El catolicismo en la Francia clásica. Capítulo 08

Francisco Javier Fernández ChentoEn tiempos de Vicente de PaúlLeave a Comment

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Author: René Taveneaux · Translator: Máximo Agustín, C.M.. · Year of first publication: 1980 · Source: Éditions CDU et SEDES, Paris..
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Capítulo VIII. Controversia, libertinake, apologética

Las crisis del siglo XVI no tuvieron por resultado dar origen a varias confesiones religiosas; suscitaron un clima político, generador a si vez de intercambios y de enfrentamientos más o menos pasionales, según la coyuntura y según la personalidad de los antagonistas. Por lo demás la puesta en litigio de las verdades tradicionales de la fe, de los conceptos de la moral o del magisterio eclesiástico, tuvo por efecto favorecer una corriente de escepticismo, de antagonismo, de indiferencia, hasta de hostilidad a la creencia, fuera cual fuese el revestimiento disciplinar. De ahí la necesidad bien de combatir al adversario bien de procurar convencerlo. Estos imperativos explican el auge, en el siglo XVII, de ciencias religiosas tales como la controversia y la apologética.

I – Temática de la controversia

Activa, a veces violenta y con frecuencia apasionada durante las guerras de religión, la controversia remite después del edicto de Nantes: las relaciones se mantienen la mayor parte del tiempo bastante bien y relativamente pacíficas entre católicos y protestantes, tienden a adaptarse a los ritmos de la política eclesiástica de la monarquía. El ideal clásico de una sociedad unitaria

Persiste sin embargo tan presente en el espíritu de los contemporáneos, sea cual sea su  confesión, que en ningún momento se renuncia a la conversión del adversario: la controversia subsiste pues , pero revestida de formas nuevas; se ejercita ya dentro del marco parroquial, ya en círculos de teólogos.

1 – La controversia en el marco parroquial

En el periodo relativamente irénico de los primeros decenios del siglo, los encuestadores de las visitas canónicas se informan simplemente acerca del número de los protestantes. Todo lo más que hacen es velar por una aplicación estricta de las  cláusulas del edicto; los interrogatorios más frecuentes son éstos: tiene lugar el culto en los lugares autorizados? Se entregan los religionarios a una propaganda, ruidosa e insidiosa entre los fieles católicos? Provocan escándalos? Cuáles?

Allá donde la mayoría hugonote era relativamente débil, mal organizada, la controversia duró largo tiempo en este periodo de vigilancia pasiva. De otra manera sucedía allí donde era más numerosa y sobre todo más fuertemente constituida: esta presencia tenía por efecto incitar a las autoridades católicas a un esfuerzo de proselitismo. Éste no se dejaba en manos ni del azar ni de cualquier iniciativa local; el impulso venía de París, hasta de Roma. En 1622 en efecto, Gregorio XV había creado el dicasterio de la «propagación de la fe», encargado de coordinar las actividades misioneras de la Iglesia. Por intermedio de los nuncios, con el apoyo de la Compañía del Santísimo Sacramento, lo más común gracias al celo de los cordeleros o de los capuchinos, esta institución implantaba filiales en diferentes ciudades: en París en 1632, en Marsella y en Metz en 1640, en Rouen en 1642, en Grenoble en 1647, en el Puy en 1653, en Lyon en 1659… La vida de estos organismos está regulada por una «instrucción»: no se trata, se especifica en ella, de entablar enfrentamientos violentos, sino de llegar a las personas para convertirlas. Los cohermanos recibían una formación de controversistas dispensada en el curso de reuniones semanales y que autorizaba a conducir la discusión con los herejes. Debían esforzarse en tratar a los que podían conocer personalmente, por ejemplo a los vecinos del barrio; después de ganarse su confianza con servicios menores, les mostraban que su Iglesia era demasiado nueva para no ser sospechosa. En un segundo momento, estos religionarios eran atraídos a las predicaciones de controversia; recibían la visita de un eclesiástico y sobre todo se les hacía llegar una ayuda material o espiritual: para algunos se trataba de una suma de dinero o de regalos en especie, para otros del albergue en una casa.

Las compañías locales estaban por lo general compuestas mitad por mitad de clérigos y de laicos. Los primeros se reclutaban sobre todo en las curias episcopales o en clero parroquial; los segundos en la burguesía culta: en Lyon, Luis Moreri, autor del Dictionnaire, y Carlos Démia, fundador de las escuelas, eran miembros celosos, estos oficiales conducían la controversia, la catequesis, la acción caritativa: cuando los protestantes habían abjurado, continuaban rodeándoles de cuidados de palabra y con libros, con visitas, auxilios de dinero o en especie, consejos de orden espiritual.

Cuáles fueron los resultados de estas iniciativas? Resultan desiguales según las circunstancias: los protestantes más desarmados, moral y socialmente, como los huérfanos, las viudas, las mujeres abandonadas, los enfermos hospitalizados, los prisioneros y, de forma general, aquellos que no podían contar con un apoyo familiar, eran ganados con bastante facilidad y con frecuencia de forma duradera. Los otros más integrados en su comunidad, resistían con eficacia: a veces hasta el consistorio reformado local oponía una contra propaganda por el libro, el libelo polémico y sobre todo la obra de asistencia. Muchas comunidades de hugonotes, compuestas de ricos comerciantes, estaban en condiciones de organizar con éxito su autodefensa: son sus miembros religionarios convencidos, quienes, en el momento de la Revocación, escogerán el exilio.

Después de 1680, el estilo cambia: protestantes y recién convertidos constituyen el objeto de una vigilancia estricta y minuciosa, de una catequesis de reconquista. Sin embargo los medios utilizados varían de una región a otra: los obispos del Norte emplean por lo general la persuasión o medios pacíficos; los del Sur, más en contacto con los «disidentes», se inclinan más por medidas correctivas.

«Encargado, escribe en 1698 el obispo de Nîmes, Fléchier, encargado sólo en mi diócesis de cuarenta mil recién convertidos, con quienes converso desde hace once años y cuyas condiciones actuales yo veo, reconozco como san Agustín lo reconoció en su época, que la predicación, la razón, la disputa, la conferencia y todos los oficios de la caridad y de la solicitud pastoral no avanzan apenas su conversión,  si no son ayudados por el temor de las leyes y de las ordenanzas del príncipe… Hay que debilitar pues a este partido curando su ignorancia, no por medio de controversias odiosas sino por enseñanzas sólidas y explicaciones juiciosas de nuestros misterios, rompiendo por decirlo así su endurecimiento con una autoridad prudente que los reduzca por lo menos a hacerse instruir. Son los dos medios de atraer a los herejes al seno de la Iglesia, la instrucción y el temor».

En los últimos años del reinado de Luis XIV, el camino de conversión tenido como el más eficaz por los obispos es la educación. Este terreno de reconquista era felizmente elegido, al ser los reformados, por su propio origen, fieles al libro, con recurso constante a la Escritura. La declaración real del 13 de diciembre de 1698, ordenando la «ejecución del edicto de Revocación del de Nantes», creaba un plan de educación al instituir para los recién convertidos escuelas y una enseñanza del catecismo hasta los catorce años. Los resultados de este método escolar confirman los de las «Compañías de la Propagación de la fe»: allá donde la comunidad hugonote era floja numéricamente –inferior al 10%- y sin arraigo muy antiguo, desapareció casi totalmente, fundiéndose con la masa de los católicos. En el caso contrario, esta comunidad se mantuvo y a veces se fortaleció: el Languedoc y la diócesis de La Rochelle presentan ejemplos de ello.

2 – La conversión sabia

A esta controversia familiar y parroquial se sobreañade otra de carácter más científico: la primera se encontraba en efecto en condiciones de convertir a los individuos; no podía modificar a fondo las instituciones eclesiásticas. Richelieu no se contentó con imponer la obediencia a los protestantes: tuvo asimismo la ambición de traerlos a la unidad católica; pero comprendió que el proselitismo bajo sus formas cotidianas era insuficiente y que eran también vanos los métodos tradicionales de los teólogos. Éstos efectivamente seguían fieles a la escolástica, es decir a la alianza sutil dela palabra revelada y de la filosofía discursiva; era preciso encontrarse con los reformados en su propio terreno: el de los textos sagrados. El cardenal ministro escogió para este fin a controversistas y les entregó directivas: los principales fueron Teófilo Brachet de Lamilletière, un protestante convertido, y el jesuita Francisco Véron. Éste escribió numerosas obras entre las cuales el Méthode pour traiter des controverses de religion par la seule Écriture Sainte, publicada en 1637 y reeditada a menudo, y La règle de foi catholique, séparée de toutes les opinions scolastiques et de tous les sentiments particuliers. Por sí solos estos títulos hacen barruntar el método de Véron y de sus émulos[1]. Consiste en separar la palabra inspirada de la glosa filosófica, en distinguir estrictamente las verdades de fe de las simples creencias, asignando a éstas últimas un grado de probabilidad. El autor advierte que, desde los Apóstoles, las doctrinas enseñadas por los Padres o los santos no constituyen necesariamente dogmas si no han sido definidas explícitamente como tales por la Iglesia. Se alza así  contra toda confusión entre la institución divina y la institución eclesiástica, el artículo de fe y la opinión probable. Pero pide al mismo tiempo a los reformados que muestren sus dogmas en el evangelio y que justifiquen cada uno de los artículos de su confesión de fe con textos precisos.

De ahí debía resultar, en la segunda mitad del siglo XVII, un estilo de controversia en contraste con las décadas precedentes. El diálogo es menos apasionado: abandona los ataques contra las personas, se expresa en caracteres más técnicos ya que se dirige no ya a comunidades parroquiales enteras, sino a grupos restringidos de especialistas. Usa por eso mismo de un lenguaje menos afectivo; los debates no se dirigen más a la religión tomada en su totalidad; se limitan a problemas netamente circunscritos: por ejemplo la cuestión de la autenticidad de los textos, las de la penitencia, de la comunión, del libre albedrío o de la justificación por la fe[1]. La controversia se hace pues más histórica que teológica: más erudita, evita con cuidado el comentario o el juicio de valor sobre los problemas en debate y se atiene a puntos precisos. Será el método que siga Bossuet en sus conversaciones, comenzadas en 1655 y continuadas en 1658, con el pastor Ferry, de Metz. Esta evolución tiene como primera consecuencia orientar a los espíritus hacia la teología positiva, es decir hacia el estudio de los libros sagrados en sí mismos, sin añadidos filosóficos.

3 – La controversia sobre la Iglesia. Las primeras tentativas ecuménicas

Esta controversia más serena, más científica, y su recurso a la Escritura tuvieron por efecto disipar por una parte y por otra incomprensiones y diferencias poco fundadas. Los puntos de vista parecían tanto más acercados cuanto más hincapié hacían entonces los católicos en san Agustín; esta corriente se afirmaba particularmente entre los jansenistas, pero no sólo entre ellos. Pues muchas de las tesis o de las actitudes agustinianas –sobre la gracia, la predestinación, la autonomía de la conciencia individual, el rigor moral…- habían sido adoptadas por los calvinistas[1]. Por otra parte Luis XIV, al principio de su reinado personal,  deseaba vivamente la reunión de los cristianos y la fomentaba; respondía en efecto al ideal unitario clásico y servía los más altos designios políticos: qué gloria para el gran rey la de coronar el majestuoso edificio de la Preponderancia francesa atrayendo al rebaño, sin violencia a los fieles extraviados! Todas estas razones se conjugaban para crear un clima de buen entendimiento de cuya existencia en la región de Caen da fe el poeta Segrais: «Hacía mucho tiempo antes de la Revocación, escribe, que los católicos y los hugonotes vivían en gran inteligencia, que comían, bebían, jugaban, se divertían juntos y se separaban libremente, unos para ir a misa, otros para ir a la prédica, sin ningún escándalo de una parte ni de otra».

El último obstáculo era la separación de las Iglesias: parecía de orden institucional y de naturaleza fácil de superar. Después de 1660, la controversia entra de hecho en una nueva fase: movidos por un mismo celo, teólogos protestantes y católicos trabajaban en el acercamiento de las Iglesias. A partir de 1662, el pastor Leblanc de Beaulieu, profesor de la Academia de Sedan, trata de unir a luteranos y calvinistas entre sí, después el conjunto de los protestantes a los católicos; por razones más políticas, Fabert, gobernador de Sedan, luego Turenne, convertido en 1669 por Bossuet, apoyan este proyecto. Delegados del rey van a varias provincias, a las del sur en particular, y dan a entender a las comunidades hugonotes el otorgamiento de algunas concesiones: sobre el purgatorio, la intercesión de los santos, la liturgia en lengua vulgar, el lugar de las imágenes… En 1670 el pastor de Huisseau, de Saumur publica una obra titulada La réunion du Christianisme ou la manière de rejoindre tous les chrétiens sous une seule confession de foi. Con más vigor y originalidad, un calvinista del Refugio, Pedro Jurieu (1637-1713), escribe dos obras, Le vrai système de l’Église (Dordrecht, 1686) y Le traité de l’unité de l’Église et ses points fondamentaux (Rotterdam, 1688) en las que se esfuerza por mostrar que las diferentes confesiones cristianas tienen papeles complementarios: son en efecto los miembros de la única Iglesia, la Iglesia universal prometida por la Escritura, «Te extenderás al Occidente y al Oriente, al septentrión y al mediodía».

Por parte católica, el gran heraldo de la unidad fue Bossuet. Dialogó con el pastor de Metz, Paul Ferry, con el filósofo alemán Leibnitz, publicó la Exposition de la doctrine de l’Église catholique sur les matières de controverse, y la Histoire des variations des Églises protestantes, oponiendo la fidelidad a la Iglesia primitiva, continuada sin falta en el catolicismo, a las «variaciones» y a las divergencias de los reformados, esperaba «convertir» a éstos últimos a un retorno a la unidad romana.

Todo fue en vano. Allí cesaron las tentativas de «reunión de las Iglesias»: no subsistieron el tiempo de la Ilustración más que bajo formas residuales o debilitadas. Qué razones explican los fracasos de este primer «ecumenismo»? Son numerosas y actuaron de diferente forma. Los factores externos no son despreciables en absoluto: el recuerdo de las guerras de Religión, y las torpezas sociológicas contribuyeron a consagrar la integridad  y la autonomía de cada comunidad. Por otra parte, la política de Luis XIV, que conducía en el interior a la revocación del edicto de Nantes y en el exterior al conflicto con las potencias protestantes, no creaba condiciones favorables a la unión. Pero la verdadera causa del fracaso es de orden interno: reside en dos visiones esencialmente diferentes de la Iglesia. Para el católico, la Iglesia, en su forma jerárquica e institucional, constituye el magisterio supremo: ella es el depósito de una verdad infalible formulada por los papas y los concilios ecuménicos. Eso era un obstáculo a todo compromiso: Leibnitz lo percibía con toda claridad quien exigía de  Bossuet, como condición previa a toda discusión, el rechazo puro y simple de los cánones tridentinos. Para el protestante al contrario, la Iglesia es una comunión mística, no se encierra ni en un conjunto de instituciones ni en una ortodoxia; se extiende por todas partes, abriga a fieles de opiniones diversas incluso divergentes, a veces a hasta excomulgados. El fracaso de este primer diálogo ilustra esta verdad de todos los tiempos, que el cristianismo puede ser comprendido, sentido y vivido de diferentes maneras; denuncia con ello la dificultad de todo proyecto tendente a fundir en una institución única al conjunto de las confesiones cristianas.

II – El libertinaje

La Iglesia no sólo tenía la preocupación por las desviaciones doctrinales o disciplinares: debía afrontar un peligro más grave aún, en oposición con la naturaleza de su misión, el de los libertinos.

En el sentido estricto, este término designa a los miembros de una secta imbuida de los principios del panteísmo: los hermanos del libre Espíritu, nació en Lille hacia 1525, de allí llegó a París y a varias ciudades de provincias. Los libertinos profesaban la existencia de un único Espíritu inmortal, infinito, omnipresente: es Dos quien anima a los hombres, obra en ellos, se une íntimamente a sus cuerpos y se convierte así en el motor de toda acción. El hombre no tiene pues ninguna responsabilidad, su única función en la tierra es abandonarse al capricho de sus deseos son esperanza ni temor: la declaración de nuestra total impotencia era la negación del cristianismo, de su voluntad de mortificación y purificación. En realidad, los libertinos vivían como epicúreos, sin regla ni obligación. Calvino había luchado enérgicamente contra ellos y habían desaparecido como secta, pero la actitud intelectual que habían creado subsistió, por ello poco a poco el término de libertino significará libre pensador, racionalista enemigo de toda creencia religiosa; a ello se asocia naturalmente la idea de una conducta amoral, incluso disoluta. Éste es su sentido habitual en el siglo XVII.

Por qué se propaga el libertinaje en esta época? Por razones de orden general: el espíritu del Renacimiento, es decir el individualismo y el libre examen, sobrevive; la fe tradicional cristiana es rechazada en nombre de la filosofía. Con la ruptura de la unidad de la Iglesia, se desarrolló un factor de escepticismo o de contestación. Por fin las antiguas estructuras de cristiandad se ven destruidas o alteradas: los hombres se benefician menos que antaño del apoyo sociológico a su creencia, de donde la proliferación de las ideologías y de las sectas.

El espíritu libertino confundido con el racionalismo no es propio de Francia; es en Italia por lo demás  donde encontró su tierra de elección;  su principal foco fue allí, a principios del siglo XVI, la universidad de Padua, y su teórico más célebre Pomponazzi. Esta forma de libertinaje filosófico aparece en Francia un poco más tarde y marca el pensamiento de hombres célebres por otros títulos, como a los poetas Ronsard y Pontus de Tyard, a los filósofos Montaigne y Jean Bodin. Estas corrientes se prolongan al siglo XVII pero, después de 1624, con el ascenso de los poderes fuertes –los de Richelieu, luego de Luis XIV- el libertinaje se ve obligado a mayor discreción: abandona la plaza pública y se refugia e círculos más cerrados, como el séquito de Gastón de Orléans, los hoteles del Marais y algunas escuelas, a veces se extiende por la media burguesía de toga, entre los regentes de colegio, entre los eclesiásticos lo que se ha llamado el «libertinaje erudito»; se diferencia del libertinaje del Marais en el sentido de que este último se contentaba con más frecuencia con tonadillear las creencias religiosas, a la par que el libertinaje erudito las somete a una crítica muy severa de orden histórico y filosófico. El libertinaje se reviste en la Francia clásica de formas diversas.

1 – El libertinaje mundano y sensual

Es el más simple y el más elemental, al menos en sus manifestaciones. Se descubre en las cortes, en la de Enrique IV, en la de María de Mëdicis con Concini y de Luynes, en la de Ana de Austria bajo la Regencia, de Luis XIV al principio de su reinado. Una gran libertad de costumbres florece en estos medios: cortesanas como Marion Delorme o Angélica Poulet ejercen en ellos una influencia notoria. Una atmósfera parecida, hecha de sensualidad, de libertad de lenguaje y de costumbres, abunda en los cabarets de moda, la «Pomme de Pin», el «Petit More», el «Cormier», y también en los salones como los de Ninon de Lanclos, de Madame de Lesdiguières, de Madame de Sablé. Estos salones se diferencian de los cabarets, no sólo por el alistamiento social, sino sobre todo por una mezcla sutil de sensualidad y de filosofía, Ninon de Lenclos por ejemplo está llena de Montaigne y hace de los Essais su lectura cotidiana; en el mismo salón, el filósofo Saint-Evremond, también discípulo de Montaigne, ejerce una gran influencia: profesa un racionalismo estricto y una adhesión sin reservas al epicureísmo.

Otros filósofos tienen actitudes parecidas aunque menos sistemáticas. Así La Mothe le Vayer, abrevado en las mismas fuentes, es escéptico con respecto a las verdades de la fe; en su libro De la vertu des payens (1642), manifiesta sus simpatías por las mitologías antiguas y elabora una moral racional del placer. Cyrano de Bergerac publica dos obras, Les états et empires de la lune (1648), Les états et empires du soleil (1663) que son utopías es decir medios literarios de criticar la religión y la sociedad[1]. El caballero Charles Méré, el libertino evocado por Pascal, inspirará a Molière cuyas audacias sobrepasarán a veces a las suyas. Méré, nacido en 1607, frecuentó de muy joven los salones y se impuso por tarea realizar la imagen perfecta del hombre honrado; se convirtió en una especie de guía para la gente de mundo. Haciendo profesión de epicureísmo, presentaba la felicidad terrestre como el fin supremo del hombre: para alcanzarla el espíritu debe seguir en todo la razón, rechazar toda autoridad, toda tradición, todo marco nacional, toda religión. Se ha de acceder así a una independencia total, liberarse de la inquietud, contentarse con goces moderados. Lo que Méré reprocha precisamente al cristianismo es que todo lo fundamenta en esta inquietud exaltada por san Agustín y por Pascal: la irreligión es así a sus ojos la liberación suprema; condena por las mismas razones el matrimonio, la familia…

El interés histórico de este libertinaje mundano reside quizás menos en su alcance filosófico que en sus aspectos sociológicos: con los salones, los cabarets, los círculos literarios, creó un medio humano que ha servido de soporte a un movimiento de mayor alcance.

2 –El libertinaje ateo

Existen en efecto libertinos más absolutos en sus conclusiones y que no dudan en negar a Dios mismo. Se los llama libertinos sin más, más tarde, después de 1630, «espíritus fuertes» y, a las puertas de la Ilustración, «racionales».

Los progresos de esta forma de libertinaje no dejaron de inquietar a las autoridades políticas y religiosas: explican el vigor creciente de la represión. Ya en 1614, la asamblea del clero pedía al rey que «publicara prohibiciones a todos los ateos, judíos, mahometanos, adamitas, anabaptistas y parecidos» de tener residencias en Francia bajo pena de encarcelamiento y de confiscación de los bienes. La situación empeoró y la asamblea de 1645 fue presa de quejas muy numerosas a propósito de exacciones –ataques, saqueos, lesiones, muertes- de que eran víctimas los eclesiásticos: pobres párrocos fueron maltratados, apresados, varios fueron asesinados y sus casas saqueadas. La Iglesia de Francia sintió tal conmoción que «consideró que la desdicha de los tiempos era tal que todo sentimiento de Religión parecía haberse extinguido en la mayor parte de los hombres y del desprecio de sus Ministros pasan injuriosamente al de Dios: lo que hace que el libertinaje, los juramentos, las blasfemias y la impiedad sean hoy crímenes ordinarios, que se cometen hoy pública e impunemente».. Esta ola de anticlericalismo violento irá creciendo hasta los primeros años del reinado de Luis XIV. Para poner remedio esta misma asamblea de 1645 decidió dar un paso solemne: el 19 de abril de 1646, mandó llegar por medio de una delegación de prelados a regente y al cardenal Mazarino una Remontrance (amonestación) denunciando a los «blasfemos y libertinos». Este texto es un largo análisis  de los progresos de la impiedad en la sociedad francesa: se eleva en particular contra la extensión de la blasfemia ya algo corriente no sólo en el pueblo sino entre «las personas de alta condición»; la blasfemia ha llegado entonces a ser habitual en la aristocracia. Mas para llegar a comprender la severidad del juicio emitido por la asamblea del clero se ha de recordar que la blasfemia no era en esta época la interjección mecánica, casi vacía de su sentido, en que se ha convertido después: era la afirmación de una oposición contra Dios, la religión y el orden establecido, una verdadera profesión de ateísmo. Va pues mucho más lejos que la simple palabra exclamativa: tiende a ridiculizar a Dios y la religión. Los Archivos de la Bastilla nos entregan un cierto número de estos comportamientos blasfemos. Un dosier nos revela por ejemplo que un oficial del príncipe de Condé, Barin y otro gentilhombre, Lavallée, al enterarse de la firma de la paz de los Pirineos en 1659, «blasfemaron y dijeron que si tuvieran a Cristo, que lo apuñalarían, ya que permitía que se hiciera la paz en la que ellos no podían vivir». Semejante observación revela la transposición de un malestar social al plano religioso: bajo el Antiguo régimen, la desmovilización, después de un largo periodo de guerra, llevaba siempre consigo para los nobles el paro, el empobrecimiento, a veces la ruina. La misma acta de acusación advierte que Barin «vive como ateo, no va a misa, no habla con los demás más que de impiedades; ha realizado tres o cuatro veces la procesión con una escoba en lugar de una cruz, un caldero de agua en lugar de agua bendita, y ha cantado un De profundis y otras canciones a uno que se hacía el muerto, burlándose de la religión y de las ceremonias.

Fuera de estos rasgos caracterizados, con los que se hace publicidad de forma ostentosa o provocativa, el ateísmo se constituye raramente en objeto de adhesión explícita, ya que los entredichos oficiales obstaculizan su expresión. No es posible citar con certeza, entre su sectarios, más que a algunas personas perseguidas y condenadas, por ejemplo: el astrólogo de María de Médicis, Cosme Ruggieri, muerto en la incredulidad más total y cuyo cadáver fue arrojado a la calle; otro italiano del séquito de la reina, llamado Lucilio Vanini, carmelita exclaustrado y materialista público, que fue quemado en Toulouse en 1619, o también Gilles Frémont, quemado en 1621 en la plaza de Grève.

Solo por vía indirecta se aprecia el auge del ateísmo, en particular por el gran número de las publicaciones destinadas a apoyarlo o combatirlo: se trata sobre todo de obras populares que tienden a vulgarizar las pruebas de la existencia de Dios, por ejemplo el libro de André Dabillon, La divinité defendue contre les athées (1641). Se ha de destacar también la multiplicación de los edictos antiblasfemos y la agravamiento de las penas: el edicto de 1594 no preveía, para el primer blasfemo conocido, más que una multa de diez escudos; el de 1647 amenaza a los transgresores con duras penas corporales (labios cortados, lengua perforada…) y exige de todos la denuncia de los culpables.

Esta represión draconiana responde por otra parte a una ofensiva sutil pero peligrosa del espíritu ateo: hacia mediados del siglo, en el momento de la Fronda, se advierte en varias diócesis –París, Chartres…- una multiplicación de las proposiciones heréticas en la predicación popular: se niega la divinidad de Cristo, se rechaza la presencia real en la eucaristía, Jesús es declarado pecador, san José tenido por padre del Mesías según la carne…  Se trata de un ataque concertado para hacer entrar en las mentalidades populares proposiciones heréticas en momentos de una recrudescencia del movimiento libertino? No es imposible, pero las pesquisas son demasiado parciales o esporádicas para afirmarlo. En los últimos años del reinado, se conjugan a veces, en el libertinaje popular, la oposición política y la oposición religiosa. La queja siguiente, inspirada en el Pater, ofrece un testimonio de esto: «Padre nuestro que estás en Versailles, vuestro nombre ya no es glorificado… vuestra voluntad ya no se hace en la tierra ni en el agua. Danos nuestro pan cotidiano. Perdonad a nuestros enemigos que nos han vencido tanto y no a nuestros generales que les han dejado hacerlo. No sucumbáis más a las tentaciones de la Maintenon y libradnos de Chamillart. Amén».

Numerosos indicios atestiguan el progreso de esta forma insidiosa de libertinaje. Es posible calcularlo? Algunos lo han intentado. El Padre Marsènne, en una de sus obras publicada en 1623, adelanta la cifra muy elevada de 50 000 ateos sólo para la ciudad de París, pero esa evaluación no es verificable y ciertamente es excesiva. Un poco más tarde, un predicador, el Padre Jean Boucher, pretendía que París estaba «pavimentado de ateos» y Guy Patin recuerda la proposición de un libertino del tiempo, Roquelaure, a Luis XIV al comienzo de su reinado: «el Señor de Roquelaure propone el mejor medio de enviar un gran ejército a Italia, a saber que el Señor de Liancourt entregue 20.000 jansenistas, el Señor de Turenne 20.000 hugonotes y él 10.000 ateos. Ahí tenéis a 50.000 hombres que no perdonarán al papa». De hecho, es muy difícil, si no imposible, adelantar una evaluación precisa. El libertinaje ateo saca su importancia menos del número de sus adeptos que de su actitud de revuelta contra la religión y la sociedad.

3 – El libertinaje filosófico

Es el libertinaje que sin rechazar el cristianismo opera su síntesis más o menos total con una filosofía profana. Así, con el estoicismo que se integra estrechamente  en el espíritu del Renacimiento, fija un nuevo ideal a la humanidad: los filósofos estoicos –Epicteto, Séneca…- enseñan que el fin del hombre, no la salvación individual, sino la entrega a la sociedad, que la virtud ha de ser practicada por sí misma y no con la idea de una recompensa o de un castigo. El estoicismo se convierte así a la vez en causa y resultado de cierta laicización de la moral: ha contribuido a sustituir al santo por el héroe. El hombre nuevo tiende no ya a borrar su personalidad, sino a  afirmarla y desarrollarla: el sentido de la humildad se difumina, es tenido casi como una debilidad condenable. El estoicismo enseña paralelamente la autonomía de la conciencia, su liberación con respecto a la autoridad.

La moda de los estoicos fue grande en el siglo XVII: Séneca fue muy leído y traducido varias veces, en particular por Malherbe. La moral estoica penetra en el teatro clásico y hasta en la literatura espiritual con Desmarets de Saint-Sorlin, Maynard… Cuál fue su influencia en la sociedad? Ha determinado varias actitudes diferentes. Algunos se esforzarán por adaptarlo creando una especie de estoicismo cristiano: es el caso de místicos como Jean Pierre Camus, obispo de Beley o Etienne Binet: en su mente se opera una especie de fusión entre el «destino» estoico y la providencia. Otros,  como san Francisco de Sales en su Traité de l’amour de Dieu, adoptan una posición media distinguiendo lo que hay de vituperable y lo que hay de asimilable en los estoicos. Pero con la mayor frecuencia el estoicismo se transforma en un arma utilizada por los libertinos para oponer el heroísmo antiguo a la santidad cristiana y para contestar la superioridad moral del catolicismo. Por eso la apologética cristiana del siglo XVII acometerá con viveza a la filosofía estoica.

El epicureísmo fue ensalzado de igual modo por el Renacimiento. Penetra así en el mundo literario, hasta en los círculos eclesiásticos a veces y en los monasterios. Su gran apóstol fue el abate René Gassendi (1592-1655).

Entre los filósofos modernos, el cartesianismo debía ejercer una influencia profunda en los medios libertinos. Una de las grandes novedades de Descartes fue no sólo romper con el aristotelismo, sino sobre todo alzarse contra la unión de la filosofía griega con la Revelación. Esta unión constituía el principio mismo de la escolástica: la mayor parte de los grandes problemas religiosos tales como la existencia de dios, la providencia, la creación, las relaciones del alma y del cuerpo… se demostraban a la vez por el comentario del texto sagrado y por la argumentación filosófica. Descartes separa el plano de la fe del plano de la razón, lo que enseguida tiene por efecto provocar una ruptura radical en el conocimiento tradicional. Por otro lado él no excluye a Dios, sino que le mantiene en un dominio inaccesible: su explicación del universo y hasta del hombre es una síntesis mecanicista, fundada en leyes inmutables, mientras que la enseñanza cristiana mostraba la intervención constante de Dios en el mundo y en la vida de cada uno. El cartesianismo tendía así hacia un deísmo, diferente en su naturaleza de la religión encarnada e histórica propuesta por la Iglesia. Lo que Pascal reprochará enérgicamente a Descartes es tratar de quedarse sin Dios[1], o más exactamente de sustituir al «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» por el «Dios de los filósofos y de los sabios». Al final del siglo, Pierre Bayle en su Dictionnaire historique, y Fontenelle en L’Origine des fables, irán más lejos y aplicarán una crítica radical a la noción misma de revelación y a todo lo sobrenatural.

De un modo general, todas estas intrusiones filosóficas en la religión tienden al deísmo. Es la forma más extendida, la más sutil y sin duda la más peligrosa del libertinaje. Del cristianismo sólo se retiene la existencia de Dios; lo demás, es decir la encarnación, el Cristo histórico mezclado con los hombres, la Iglesia, la moral cristiana, las prácticas son rechazadas como desprovistos de fundamentos racionales. El deísmo es pues la mayor parte de las veces un cristianismo minimizado, aliado a una filosofía. Generalmente sus adeptos se atienen a las actitudes individuales; no constituyen ninguna agrupación orgánica o institucional. Sin embargo a veces forma sectas: es el caso de las «Rose-Croix», nacidas hacia 1620, o también de los «iluminados» que se desarrollan en París y sobre todo en Lyon. Pretenden estar inspirados por el Espíritu Santo, rechazan a la Iglesia, las ceremonias y las reglas morales.

Así aparecen las grandes familias de los libertinos; pero es evidente que no hay entre ellas separación absoluta, las interferencias son por el contrario numerosas y muchos de ellos como Méré y Cyrano de Bergerac pueden ser tenidos a la vez por mundanos y por filósofos. El libertino común fue de gran importancia en la vida y en el pensamiento religioso en el siglo XVII; era tanto más peligroso por tratarse para la Iglesia de un movimiento profundo pero de contornos mal definidos. Este peligro ya lo sintió Pascal más que cualquier otro, y para enfrentarse a él escribió su apología, publicada después bajo el título de Pensées. El libertinaje está igualmente cargado de graves consecuencias históricas: lleva en germen lo que se llamará en el siglo XVII el espíritu filosófico o enciclopedista. Existe filiación cierta entre pensadores como Motaigne, Charron, Bayle y Voltaire. A este ascenso del libertinaje se esfuerza la Iglesia en responder con la apologética.

III – La apologética

Apologética significa etimológicamente defensa, justificación de la religión. Reviste un carácter negativo en el sentido de que combate al adversario, refuta su argumentación y se acerca así a la controversia; pero posee también un aspecto positivo, porque tiende a convencer del fundamento de sus principios: se hace entonces explicativa y puede incluso apelar a los sentimientos. La apologética ha existido siempre, pero en el siglo XVII adquiere un giro más sistemático. Por qué? En los siglos anteriores, la Iglesia había podido ser contestada sobre tal o cual de sus dogmas o de sus prácticas; más adelante, con la ruptura de la cristiandad y el ascenso del libertinaje, ella lo es en su mismo principio, en su carácter de religión positiva. Por ello se hace la apologética más total y entra en todos los terrenos: teología, historia, ciencia, filosofía…

Existen además, no una sola, sino múltiples formas de apologética. En primer lugar un género difuso y ocasional: es el practicado por poetas, filósofos, novelistas, hombres de teatro; así Corneille tuvo un pensamiento apologético al escribir Polyeucte. Sólo nos detendremos aquí en la apologética en sentido estricto y técnico del término cuya expresión varía por otra parte según el método de argumentación.

1 – La apologética fundada en la razón

Es la más tradicional, la que prolonga el método de los grandes escolásticos. Santo Tomás distingue en el mundo dos órdenes, el natural y el sobrenatural, pero no establece separación absoluta entre los dos; la razón puede conducir a la fe y al conocimiento de Dios: Intelligo ut credam, comprendo a fin de creer. Por eso utiliza tan ampliamente el argumento filosófico.

En el siglo XVII, el tomismo declina como cosmología, es decir como sistema del mundo, pero subsiste como método de demostración. Muchos apologistas de esta época siguen, si no siempre al menos con frecuencia, este método racional, por ejemplo un jesuita Léonard Lessius, un mínimo el Padre Mersenne, un capuchino el Padre Ives de Paris. Ellos no admiten que Dios sea tenido como «incomprensible» al hombre: la razón puede percibir al menos algunos de sus aspectos. Se unen así al humanismo en su propio terreno, es decir el de la demostración racional. El oratoriano Malebranche (1638-1715) puede ser clasificado en esta categoría, si bien su personalidad y el vigor de su pensamiento trascienden toda clasificación rígida. Sus principales obras apologéticas son: el primer volumen de la Recherche de la vérité y sobre todo las Conversations chrétiennes. En este último libro, Malebranche se propone demostrar el fundamento  del cristianismo a un cartesiano libertino. Su plan es reconciliar la razón y la fe o, según se ha dicho, asociar el Evangelio y el Discours de la Méthode. El Dios cristiano se convierte así en el Dios de la inteligencia más bien que en el Dios de amor: toda la apologética de Malebranche consiste en hacer coincidir el orden sobrenatural con las leyes físicas. Dios Padre preside el mecanismo inmutable del mundo, mientras que Cristo es la sabiduría eterna que rige el orden de la gracia. El universo cristiano está calcado sobre el universo de los matemáticos y de los físicos. Malebranche tiende así a excluir del cristianismo lo sobrenatural, el misterio, el milagro, la inquietud, la caridad y hasta la gracia que se confunde con la naturaleza: coloca en su lugar la razón y el orden y estima haber convencido a los libertinos abrazando sus puntos de vista. Este pensador tuvo una influencia considerable sobre su generación, sin duda porque su filosofía de inspiración racional está en consonancia con uno de los componentes del clasicismo.

2 –La apologética fundada en la ciencia

El siglo XVII fue un tiempo de revolución científica, ilustrado por los nombres de Galileo, de Kepler, de Descartes, de Newton, de Leibnitz…, por no citar más que a los más grandes. Estos pensadores juzgan que las matemáticas constituyen la vía verdadera para el conocimiento del mundo. Pero esta búsqueda no está formas de apologética fundan su discurso en la ciencia y en la razón: por este título son de inspiración tomista. Otra corriente es por el contrario tributaria del agustinianismo. En el análisis del conocimiento, especialmente en las relaciones de la razón y de la fe, tomistas y agustinianos adoptan premisas diferentes. Los primeros conceden mucho a la razón: a sus ojos la inteligencia tiene su objeto propio y puede así acceder a muchas verdades de la fe. De ahí el lugar considerable ocupado en sus obras por la argumentación racional. Para los discípulos de san Agustín por el contrario el poder de la razón es limitado: primero por el pecado original que afectó al hombre profundamente, pero también porque antes del despertar de la reflexión, la inteligencia padece múltiples influencias contradictorias que alteran o limitan su ejercicio; sin la ayuda del Evangelio o del magisterio eclesiástico, es incapaz. Es decir que para el agustiniano, la Revelación cubre todos los dominios: en el interior de este conjunto infinito, la razón está en condiciones de actuar pero en sectores limitados. Los filósofos paganos no pudieron pues acceder al conocimiento religioso ni siquiera acercarse a él: les faltaba efectivamente lo esencial, es decir la Revelación. La apologética agustiniana obedece así al esquema siguiente: mostrar los límites de la razón, preparar el acto de fe, por fin estudiar la sagrada Escritura, pasos resumidos en la fórmula, inversa de la de los tomistas, Credo ut intelligam, creo a fin de comprender.

Los apologistas agustinianos son numerosos en el siglo XVII: se encuentran entre ellos prelados como Jean Pierre Camus, obispo de Belley, autor del Traité de la foi (1633); algunos jesuitas –el Padre Garasse, el Padre Caussin- pero poco numerosos pues la Compañía en su conjunto siguió fiel al humanismo, es decir a una ideología racional; por fin y sobre todo el movimiento de Port-Royal en el que Pascal ocupa un lugar eminente.

Esta apología del cristianismo era considerada por Pascal como meta lógica de su obra: inacabada en su composición, se presenta bajo la forma de un millar de fragmentos de extensiones muy diversas que los primero editores publicaron en 1669-1670 bajo el título de Pensées. Trabajos recientes- los de Louis Lafuma, de Jean Mesnard- han permitido reconstruir en sus grandes líneas el orden de los fragmentos y conocer así, en sus etapas esenciales, el proceso creador del autor. Se hubiera podido creer que Pascal, hombre de ciencia, hubiera usado, en su apología de la religión, de la argumentación científica. De hecho, nada de eso. Por qué? Porque la ciencia depende en su principio de la concupiscencia: entre las formas de inclinación al pecado, los teólogos distinguen la libido sentiendi, la libido dominandi, la libido sciendi es decir la atracción de los sentidos, la del dominio, la de la ciencia. Esta última nos lleva a la ambición de conocerlo todo. Ahora bien el sabio es incapaz de ello, ya que su razón alterada por el pecado original es imperfecta y se halla, por añadidura, en una condición media: se encuentra en efecto situado entre dos infinitos. De ahí los pensamientos dirigidos contra la ciencia: «Escribir contra los que profundizan demasiado en las ciencias. Descartes», porque se entregan a una vana curiosidad; o también «Descartes inútil e incierto[1]», porque su ciencia no alcanza el absoluto.

En qué consiste pues el método de Pascal? En un estudio del corazón humano: en él descubre dos aspectos contradictorios a los que llama su miseria y su grandeza. La primera se manifiesta en múltiples maneras de las que presenta un análisis en profundidad: el hombre, expone él, vive en un mundo de apariencias ya que su naturaleza se extravía por el interés, la costumbre y sobre todo la imaginación. La «justicia», por ejemplo, no puede aquí abajo llegar a ningún valor racional ni universal. Ella varía según los tiempos y los lugares. Divertida justicia a la que rodea un río!» También para servir a esta falsa justicia deben o impresionar las imaginaciones con su lenguaje, sus atuendos rojos y sus armiños, o hacer uso de la fuerza: «No pudiendo hacer que lo que es justo sea fuerte, se hace que lo que es fuerte sea justo». La virtud no tiene fundamento más sólido: «El latrocinio, el incesto, el asesinato de los niños y de los padres, todo ha ocupado su lugar entre las acciones virtuosas[1]». He ahí la razón porqué el hombre en el reposo siente su nada y los achaques de su condición: busca el olvido de su miseria en la «diversión» que, al exaltar sus pasiones, agrava su mal.

Pero esta miseria no es más que el reverso de la grandeza del hombre, ya que es capaz de tomar conciencia de ello: es «una caña para una caña pensante»;  si no accede ni a la verdad ni a la justicia ni a la felicidad, aspira a poseerlas. Los animales tienen los mismos límites pero no sufren por ello. El sufrimiento del hombre y su capacidad de pensar constituyen su grandeza. El hombre tiene conciencia de los dos infinitos que le rodean: el infinito grande y el infinito pequeño, pero no puede alcanzarlos; está a medio camino entre la nada y el ser, es incapaz de «saber con certeza y de ignorar absolutamente».

Esta reflexión pone en claro la diferencia entre la apologética de los tomistas y la de los agustinianos: los primeros evocaban los dos infinitos para exaltar el poder de Dios y mostrar la perfección de su creación; los segundos se sirven de ellos para ilustrar la debilidad de la razón y sus límites.

Pascal saca como conclusión que sólo el cristianismo está en condiciones de dar cuenta de estas oposiciones: la grandeza del hombre es un reflejo de Dios, su miseria una consecuencia del pecado original. La salvación del pecador se encuentra así en Jesucristo, único capaz de resolver sus contradicciones y de hacerle recuperar la felicidad perdida. Queda algo de oscuridad a los ojos del ateo en la religión cristiana? Dos razones deben acabar de convencerle. La primera reside en la «apuesta» a la que estamos sometidos ya que estamos «embarcados»: la apuesta por Dios es exigida por la lógica, ya que nuestro riesgo de perder no atañe más que a lo finito, nuestra ocasión de ganar se abre al infinito. La segunda está constituida por los milagros, las profecías de la sagrada Escritura y también las «figuras» del antiguo Testamento que anuncian los grandes episodios de la «nueva alianza», es decir de la vida de la Iglesia. Así los ritos materiales de la religión judía son figura del sacrificio espiritual del cristianismo.

La apologética pascaliana no es pues estrictamente racional: la razón no interviene en ella más que en sectores limitados. Pascal no demuestra ni a Dios ni la creación: suscita la inquietud en el corazón del hombre, luego hace nacer el drama, es decir que comienza a despertar el sentido religioso. La fuerza de esta argumentación es dirigirse a la vez al corazón y al espíritu; su vigor persuasivo es tanto mayor cuanto más se inspira Pascal en su propia experiencia.

Los Pensées abren una nueva era en la historia de la apologética: señalan simultáneamente el declive del tiempo de la trascendencia –es decir de un conjunto racional exterior al hombre- y el advenimiento de la inmanencia, es decir de un movimiento percibido en el interior del hombre mismo.

Las obras salidas de la controversia y de la apologética son pues numerosas y variadas. La necesidad de fortalecer su argumentación tuvo por consecuencia favorecer la investigación religiosa, de ahí un mejor conocimiento de la Biblia y un progreso de la teología positiva. La diversidad de los métodos muestra que la unidad del Gran Siglo es menos total de lo que se cree a veces: hombres de la misma generación pueden sacar conclusiones diferentes de las mismas premisas, así Descartes y Pascal de los dos infinitos.

De ahí nacieron nuevos géneros literarios que ensancharon considerablemente la audiencia de las ciencias religiosas: éstas salen de las escuelas, de las universidades y de los claustros y penetran en el mundo. El beneficio de esta expansión no queda sin contrapartida: para colocarse al alcance del gran público, la teología debió adaptarse a él, llegar a los compromisos, acudir al sentimiento y al interés. De ello resultó a veces cierta decadencia en la calidad o el vigor del pensamiento.

Por René Taveneaux
Traducción del P. Máximo Agustín, C.M.
Éditions CDU et SEDES, Paris, 1980

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