El mensaje de Rue du Bac (IX. La conversión instantánea de Alfonso Ratisbona)

Francisco Javier Fernández ChentoVirgen María1 Comments

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Autor: J. Delgado, C.M. · Año publicación original: 1968.
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La conversión de Alfonso Tobie Ratisbona es el hecho más re­levante en la historia de la Medalla, no sólo porque puso el men­saje de París en conocimiento del mundo no católico, sino tam­bién porque dio como resultado el reconocimiento oficial de las apariciones de Rue du Bac por la Santa Sede.

El hecho ocurrió en Roma, en 1842. Ese mismo año, en París, el P. Aladel publicaba la octava edición de su Notice, y como úl­tima de las señales de protección de la Medalla incluía la con­versión de Alfonso, dedicándole nada menos que sesenta páginas. Según el P. Aladel, los informes para su narración los había to­mado de las charlas tenidas con Alfonso en su reciente estancia en París, de la correspondencia de éste con su hermano, el Abate Ratisbona, y de las noticias abundantes y extensas publicadas a toda plana en la Prensa. Había sido un acontecimiento sensacional. Don Bosco leía estos comentarios a sus chicos antes de irse a dormir. Lo instantáneo y radical de la conversión había sorpren­dido al mismo Papa. Parecía como si ros predicadores se hubieran puesto de acuerdo para aludir al triunfo de la verdad católica, en esta conversión.

Nosotros, sin tanta conmoción, pero con más informes, pode­mos enjuiciar mejor el influjo y valor de este milagro, el más cé­lebre y el más auténtico. A. Figaro, impresor de Su Majestad el Rey de España, publicó en Gerona, en 1842, la siguiente obra, Conversión milagrosa del judío Alfonso Ratisbona y ceremonia ce­lebrada en este grandioso acto, traducida del francés y dedicada a todas las almas piadosas. Decimos que ahora es el momento Más oportuno para un enjuiciamiento imparcial y exacto porque con­tamos con la declaración oficial pontificia del milagro, cuya narración ha sido, además, incluida en una de las lecciones del Ofi­cio de la Manifestación de la Medalla.

Por equivocación en Roma

A la edad de veintiocho arios, Alfonso, abogado y banquero de profesión, estaba desposado con Flora, una joven de diecisie­te años que pertenecía a la aristocracia judía. Alfonso era her­moso y tenía un gran sentido del humor, pero guardaba en su corazón un fuerte odio a los católicos, sobre todo desde que su hermano Teodoro se había convertido y ordenado sacerdote en la Iglesia Católica. Teodoro había unido sus fuerzas a las del Abate Desgenettes para la difícil labor en Nuestra Señora de las Victorias, y desde entonces la Archicofradía del Santo e Inmacu­lado Corazón de María tenía como uno de sus fines específicos la conversión de los judíos, tarea ardua, pero retadora.

En 1841, Alfonso decidió hacer un viaje a la isla de Malta. Por apremio de tiempo cambió su ruta, siguiendo el camino de Palermo, y, por equivocación, subió a un tren con dirección a Roma, donde llegó el 6 de enero de 1842. En Roma, como cual­quier turista hubiera hecho, se dedicó a visitar los monumen­tos que él juzgaba más interesantes. Allí se encontró con un amigo, el Barón Teodoro Bussiére, quien hizo grandes esfuerzos para convertirle.

Las circunstancias de su planeado matrimonio invitaban a pen­sar más en un viaje de novios que a discutir cosas de religión; y, sin embargo, aquellas eran las circustancias escogidas por la Divina Providencia. El señor de Bussiére le invitó a cenar en su casa. Allí le retó a demostrar su hombría y Alfonso aceptó el reto; recibió una medalla que le colgó del cuello una hija de Bussiére y prometió rezar la oración del Memorare, de San Ber­nardo. Desde luego, Alfonso nunca pensaba que aquello pudiera significar nada, excepto el objeto de una apuesta.

Al día siguiente, por la tarde, Alfonso hacía los últimos pre­parativos de despedida, como el único medio de desechar la idea que le asediaba constantemente. Durante la noche del 19 al 20 se había enfrentado con la visión de una cruz, limpia y desnuda, que le atormentaba en el corazón. Alfonso encontró en la calle al señor de Bussiére. Este se dirigía a la iglesia de Sant’Andrea della Fratte, para hacer los preparativos del funeral por su amigo el Conde de Laferronays. Alfonso, que había convenido en acom­pañarle, se quedó curioseando eT arté de la iglesia mientras el señor Bussiére penetraba en la sacristía. De súbito, un enorme perro negro salió sin saberse de dónde y comenzó a husmear delante de Alfonso. El perro desapareció de repente, lo mismo que había aparecido; pero Alfonso se sintió atraido hacia la Ca­pilla de los Angeles Guardianes, de donde salía un caudal ofus­cante de luz.

Al llegar levantó sus ojos y contempló a Nuestra Señora que se le aparecía en la misma actitud en que estabá represenfáda en la Medalla. Sólo pudo verla por un momento; era tanta su ra­diante hermosura que apenas pudo levantar los ojos a la altura de sus manos. Hincado de rodillas, con lágrimas en los ojos, Al­fonso definía las manos de la Virgen como «la expresión más viva de todos los secretos de la divina bondad». Añadía, además, que la Virgen María no le había hablado cosa alguna, pero que él «había entendido todo». Comprendió que su conversión la de­bía a la Medalla, a las oraciones de la Cofradía del Inmaculado Corazón de María y al señor Conde de Ferronays que, antes de morir, había dicho más de 20 Memorares por él. Así ocurrió el hecho de su conversión.

En plena libertad

El señor Bussiére condujo en seguida a Ratisbona a casa de la familia de Laferronays. El suceso más importante de su vida estaba íntimamente relacionado con la presente desgracia de la casa. Alfonso creyó un deber suyo el endulzar las lágrimas de la familia con su reconocimiento, y esto es lo que pretendía con su visita. Inmediatamente después del funeral, Alfonso comenzó un período de diez días con los Jesuítas para instruirse en la fe. El Padre Villeforte, su instructor, le llevó a visitar al Papa, Gre­gorio XVI, que, extremando su paternidad, les introdujo en su dormitorio privado y allí les enseñó una imagen de la Virgen de la Medalla, ante la cual él rezaba.

Su ingreso en la Iglesia tenía un carácter internacional. El Cardenal Patrizi, Vicario de Roma, escuchó la abjuración de sus errores, le bautizó, le confirmó y le dio la primera comunión. Las noticias de la «Madonna» y Ratisbona invadieron Europa entera, particularmente los círculos políticos y financieros, don­de los nombres de Ratisbona, Bussier y Laferronays eran muy conocidos. La Medalla no era un regalo tan sólo para los ca­tólicos.

Alfonso escribió a sus familiares y a Flora, su novia, a quien invitaba a continuar con el planeado matrimonio si se hacía ca­tólica. Las respuestas llegaron pronto: todos le dejaban en plena libertad.

Mientras tanto, el Vaticano seguía una investigación oficial so­bre el Milagro de la conversión. El Cardenal Patrizi presidió las veinticinco sesiones que se celebraron del 17 de febrero al 3 de junio de 1842. La decisión del tribunal fue afirmativa, la conver­sión de Alfonso había sido un milagro obtenido por mediación de María.

Los interrogatorios terminaron. Alfonso ingresó en la Compa­ñía de los Jesuítas y con ellos permaneció diez años, siendo or­denado sacerdote. Sin embargo, una voz persistente le decía que debía marcharse y dedicarse a la conversión de los judíos. Con los debidos permisos dejó la Compañía para unirse a su herma­no Teodoro en las fundaciones de «Nuestra Señora del Monte Sión» y la «Congregación de Sacerdotes de San Pedro», para la conversión de los judíos. En Madrid estuvo el 24 de mayo de 1857 para dar a conocer la obra de Nuestra Señora.

Miguel Gutiérrez nos escribe algunas de las actividades del Pa­dre Alfonso y algunos ejemplos de su comportamiento: inaugura la misión de Tierra Santa, rescatando el viejo y derruido preto­rio de Pilatos; levanta allí el primer monasterio de Mas de Sión; y el arco bajo el cual Pilatos presentó a Jesús, azotado y hecho rey de burlas, lo adosa a la nueva capilla, celebrando en ella la primera misa, el día 20 de enero de 1858, aniversario de su con­versión.

De vuelta en Roma

El día 25 de enero de 1878, Alfonso volvió a Roma a hincar sus rodillas delante del altar donde la Virgen María le había mos­trado su hermosura y bondad. Allí, nuevamente, derramó lágri­mas de emoción. Nadie le había conocido los primeros días; pero al ir a celebrar misa en la iglesia donde tuvo lugar su bautismo, el prefecto, sacerdote joven, le dice leyendo su tarjeta: «Estos son los nombres del señor Ratisbona de Sant’Andrea.» «Cierto —le contestó Alfonso—; los mismos nombres. Y yo soy paisano suyo.» Y en esto quedó todo.

Contaron a Pío IX lo ocurrido y el venerable Pontífice, grave­mente enfermo, se alegró mucho. El día primero de febrero, ani­versario del día en que fue presentado a Gregorio XVI, el Padre Alfonso era recibido por Pío IX. Al salir de la audiencia, el Papa exclamó delante de los Cardenales: «¡Oh, qué amable!»

Alfonso regresó a Palestina lleno de gozo. Seis años después, el 30 de abril de 1884, llegaba a la residencia de San Juan para dar apertura al mes de María. Al celebrar’ la misa, un dolor le hace abandonar su deseo; aquella pulmonía era la preparación a la muerte. «En mis horas postreras —decía Alfonso— no me sugi­ráis otra jaculatoria que el dulce nombre de María: esta palabra bajará a lo más íntimo de mi corazón. Si el 20 de enero vi a María y la cruz, ahora veo la cruz con María; mas muy pronto ya desaparecerá la cruz y estaré con María.»

Alfonso fue un sacerdote ejemplar, activo y ferviente. En su aposento había entronizado la imagen de Nuestra Señora. Mu­rió el 6 de mayo de 1884. Sus amigos levantaron una estatua a la Virgen de la Medalla sobre su tumba para que vigile sobre él y sirva de recuerdo a los pasajeros. María es el camino hacia Jesús.

Un deseo se llevó consigo insatisfecho. Después de su conver­sión fue a París a ver a la vidente de la Medalla. Pudo entonces hablar con el P. Aladel. Pero, lo mismo que Mons. de Quelen, que quiso verla aunque fuese cubierta con un velo; lo mismo que Gre­gorio XVI, que manifestó su interés, hubo de mortificar su cu­riosidad en aras del secreto. Si el Papa hubiera insistido, hubié­ramos asistido a unos acontecimientos interesantes.

La conversión repentina de Tobi Ratisbona despejó la incog­nita que se cernía sobre la vidente de las apariciones. El se so­metía a todo interrogatorio, ella vivía piadosamente oculta. Eran un complemento y un contraste en el mensaje de Rue du Bac. Ella pertenecía a la clase rural, sencilla, profundamente religiosa; él procedía de la clase aristocrática, economista, intelectual y más bien indiferente a las cosas de fe. Ella satisfacía los anhelos de piedad ordinarios, creyente sin disquisiciones; él asombraba y convencía a teólogos y juristas, a los elegantes de la Banca y a los entendidos del Vaticano. El y ella fueron necesarios al men­saje: sin él, el entusiasmo del primer decenio se hubiera extin­guido paulatinamente; sin ella, ¿cómo se podría haber puesto en marcha aquel entusiasmo popular de devoción a la inmacula­da? A partir de 1842, los libros que se escriben en torno al men­saje de Rue du Bac cuentan la vida y conversión de Ratisbona, en sustitución de la Notice sobre el origen de la Medalla, que, sor­prendentemente, deja de editarse hasta 1878. En esta fecha se pu­blica, por primera vez, el nombre de la vidente; y desde enton­ces sus biografías vuelven a coger el relevo en la difusión del mensaje. Sor Catalina había comenzado a adquirir un nombre cos­mopolita: ya no era la aldeana de Fain-les-Moutiers ni la silen­ciosa novicia de París; era una Santa de la Iglesia Universal. Aho­ra se apagaban los comentarios del fabuloso converso. cuyo nom­bre corrió de boca en boca durante muchos años con asombro. Hoy los historiadores inexpertos cuentan su conversión como una más en una lista interminable. El silencio del mensaje ha llegado a Ratisbona. Es su turno. Hay una equidistancia entre la aparición de la Virgen a Sor Catalina y la conversión de Ratisbona; y en­tre ésta y la definición del dogma, no sólo en tiempo, sino tam­bién en significado. De 1830 a 1842 hay doce años, los mismos que de 1842 a 1854.

Bibliografía:

BUSSIERE, Theodor: Conversión de Marie APphonse Ratis­bone, París, 1842; Le T. R.: Theodore Ratisbonne, vol. I, pág. 183-85, 196­215, 249, 277-292 et passim, París, 1905; GUTIÉRREZ, Miguel: El valor apo­logético de la Medalla, págs. 44-83, Madrid, 1934; HERRERA, José: Nuestra Señora de Sión, en «La Milagrosa»: (1962) 9-13, Madrid; EGLEBERT, Omer: Catherine Labouré and the modem apparitions of Our Lady, págs. 62­106 (trad. Alastair Guinan, del original francés) New York, 1959; ALADEL, Jean-Marie: Notice…, 8ª edic., págs. 391-450; Diltvim, Joseph: o. c., páginas 166-171; ADRIANO, Francesco: II grande messaggio Mariano del 1830, volumen I, págs. 230-248, Casalmonferrato, 1952; Conversión milagrosa del judío Alfonso Ratisbona y ceremonia celebrada en este grandioso acto, traducida del francés y dedicada a todas las almas piadosas, Gerona, 1842; Anales de la célebre y prodigiosa Archicofradía del Santísimo e Inmaculado Corazón de María para la conversión de los pecadores, que publica en París Mr. l’Abbé Defriche-Desgenettes y traducidos al español por dos eclesiásticos, págs. 127-196, Bilbao, 1845; Historia de la milagrosa conver­sión del judaísmo ala religión católica de Mr. María Alfonso Ratisbona, ahora sacerdote de la Congregación de Nuestra Señora de Sión (tradu­cida por don Juan Manuel Barriozábal) 3.* edic, Madrid, 1857.

1 Comments on “El mensaje de Rue du Bac (IX. La conversión instantánea de Alfonso Ratisbona)”

  1. Soy Hija dela caridad. Y desde que conocí la conversión de Alfonso de Ratisbona, la intervención del Señor de Bussiere y la muerte del Conde Laferronay, me quedé muy impactada. Me llegó al corazón. Y me pregunto, cómo no utilizamos esta conversión de un joven,con el impacto social que tuvo a nivel europeo, para el apostolado de los chicos denuesyros colegios.
    El mismo S. Juan Bosco, utilizaba estos escritos para leérselos a sus chicos antes de dormir.
    Oh María sin pecado concebida, ilumina con uno de tus rayos nuestra «fragilidad» y danos ánimo, coraje, ilusión en la evangelización con el regalo que hiciste a la Compañía de la Medalla. Bss

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