El Beato Federico Ozanam, nacido en Milán el 23 de abril de 1813, pasó casi toda su vida en Francia. Fue uno de los fundadores de las Conferencias de san Vicente de Paúl para asistir a los pobres. Profesor en la Universidad de La Sorbona de París, se distinguió por su ciencia, y por medio de la cultura defendió y comunicó las verdades de la fe. Casado, fue buen esposo y padre de familia, e hizo de su hogar una iglesia doméstica. Vivió siempre en íntimo contacto con Dios, siendo para muchos modelo de virtudes cristianas.. Murió en Marsella, tras larga enfermedad, el 8 de septiembre de 1953. Fue beatificado por Juan Pablo II, en París, el día 22 de agosto de 1997.
¿Un laico desconocido?
Escribir sobre Federico Ozanam es un acto de gratitud y de aprendizaje. Y es, también, una doble penitencia. Primero, porque su vida deja la propia en ridículo. Segundo, porque hay que escoger y eso significa renunciar. Los materiales y aspectos son muchos y las páginas disponibles, pocas. Por eso, éstas son, nada más, unas sencillas «anotaciones».
Ozanam ha tenido muchos biógrafos. Algunos de ellos, como su hermano Alfonso, Lacordaire, J.J. Ampère o Dufieux fueron sus contemporáneos y amigos. Después de ellos, otros más siguieron ocupándose de este personaje subyugante llamado Federico. Pero, como confiesa J.P.Savignac en su reciente estudio, la personalidad de Ozanam «ha sido durante mucho tiempo eclipsada por su obra». Por su parte, Ivan Gobry, en «Federico Ozanam o la fe operante», confiesa que «para el cristiano medio, el nombre de Federico Ozanam no le dice gran cosa». Madeleine des Rivierés lo expresa más drásticamente: «Nuestros padres lo veneraban y nosotros no sabemos nada de él». Y ésta es la decepcionante realidad: Ozanam, a pesar de sus múltiples biógrafos, es poco conocido, incluso entre los miembros de su «familia».
Con ocasión del solemne acto de su beatificación, celebrado en Notre Dame de París el 22 de agosto de 1997, han aparecido meritorios trabajos sobre él, pero, por ejemplo, aún no tenemos en castellano una esmerada, actual -y asequible-edición de todas sus Cartas. Y, como afirmaba ya hace muchos años su biógrafo Baunard, para conocer el alma y la vida de Ozanam hay que asomarse a sus Cartas, pues «todo él está en su correspondencia». Ciertamente, Ozanam también está en sus obras y hay una forma práctica de conocerlo que consiste en participar en ellas.
Pero, ¿qué hacer, ahora, en estas pocas páginas? Si sirven a los lectores para encariñarse con Ozanam, habrán cumplido su cometido. Si los ayudan a leer sus Cartas, sus ensayos y alguna de sus biografías, me alegraré no poco. Y, sobre todo, si se animan a meterse en sus obras y en su recia pasión por los pobres, me daré por satisfecho. De su mano podremos dar el salto y «pasarnos a los bárbaros». Como lo confiesa R.Ramson, para hacer nuestra peregrinación, Ozanam «es un compañero fascinante».
«Ozanam, ¡cuánto lo queríamos!»
El 15 de septiembre de 1853 se celebraban en París los funerales de Ozanam. Había fallecido unos días antes en Marsella, exactamente el 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la Virgen María. Tenía sólo 40 anos. Compañeros de la Sociedad de San Vicente de Paúl, gran número de pobres -hombres y mujeres- amigos de Ozanam y grupos de escritores, políticos, catedráticos y estudiantes llenaban las naves del templo. Una vez más, su persona era un puente de unión.
Los testimonios de pena ante su fallecimiento y de admiración por su persona fueron llegando de todos los rincones y desde las diversas trincheras ideológicas. Montalembert y Pío IX, filósofos como Villemain y Cousin, amigos suyos como Dufieux, o no-creyentes como Fauriel y Havet manifestaban su admiración por él. Renan exclamaba: «Ozanam, ¡cuánto lo queríamos!’ ; Henry Cochin dirá: «Este hombre que pasó su corta vida en la práctica de los deberes más austeros y en los más severos estudios, sabía atraer y cautivar a los hombres más diversos». Lamartine, por su parte, testimoniará: «Se podía diferir, no se podía pelear con este hombre sin hiel; su tolerancia no era una concesión, estaba hecha de respeto». El protestante Guizot resumiría: «Ozanam fue el modelo del hombre de letras cristiano, ardiente amigo de la ciencia y firme campeón de la fe».». J.J. Ampère, refiriéndose al Ozanam catedrático de la Sorbona dirá: «Preparaba sus clases como un benedictino y las pronunciaba como un orador». Por su parte, su amigo Lacordaire declaraba: «los pobres nos han robado su alma…», fue el maestro de muchos, el consolador de todos. Elegido por Dios, después de largos años de humillaciones, para recordar su gloria en los campos de la verdad, cumplió fielmente hasta su último día esta misión de honor y de paz. El pobre lo vio cerca de su lecho, la tribuna literaria frente a toda una generación, y la prensa… tuvo en su persona un honrado y religioso artesano. No ha dejado heridas en nadie»… Robert d’Harcourt resaltará la primacía de la caridad en la vida de Ozanam: él «define de manera admirable el papel de la caridad en las luchas sociales que ahondan el abismo entre los hombres». «Es honor de Ozanam el haber reanimado el sentido de la eminente dignidad de los pobres… Es su título imperecedero haberse adelantado a su tiempo planteando la primacía del problema social sobre todos los otros problemas». Y Léonce Curnier, su amigo, subrayará el principio unificador: «Ozanam nos muestra en su persona, en su vida, en sus escritos, la acción de un admirable principio de unidad. Y este principio es justamente el de la santidad: el amor de Dios, el deseo de su reino, la adhesión a su voluntad». Y, ya recientemente, Ma Teresa Candelas y José Ma. Román pondrán el acento en Ozanam como iniciador y maestro del laicado cristiano. Newman y Ozanam, en modos distintos, serán, en el siglo XIX, dos testigos singulares de la misión de los laicos en la sociedad y en la Iglesia.
¿Quién era este hombre joven, llamado Federico Ozanam, que a tantos ha unido en su elogio? Víctor Hugo escribía sobre «los miserables»; Ozanam, los conocía, los amaba y los cuidaba. Las dos tareas son buenas, pero la segunda es mejor que la primera. En su viaje a Inglaterra con su amigo J.J.Ampère, éste se admiró y conmovió ante la Exposición Industrial; Ozanam, ante la miseria de la clase trabajadora. El progreso de la tecnología es útil, pero la curación de las heridas de los pobres es más importante.
Algunos apretados datos
Este joven perenne, llamado Federico Ozanam, no se atuvo a los prejuicios de su tiempo. Su breve tiempo duró cuatro lustros del siglo XIX. Francés de raíces y de vida, nació el 23 de abril de 1813, en Milán, y falleció, como acabamos de recordar, el 8 de septiembre de 1853. Sus padres fueron Juan Antonio Ozanam, médico y conocido escritor sobre cuestiones de su especialidad, y María Nantas, mujer fina, culta, piadosa y dada a los pobres como su marido. Luisa -muerta a los dieciocho años y cuando Federico tenía siete- y Alfonso, sacerdote, fueron los hermanos anteriores a nuestro personaje. Después de él siguió Carlos, que sería médico como el padre. Otros varios hermanos habían fallecido casi recién nacidos.
Tras su primeros estudios en Lyon, cursa y se doctora en Derecho en la Universidad de la Sorbona (1836) y también en Letras (1839) en la misma Universidad. Funda, con otros compañeros, las Conferencias de San Vicente de Paúl en París, 1833. Da clases en Lyon de Derecho comercial (1839) y, a los 27 anos (1840), es ya el más joven profesor de la Sorbona. Al año siguiente (23 de junio) se casa con Amelia Soulacroix. En 1845 nace su hija María.
Sus más importantes obras como investigador y escritor son: «La filosofía de Dante» «Los poetas franciscanos», «La civilización en el siglo V», «Los Germanos antes del cristianismo», «La civilización cristiana y los Francos»… Otras obras suyas, de distinta índole, son el ensayo «Reflexiones sobre la doctrina de Saint Simon» (escrito a sus diecisiete años), «Dos cancilleres de Inglaterra», «Discursos» varios a las Conferencias de San Vicente de Paúl, sus «Cartas», «Viaje al país del Cid» «El libro de los enfermos»… Además de escribir en varios otros periódicos, fundó, con algunos amigos, en 1848, el periódico «L’Ere nouvelle». A parte del griego, el latín y algo de hebreo, manejaba bien, además del francés, el italiano, el alemán, el inglés y el español.
El fuego con el fuego se acrecienta
Dios bendijo a Federico Ozanam con el don inapreciable de una familia unida y amorosa, cristiana, culta y, a nivel económico «entre los linderos de la pobreza y de la holgura». «En medio de un siglo de, escepticismo -escribe en el prólogo a «La civilización cristiana en el siglo V»- Dios me ha concedido la gracia de nacer en la fe. Siendo niño, me puso en las rodillas de un padre cristiano y de una santa madre «. «Me habéis hecho, antes de nacer, el don de formar vos mismo el corazón de mi madre…En sus rodillas he aprendido a terneros y en su mirada he visto vuestro amor. Habéis conservado, a través de azarosos tiempos, el alma cristiana de mi padre… conservó su fe, un carácter noble, un gran sentimiento de justicia y una infatigable caridad hacia los pobres… Este es, Dios mío, el primero de vuestros regalos, haberme dado tales padres, y, más todavía, el haberles dado el don secreto de educar bien a sus hijos» (en Gazette de Lyon, 27, septiembre, 1853).
También cupo en suerte a Ozanan la bendición de haber buscado y tenido «buenas compañías». Su primer mentor, director espiritual, profesor y amigo, fue el sabio P. J. Matías Noirot. El lo ayudó en su crisis juvenil de fe, en su maduración cristiana y en su crisis vocacional promoviendo su matrimonio con Amelia. «Los ruidos del mundo que, no creía llegaron hasta mí. Conocí todo el horror de esas dudas que roen el corazón durante el día y que uno encuentra por la noche en una cabecera empapada en lágrimas. La incertidumbre de mi destino eterno no me dejaba descanso… Fue entonces cuando me salvó la enseñanza de un sacerdote. Puso en mis pensamientos orden y luz. En lo sucesivo creí con una fe más segura y, conmovido por tan raro beneficio, prometí a Dios dedicar mi vida al servicio de la verdad… «(Prólogo a la CcV) «¡Qué buen amigo fue el señor Noirot! ¡Le debo una eterna gratitud! «, dirá en una de sus cartas.
Su segundo amigo y director espiritual, ya en París, fue el P. Baptiste Marduel, un anciano -casi ciego- y santo sacerdote que vivía, en la mayor pobreza y que lo animó a sostenerse entre el desarraigo y el desconcierto que presentaba para Ozanam la realidad de París y de la Universidad. «En París, somos aves de paso, alejados por algún tiempo del nido paterno y sobre las cuales se cierne la incredulidad, ese buitre del pensamiento, para hacer de ellas su presa. Somos pobres inteligencias jóvenes, criadas en el regazo del catolicismo, dispersas en medio de una muchedumbre impía y sensual. Somos hijos de madres cristianas que llegan, uno por uno, al interior de murallas extrañas en que la irreligión trata de reclutarse a nuestra costa» (Carta a Curnier, 1835) En una carta a su madre, en 1833, le habla del P. Marduel y le dice: «Es el único consejero íntimo que tengo aquí, el único cuya sabiduría y bondad pueden sustituir a la vez a mi padre y a mi madre «.
A su llegada a París y tras desagradables experiencias en una pensión, Andrés Ma Ampère, el ya consagrado científico lyonés del electromagnetismo, lo acogió en su casa y en su corazón. Pero, sobre todo, lo acogió en la vivencia diaria de la fe. Este hombre, Ampère, de atormentada biografía y uno de los más grandes científicos de su siglo, vivía ahora una fe purificada, sencilla y madura. Uno de los días de sus primeros tiempos en París, en que Ozanam se hallaba entristecido, fue a orar a la iglesia de Saint-Etiennedu-Mont. Había pocas personas. En un oscuro rincón, un hombre estaba, recogido y silencioso, en oración. Ozanam se acercó sin hacer ruido y pudo reconocerlo: era el gran sabio Ampère. Cuando este sabio falleció, Ozanam expresará: «Se arrodillaba ante los mismos altares que Descartes y Pascal, al lado de la pobre viuda y del niño pequeño… ¡qué gran luto deja en el corazón de quienes pudieron acercarse a él íntimamente y gozar de la familiaridad de su religión y de sus virtudes «.
Otro gran laico, de formación y corazón vicencianos, fue decisivo en la vida y en las obras de Ozanam: el señor Manuel J. Bailly de Zurcy, y ¡también su activa esposal. Vivían cerca del barrio Latino y abrían su casa a los jóvenes (hasta Baudelaire fue su acogido unos años más tarde). J. Bailly, profesor de Filosofía, dueño y animador de «La tribuna católica» y gran conocedor de San Vicente de Paúl, dirigía la Sociedad de «Los Buenos Estudios» formada por estudiantes diversos y, después, a finales de 1832, «Las Conferencias de Historia», donde se debatían temas de historia, de literatura, de arte, de filosofía. Ozanam entró en ellas y pronto fue elegido como vicepresidente de estas Conferencias. La relación de Bailly y Ozanam durará durante toda la vida de éste y dará, como uno de sus mejores frutos, la fundación de las Conferencias de San Vicente de Paúl.
Sor Rosalía Rendu, Hija de la Caridad, es uno de los más famosos personajes entre los parisinos de su tiempo, amiga de los pobres y a quien los importantes del mundo visitaban y consultaban. Bailly puso a Ozanam y a sus compañeros en contacto con Sor Rosalía desde el inicio de las Conferencias. Y esta santa mujer los introdujo en el mundo de los pobres. Ella pastoreaba la «diócesis» del barrio de Mouffetard por donde pululaban unas 70 mil personas en las circunstancias más empobrecidas y degradantes. Su «palacio» era una pobre casa en la calle L»Epée-de-Bois, desde donde dirigía, con sacrificado ejemplo, sus brigadas de caridad. Ozanam, desde «Las Conferencias», entró a formar parte de estas pacíficas brigadas. Sin el contagioso entusiasmo, la enseñanza, las ayudas y la recia espiritualidad vicenciana de Sor Rosalía, ¿habría sido Ozanam el hombre que llegó a ser?
Los modelos, especialmente en la etapa juvenil, son transcendentales, y Ozanam los buscó y los tuvo. El leño que arde junto a otro leño acrecienta su fuego. Tendríamos que hablar, además, de sus mejores amigos universitarios, compañeros suyos en las Conferencias, Taillandier, Lamache, Lallier… así como de otros personajes católicos del mundo de la cultura que, en un momento u otro, lo acogieron y lo animaron como Lamartine, Montalembert, Lacordaire y tantos otros. Y, desde luego, hay alguien especial que, sobre todo desde 1833, lo acompaña como maestro, modelo y protector: Vicente de Paúl. Como se lo dice en una carta a Lallier -18, mayo, 1838-, San Vicente es «un modelo. Es importante esforzarse en actuar y realizar las obras como él mismo las realizó. Tomar como modelo a Jesucristo como él mismo lo hizo. Es una vida que hay que perpetuar; en su corazón hay que calentar el propio, en su inteligencia es preciso buscar las luces. Es un apoyo en la tierra y un protector en el cielo, a quien se le debe el doble culto de la imitación y de la invocación «.
Nadar contra la corriente
A Ozanam le tocó nadar contra la corriente de las modas ideológicas de su tiempo. Las refutó, mas no desde la nostalgia del pasado, sino desde posiciones más avanzadas que las de sus opositores.
El paternalista Voltaire había muerto en 1778, pero su ideología seguía viva entre la burguesía culta y en las Universidades. Adam Smith, con su ley de la oferta y la demanda, reinaba entre los patronos del reciente industrialismo francés. El conde Henry de Saint-Simon había anunciado el socialismo como el remedio salvador, (el término «socialismo» apareció por primera vez en 1832, en «Le Globe»). Y Marx redactaba con Engels el «Manifiesto comunista». El reducionista Comte daba su «Curso de filosofía positiva» durante los años juveniles de Ozanam y, unos años después, diría infatuado: «Estoy convencido que antes de 1860 predicaré el positivismo en Notre Dame como la única religión real y completa». Latuarc había hablado ya sobre el evolucionismo. El romanticismo de Chateaubriand, Montalembert, Balzac, Muset, George Sand, Lamartine y Victor Hugo reinaba en el mundo literario. En Inglaterra ya habían aparecido los sindicatos -1824-, aunque en Francia, a pesar de las apelaciones de Ozanam, no serán permitidos hasta 1864. Lamennais había escrito, anos atrás, su ensayo «Sobre la indiferencia religiosa», ahora acababa de fundar el periódico «L’Avenir», en el que participará Ozanam. En la Universidad, el aplaudido catedrático Letronne se ríe de la Iglesia y pontifica, sin asomo de duda, que el Papado es «una institución pasajera» que «está muriendo hoy». Otro no menos famoso profesor de la Sorbona, el señor Jouffroy se inscribe también entre la no escasa lista de los apresurados oficiantes de los funerales del cristianismo. Ambiente parecido reinaba también en las otras grandes instituciones parisinas de enseñanza.
A Ozanam le toca vivir además en la Francia políticamente inestable. Nace en los ocasos del tiempo de Napoleón; crece niño bajo Luis XVIII 1814-1824- y bajo su Carta Constitucional; vive su primera juventud en tiempos de Carlos X -18241830- y de sus ordenanzas de censura y de restricción del voto, con final revolucionario en julio del 1830; madura su juventud universitaria y sus primeros años de profesor bajo Luis Felipe de Orleáns —1830-1848-, el rey que favorece el triunfo de la alta burguesía y que termina huyendo ante la revolución de julio de 1848, instauradora la República. Y Ozanam vive su última y breve etapa bajo la República y, ya bastante enfermo, se asoma a los sospechosos inicios (diciembre, 1851) del régimen de Napoleón III.
Un tímido joven contestatario
No es fácil imaginarse la energía de este joven desgarbado, tímido y afectuoso llamado Federico Ozanam. El señor Coulet lo admitió, en Lyon, como pasante en su bufete de abogado. Ozanam tenía diecisiete años. La mayoría de sus compañeros se jactaban de impíos, libertinos y aficionados parroquianos de lugares no recomendables. Ozanam se sonrojaba y callaba, pero por dentro se iba llenando de protestas. Y, de pronto, él -el tímido, el más joven del grupo- se enfrentó a ellos y desenmascaró sus bromas lascivas y su ignorancia. Razonable, comprensivo, pero firme y seguro de sí y de sus principios. Y, desde aquel día, los compañeros criticados comenzaron a respetar a quien hasta entonces consideraban como un niño débil e inexperto. Quien no paga impuestos al qué-dirán, se levanta liberado y respetable en medio de la asamblea de los sumisos libertinos.
Léonce Curnier, en su obra sobre «La juventud de Ozanam», premiada por la Academia francesa, cuenta otro incidente parecido. «Era a fines de 1830. Estábamos en clase de dibujo colocados uno cerca del otro, rodeados de jóvenes disolutos e impíos. Sufríamos al escucharlos, pero, agobiados por el número, callábamos. Un día las cosas llegaron a tal punto que ambos protestamos al mismo tiempo.
Ozanam se puso de pie. Me parece ver aún esa fisonomía y escuchar esa palabra de la que no había conocido hasta entonces sino la modestia y la timidez, animarse, inflamarse, ordenar, imponer silencio. Con una voz firme, pero reprimida, hizo orgullosamente su profesión de fe cristiana y católica, pero, dueño de sí mismo, no dejó escapar ninguna palabra ofensiva para aquellos pobres extraviados. Estos callaron…». Y Leónce Curnier comenta: «Estaba en el destino de Ozanam preservar o retirar del mal y de la incredulidad a muchos jóvenes de su siglo. Tal vez yo fui el primero a quien salvó del naufragio».
Otra polémica de mayor calado ideológico tuvo lugar en estas fechas. Los discípulos de Saint-Simon habían llegado con su socialismo utópico a Lyon. Su ruidosa propaganda estaba obteniendo eco significativo en el periódico liberal «El Precursor» y entre una parte del pueblo lyonés. Ozanam tomó su pluma y se dispuso a desenmascarar a los pseudo-progresistas de aquellos días. Envió sus artículos al «Precursor» advirtiendo: «No puede esperarse de un joven de dieciocho años una obra perfecta. Así pues, si he fallado en algo, achacadlo no a la causa que defiendo, sino a mi juventud y a mi impericia «. El periódico publicó sus artículos y prometió rebatirlos posteriormente. La misma promesa hizo su gemelo ideológico «Le Globe». Pero ninguno de ellos cumplió su palabra. Ozanam era sólido en sus razonamientos y no era fácil de rebatir. Los amigos, por su parte, le pidieron que ampliara sus artículos y los diera a la imprenta en un breve libro. Y así lo hizo. Fue su primer escrito de cierta importancia. Y, aunque obra típicamente juvenil, Lamartine, Chateaubriand y el periódico de Lamennais lo felicitaron con calor. Eran las primeras protestas de Ozanam, una forma de ensayo de otras mayores.
«Empezamos a tener barba…»
Ozanam llega a París, para realizar sus estudios, a finales de 1831. Tiene dieciocho años. París es, para el recién llegado, una Babilonia desagradable: «Su frialdad me hiela, su corrupción me mata «. Con los años, la terminará amando. Pero estos primeros tiempos de su estancia en París los refleja bien una carta dirigida a su madre: «Tildados de beatos por compañeros impíos, de liberales y temerarios por gente» de edad provecta; asaltados por controversias y disputas en que falta la caridad y abunda el ` escándalo, rodeados de partidos políticos que, porque empezamos a tener barba, quisieran arrastrarnos a su camino trillado… «.
Y, en medio de sus estudios, Ozanam llevará a cabo, en estos primeros tiempos, los inicios de tres tareas importantes: la defensa de la fe en ‘ la Universidad, la fundación de las «Conferencias de San Vicente de Paúl» y la creación de las Conferencias Cuaresmales en Notre Dame.
En la Universidad de La Sorbona el ambiente anticatólico era ya un clima naturalizado. La mayoría de los profesores oficiaban como enterradores del cristianismo. No había protestas. Entre los alumnos, unos aplaudían con fervor y otros callaban dominados por el miedo al ridículo. La anónima dictadura reinaba sin obstáculos y era omnipresente. Ozanam y algunos amigos, comenzaron a hacer preguntas y a escribir protestas. Y los profesores, acostumbrados a la sumisa docilidad de la mayoría, ahora se vieron obligados a leer públicamente las objeciones de Ozanan y de su grupo de amigos. «En nuestras filas, de día en día más pobladas, -escribe Ozanam a Falconnet el 10 de febrero de 1832- tenemos jóvenes generosos que se han consagrado a esta alta misión, que es también la nuestra. Cada vez que un catedrático levanta la voz contra la revelación, voces católicas se levantan también para responder. Algunos estamos unidos para este fin. Dos veces he participado ya en esta noble tarea, dirigiendo mis objeciones escritas a estos señores. Nuestras respuestas, leídas públicamente en clase han producido efecto en el catedrático, que casi se ha retractado, y en los oyentes, que han aplaudido. Lo más útil de esta obra es, no sólo demostrar a la juventud que se puede ser católico y tener sentido común, sino que se puede amar la religión, la libertad, y sacar a los estudiantes de la indiferencia religiosa y acostumbrarlos a la grave discusión de cuestiones serias «.
Otra obra importante y complementaria de la anterior fue la fundación de las Conferencias Cuaresmales en Notre Dame. El catolicismo estaba en Francia acallado. La burguesía había apostatado y las clases empobrecidas se iban separando de la Iglesia atraídas por los diversos socialismos. Por otra parte, al interior, las polémicas eran más abundantes que la evangelización, y sectores influyentes estaban más ocupados en soñar vanas restauraciones y alianzas con el trono que en crear una alianza entre el evangelio y la clase obrera. El joven Ozanam amaba a Jesucristo y amaba a su Iglesia. Al mismo tiempo, comprendía las objeciones y resistencias de los oponentes. Nunca fue duro con ellos como un Veuillot o, después, Montalembert. Ozanam recordaba su propia experiencia: «He conocido todo el horror de las dudas que roían mi corazón durante el día y durante la noche «. Pero esta comprensión, que lo hacía amable y respetuoso, no lo hacía menos firme en sus propósitos de defender y promover la fe. Pero, más que atacar, era preciso proponer.
Ozanam había conocido a Lacordaire a través del periódico «L’Avenir» y en la conferencias dadas en el Colegio Stanislas. Pero ahora, a principios de 1833, decidió entrevistarse con él. Fue un largo encuentro que los dejo unidos en una honda amistad. Lacordaire, que había sido un ateo rabioso a sus veinte años, era, en este momento, un creyente firme, celoso, y orador extraordinario. Tenía treinta años, diez más que Ozanam. Al poco tiempo de esta entrevista, Ozanam se presentó, con dos compañeros de Derecho, y con cien firmas de otros tantos jóvenes, ante monseñor Quélen. ¿Qué iban a proponerle al arzobispo de París? Que Lacordaire iniciara, ese mismo año, las Conferencias cuaresmales en Notre Dame. Pero la condena de Gregorio XVI y su encíclica «Mirari Vos» -1832- contra el periódico «L’Avenir» de Lamenais, y en el que colaboraba Lacordaire, estaba reciente. El arzobispo, que los acogió con amabilidad y aplaudió su celo, no les hizo caso ese año. En lugar del joven sacerdote Lacordaire, siete sabios y aburridos eclesiásticos dieron las Conferencias ese año. Pero Ozanam y sus jóvenes amigos siguieron insistiendo y, dos años más tarde, lograron su propósito. Y ese año, con Lacordaire en el púlpito, la catedral de París no tenía capacidad para tantos asistentes. «Nos parecía estar asistiendo -escribe Ozanam- no a la resurrección de la catolicidad, porque ella no muere, pero sí a la resurrección religiosa de la sociedad». Así nacieron, por obra del joven Federico Ozanam, las famosas Conferencias de Notre Dame que aún se siguen dando, cada cuaresma, en la catedral de Paris. ¡Y estas obras de amor al evangelio, a la sociedad y a la Iglesia, las emprendía Ozanam cuando tenía veinte años!
Las Conferencias de San Vicente de Paúl
La obra mayor emprendida por Ozanam y sus jóvenes amigos, fue la fundación de las Conferencias de San Vicente de Paúl. Hoy están extendidas en 132 países. En 1845, año de su aprobación pontificia, sus miembros eran más de mil. Y existían ya 44 Conferencias en el extranjero, dos de ellas en América: una en México y otra en Quebec. Hoy son cientos de miles en el mundo.
Unos meses ante de su fallecimiento, dirá Ozanam a los socios de Florencia: «Os halláis ante uno de aquellos ocho estudiantes que, hace veinte años, en mayo de 1833, se reunieron por primera vez, al amparo de la sombra de San Vicente, en la capital de Francia. Sentíamos el deseo y la necesidad mantener nuestra fe en medio de las acometidas efectuadas por las diversas escuelas de los falsos profetas. Entonces fue cuando nos dijimos: ¡trabajemos! Hagamos algo que esté conforme con nuestra fe. Pero, ¿qué podíamos hacer para ser católicos de veras sino consagrarnos a aquello que más agrada a Dios? ¡Socorramos, pues, a nuestro prójimo como lo hacía Jesucristo!… Unánimes en este pensamiento, nos juntamos ocho. Sí, realmente para que Dios bendiga nuestro apostolado, una cosa falta: obras de caridad. La bendición de los pobres es la bendición de Dios «.
Después de las discusiones en las Conferencias de Historia, ésta era la mejor apologética. Pero, había dos motivaciones anteriores: la conservación y fortalecimiento de la fe y de la amistad de los jóvenes participantes y la acción a favor de los pobres. «El fin de la sociedad es formar una agrupación o asociación de mutuo aliento para los jóvenes católicos, donde se encuentre amistad, apoyo, ejemplo, un sustituto de la familia donde se ha crecido… Después, el lazo más fuerte: la caridad, es el principio de una verdadera amistad, y la caridad no puede existir sin expandirse hacia el exterior… Si nos damos cita bajo el techo de los pobres, es menos por ellos que por nosotros, es para hacernos amigos» (Carta a Courier, 4, noviembre, 1834). «El objetivo de la sociedad —escribe Ozanam a Lallier el 11 de agosto de 1838- es, sobre todo, caldear y extender entre la juventud el espíritu del catolicismo. A tal fin, la asiduidad a las reuniones, la unión de intenciones y de oraciones son indispensables. La visita a los pobres debe ser el medio y no el fin de la Sociedad». Pero, en su discurso en Livorno, el primero de mayo de 1853, Ozanam formula de otra manera el objetivo de la Sociedad. Dice: «Tiene un solo fin: santificar a sus miembros en el ejercicio de la caridad y socorrer a los pobres en sus necesidades corporales y espirituales «. El encuentro con, los pobres los ha ido llevando, poco a poco, a una formulación madura de las finalidades de la Sociedad.
Así nacieron, apoyadas en estas intenciones, las Conferencias de San Vicente de Paúl. La Iglesia tiene dos cosas que conservar: el credo y el cuidado de los pobres. Pero, para conservar vivo el primero es necesario el segundo. El Padre y el pobre están indisolublemente unidos en el Reino anunciado por Jesucristo. Cuidar al pobre es la forma de mantener la fe y es la mejor apologética, la que todos entienden. Y estos jóvenes, dirigidos por el señor Bailly y animados por el celo de Ozanam, se pusieron a servir a los pobres. Pues, como lo dirá Ozanam unos años después en carta a Lallier: «La cuestión que hoy agita al mundo en nuestro entorno no es una cuestión de personas, ni una cuestión de formas políticas… es una cuestión social. Es la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado, es el choque violento entre la opulencia y la pobreza. El deber, para nosotros los cristianos, es el de interponemos entre esos enemigos irreconciliables… para que la igualdad se opere en cuanto sea posible entre los hombres «.
Hasta ahora, la caridad organizada había estado en manos de los clérigos. Ahora, de manos de Ozanam y los suyos, la caridad se «desclericaliza», se hace laica y autónoma, y no por eso menos eclesial. Pero, ¿qué pretenden estos jóvenes reunidos en la nueva y creciente Sociedad? ¿Sólo distribuir limosnas? Ellos conocía las diatribas de no pocos contra la limosna. (Curiosamente los opuestos a la limosna, siempre se hallan entre quienes no la necesitan). Ozanam y los suyos sabían que la limosna no tiene por objetivo arreglar la cuestión social, que sólo intenta ayudar a solucionar problemas de emergencia de personas, familias o grupos. Sabían que el que no tiene hoy para comer no se puede alimentar con teorías futuristas. La asistencia, la promoción y la liberación se complementan, no se estorban. Ozanam y los suyos sabían estas cosas. Además, como él mismo lo expresa, «creemos en dos tipos de asistencia: una la que humilla a los asistidos, y otra la que los honra… La asistencia honra cuando une al pan que alimenta, la visita que consuela, el consejo que ilumina, el estrechamiento de manos que levanta el ánimo… Cuando se trata al pobre con respeto, y no sólo como a un igual, sino como a un superior, como a un enviado de Dios para probar nuestra justicia y nuestra caridad» . Por eso, estos primeros jóvenes de la Sociedad de San Vicente, y después sus sucesores, no crearán una asistencia burocrática, anónima y fría. Para ellos será esencial el contacto de persona a persona. Sin ese contacto, el espíritu vicenciano de las Conferencias se perdería.
Y, una vez comenzado ese contacto personal ya no se sabe a dónde vamos a ser conducidos. Normalmente se inicia un proceso de encuentro, no sólo con el pobre, también con un Jesucristo vivo y sufriente y con las causas estructurales de la pobreza. «Y nosotros, querido amigo, ¿no haremos nada para imitar a esos santos que tanto amamos? -escribe Ozanam a Luis Janmot, en 1833-. Si no sabemos amar a Dios como lo amaban aquellos santos, eso, sin duda, deber sernos objeto de reproche. Parece que hay que ver a Dios para amarle, y sólo vemos a Dios con los ojos de la fe, ¡y nuestra fe es tan débil!. Pero a los hombres, pero a los pobres, a ellos los vemos con los ojos de la carne. Allí están, y podemos meter el dedo y la mano en sus llagas, y las huellas de la corona de espinas están visibles en su frente. Aquí ya no tiene cabida la incredulidad. Deberíamos caer a sus pies y decirles como el apóstol: Tu es Dominus meus et Deus meus (tú eres mi Señor y mi Dios). Vosotros sois nuestros amos y nosotros seremos vuestros servidores, vosotros sois las imágenes visibles de ese Dios a quien no vemos y, no sabiendo amarle de otra manera, la haremos en sus personas «. Y aquello que comenzó como asistencia crecerá, sin dejarla, hacia horizontes y medios de cambio social.
Como lo resumirá Ozanam, después de muchas visitas a las casas de los heridos de la sociedad: «Dios no crea a los pobres, es la voluntad humana la que crea a los pobres… La ciencia del bien social y de las reformas bienhechoras no se aprende tanto inclinado sobre los libros o sentado al pie de la columna política, sino subiendo a los pisos del pobre, sentándose a su cabecera, sufriendo el frío que él sufre y compenetrándose con el secreto de su corazón desolado y de su conciencia arruinada. Solamente cuando se ha estudiado así al pobre, en su casa, en el taller, en las ciudades, en los campos… solamente entonces, armados con todos los elementos de tan formidable problema, empezamos a comprenderlo y podemos pensar en resolverlo «.
Ozanam y los suyos, antes que Marx, descubrirán las trampas de los grupos superenriquecidos e hipócritas, cuyo liberalismo de tiburones y cuyas leyes dejan el paisaje francés lleno de cadáveres. Serán testigos de «la lucha de los que no tienen nada y de los que tienen demasiado, el choque de la opulencia y de la pobreza» y buscarán, con todos su medios «que la igualdad se opere, en cuanto sea posible, entre los hombres». Pero se trata de una igualdad que sea más real que la de los códigos. Ozanam y los suyos saben que la ley es igual para todos. Es decir, que si un anciano de setenta y cinco años y un joven de veinte compiten en la misma carrera, los jueces serán imparciales y darán el premio a quien gane. Los obstáculos del terreno son los mismos y ¡la ley es igual para todos!
Saben que la ley no prohibe que los niños de los burgueses y los niños de los proletarios trabajen jornadas agotadoras de más de doce horas diarias. ¡La ley es igual para todos! Pero saben que sólo los niños de los pobres sufren esos horarios mortales. Además, la clase obrera no puede defenderse. El «laisser faire-laisser passer» no es para ellos. La Revolución Francesa, por medio de la ley Chapelier les prohibía organizarse, y esa ley sigue vigente. Ozanam, en cambio, promoverá el derecho de los obreros a organizarse en sindicatos para la defensa de sus intereses y necesidades. Y lo hace cuando eso no estaba de moda, cuando Felipe de Orleáns y su ministro Guizot lanzaban el lema «¡enriqueceos!» para beneficio de las clases pudientes.
Las Conferencias de San Vicente de Paúl, a través de la visita personal .y de la asistencia urgente, aprendieron a ir más allá -sin dejar la asistencia-, a examinar las causas de la miseria, a crear instituciones escolares, de oficios, de salud -y a promover reformas sociales, fueron dejando que el pobre, a partir de sus heridas, les enseñara a pensar, a vivir y a actuar. «Quisiera… -escribirá Ozanam-abrir escuelas nocturnas, dominicales e inaugurar en los barrios de París tantos.. Centros de Artes y Oficios, tantas Sorbonas populares como fueran necesarias para que el hijo del . obrero encontrara, como los hijos de los médicos o de los abogados, el tesoro de una enseñanza superior‘. Pero, . para pensar en el bien de los pobres, para servirlos hace falta que «aprendamos … el olvido de nosotros mismos, la abnegación en el servicio de Dios y en provecho del prójimo y esa santa parcialidad que concede mayor amor a todo aquel que sufre más» (Ozanam en la Asamblea General de las Conferencias, en 1848). En la lucha entre la opulencia y la pobreza no podemos ser imparciales, los pobres nos enseñan a estar, con «santa parcialidad», de su lado. Así lo aprendió y lo vivió Federico Ozanam, y también sus Conferencias de San Vicente de Paúl. «La caridad -escribe a Cournier, 29, octubre, 1835- es un a tierna madre que tiene los ojos fijos sobre el niño que lleva en su regazo, no piensa en sí misma y olvida todo por amor».
La palestra de la prensa
Ozanam fue, desde sus primeros anos, un asiduo periodista. Entre estudios, diversos trabajos, clases, investigaciones, servicio a los pobres, sacaba tiempo para escribir en los periódicos. En algún momento de cansancio, Lacordaire le aconsejaba: «Hay que tener buen cuidado de no abandonar la pluma. Sin duda, el oficio de escribir es duro, pero la prensa se ha vuelto demasiado poderosa para abandonar el puesto. Escribamos, no por la gloria, sino para Jesucristo. Crucifiquémonos a nuestra pluma. Aunque nadie nos leerá dentro de cien anos, ¿qué importa? La gota de agua que llega al mar no por eso dejó de contribuir a formar el río, y el río no muere….». Pero, además de participar en los más variados medios, en 1848 fundó, con algunos amigos, un nuevo periódico: «L’Ere Nouvelle» (La nueva era).
La madurez de Ozanam y la situación política y social se entrecruzan en sus páginas. La revolución de febrero de 1848 acababa de instalar la República. Ozanam tiene las ideas claras: es católico, es demócrata, es republicano, pero más allá de los cambios políticos, sabe que la cuestión social es la verdadera cuestión. Hasta aquí lo han traído los pobres. Y ése es su punto de interés, su pasión y su padecimiento. Es un verdadero católico socialdemócrata. Por otra parte, quiere a una Iglesia libre de ataduras con los poderes políticos y pide para ella las libertades básicas. Para conjuntar estos puntos hay que dar un paso fuerte: «pasarse a los bárbaros», aliarse con las clases necesitadas. Sobre todo, de estos temas escribe en «L’Ere nouvelle».
Como lo dirá el programa de promoción del periódico: «Todo el mundo ve que hay en Francia dos fuerzas poderosas: Jesucristo y el Pueblo. Si estas dos fuerzas se dividen, estamos perdidos. Si se entienden todo podrá salvarse… Pedimos para nosotros y para todo el mundo las libertades que, hasta hoy, nos han sido negadas. Pedimos, pues, la libertad de educación, de enseñanza, de asociación, sin las cuales las otras libertades son incapaces de formar hombres y ciudadanos». Pero Ozanam no tiene nada que ver con «el viejo liberalismo que tuvo siempre más odio a la religión que amor a la libertad», él plantea la necesidad de las libertades desde su convicción cristiana. También por sus opiniones será atacado por los algunos católicos que, con los ojos en la nuca, soñaban con resucitar el pasado con sus viejas alianzas. A su amigo Foisset le escribe en septiembre de este año retratando la postura de esos católicos: «No tenemos bastante fe, queremos restablecer la religión por vías políticas, soñamos con algún Constantino que de un solo golpe lleve a los pueblos al redil… Pero las conversiones no se logran por medio de las leyes, sino por las conciencias que hay que conquistar una a una…».
Y Ozanam mantendrá esta postura hasta el final. A Dufieux le escribe a fines de 1849: «Mi querido amigo, a excepción del arzobispo y de un puñado de hombres de su entorno, sólo se ven personas que sueñan con una alianza entre el trono y el altar. Veo que se paraliza ese bello movimiento de vuelta y conversión que había hecho la alegría de mi juventud y la esperanza de mi edad madura «. Y, en una carta a Dufresne (21, febrero, 1851) escribirá: «La verdad no teme las persecuciones del poder y no necesita de sus favores. Usted confirma esa separación de lo espiritual y de lo temporal que, según mi opinión, es la única capaz de asegurar el triunfo de la Iglesia. Todos esos principios no son inútiles ya que tantas buenas conciencias ponen su confianza en los apoyos que la Providencia tuvo que romper, para instruirnos -y cita en latín el Salmo 19, 8- unos confian en sus carros, otros en sus caballos; nosotros invocamos el Nombre del Señor «.
En lugar de esas viejas y paganizadas alianzas, Ozanam propone la alianza que nunca debió de romperse o descuidarse: la alianza de la Iglesia con el pueblo, con el bien de los pobres. El 10 de febrero de 1848 escribía un largo artículo en «Le correspondant» sobre «Los peligros de Roma y sus esperanzas». En este artículo decía a sus contemporáneos católicos: «Sacrifiquemos las repugnancias y los resentimientos para volvernos a la democracia, hacia el bien del pueblo que no nos conoce, sigámosle no sólo con la predicación, sino con nuestro bien obrar. Ayudémosles no sólo con la limosna que obliga, sino también con nuestros esfuerzos para obtener la creación de instituciones destinadas a liberarlos y a hacerlos mejores. Vayamos, por tanto, hacia ese pueblo que tiene muchas necesidades y pocos derechos y que, si se deja arrastrar por malos jefes, es porque nosotros no les ofrecemos otros mejores… pasémonos a los bárbaros para arrancarlos a la barbarie y hacerlos dignos y capaces de poseer la libertad de los hijos de Dios «. Y, en carta a Foisset, unos días después, le dice: «Cuando digo vayámonos a los bárbaros no quiero decir: pasémonos a los radicales… Ir a los bárbaros es pasar del campo de los hombres de Estado de 1815 para ir al pueblo… el cual tiene muchas necesidades y muy pocos derechos… En el pueblo es donde veo suficientes restos de fe y de moralidad para salvar a una sociedad cuyas clases altas están perdidas… Si no es lícito esperar cosa alguna de estos bárbaros, estamos al fin del mundo… Sacrifiquemos nuestras repugnancias y nuestros prejuicios y volvamos a la democracia, hacia ese pueblo que no nos conoce «.
Ozanam sabe -como se lo expresa a su hermano Alfonso en marzo de 1848- que «detrás de la revolución política hay una revolución social, detrás de la cuestión de la república, que no interesa más que a los letrados, están las cuestiones que interesan al pueblo, por las cuales se ha armado, los problemas de la organización del trabajo, del descanso, del salario. No hay que creer que se pueda escapar de estos problemas. Si se cree que se dará satisfacción al pueblo con asambleas primarias, con consejos legislativos, con magistrados nuevos, con un presidente, eso será un grave error, y , de aquí a diez años y tal vez antes, se volverá a comenzar «.
Por eso, en esta alianza con el bien del pueblo, Ozanam propondrá el sufragio universal, el derecho al trabajo, el derecho a crear asociaciones o sindicatos obreros, el impuesto progresivo, las libertad de enseñanza, los derechos básicos de la persona no sometidos a decisiones gubernamentales, y propone medios para hacer todo esto realizable. A las clases pudientes les advierte abiertamente: «Habéis aplastado la revolución, pero os queda otro enemigo que no conocéis bastante y del que he tomado la resolución de hablaros hoy: la miseria «. Y la miseria no se resuelve con simples cambios de fachada política. Pero Ozanam es escasamente escuchado por sus contemporáneos. Muchos de ellos, también entre los católicos, lo atacan. Les da miedo la nueva alianza que propone Ozanam. «Pasarse a los bárbaros» supone demasiados cambios. Ozanam le dice a su amigo Foisset -24 sept. 1848-: «Me encuentro fatigado por las controversias que diariamente agitan a París, me siento destrozado por el espectáculo de la miseria que lo devora» . Y, entre el estruendo de las polémicas, los ataques y las dificultades financieras, el periódico «L’Ere nouvelle» dejará de publicarse. Ozanam le dirá el 24 de abril de1849 a Tommaseo: «Todo nos da pie a pensar que los principios propagados por L ‘Ere nouvelle germinarán en silencio y que nuestros esfuerzos encontrarán continuadores mejores que nosotros «.
«Me permito ser feliz»
El 23 de junio de 1841, Federico Ozanam y Amelia Soulacoix contraen matrimonio en Saint Nazier de Lyon. A los pocos días, le escribe a su amigo Lallier: «Al cabo de cinco días que estamos juntos, me permito ser feliz. No cuento ni los momentos ni las horas… La felicidad, en el presente, es la eternidad, yo comprendo el cielo, ayúdame a ser bueno y agradecido «. Es el mismo Ozanam que se creía de «corazón curtido» y que lamentaba el matrimonio de sus amigos por miedo a que disminuyeran su ardor en el servicio de los pobres. El mismo Ozanam que había pensado seriamente sobre su posible vocación al sacerdocio. Pero éste era su camino y por el avanzará, de la mano de Amelia, los doce años que le quedan de vida.
¿Lyon o París? Esta fue una de las primeras decisiones que tomaron juntos. En Lyon, con su cátedra de Derecho Mercantil y con la de Literatura Extranjera en la Universidad, Ozanam tenía unas entradas económicas holgadas. En cambio, las que recibiría en la Sorbona como profesor suplente eran mucho menores. Abandonar Lyon por París era dejar lo seguro por lo precario. J.J.Ampére lo animaba a irse a la capital como teatro ideal para sus tareas educativas, religiosas, como investigador, escritor, como miembro y animador de las Conferencias de San Vicente. Ozanam coincidía con Ampére, pero no quería decidirse sin contar con Amelia. ¿Abundancia o escasez? Amelia escogió la escasez de París frente a la seguridad de Lyon. Era su apuesta y su apoyo por el futuro común y por las brillantes posibilidades de Ozanam. Y no se equivocaría en su elección.
Amelia sufrió dos abortos. Uno en mayo del 1842 y otro en abril del año siguiente. Y necesitó de una larga convalecencia. A fines de julio se va con su padres a Lyon y Ozanam le escribe todos los días. Pasan juntos del 13 de agosto al 24 de septiembre, y Ozanam regresa solo a sus tareas de la Sorbona. De nuevo le escribe todos los días. Amelia se detiene porque su hermano escultor le está haciendo un busto. «¿No te dascuenta de que te amo infinitamente? ¿No sientes que es mucha separación, que es demasiado?», le escribe Ozanam el 6 de octubre. Pocos días después, el 21 de ese mes, Amelia regresa a París… Por fin, en la noche del 23 al 24 de junio de 1845, Amelia da a luz una niña, a la que llamarán María. Y la casa se llena de júbilo. «Ya soy padre -escribe Ozanam el mismo día 24-… Soy depositario y guardián de una criatura inmortal. Ansío ver su bautismo, que va a tener lugar mañana; luego seguiré, uno a uno,: todos sus pasos, veré nacer todas las gracias de su infancia y, cuando la tenga en brazos, pensaré que en ella hay un alma inmortal hecha para Dios y para la eternidad. Estas reflexiones me conmueven hasta las lágrimas y me dejan confuso. ¡Ah, qué momento cuando arrodillado al pie de mi Amelia he visto su último esfuerzo y, al mismo tiempo, a mi hija aparecer a la luz «.
En el quinto aniversario de su boda, 23 de junio de 1846, Ozanam escribe a su suegro: «Estoy más prendado, más apasionado, más infantil que nunca; no puedo bendecir bastante a los buenos padres a quienes debo este tesoro «. Ozanam tuvo lo dicha de casarse con la mujer a la que amaba y de amar a la mujer con la que se había casado. Las cartas dirigidas a Amelia en las breves ausencias, los viajes juntos, los detalles diarios y especiales en cada aniversario, la armoniosa convivencia, la fe cristiana vivida juntos, la relación con sus respectivas familias y con los amigos, la educación de su hija, todo los fue uniendo con lazos cada días más fuertes. Es difícil encontrar un esposo más enamorado, más detallista, agradecido y considerado que Ozanam. Y su esposa, Amelia, no se quedó atrás. En su hogar, no se competía sobre quién manda, sobre quién tiene la última palabra, se competía sobre quien amaba más.
«Jamás dejó la oración»
Nada se improvisa. En la vida de Ozanam, todo es gracia y todo es fiel colaboración. Desde muy joven decidió consagrar su vida a la verdad e hizo grandes planes para mostrar el rostro civilizador del cristianismo desde los tiempos de los bárbaros. Parte de ese programa lo llevó a cabo especialmente en sus libros mayores. Los pobres lo condujeron al servicio encarnado y perseverante, y también a descubrir las causas de la pobreza y a actuar sobre ellas. Y, antes y más allá de sus múltiples actividades, Ozanam enraizó su vida en el trato diario con Jesucristo. Como lo atestiguó su esposa Amelia: «Jamás dejó la oración. No le he visto nunca levantarse sin hacer la señal de la cruz. Por la mañana hacía una lectura de la Biblia, en versión griega, que meditaba durante media hora «. Es decir, leía asiduamente el Nuevo Testamento, y sus cartas, con sus múltiples citas, nos muestran que, además, conocía muy bien el Antiguo Testamento. Su vida y sus textos saben a cristianos, tienen el sello de un hombre de oración y de sacramentos. Y no guardaba su fe para momentos especiales o privados. Cualquier ocasión le era propicia para confesarla. Cuando en la descreída Sorbona, algún alumno de buen humor sustituyó «Curso de Literatura Extranjera» por «Curso de Teología», Ozanam se sonrió con gracia y, al terminar la clase, dijo a sus alumnos: «Señores, no tengo la honra de ser teólogo, pero tengo la fortuna de creer y de ser cristiano, y siento la ambición de poner toda mi alma, todo mi corazón y todas mis fuerzas al servicio de la verdad». Pero él sabía, humildemente, como se lo dice a su esposa, que «la verdad no necesita de mí, yo necesito de ella». «He deseado dedicar mi vida al servicio de la fe -escribe a Dufieux en julio de 1850- pero considerándome como un servidor inútil, como un obrero de última hora, a quien el dueño de la viña recibe por caridad». Pero Ozanam, como se lo confiesa al mismo Dufieux, no pertenece al grupo de quienes pretenden defender la fe a base de gritos, o más «para exacerbar las pasiones de los creyentes que para convencer a los incrédulos»; él sintoniza con quienes buscan, «en el corazón humano, todas las cuerdas secretas que han de acercarlo al cristianismo, despertar en él el amor por lo verdadero, lo bueno y lo bello, para mostrarle, en seguida, la fe revelada «. Quien sabe que la fe le ha sido regalada no la usa como mérito personal y como un arma contra nadie, agradecido la ofrece a los demás como su mejor posibilidad. «Aprendamos, ante todo, a defender nuestras posiciones sin odiar a nuestros adversarios, a amar a los que piensan de otra forma que nosotros «. Como lo expresará Lacordaire: Ozanam «era una imitación constante de nuestro Señor Jesucristo que no quebró la caña encorvada» Oraba, leía el Nuevo Testamento, lo meditaba y lo hacía vida propia. Dios tenía la primacía en su vida. Como lo rezará con frecuencia: «Señor, quiero lo que vos queréis, lo quiero como vos lo queréis, lo quiero cuando vos lo queréis, lo quiero porque vos lo queréis «.
Aprender a sufrir
Viendo las actividades, clases, visitas a los pobres, libros, artículos en la prensa y de más actividades de Ozanam, podríamos imaginar a un hombre joven y lleno de vigor físico. Pero nos engañaríamos. Ozanam nunca gozó de una buena salud. Y, de 1846 hasta su muerte en 1853, su salud fue empeorando, aunque dejándole aún intervalos y capacidad para múltiples actividades En 1846 su estado se agrava y sufre de fiebres intermitentes con hemorragias de vesícula. Los médicos le aconsejan descanso y cambio de clima. Y, con una encomienda oficial de investigación en el extranjero, emprende con Amelia y la pequeña María un viaje por varias ciudades italianas hasta desembocar en Roma. En marzo del 47 son recibidos allí por el Papa Pío IX. Hablan de las Conferencias, de la Obra de la propagación de la Fe -a la que Ozanam había ayudado no poco- de la situación del catolicismo en Francia… Ozanam sale reconfortado. Otras ciudades, algunos días en Bélgica y Alemania, y regresan a París. Ozanam está mejorado y la Sorbona y un número cada día creciente de alumnos esperan, de nuevo, sus clases.
La revolución de 1848 y el exceso de actividad durante ese período vuelven a empeorar la salud de Ozanam. Sin embargo, en abril, durante los días de la peste -que se lleva 16 mil parisinos- no deja de visitar a los necesitados, anima a los miembros de las Conferencias en su esforzado trabajo a favor de los apestados y, por las tardes, sigue con sus clases en las barriadas más pobres. Pero en el otoño de 1849 vuelve a empeorar y debe, nuevamente, guardar reposo. Un breve viaje por Bélgica lo distrae y lo entretiene. En noviembre, ya en París, Ozanam se siente turbado e inseguro a causa de su enfermedad. Le escribe a Ataud, médico y amigo: «Dime si puedo volver al trabajo y hasta qué medida; si debo comportarme como un hombre que puede todavía contar con el futuro… y, sobre todo, querido amigo, ruega por mí para que, si Dios no quiere que le sirva trabajando, me resigne a servirle sufriendo «.
En 1850 a Ozanam le toca sufrir, por parte de no pocos amigos, una dura incomprensión. Algunos llegan a pensar que Ozanam se ha desviado, que ha perdido u ocultado su fe. Se defiende sin animosidad en algunas amistosas cartas. Pero el rumor sigue y se va haciendo público. Ozanam prepara entonces un artículo para los periódicos, pero animado por su amigo Cornudet, lo rompe y deja que su vida, mejor que sus palabras, sea la que hable. Y vuelve a sus clases de la Sorbona, cada día con mayor éxito y resonancia, publica su estudio sobre los Poetas franciscanos, colabora en la prensa y sigue entusiasmado los pasos de las Conferencias de San Vicente, su crecimiento constante y sus trabajos. En el verano de 1851 viaja a Inglaterra con Amelia y con Ampére. Pero la enfermedad sigue, como un ciego mastín, mordiendo la vitalidad de Ozanam, igual que los males de la República acaban sepultándola con el autogolpe de estado de Napoleón III de diciembre del 51. Unos meses más tarde, por la Pascua del 52, Ozanam, debido a la alta fiebre, debe guardar cama. Su pleuresía avanza. Los médicos le prohíben toda actividad y le prescriben cambiar de clima. La familia viaja con él hacia Bayona, y se interna, por España, hasta Burgos. También aquí lo reciben los socios de las Conferencias y se interesa por sus trabajos. Luego, por Francia, viajan de nuevo a Italia. Los miembros de las Conferencias lo acogen, con amor y admiración, en las diversas ciudades. La presencia de Ozanam y su forma de vivir la fe y el amor a los pobres, los revitaliza. En Florencia lucha, entre las fiebres y los acosos de su enfermedad, por el permiso del gran Duque para que permita las Conferencias y, en Siena, sostiene una largo esfuerzo para que sean fundadas. ¡Admirable Federico Ozanam cada día más enfermo y, al mismo tiempo, obsesionado por el bien de los pobres y de la juventud a la que desea enrolar en el trabajo de la Sociedad de San Vicente!
Amelia avisa a los hermanos de la salud cada día más precaria de Federico. Y vienen a su lado, primero Carlos, el médico, y después Alfonso, sacerdote. En momentos de cierta serenidad, Ozanam, que no sabe vivir sin trabajar, escribe páginas de su último libro: «Viaje al país del Cid», y páginas del que llegará a llamarse «El libro de los enfermos». Pero, para fines de agosto de 1853, la situación se agrava. Y, desde Antignano, su última residencia, emprenden el viaje hacia Marsella. Ozanam necesita apoyo para caminar, tiene las piernas hinchadas y debe guardar cama casi continuamente, y el barco es incómodo para su situación. Llegan a Marsella, pero casi inmediatamente, en la tarde del 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de María, Ozanam fallece. «Dios mío, Dios mío, tened compasión de mí», ésas son sus últimas palabras. Y Ozanam, el amigo de Jesucristo y de los pobres, entra en la Verdad que tiene rostro y por la que había vivido y luchado.
«Pongo mi alma en manos de Jesucristo»
El 23 de abril de 1853, mientras estaba en la ciudad de Pisa, había escrito su testamento. «Pongo mi alma en manos de Jesucristo, mi Salvador… Muero en el seno de la Iglesia católica… He conocido las dudas del siglo presente, pero toda mi vida me he convencido que no hay reposo para el espíritu y el corazón más que en la fe de la Iglesia y bajo su autoridad. Si atribuyo algún valor a mis estudios es que me dan derecho a suplicar a todos los que amo que sigan fieles a una religión donde he encontrado la luz y la paz. Mi máximo ruégo a mi familia, a mi mujer, a mi hija, a mis hermanos y cuñados, a todos los que nacerán de ellos es que perseveren en la fe, a pesar de las humillaciones, los escándalos, las deserciones de las que serán testigos.
A mi querida Amelia, que ha hecho la alegría y el encanto de mi vida y cuyos cuidados tan dulces han consolado, desde hace un año, todos mis males, le dirijo mis adioses cortos como todas las cosas de la tierra. Le estoy agradecido, la bendigo y la esperaré. Solamente en el cielo podré devolverle tanto amor como merece. Doy a mi hija la bendición de los Patriarcas, en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Me es triste no poder trabajar más tiempo en la obra tan querida de su educación, pero la confio sin pena a su muy buena y muy amada madre…
Y, después de nombrar a sus hermanos Alfonso y Carlos, a su suegra, a su cuñado, a su tío, a sus primos, al sacerdote Noirot, al señor Ampére y a sus amigos desde la juventud: Pessonneaux, Lallier, Dufieux, termina su testamento diciendo: «También doy aquí las gracias a todos los que me han hecho algún servicio. Pido perdón por mis prontos y malos ejemplos. Y pido las oraciones de la Sociedad de San Vicente de Paúl de mis amigos de Lyon. No ceséis en ella, aunque os digan que él está en el cielo. Rogad siempre por él, que os ama mucho, pero que necesita, mis queridos amigos, de vuestras oraciones. Y yo dejaré la tierra con menos temor. Espero firmemente que no nos separemos y me quedo con vosotros hasta que vengáis a mí. Que sobre todos nosotros venga la bendición del Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. «.
San Vicente de Paúl había dicho que «los que aman a los pobres durante su vida no tendrán miedo a la muerte» y que «no podemos asegurar mejor nuestra salvación que viviendo y muriendo al servicio de los pobres en brazos de la providencia». Y esta fue la gracia de la tranquilidad de Ozanam. Cuando el sacerdote que le administró los sacramentos de los enfermos y lo animaba a no tener miedo a Dios, le respondió: «¿Por qué lo iba a tener si lo amo tanto?». Y, sobre todo, Ozanam sabía ¡cuánto lo amaba Dios!
«Un modelo de compromiso»
Sírvanme las palabras de Juan Pablo II – dichas en París el 29 de agosto de 1997, durante la beatificación de Fenderico Ozanam- para terminar estas sencillas «Anotaciones»: «Federico Ozanam amaba a los necesitados. Desde su juventud tomó conciencia de que no bastaba hablar de la caridad y de la misión de la Iglesia en el mundo; esto debía traducirse en un compromiso activo de los cristianos al servicio de los pobres… Hombre de pensamiento y de acción, Federico Ozanam sigue siendo… un modelo de compromiso valiente, capaz de hacer oír una palabra libre y exigente en la búsqueda de la verdad y en defensa de la dignidad de toda persona humana».
1 Comments on “El beato Federico Ozanam”
Soy devoto del beato Federico Ozanam. Deberían los responsables de los países filmar una buena película sobre la vida y obra de este gran santo laico para darlo a conocer masivamente y así se conseguirían más devotos para que recen por su pronta canonización. Realmente es un modelo de laico católico comprometido en varios campos de evangelización y apostolado lo que hace muy interesante su vida. Soy Agustín Celiz de Mendoza, Argentina