El catolicismo en la Francia clásica. Conclusión

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Author: René Taveneaux · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1980 · Source: Éditions CDU et SEDES, Paris..
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Conclusión

El siglo XVII señala en Francia el apogeo de la Reforma católica: pocas épocas en la historia del cristianismo conocieron una floración espiritual y pastoral tan rica: es el tiempo en que se constituye un clericado de alto nivel intelectual y moral: el espíritu de Bourdoise se encarna en el «buen sacerdote», mientras que se imponen las prescripciones tridentinas que tienden a diferenciar a los clérigos de los laicos, ya que los primeros están «elevados a un orden superior», según las palabras mismas del concilio(sesión XXII). No obstante la instrucción de los fieles no cesa de afianzarse: gracias al catecismo, a la predicación y a las misiones, se pasa de un conocimiento difuso, incierto impreciso y afectivo, salido de la tradición oral de la Edad Media a una fe mucho más intelectualizada, directamente inspirada en la obra tridentina. La práctico se generaliza al fin, se uniforma, se codifica en un ritualismo estricto. Este gran movimiento unitario procede de dos momentos complementarios. Los primeros decenios del siglo son la época de las reformas –las de Saint-Vanne, de Saint-Maur, de los premostratenses, de los canónigos regulares, de Port-Royal…- el de la institución de los seminarios, de la génesis de las grandes obras espirituales de la Escuela francesa. Más tarde, bajo el reinado personal de Luis XIV, este prodigioso auge de las clases selectas declina y en ocasiones se interrumpe; pero esta época es asimismo la de la conversión de las masas, de la práctica unánime, de la multiplicación de las obras. Hasta la muerte del gran rey, la fachada sigue pues intacta y brillante: ella enmascara con todo males insidiosos que amenazan al edificio entero. La teología conoce un florecimiento que continúa imponente, pero se agota a menudo en largas controversias entre agustinianos y molinistas. En este conflicto la alta calidad radicaba en Port-Royal: pocos teólogos pueden compararse a Antoine Arnauld. Por ello su exilio y, más generalmente, la persecución que golpea a los jansenistas, suponen un ataque muy duro a la producción teológica. Aquellos que continúan publicando, como Pasquier Quesnel, lo hacen en el clima y con la sicosis del destierro, separados de las fuentes vivas del catolicismo francés.

El esplendor de la teología positiva observada en ciertas órdenes religiosas, como los benedictinos, se reveló a menudo ciertamente benéfico: dio a la fe bases objetivas. Pero esta ventaja no queda sin contrapartida: el conocimiento religioso es espiado por el «historicismo», ignora cada vez más  el gran soplo espiritual; en nombre de la crítica, rechaza las devociones tradicionales, terreno nutritivo indispensable al fervor del pueblo cristiano. Con Richard Simon y más todavía con sus discípulos, se distancia de la Revelación y retrocede ante la insinuante invasión del racionalismo laico. Al mismo tiempo se agostan las grandes construcciones espirituales al estilo de Benedicto de Canfield, de Francisco de Sales, de Bérulle o de Condren. El quietismo adopta un aspecto personaliza perjudicial a su irradiación. Su existencia misma, después su condena, tendrán por efecto comprometer la verdadera espiritualidad que debía, durante el siglo XVIII, degenerar en afectividad  un tanto empalagosa.

Hecho más grave todavía y que, por su importancia, supera en mucho las tensiones con Roma o hasta los conflictos dramáticos con Port-Royal: la esencia misma de lo sobrenatural está en entredicho; se borra la idea de providencia en favor del orden matemático del mundo. La «caridad», es decir el amor de Dios y del prójimo, entendido desde siempre como la ley suprema del cristianismo, se diluye en beneficio del amor al orden. «La regla esencial de la voluntad de Dios, escribe Malebranche, es el orden». De ahí se deduce, no a corto sino a largo plazo, la condena del milagro: ¿cómo iba a consentir Dios violar él mismo las leyes del mundo que ha creado? La «naturaleza» viene así a reemplazar a la gracia y el «amor al orden» a sustituir a la moral. «Nuestra virtud, nuestra perfección, vuelve a decir Malebranche en su Traité de morale, es amar la Razón o más bien amar el Orden». Verbo, Sabiduría eterna, Razón universal vienen a designar una misma realidad. La crítica de Descartes, después la de Malebranche, conducen de este modo a una religión sin inquietud y sin misterio, en la que la «embriaguez cerebral» suplanta a la aspiración mística: no es ya Dios quien se encarna en el hombre, sino la razón humana la que se hace Dios. En un esfuerzo de sincretismo brillante pero sembrado de riesgos, el Evangelio encaja en el Discours de la méthode. Quizás existía para la Iglesia un medio de salvación: se podía ensayar una síntesis entre el agustinianismo y el cartesianismo, de la manera que santo Tomás, en el siglo XIII, había unido la revelación y la filosofía griega. De hecho, tal movimiento se esbozó con pensadores como dom Lamy, dom Senocq y sobre todo dom Robert Desgabets, pero estos hombres, tenidos por sospechosos por sus audaces, a la vez con el poder y con los port-royalistas mismos, no pudieron conducir su intento a buen término.

Además el cuadro temporal de la Reforma católica se transformaba en un sentido poco favorable a lo espiritual. El espíritu tridentino implicaba la existencia de una ciudad cristiana, armadura de todo el sistema religioso. Ahora bien la evolución política llevaba a un reforzamiento del Estado monárquico: cada vez más, el príncipe consideraba a la Iglesia como un mecanismo de su gobierno. Esta secularización iba al encuentro de los Padres de Trento. El hecho era tanto más grave cuanto menos preparadas estaban las fuerzas vivas del catolicismo a santificar lo temporal: van a cristalizarse –signo de debilidad- en los problemas de eclesiología y a incrementar así las tensiones del mundo cristiano. La angustia de la salvación cede el paso a la organización racional de la ciudad. Una nueva era se abre: la de la Ilustración.

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