“Descansa bajo las plantas de los jóvenes a quienes evangelizó en vida, y a quieres habla todavía desde la tumba». P. LACORDAIRE.
Historiador y filósofo; literato y apologista y encarnación viva del espíritu de caridad, merece Ozanam, no unos cuantos apuntes redactados al correr de la pluma, sino obra extensa y concienzuda que realce la noble y venerable figura del sabio catedrático de la Sorbona.
Únanse a lo antedicho sus cartas admirables —menos alabadas de lo que merecen—, sus edificantes confesiones religiosas, la sinceridad de sus palabras, su dulcísima muerte y hasta su cristiano testamento, y se comprenderá que es justificado el motivo de dedicar aquí un recuerdo a la memoria de este hombre excepcional.
De muchos inventos se gloría con justicia el siglo XIX; pero ¿podrán los sabios citar alguno que haya producido más bien y menos mal que las Conferencias de San Vicente de Paúl? Ozanam, fundando estas Conferencias, dio un paso gigantesco en la resolución práctica del gran problema social de nuestros tiempos.
¿Qué valen todas las conquistas con que justamente se alaba la ciencia moderna, comparadas con la obra de paz y de misericordia perseverante y consoladora que hoy realiza la fundación de Ozanam, repartiendo anualmente más de diez millones de limosnas? ¿Ni qué tratado de Sociología puede competir con estas tristísimas y felices experiencias hechas en las entrañas de la miseria humana?
En todas las obras de Ozanam, y especialmente en sus notables cartas, se encuentra algo referente a la Sociedad de San Vicente de Paúl, y por esto se limitan las presentes brevísimas líneas a señalar algunos principios fundamentales de las Conferencias, formulados explícitamente por su sabio y caritativo fundador.
Yo —escribía Ozanam a Ernesto Falconnet, desde París, en 21 de Julio de 1834— querría que todos los jóvenes de entendimiento y de corazón se reuniesen para practicar alguna obra de caridad, y que se formase una vasta Asociación que, extendiéndose por toda la tierra, se dedicase a socorrer a los necesitados.
car el bien, y de este pensamiento nacieron las Conferencias de caridad de San Vicente de Paúl.
Ozanam celebró muy luego una entrevista con Lallier y Lamache, en casa de este último, y se echaron los cimientos de la Sociedad de San Vicente de Paúl.
Intervino después en la obra el venerable Bailly, quien ofreció, para que se celebrasen las sesiones, el local que ocupaba la redacción de la Tribuna Catolica en la calle del Petit-Bourbon-Saint-Sulpice, de París.
La primera sesión se celebró en Mayo de 1833; fue presidida por Bailly, y a ella asistieron seis jóvenes, cuyos nombres debemos conocer: Ozanam, Lallier, Lamache, Letaillandier, Clavé y Devaux, que fue el primer Tesorero. A éstos se agregó De la Nue pocos días después.
Como las colectas eran al principio insuficientes, fue necesario allegar algún dinero con el producto de algunos artículos escritos por dichos conferentes e insertos en la Tribuna Católica.
Esta segunda parte del propósito de Ozanam se vio realizada al poco tiempo, viviendo el fundador, pues a los veinte años de inaugurarse la primera Conferencia, las había ya fundadas en casi toda Europa, en Méjico, en Quebec y en Jerusalén.
La Obra tuvo algo de la milagrosa propagación del Cristianismo, y, semejante al grano de mostaza del Evangelio, hoy es árbol grande y prócer, a cuya sombra se cobijan necesitados de todos los pueblos.
Claro y explícito fue el deseo de Ozanam, de que en las Conferencias hubiese muchos jóvenes, y acaso en este punto nos quede mucho que hacer.
Dados nuestros medios educativos y los defectos de muchos Centros universitarios, los «jóvenes, aunque sean de entendimiento y de corazón», están expuestos en la edad crítica de la vida a continuos daños para el alma y para el cuerpo, cuya reparación es a veces imposible, y en todo caso difícil; pero si estos jóvenes son socios de San Vicente y palpan por sí las miserias de la vida, tendrán medios para resistir las tentaciones de lo malo. Se necesita ser muy liviano para ver a menudo las miserias fisiológicas y morales que ven los socios de San Vicente y caer luego en los desórdenes de la disipación.
Reclutad jóvenes para las Conferencias, y produciréis un bien social de incalculable trascendencia. Propagar entre los jóvenes el espíritu del catolicismo, es una obra de cuya importancia no nos damos todos la debida cuenta.
No olvidemos que los primeros socios de las Conferencias de caridad de San Vicente de Paúl eran jóvenes meno‑
res de veinte años, excepto uno que ya los había cumplido, y que Dios Nuestro Señor, al hacer prosperar la Obra, indica tal vez su voluntad de que en las Conferencias domine la juventud.
Son, además, tan dulces en la vejez las remembranzas de la caridad de joven, que debemos perseguir estos fines, aunque sólo sea para procurar a nuestros semejantes alivios y consuelos en la edad de las amarguras y de las tristezas.
En 19 de Julio de 1853, día de San Vicente de Paúl, escribía Ozanam lo siguiente:
«Es preciso que los jóvenes sepan lo que es el hambre, lo que es la sed y lo que es la desnudez. Es necesario que vean gentes miserables de cuerpo, niños enfermos y niños que lloran, y que, además de verlos, los amen.
„La contemplación de estas desgracias removerá el fuego de la caridad; y, si tal efecto no se consigue, nuestra generación está perdida.»
* *
Respecto del fin de la Sociedad de San Vicente, conviene repetir y comentar aquí lo que Ozanam dijo en italiano a los conferentes de Florencia el 30 de Enero de 1853.
«Nuestro fin principal no es socorrer materialmente al pobre, no; esto no es más que un medio para nosotros. Nuestro fin es mantenernos firmes en la fe católica y propagarla en otros por medio de la caridad».
El socio de San Vicente que no medita a menudo en el fin principal de la Sociedad, no adelanta en su perfección ni en la de sus visitados, y además desnaturaliza el carácter de las sesiones.
Los socios que no saben dominar los primeros impulsos que produce la vista de la miseria extrema, no son buenos socios.
Fija la atención en las múltiples necesidades que observan en el orden de la vida corporal, olvidan o descuidan las atenciones, casi siempre urgentes y desde luego necesarias, del orden superior; y, llevados de lo que estiman generosos sentimientos, piden reiteradamente a la Conferencia lo que la Conferencia no puede dar de manera alguna.
Ninguna ley de Economía ha enseñado a suprimir las necesidades materiales en este mundo terrenal, ni hay reglas matemáticas para resolver el problema de remediar con el esfuerzo de unos pocos todas las necesidades de tantos indigentes.
Los que piden mucho para sus pobres y aspiran a subvenir a todas las necesidades de una familia, no consideran esta terrible verdad que la palabra divina nos ha revelado: «Siempre tendréis pobres con vosotros».
Visitar a los pobres y derramar entre ellos el dinero a manos llenas es, sin duda alguna, ocupación agradable; pero, si tal hiciéramos, ¿en qué se diferenciaría nuestra Obra de la filantropía, ni de la simple beneficencia?
Los socios de San Vicente no visitamos al pobre para hacerle rico: vamos para aliviar un poco, muy poco, sus miserias físicas y para darle el socorro espiritual, que es en definitiva lo que más necesita.
Dando mucho, la vanidad se mezcla quizás con la dádiva. Dando lo que se pueda, que siempre es poco, nos tendrán por humildes y aprenderemos a mortificarnos; que no tendrán menos valor ante Dios estos cilicios morales y estas disciplinas del espíritu que el que tienen aquellos instrumentos de mortificación corporal.
Dios no pide que demos siempre mucho, sino que demos de buena gana.
«Los socios de San Vicente son el césped de los prados», y han de contentarse — que no es poco favor divino—con ser mandatarios de ricos y embajadores de pobres.
Los siguientes pensamientos dictan reglas de economía de las Conferencias:
«Dar lo que se pueda para la colecta, y conformarse con llevar a los pobres lo que para ello den en la Conferencia.
“Si esto es duro, es por lo mismo meritorio. No podemos ir derechos a la gloria sino por el camino de la propia mortificación.
“Cuando se visita a los pobres, debe oirse con atención, en justo tributo al dolor y a la miseria, el relato de las penas y privaciones del visitado, pero al poco tiempo llevarse la conversación con habilidad a las necesidades del espíritu, y así es fructífera la visita. El pobre habla—y ¿de qué ha de hablar?—de las privaciones del cuerpo, y el socio habla de las del alma, y entre ambos tratan de las necesidades del hombre.»
No basta lo antedicho para dar idea del espíritu de Ozanam; mas como este artículo no puede prolongarse mucho, será bueno encomendar a la diligencia de los amables lectores el complemento del esbozo, recomendándoles el estudio de lo mucho y bueno que escribió aquel hombre meritísimo que, al tomar la pluma y al hablar en cátedra, se propuso siempre presentar la religión glorificada por la historia. Tengamos presente que Ozanam, según el Padre Lacordaire, «nos habla todavía desde la tumba».
Que no nos hable en balde cuando sintamos relajado el espíritu en la ejecución de nuestras obras, que así tal vez, y ayudados de la gracia divina, podremos conseguir «la primavera perdurable y el año que nunca se acaba».
- B.
ANALES 1906