El mensaje de Rue du Bac (VIII. Manifestación de la Medalla al Mundo)

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen MaríaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: J. Delgado, C.M. · Año publicación original: 1968.
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Santa Catalina oyó una voz en su interior que le decía: «Haz acuñar una medalla según este modelo…» Ella se lo comunicó a su director; pero éste pensó que se trataba de una ilusión o puro efecto de la imaginación. Dos veces más, en intervalos de seis meses, la vidente comunicó su pensamiento al P. Aladel, añadiendo: «La Virgen se halla descontenta de que no se haga acuñar la Medalla». Entonces el P. Aladel comenzó a darle al­guna importancia, y en una visita, semanas después, hecha a Monseñor de Quelen le expuso la situación. El Arzobispo de Pa­rís manifestó que no veía nada malo en ello, que, por el con­trario, la Medalla podría contribuir a honrar a la Virgen María y que él deseaba uno de los primeros modelos.

Las dificultades del Cólera-Morbus retrasó la realización has­ta el 30 de junio de 1832. Desde entonces los fabricantes no pudieron dar abasto a la demanda. El señor Vachette, primer grabador de la Medalla, tenía su fábrica en producción día y noche. Según la historia había fundado su firma grabadora en 1815. Pero la firma se había ido a pique en poco tiempo. Cuando el P. Aladel le hizo su pedido inicial de 1.500 medallas, en el mes de mayo de 1832, la firma aseguraba su inmortalidad. Desde 1832 a 1834 el señor Vachette vendió dos millones de bronce. Los primeros modelos se hicieron según cuatro tamaños diferentes y con el texto de la invocación en latín, italiano, español, portu­gués, flamenco, inglés, alemán, polaco, chino y, desde luego, en francés. Así lo hace constar el P. Aladel en la séptima edición de la Noticie, en 1837.

Sor Catalina recibió uno de los modelos y exclamó: «Ahora hace falta propagarla». Monseñor de Quelen también recibió al­gunas medallas y con una de ellas iba a lograr el primer triunfo.

Con algunas en el bolsillo visitó a Monseñor de Pradt Dufour, antiguo capellán de Napoleón y Arzobispo ilegal de Malinas. Monseñor de Pradt agonizaba en París. Su historia era la vida de un clérigo rebelde que iba a terminar en tragedia y escán­dalo. Durante las disputas entre el Emperador y la Iglesia, él se había puesto del lado de Napoleón, por lo que la Santa Sede le excomulgó. Su contumacia había ido de mal en peor y parecía no tener remedio. Había aceptado el arzobispado de Malinas de manos de Napoleón, y ahora, más rebelde que nunca, estaba para morir sin haberse reconciliado con la Iglesia y sin querer hacerlo. Monseñor de Quelen fracasó una vez más al entrar en discusión con él. Pero cuando todo parecía perdido Monseñor de Quelen logró dejar una medalla que hizo el milagro; el pre­lado contumaz hizo una retractación de sus errores y murió pa­cíficamente en la Iglesia.

Domingo de Pradt Dufotir, que como publicista había obte­nido triunfos y laureles, era vencido con una medalla. El había gestionado en Bayona el destronamiento de los Borbones en Es­paña, entronizando en su lugar a José Bonaparte. El había re­presentado sagazmente a Francia en el extranjero y había ejer­cido brillantemente el oficio de embajador. Y ahora, sin su sabiduría, pero besando humildemente la medalla de María, con­quistaba el reino del Cielo.

No hay duda que la conversión de un personaje tan relevante hubo de causar sensación e influir en la propagación de la Medalla.

Popularización de la medalla

Pronto aquellas medallas grandes, gruesas y macizas se po­pularizaron. Todos pedían la Medalla de la Virgen, la «Medalla de la Inmaculada», la «Medalla de a Hijas de a Caridad», la «Me­dalla Santa», «Sagrada» y, sobre todo, la «Medalla Milagrosa», que todos estos nombres recibió inicialmente. Las Hijas de la Caridad, que ya tenían una idea de su origen, acogieron y llevaron estas medallas, y así, muy pronto, tres enfermos de grave­dad fueron curados y otros tres convertidos de un modo total­mente repentino y sorprendente. En la encuesta canónica, abierta en París el año 1836, se presentaron a examen muchas curacio­nes y conversiones, atribuidas a la Medalla, y aunque la encuesta no se terminó, sí se señalaron diez prodigios como comprobados en ella.

Era un signo para la época, una señal de renovación. En los pueblos la juventud colocaba su virtud bajo la protección de la Medalla. Un comandante compró medallas para regalar a todos sus oficiales. Se decía que el Capítulo Metropolitano de Nápoles hizo un pedido para los canónigos; que el rey había mandado acuñar en plata para sus familiares y cortesanos, y en bronce, un millón, para distribuir a su pueblo, y que en Roma, Iós Su­periores Mayores de los distintos institutos religiosos, hacían esfuerzos para propagar su devoción. Su Santidad el Papa Gre­gorio XVI la colocó al pie de su Crucifijo y la repartía a sus visitantes como un toque de cariño.

Además de los veinte millones de medallas grabadas en Pa­rís por Vachette se acuñaron en Lyón otros treinta millones, y en otras ciudades otros dieciocho millones. Es imposible cal­cular esta propaganda asombrosa. Juzgo, sin embargo, que el número de tres mil millones de medallas, según afirma el Relator de la Sagrada Congregación de Ritos, al pedir la aprobación y concesión de la Misa y del oficio de la 1Vrédalla, es exagerado y no corresponde a la realidad histórica. En los primeros cuatro años no pudieron ser repartidos esos tres mil millones, pues no existía ese número de población en el mundo.

En un período en el que imperaba la crítica, pronto surgie­ron las objecciones. Le Guillou en su obra Le livre de Marie c75n­cue sans peché publicaba, en 1835, unas reflexiones sobre la Me­dalla de la Inmaculada, llamada Milagrosa, con las que preten­dían desbaratar las objeciones:

«El excéptico J. J. Rouseau, escribe, ha podido decir, en un momento lúcido, que el inventor del Evangelio habría sido más grande que su héroe, frase que envuelve un dilema concluyente que no permite negar un milagro, sino admitiendo otro mayor todavía. Esto mismo decimos nosotros de la Medalla: ¿Ha sido revelada o no? Si se admite lo primero cesa toda discusión, por­que ya tenemos el milagro, y si no se admite, ¿cómo, ante todo, resulta esa medalla, gráfica y acabada expresión de las necesi­dades de una sociedad que parece querer hundirse bajo el peso de la corrupción?»

Manifestación al mundo

Puede discutirse sobre si las visiones de Sor Catalina fueron reales y verdaderas o si fueron autosugestiones, sobre si la Me­dalla fue traída del cielo o amañada por el Padre Aladel en co­laboración con su amigo y superior Padre Etienne, sirviéndose -de las meditaciones piadosas de Sor Catalina; pero lo que no admite duda es que la Medalla causó un gran impacto, aun fuera del mundo católico. Su aparición produjo efectos benéficos, de los que el mundo católico está agradecido.

Puestos a elogiar la Medalla he aquí unos informes esque­máticos, casi telegráficos:

  • Es la única Medalla mariana que tiene una bendición pro­pia, simple y solemne, aprobada por la Iglesia en el Ritual.
  • Es la única que forma una Asociación Pontificia, pues basta llevarla impuesta para gozar de los privilegios de la Aso­ciación de la Medalla, establecida por San Pío X, en 1909.
  • Es la única que ha sido, en los tiempos modernos, expre­sión viva de los avances mariológicos: Inmaculada Concepción, Realeza de María, Mediación de María y Maternidad eclesial de María…
  • Es la que goza de más privilegios e historia, existen unos cien documentos pontificios a su favor. Todos los Papas, desde Gregorio XVI hasta Pablo VI la han encomiado, siendo, algunos, sus mejores propagandistas. En la clausura de la cuarta sesión del Concilio una comunidad religiosa repartió medallas de oro entre los Padres Conciliares.
  • Es la que llevaron los Santos.

El cura de Ars andaba los 30 ó 40 kilómetros que hay de Ars a Lyón para hacer acopio de medallas que hoy guardan las fa­milias de su feligresía como recuerdo. Monseñor de Couvert es­cribía: «El número de estas medallas escapa a todo cálculo. En los últimos días de su vida bendecía, desde lu lecho, cestos de medallas, que inmediatamente desaparecían en manos de los peregrinos». En los procesos de beatificación y canonización de San Juan María Vianney y en los testimonios que se conservan en los archivos de Ars se describen las distintas apariciones de Nuestra Señora de la Medalla al Santo Cura. Los historiadores cuentan cómo dedicó, en 1836, una capilla a la Virgen de la Me­dalla y cómo, posteriormente, construyó un hotel para los pe­regrinos, bajo el patrocinio de Nuestra Señora de las Gracias. En fin, un sin número de detalles.

Bernardita, la vidente de Lourdes, pertenecía a la Asociación de Hijas de María, en su sección de los Santos Angeles; llevaba una Medalla de la Milagrosa que hoy se conserva en París, y cuando la preguntaban que cómo era la Virgen, respondía: «se me apareció en actitud de Milagrosa». Así lo hace notar el no­table mariólogo René Laurentín. Bernardita repartía la Medalla a los peregrinos de Lourdes. La imagen que presidió la gruta, y ante la cual rezó la vidente, era la Virgen de la Medalla. La única foto que se conserva de Bernardita en la gruta así lo testimonia. Desde el 25 de marzo de 1858 hasta el año 1864, fecha en que José Fabrisch labró la imagen actual de la Virgen de Lourdes, la Milagrosa presidió en la Roca.

Don Bosco propagaba la Medalla, como puede leerse en sus obras completas. El 9 de marzo de 1858 don Bosco presentó sus costituciones a Pío IX. En aquella ocasión ofrendó al Papa con un ejemplar lujosamente encuadernado de sus Lecturas Católi­cas, donde se coleccionaban todas las publicadas hasta entonces. «¡Qué lujos usáis en Turín!», exclamó el Papa. Lo han encua­dernado mis chicos. ¿Cuántos tenéis en el arte? Quince…» Y sin más diálogo el Papa entró en su habitación y cogió un pa­quetito de medallas. «Estas quince medallitas para tus chicos que trabajan en la encuadernación. Y estas dos mayores, una para ti y otra para tu colaborador don Rua». Un alumno de don Bos­co, Domingo Savio murió también con la Medalla.

San Pedro María Chanel, Protomártir de Oceanía, partía para las islas el 13 de noviembre de 1836. Llegado al nuevo continen­te clavó su rodilla en tierra, en la isla Fortuna, y consagró to­das las islas a María. Como señal de esta dedicación, colgó una Medalla Milagrosa de un árbol. «María, musitaba él contemplando, la Medalla, tocará los corazones de estos isleños para su con­versión: Ella es su Reina». Como él hicieron todos los misione­ros Maristas de los primeros tiempos.

María Teresa Martín Guerín, hoy Santa Teresita, usaba de pequeña un rosarito o «conciencia» para contar los actos de virtud que hacía. Al final del rosarito había una Medalla Milagrosa. Ella identificaría luego la Virgen de la Sonrisa con la
Virgen de la Medalla. Dos meses después de su entrada en el Carmelo Teresita recibió una carta de sus amigas del colegio, invitándola a celebrar las bodas de plata de la Asociación. Ella contestó como sigue:

«Mi querida Maestra:

Estoy sumamente agradecida por su amable atención. Con mucho gusto he recibido la querida circular de las Hijas de María. Ciertamente no dejaré de asistir con el corazón a esta hermosa fiesta. ¿No fue en esa capilla bendita donde la Santísi­ma Virgen quiso aceptarme por hija suya en el hermoso día de mi primera comunión y en el de mi admisión como Hija de María?

«No podré olvidar, mi querida Madre, cuán buena ha sido us­ted para mí en esas importantes épocas de mi vida, y no puedo dudar que la gracia insigne de mi vocación religiosa germinó dentro de mí aquel dichoso día, cuando, rodeada de mis com­pañeras, hice a María la consagración de mí misma al pie de su altar, escogiéndola especialmente por mi Madre en aquella mañana en que había recibido a Jesús por primera vez…

«No me olvide tampoco ante mis dichosas compañeras, de las que soy siempre hermanita en María.»

En Abisinia propagaron la Medalla los Beatos Justino de Jacobis y Ghebra Miguel. El primero dedicó una iglesia y una escuela a la Milagrosa. Antes de partir para la misión, en Ná­poles, cuando el cólera de 1836, repartió miles de medallas, sacando en procesión una imagen de la Virgen de la Medalla que hoy se llama la «Madona del Cólera o de la Líbera». El ca­pítulo Vaticano, profundamente impresionado, mandó coronar aquella imagen. Actualmente la iglesia de San Nicolás de Tolen­tino es para Nápoles, según Angel Bugnini, secretario en el Con­cilio para la Comisión de Liturgia, algo así como el santuario de la Inmaculada en Lourdes.

El Beato Juan Gabriel Perboyre extendió la Medalla por el continente chino. Los mártires de Uganda iban camino del su­plicio con la Medalla al cuello. Maritere Goretti, después de recibir catorce puñaladas por defender su virtud fue condecora­da con la Medalla. San Antonio María de Claret impuso la Me­dalla a los Padres Paúles de la casa central de Madrid, estableció la asociación del Sagrado Corazón y fue un gran propagandista. La Madre Sacramento en este aspecto merece una mención apar­te. Y así otros muchos santos, de lo que hablamos más amplia­mente en nuestro libro Unidos por un signo o santoral de la Medalla.

Al margen de este apartado en la hagiografía moderna hay que señalar la aceptación por parte de las comunidades reli­giosas. El redentorista Padre Gillet, fundador en América de las Hermanas Sirvientas del Inmaculado Corazón de María, co­locó el diseño de la Medalla en los recordatorios de su ordena­ción sacerdotal. El venerable V. M. Champagnat se inscribió, en 1838, a la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias ad­quiriendo, por tanto, la obligación de llevar la Medála, y en 1841 obtuvo para todo el instauro el título de agregación. Su amigo y colaborador Juan Claudio Colín, fundador de la Socie­dad de María o Padres Maristas decía en 1839: «Señores, ¿por qué se ha dado al mundo esta Medalla que vierte ríos de gra­cias? Sin duda porque la Sangre del Cordero va a ser derramada y porque la guera y el hambre van a invadir nuestra tierra. Yo quisiera que todos nuestros alumnos llevaran esta santa Me­dalla. Desearía también que la que trae la conversión al alma fuera clavada en la parte superior de nuestras puertas». Durante los ejercicios espirituales de 1845 volvió a insistir sobre el tema: «Distribuyamos la Medalla de la Inmaculada Concepción en nues­tras misiones. ¿No es cierto que sus milagros se cuentan por miles? Llevemos, pues, con nosotros una bolsa de medallas para distribuirlas. Pesan muy poco y valen un tesoro». Era una con­signa clara.

No es necesario hablar de las Comunidades vicencianas, ya que éstas consideraron la Medalla como algo propio, al haber sido entregada a un miembro de la comunidad de Hermanas. Las Hijas de la Caridad llevan la Medalla en el rosario que cuel­ga de su cintura. Las Madres Irlandesas, fundadas por la in­glesa María Ward en el siglo xvii, también adoptaron en su ro­sario, como parte de su hábito, una Medalla dorada, y propagan la Medalla, especialmente entre sus Rijas de María. En 1880, cin­cuentenario de las apariciones, la Madre Francisca J. Cabrini fundaba las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús. Según élla la verdadera Madre y Fundadora del Instituto es la Virgen Milagrosa, bajo la advocación de Virgen de las Gracias, como la llaman en Italia. nn todas las Casas del instituto se la venera diaria y semanalmente. Dice la Madre Andreoli que ellas no solemnizan el 27 de noviembre, sino el 8 de septiembre.

En los tiempos modernos o actuales lejos de haber disminui­do esta tendencia devocional, ha sido aumentada. Las Teresia­nas del P. Poveda llevan la Medalla, dirigen Asociaciones de Hi­jas de María con la Medalla como insignia y rezan el rosario de la Milagrosa. Las Hermanas del Mary-Knoll o Hermanas de Santo Domingo, fundadas el 14 de febrero de 1920, reciben una cadena de plata con la Medalla, que es parte integrante de su hábito religioso. La fundadora de las Hermanas del Servicio Do­méstico ordena en sus Reglas que impongan la Medalla Milagrosa y presenten ante la Virgen a las chicas que a ellas acudan. Hace unos años nada más, las Hermanitas de los pobres adoptaron un escudo, para sus Aspirantes, con la Virgen Milagrosa.

Con estos informes no creemos haber hecho otra cosa que iniciar una investigación, iniciación que ya encierra una gran lección. Como detalle último diremos que hace unos años el obispo de Konthum fundaba una nueva congregación: «Las Her­manas de la Medalla Milagrosa», que hoy trabajan bajo las penalidades de la guerra. En 1961 eran 25 religiosas profesas, 12 novicias y 30 aspirantes.

También hay que señalar la aceptación de la Medalla entre las agrupaciones católicas de laicos. La Medalla Milagrosa es la que propagan a imitar los Hijos e Hijas de María Inmaculada, las Hijas de María de Santa Inés, la Milicia de María Inmaculada del P. Kolbe OFM, la Legión de María, las Asociaciones de la Medalla, la Archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias, las Asociaciones del Corazón de María, la Visita Domiciliaria de la Virgen y la «Central Association» del P. Skelly que reparte• más de un millón de medallas al año, por sólo citar las más importantes.

Todos estos datos nos conducen a algunas conclusiones cla­ras. Primero, la Medalla no es una devoción de un grupo re­ligioso o una época particular: es un obsequio para todos en paridad. Segundo, la historia de la Medalla es más importante, en intensidad y extensión, como manifestación al mundo que como manifestación a Santa Catalina. Tercero, no puede afir marse que toda esa selección de almas grandes consideren la Medalla como un «talismán» o algo parecido. Se trata de almas bien formadas y selectas religiosamente. Son estrellas de la pan­talla eclesial y astros de primera magnitud en el martirologio cristiano.

Reflexiones de rigor

La lectura de la Notice del Padre Aladel hace, cuando menos, sospechosa la constancia y la prudencia del confesor de la vi­dente. Según él, en un principio creyó que las visiones de Sor Catalina eran puro efecto de la imaginación de la vidente. Pero cuando la Medalla se propaga, desbordando toda frontera, no• duda en admitir, a la primera, la aparición de la Medalla a una monja suiza. Más aún, de las únicas once páginas que dedica, en la séptima edición, a la historia de la Medalla, tres son para contar esa verosímil aparición, cuya información le ha llegado. por carta. Y más todavía, en la octava edición, de 1842, habla de que esta visión ha tenido lugar dos veces, y coloca su infor­mación dentro de lo que él titula «Origen de la Medalla, dicha Milagrosa». ¿Cómo es posible que entre las personas relacionadas con él tantas sean visionarias? Sor Apolonia Andriveau, vi­dente del Escapulario Rojo, y Sor Justina Busqueyburu, viden­te del Escapulario Verde, también eran videntes suyas.

Por otra parte, mientras es parco en narrar los orígenes de la Medalla, solamente le dedica una decena de páginas, es pro­lijo en contar milagros, curaciones y conversiones, que ocupan cientos de páginas. Se entretiene en lo «milagroso» complacida­mente, mientras temeroso guarda secreto absoluto de la vidente y de múltiples detalles de la visión. Nunca oficialmente habló de la primera fase de la visión, de la Virgen del Globo, a pesar de la insistencia de Sor Catalina.

Uno se pregunta a qué título interviene el Padre Etienne en la Encuesta Canónica de 1836, y cómo es que el Padre Aladel le comunicó tan al detalle lo de las visiones. Es curioso, pero es cierto, el Padre Etienne da detalles que se le olvidan al Padre Alade. La «vida del señor Aladel» de Cayron está tan llena de alabanzas que si se publicara hoy la tomaríamos a chunga, se­ría como una burla. El Padre Aladel resulta de una piedad ex­cesivamente cándida para un historiador objetivo, sin prejuicios. Tal impacto ejercía el Padre Etienne sobre él que su muerte, acaecida el 25 de abril de 1865, fue considerada por algunos his­toriadores como una ofrenda en sustitución de la vida del Padre Etienne.

Los hechos posteriores señalan que en la acuñación de la Medalla no siguió las instrucciones de la vidente, como veremos al tratar de la iconografía. ¿Cómo podía reflejar entonces con exactitud el pensamiento de Sor Catalina? ¿Hasta qué punto la Medalla representa el pensamiento popular, las ideas del Padre Aladel y las visiones de Sor Catalina? No es fácil precisar, pero de todas estas fuentes hay rasgos en la Medalla. Una visión, in­tensa y significativa, pero sencilla se había ido abultando con preferencias idearias, artísticas e históricas. Al pasar el tiempo estas preferencias han ido aumentando, como aumenta la bola de nieve que no deja de rodar cuesta abajo, y nuevamente repe­timos, conviene despojar el mensaje de estos accesorios.

La manifestación al mundo se realizó de forma espectacular, todo lo contrario a como se había manifestado a Sor Catalina. He aquí otro punto de reflexión. Los prodigios se multiplican. Hay hechos claves en momentos críticos. La conversión de Mon­señor Pradt, sorprende por inesperada, seductora por deseadas hizo que muchos espíritus críticos no mojaran más en ácido sus lenguas y sus plumas para hablar del mensaje. Es una época de liberalismo materialista e indiferente. Gregorio XVI publica en 1832 una Bula contra el indiferentismo, pero a esta corriente no la contiene ningún dique previsible. Morse inventa el telégrafo escrito; en Brunswick aparece el primer tren; Proud­hon funda el materialismo económico. Los adelantos técnicos hacen volver los ojos a lo material con olvido del espíritu. Enton­ces surge otra conversión espectacular: un hombre indiferente, intelectual, economista y financiero, el judío Ratisbona se con­vierte. Los círculos intelectuales quedan atónitos, y los centros fieles a la Iglesia sienten un alivio. ¡Existe lo sobrenatural! La Medalla es un instrumento que lo hace presente en el mundo. Roma declara: es un milagro, y el Papa se anima a declarar el dogma de la Inmaculada.

A la aceptación silenciosa del mensaje, por parte de Sor Ca­talina, corresponde una aceptación clamorosa por parte del mun­do fiel. Frente a los recelos y retrasos del P. Aladel, la pronta y cálida divulgación. Si los encargados del mensaje recelan de acep­tarlo y presentarlo tal y como es, los sectores externos lo aplau­den incondicionalmente. Los ánimos conservadores que veían un peligro en los nuevos adelantos se habían refugiado en la piedad, y la Medalla era un buen emblema. Los intelectuales vanguardis­tas encontraban en los prodigios obrados un freno inesperado que les hacía reflexionar. Lo sobrenatural, cuando menos, era posible, y aquellos acontecimientos de piedad colectiva se pre­sentaban bajo el signo de la Providencia o, como diaríamos ahora, bajo el signo de los tiempos. Era aquel un período de fuertes contrastes: la piedad frente al libertinaje, el espíritu frente a la materia. La Medalla era una señal del cielo.

Bibliografía:

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