajar por la amistad de Lord Halifax («Más que nunca, mi corazón os pertenece»), Portal los mandó tirar en folletos. Folletos e informes del Guardian, surtidos de misivas urgentes, de una «amabilidad pintoresca», partieron a bombardear algunos blancos escogidos.
Entre las reacciones útiles, dos contribuyeron poderosamente a sacar a Dalbus de la oscuridad, y la primera la de Eugène Tavernier. Antiguo secretario de Louis Veuillot, con cuya sobrina se había casado, Tavernier había entrado en L’Univers en 1875, a la edad de veinte años; en él había hecho toda su carrera llegando a ser uno de sus principales redactores; en 1892, aprobó sin reticencias aparentes su alineamiento con las nuevas instrucciones políticas de la Santa Sede. Leoniano de estricta observancia, Tavernier era además, corresponsal, traductor, amigo de Vladimir Soloviev, el profeta ruso de la unión de las Iglesias. En el informe de mil palabras que publicó el 3 de abril, presentó a Dalbus como servidor del proyecto pontificio, y lo situó en el movimiento unionista entre Strossmayer y Soloviev e invitó a los especialistas a volver sobre el dosier de las ordenaciones anglicanas. Esta invitación desbordó las columnas de L’Univers, fue copiada en Le Monde y La Vérité. Por estos tres diarios, escribe Portal en junio, el clero francés en su conjunto tendrá conocimiento de la cuestión».
La reacción más provechosa, la más inmediatamente provechosa no vino sin embargo de la prensa, sino de un profesor del Instituto católico de París, un especialista en los orígenes de la Iglesia, de un maestro de renombre europeo, cuya carrera se había desenvuelto en una atmósfera de adulación y de escándalo, abate Louis Duchesne. Por su rigor crítico, su palabra feroz, su ardor iconoclasta, su irrespeto jubiloso hacia las leyendas más venerables, excluía la indiferencia; una palabra suya bastaba para apasionar las mentes por las cuestiones más polvorientas. Desde 1892, Halifax había indicado a Portal el interés que Duchesne manifestaba por la exégesis y la historiografía anglicanas, muy en particular por los trabajos que el obispo de Salisbury, John Wordsworth, había dedicado a los textos de la Vulgata. La estima era recíproca. Los scholars anglicanos enviaban sus publicaciones a Duchesne y le invitaban a ir a verles. En 1892, fue el Trinity College de Dublín el que le rogó asistir a las ceremonias de su tercer centenario. Si conocía poco la reforma inglesa. Había ya estudiado, como historiador de la Antigüedad cristiana, el problema del valor de las ordenaciones en las Iglesias cismáticas.
Diez días después de la llamada de Tavernier en L’Univers, respondió a Portal con una carta que consagraba por fin el éxito del mecanismo provocador. Comenzaba por admitir todos los argumentos favorables presentados por Dalbus. «Pero yo voy más lejos, y de estas premisas, deduzco la validez de las ordenaciones anglicanas». Difundida y comentada por Lord Halifax, la carta del 13 de abril produjo una fuerte impresión en un círculo restringido de altas personalidades anglicanas, comenzando por los arzobispos de York y de Canterbury. A petición suya, el sabio obispo de Salisbury publicó en el Guardian una carta abierta a Fernand Dalbus, que sonó como una declaración de paz y una invitación al diálogo «sin preocupación y sin rencor».
Es cierto [escribía John Wordsworth] que al apartarnos de las fórmulas y de los ritos de la Iglesia romana en varios lugares de nuestra liturgia, nos creemos autorizados por la libertad de las Iglesias nacionales, pero no hemos querido separarnos de la Iglesia católica.
La carta fue inmediatamente recogida por L’Univers, Le Monde, La Vérité y La Moniteur de Rome. Para que la campaña estuviera bien lanzada, no faltaba ya más que un acto del Vaticano que tranquilizaría a los prudentes, movería a los indiferentes y a los escépticos, liberaría las iniciativas.
Por una coincidencia en la que Portal vio la señal de la Providencia y la prueba de que estaba en manos del Maestro, León XIII publicó, el 20 de junio, la primera de sus grandes encíclicas sobre la unidad, la carta apostólica Praeclara gratulationis, excepcionalmente dirigida «a los príncipes y a los pueblos del universo». Los temas del unionismo pontificio, antes dispersos, se hallaban recogidos en este documento por el que el papa proclamaba al mundo su intención de dedicar el tiempo que le quedaba a llamar y estimular a los hombres sin distinción de nación ni de raza a la unidad de la de divina». Por primera vez, él integraba explícitamente las confesiones protestantes en su proyecto de unidad, aplicándoles el término del todo neutro de «congregaciones», reservando la palabra «secta», tenida por desfavorable, a la masonería. A partir de entonces, se pusieron a leer o a releer a Dalbus con nuevas intenciones. Como se lo escribió a Portal el cardenal Rampolla, secretario de Estado de León XIII, en setiembre de 1894, la conclusión del folleto sobre las ordenaciones anglicanas pareció «enteramente conforme a los sentimientos recientemente manifestados por el Santo Padre», y se pudo creer que había sido redactada no bajo la inspiración del papa, sino por orden suya. Portal pasó desde entonces por una agente del Vaticano, de modo que en agosto de 1894, cuando fue a visitar al arzobispo de Canterbury, le costó mucho trabajo convencer a Su Gracia de que no era un «emisario del papa».
En Francia, las reacciones se produjeron rápidamente en cadena. El abate Duchesne insertó en el número del 15 de julio de su Bulletin critique un informe que recogía las conclusiones de su carta del 13 de abril. En la avalancha, otros sabios reabrieron el dosier de las ordenaciones anglicanas. Entre los más conocidos, el abate Boudinhon, profesor en el Instituto católico de París, primer especialista francés en derecho canónico, director del Canoniste contemporain; el abate Gasparri, también del Instituto católico, autor de un tratado reciente De sacra ordinatione, quien confesó a Portal que el aspecto anglicano de la cuestión se le «había escapado casi totalmente» y se volvió al trabajo; el profesor Albin Van Hoonacker, de la Universidad de Lovaina, especialista en exégesis del Antiguo Testamento, quien concluyó a favor de la validez. Partidos los dos de posiciones hostiles, Boudinhon y Gasparri evolucionaron hacia un parecer favorable y produjeron en 1895 y 1896 varios artículos que completaron la breve sentencia del abate Duchesne. La máquina estaba en marcha.
Si no era ya un ignorado, el profesor de teología moral del seminario mayor de Cahors era un desconocido. Sus corresponsales no conocen de él más que su escritura clásica y su firma enrollada. Era hora de subir a París y establecer contactos útiles que permitieran «meter al Vaticano en el jaleo». En mayo, el lazarista había pedido a Lord Halifax que redactara una «extensa carta», una especie de encíclica halifaxiana que fuera a la vez un manifiesto y un programa de acción. Halifax la acabó el 11 de julio. Manifiesto, en él expone sin rodeos su concepto de la unidad. Programa de acción, en él propone una llamada del papa a las autoridades anglicanas . El 21 de julio, volvió sobre este punto y animó a Portal a pedir la única cosa que le pareció un poco digna del servidor de los servidores de Dios, es decir lo imposible: Lo que se necesita es dejar los convenios de lado, echarle mucha imaginación, creer en lo imposible, estar seguro de que cuanto mayor es uno más pequeño se debe hacer, y de que un paso por parte del papa, si se diera de la forma que me imagino, podría dar resultados enormes. Únicamente, para que resulte, conviene que sea totalmente extraordinario.
Geografía parisiense del Señor Portal
A partir de esto, Portal no pensó en otra cosa que en el modo de poner a los ojos de León XIII la «extensa carta» del 11 de julio acompañada de una memoria que él mismo se propuso redactar. Subió a París para encontrar al intermediario que le permitiera «llegar a Roma». Bien provisto de todas las autorizaciones necesarias, se instaló en la calle de Sèvres, en la casa madres de su congregación. Si no vio a Duchesne, de escapada para refrescarse en su Bretaña natal, se entrevistó con Boudinhon, hombrecillo afable («redondete, bonachón», que dirá Jean Calvet) que le introdujo en el Instituto católico y le permitió reclutar al estado mayor científico de la campaña. Otro encuentro que apuntar: el de Ferdinand Levé, el «santo Sr. Levé», impresor del arzobispado y del Instituto católico, propietario del Monde, portavoz y abogado dócil de la política pontificia. Movilizado por la carta Praeclara, este leoniano puso sus talleres del 17 de la calle Cassette a la disposición de Portal, que pensaba ya en fundar una revista, y le prometió el apoyo del Monde. Este cotidiano de los múltiple avatares estaba en vísperas de un nuevo y último cambio. En el mes de agosto, el Sr. Levé, enfermo, fatigado, abandonó, la dirección. El nuevo patrón, el abate Naudet, escogido por el Vaticano, renovó la redacción con jóvenes universitarios que se esforzaban en promover una democracia cristiana en la línea de las encíclicas Rerum novarum y Au milieu des sollicitudes. Este Monde renovado, al que León XIII confió como misión «persuadir siempre más a los católicos franceses de que están en la obligación de conformarse a las doctrinas y a los consejos que emanan de la sede apostólica», duró bastante tiempo como para servir a Portal de tribuna cuya audiencia no era despreciable en los medios ganados a la intransigencia conquistadora y al Agrupamiento.
Sobre todo, fue Levé quien permitió a l lazarista «llegar a Roma», poniéndole en contacto con el politécnico Henri Lorin, eminencia gris del catolicismo social, cuyos trabajos habían preparado Rerum novarum. Familiar del cardenal Rampolla, bien presentado ante León XIII quien le habría recibido unas treinta veces en audiencia privada, apellidado por Drumont «el Espíritu Santo del papa» o «el Señor Coadjutor», Lorin aceptó leer la «extensa carta» del 11 de julio y la memoria explicativa de Portal. «Y ahí tenemos a un hombre en llamas». De vuelta a su casa, en Maule, convocó con urgencia a Georges Goyau, un normalista agregado de historia que se había constituido en el campeón del Alineamiento y, con ocasión de encontrase en Roma como alumno de la Escuela francesa, se había convertido en confidente de Rampolla. Lorin le comunicó el dosier; juntamente, redactaron un reportaje que despacharon al Vaticano. Sus firmas garantizaban que el secretario de Estado lo leería.
Tercer lugar de interés en la geografía parisiense de Portal, después del Instituto católico y de la calle Cassette: las oficinas de L’Univers. Eugène Tavernier quedó seducido al momento.
Nosotros hicimos conocimiento con la impresión recíproca, y por decirlo así inmediata, de que esta entrevista preparaba relaciones seguidas y amistosas. En efecto, la amistad estaba muy próxima. Iba a establecerse bajo la forma de un afecto duradero y profundo, sereno, para siempre, animado de confianza.
Sereno, es decir demasiado. Portal tenía la amistad exigente. Tavernier la comparaba a una rosa (por las espinas). Él mismo, si le gustaba presentarse como un «pobre folletista», era una de las fuertes personalidades de L’Univers y no tenía por costumbre dejarse atropellar. Más, en 1898, afirmó haber sido «reformado» por tres personas: Soloviev, Lorin y Portal. En este último caso, la reforma no transcurrió sin tormenta. Tavernier era muy hostil al protestantismo, resueltamente anglófobo, y siempre agobiado de trabajo. Portal le sacó pronto de quicio por el trabajo y las audacias que exigía continuamente. Tavernier le maldecía y le enviaba al diablo en misivas que acababan por aceptarlo todo y el «Os abrazo» de Athos a d’Artagnan. Poco resignado por el papel de «víctima», no dejaba por eso de buscar a su «verdugo»: «Quiero que sintáis latir mi corazón como yo siento latir el vuestro». No sólo publicó todo lo que Portal le pedía, sino que adoptó la costumbre de pasarle, antes de enviarlos a la imprenta, las correspondencias y los artículos que trataban de la unión de las Iglesias. «Yo no quisiera poner zancadillas al plan que seguís». Y todo con la bendición de Eugène Veuillot, el patrón de L’Univers, que suspiraba bastante a menudo pero permitió hacer tanto que el Vaticano pareció aprobar.
Leonianos, refractarios, sabios
A finales de julio, el lazarista salió para Londres. Dejaba tras de sí a simpatizantes que comenzaban a informar y a reclutar. Su compromiso tenía tanto más sentido cuanto era precoz. La mayoría de ellos parecía leoniana. Goyau, Lorin, Naudet, Levé, Tavernier aceptaron Praeclara como aceptaron Rerum novarum y el Alineamiento. Había que ir a los anglicanos como se iba al pueblo y a la República, extender la mano al pueblo, para reconstruir un orden social cristiano, un orden político cristiano; amar a los anglicanos, ayudarles a desarrollar lo que tienen de bueno, lo que tienen de católico, para que puedan un día volver al redil.
Pero los leonianos no dieron todos los miembros de este primer estado mayor unionista. Portal no dudó en hacer prospecciones entre el adversario. En 1893, después del Alineamiento, una escisión había desgarrado L’Univers. Élise Veuillot, Auguste Roussel y Arhur Loth no habían admitido el cambio de dirección, se habían ido a fundar una hoja rival y refractaria, La Vérité, decididamente hostil a la República y a la joven democracia cristiana. Pero al empuje de L’Univers dio cabida a Dalbus y publicó la carta del obispo de Salisbury. Sin titubear, Portal se dirigió a las oficinas de La Vérité, donde encontró a Arthur Loth, «un hombre infinitamente respetable y de gran fe». Se entendieron tan bien que La Vérité apoyó a Portal hasta el final y Loth mismo, en 1895-1896, colaboró en la Revue anglo-ramaine.
El revelador unionista muestra bastante que leonianos y refractarios eran hermanos enemigos. Bajo divergencias tácticas graves pero recientes (los demócratas cristianos no temían, en esta época, traer a la memoria sus orígenes legitimistas y contrarrevolucionarios), estaban lo suficientemente cercanos como a para sentirse seducidos por el mismo unionismo de intransigencia doctrinal y social: dentro de un respeto absoluto de la ortodoxia católica, unir las fuerzas cristianas para rechazar a los impíos o, como lo escribe Dalbus, «acabar la conquista de los pueblos». Los refractarios pusieron el acento en la defensa, los leonianos en la conquista, lo cual no excluía una práctica común. Ya se había visto el año anterior, cuando la misma coalición de L’Univers, del Monde y de La Vérité apoyó en Hazebrouck la candidatura del abate Lemire.
Si él reunió a los amigos de Naudet y de Loth, Portal no pensó siquiera en contactar con los decepcionados del cientificismo, aquellos neocristianos que animaban a pequeños círculos ecuménicos y, para favorecer el diálogo, ponían el dogma entre paréntesis. Fue en 1892, por ejemplo, cuando Paul Desjardins fundó bajo la inspiración del filósofo Jules Lagneau, , con la ayuda de Léon Letellier y del pastor Charles Wagner, la Unión para la acción moral; católicos, protestantes, espiritualistas buscaron en ella, por encima de las divergencias doctrinales, un concepto del deber que pudiese reunir a todos los «hombres de buena voluntad». Sensible a lo que él llamaba la «conversión de la Iglesia», Desjardins quiso hablar con León XIII. Pero en 1894, su proyecto nada tenía que ver con el de Portal, quien no simpatizó hasta diez años más tarde, cuando ya estaba de vuelta de los ardores intransigentes.
Otros ausentes notables, en todos los sentidos de la palabra: los católicos liberales, intransigentes en el dogma, pero atentos a distinguir lo religioso y lo político, lo religioso y lo social. Aceptaban el Estado neutro, ya que no laico, no a título de hipótesis histórica, de giro necesario para reconstruir una sociedad cristiana, sino porque era legítimo y poseía su fin propio: hacer la vida cómoda y a los pueblos felices. Salidos del orleanismo más que del legitimismo, aliados con frecuencia pero conservadores a ultranza en el plano social, grandes conciliadores de tendencia teñida de moderación y de prudencia, olfatearon en el unionismo de 1894 efluvios conquistadores que les mantuvieron alejados. Portal, el Portal íntimo de las cartas a Lord Halifax, no les era hostil. Fue en el Correspondant donde pensó primeramente para lanzar la campaña. Cuando las necesidades de la acción le hubieron llevado a aquellos que estaban decididos a actuar, los intransigentes, sintió dolor al ver la vieja revista liberal mantenerse a un lado. Pero mientras fue leoniano, no pudo trabajar con gente como Lavedan, Thureau-Dangin, Anatole Leroy-Beaulieu.
El unionismo angloromano no estuvo a pesar de todo monopolizado por los intransigentes. Aparte de estos cristianos «comprometidos», metidos en el apostolado, que afirmaban la coherencia de lo religioso, de lo social y de lo político, Portal encontró la ayuda de hombres de estudios casi ajenos a las preocupaciones de la acción católica, scholars que se cuidaban menos de bautizar la ciencia que de afirmar su autonomía. Historiadores y exégetas sobre todo (Duchesne, Loisy, von Hügel, Ermoni, etc.), quienes aplicaban al estudio del pasado cristiano, de la «historia santa» y sagrada fijada desde hacía tiempo por la veneración de los fieles y la autoridad del magisterio, los métodos críticos que otros utilizaban para establecer el texto de Homero o elucidar los orígenes de Cartago. Con estilos muy diversos, negaban el principio de una ciencia católica. Al rechazar todo tratamiento apologético y autoritario, se asociaban a un movimiento que se había iniciado en el protestantismo treinta años atrás, bajo la influencia de Alemania. Hasta los anglocatólicos, mucho tiempo frenados por el fundamentalismo bíblico del Dr Pusey, habían terminado por entrar en él, hacia 1890, bajo el impulso de Charles Gore. De esta forma se hallaba en vías de formación, lejos del control de las ortodoxias, y por la aplicación de métodos positivos que trascendían las barreras confesionales, un discurso común, un estudio común de los problemas, un lugar de contacto excepcional entre cristianos separados.
Se entiende que Portal haya querido hacer subir a primera línea a los historiadores y a los exégetas. Éstos, por su parte, podían difícilmente seguir insensibles a la llamada que el obispo de Salisbury acababa de lanzarles en su carta a Dalbus:
Venid, hermanos en Jesucristo, a estudiar con toda libertad con nosotros […]. Leed nuestros libros de teología, nuestros comentarios bíblicos, nuestras historias, nuestros discursos. En ellos hallaréis quizás mucho que os podría ser útil por unir la ciencia alemana con la conciencia y la buena fe inglesa.
Se vio claro que una discusión seria y leal sobre las ordenaciones anglicanas, aprobada por el Vaticano, serviría de pretexto y de punto de partida para intercambios más generales; contribuiría a liberar el trabajo en los institutos, las universidades, y tal vez en los seminarios católicos. Después de analizar las razones que llevaron al eségeta católico inglés von Hügel a enrolarse en las filas de Portal, Bruno Neveu concluye:
Pensó que la cuestión anglicana podría ser una maniobra para avanzar ante el papa el examen de los nuevos métodos de exégesis.
El unionismo, para los sabios católicos, era en primer lugar una posibilidad de apertura, una bocanada de oxígeno, la perspectiva, al colocarse al servicio de una causa bendecida por el Vaticano, de aliviarlas sospechas, de multiplicar los contactos útiles, de aclimatar un avance intelectual nuevo probando que era indispensable al diálogo interconfesional.
Descubrimiento del ecumenismo anglicano
Leonianos, refractarios, sabios: hacerles caminar juntos era ya unionismo. Pero faltaba encontrarles interlocutores en tierra anglicana. Portal meditaba hacía rato atravesar el canal. De su pasado como viajero, había conservado el gusto por el contacto directo. Le desagradaba llevarlo todo por carta, periódicos y folletos. Si publicó poco en su vida, la culpa debe menos a la censura eclesiástica que a cierta falta de interés por la pluma; antes que manchar papel, prefería ver a la gente. Una vez puestas las bases de una red parisiense, quiso descubrir Inglaterra. Halifax se encargó de los gastos, estableció un programa, y durante tres semanas, del 30 de julio al 21 de agosto, acompañó a su amigo en una gira que los llevó de varios presbiterios de ciudad y de pueblo al arzobispado de Canterbury, pasando por una docena de comunidades religiosas, el colegio teológico de Ely, el Church Missionary College de Islington, las universidades de Cambridge y de Oxford, los obispos de Salisbury y de Peterborough, sin olvidar al buen compañero de Lord Halifax, al Dr MacLagan, arzobispo de York y primado de Inglaterra.
En todas partes descubrió a hombres favorables al diálogo, pero solidarios de los antipapistas más irreductibles: un unionismo más amplio, más comprensivo que el de Lord Halifax, un unionismo que rechazaba la negociación bilateral y se proclamaba total, ecuménico, abierto a los protestantes y a los ortodoxos como a los católicos. ¿Volver a la cuestión de las ordenaciones? Bueno, de acuerdo, siempre que esta cuestión estuviera en el orden del día no sólo en París y en el Vaticano, sino también en San Petersburgo y en Utrecht, siempre que los contactos con el Dissent[disentimiento], con los hugonotes británicos, no se vieran comprometidos.
Este unionismo muy oficial, muy central, a la vez ambicioso y moderado, se afirmaba como una respuesta positiva a la crisis de identidad de la Iglesia de Inglaterra. El anglicanismo era discutido en su unidad por la afirmación del anglocatolicismo frente a una Low Church reticente; discutido en su estatuto jurídico por los liberales y los radicales que querían desestabilizarlo; discutido en su misión por el debilitamiento relativo de sus bases rurales y la evolución de una sociedad urbana que le era extraña . Enfrentado en fin a los problemas de su transformación de Iglesia local en una comunión mundial hasta alcanzar las dimensiones del Imperio británico. Cada vez que se puso a estudiar su identidad, la Iglesia de Inglaterra osciló entre dos actitudes: ser una Iglesia verdaderamente nacional o bien afirmarse como una Iglesia-puente. La primera solución consistía en convertirse en la Iglesia de Inglaterra, la expresión religiosa del reino, la comunidad de todos los cristianos ingleses, con la única excepción de los papistas. Esta solución fue acariciada por los años 1830 por gente de influencia, como Thomas Arnold, el famoso director y renovador del colegio de Rugby. Sesenta años más tarde, el arraigo de una fuerte corriente anglocatólica la hacía difícilmente practicable, a menos de un cisma que se opondría al fin propuesto.
La segunda solución consistía en afirmarse como un puente entre todas las comunidades cristianas, una Iglesia que contacte por un lado con el mundo de la Reforma, por el otro con los ortodoxos y los católicos. En este plan, la vocación anglicana es de servir de intermediaria y de intérprete, de lugar de encuentro y de diálogo, de instrumento para un acercamiento inmediato y una reconciliación futura. De esta manera la Iglesia de Inglaterra podría superar sus tensiones internas: su comprensibilidad se reforzaría exportándose; el acercamiento de los cristianos divididos favorecería al de los anglicanos divididos; el antagonismo de la High y de la Low Church se atenuaría con el del protestantismo y del catolicismo. Finalmente el unionismo permitiría responder a los problemas ce la concurrencia entre los cultos, en Inglaterra como en el Imperio. Ésta no era nueva; sino que en Inglaterra, con el descenso de la práctica religiosa, resultaba tanto más viva cuanto más se retraía el «mercado»; en ultramar, la expansión del Imperio multiplicaba los choques entre misiones rivales. Podía parecer suicida mantener una concurrencia salvaje, indigna e ineficaz de contentarse con un reparto de zonas de influencia.
Había suficiente para interesar a responsables que no pertenecían al partido extremo de la High Church. Halifax llamaba a los protestantes «nuestros enemigos naturales» y no concedía a los ortodoxos más que in interés distraído; pero, como buen técnico, comprendió que había llegado el momento de situar el unionismo angloromano, de unirlo al unionismo global, al ecumenismo que solo, y esto era evidente, permitiría ofrecer una base sólida a los esfuerzos del acercamiento con Roma. Mirar únicamente en dirección del Vaticano era posible piadoso deseo. Pero la acción imponía revisiones serias. Desde el 9 de setiembre, Halifax modificó el proyecto de mensaje que podría enviar el papa a los anglicanos.
Habría que evitar que estas palabras parecieran ir dirigidas a un partido en la Iglesia anglicana; al contrario, y esto es capital, deberían ser directamente a la intención de la Iglesia anglicana entera, con algunas palabras también para los disidentes, los que están separados de ella.
En enero de 1895, en el discurso sobre la reunión de la Iglesia que pronunció en Bristol para precisar bien sus posición, Halifax deseó un acercamiento no sólo con la Santa Sede sino también con los no conformistas de Inglaterra y los presbiterianos de Escocia. Para mostrar que este acercamiento era posible, se sirvió de un estudio que acababa de publicar el reverendo Cosmo Gordon Lang y le citó con elogios. Veinticinco años más tarde, ya arzobispo de York, Cosmo Lang redactó la llamada que los obispos de la comunión anglicana reunidos en Lambeth lanzaron a todos los cristianos para que construyeran juntos el movimiento ecuménico.