No es suficiente a un superior ser regular, debe también hacer practicar las reglas a sus inferiores, y como los hombres no van a Dios al mismo paso, es necesario a veces mostrar la firmeza con el fin de comprometer por temor a los que no se puede atraer por amor. El Sr. Laudin era un hombre de hierro y un muro de bronce en la casa de Dios, contra el que se han roto todos los que, como torrentes desbordados, pretendían seguir la pendiente de sus pasiones y arrastrar a los demás al mismo precipicio. Si encontraba en una casa a un hombre sometido a faltas de importancia, iba a verle a su habitación o a otra parte concreta, y le corregía primero en caridad y con dulzura: Señor, o hermano mío, cometéis tal o tal falta, tratad de corregiros, por favor, si después de algún tiempo, no veía ninguna enmienda, volvía a la carga y decía: Os he avisado de tales faltas, y seguís con ellas, os debéis corregir de esto, ya que no puedo sufrir estas clases de faltas. Por último, si después de reiterarlas, advertía testarudez, le decía: Os he avisado varias veces inútilmente, no os corregís de ninguna forma, pues bien estad seguro de que escribiré, y por las buenas todavía, a quienes les corresponde y veremos lo que pasa. Lo hacía como lo había dicho, de manera que con él había que pensar en ir derecha a corregirse de sus faltas importantes o levantar el vuelo. Se podría verificar esta conducta con algunos ejemplos, si fuera necesario, pero basta con haberlo expuesto en general. Tenía la misma firmeza con los externos que le pedían algo contra su conciencia.
Habiendo muerto un príncipe si sacramentos y sin haber cumplido con pascua, iba a negar la sepultura eclesiástica según los estatutos de la diócesis, si no se hubiera probado que se había confesado implícitamente, habiendo declarado a personas de confianza el plan formado de una enmienda completa y se había entregado al examen de su conciencia hasta escribir una confesión general que se encontró en su bolsillo después de su muerte. Se mantenía firme, no sólo contra el poder secular, sino incluso contra la autoridad eclesiástica cuando, por desprecio, quería hacerle algo poco conforme con los sagrados cánones.
El Sr. arzobispo de París habiendo firmado una dispensa de matrimonio, aparentemente con falsa exposición, contra la disposición del último concilio general, le escribió una carta muy simple e igualmente fuerte y respetuosa, y como Su Ilustrísima se hallaba por entonces en París, se la envió a sellar a los superiores para que la leyesen. La vieron, la examinaron, se sorprendieron por su firmeza y su franqueza, fue enviada y produjo su efecto, no teniendo cuidado Monseñor de dejar [380] caer las humildes reconvenciones de un párroco en quien ha dicho más de una vez, y en público, que reconocía las cualidades de un buen pastor.
Si la firmeza de los superiores no procediera de un gran fondo de amor paternal que deben tener a su inferiores y del deseo de mantener la regla que les debe ser infinitamente querida, sería peligroso que degenerara en una pequeña tiranía y que fortaleciesen sus propias pasiones por la destrucción de las de los demás. El Sr Laudin, por todo lo firme que fuera, tenía un buen corazón para todos sus inferiores; los estimaba y quería tiernamente. No hablaba nunca para su deshonra, y los aliviaba en todas sus penas corporales y espirituales; los utilizaba a todos en la medida de sus talentos y les comunicaba sus escritos, sin reserva ni distinción. Les comunicaba de buena gana los pequeños honores atribuidos a ciertas funciones, haciéndoles celebrar alternativamente saludos del Santísimo Sacramento llevando capa en los oficios públicos en que celebraban, conversando con ellos, con una gran bondad, cordialidad y sencillez sin darse ningún aire de grandeza que ofenden y congelan a los que lo ven. Muy concentrado en el interior de su familia, no tenía atadura particular con las gentes del siglo y muy poco trato con sus padres. Vivía tan desprendido y tan libre de todo que habría dejado Fontainebleau por una puerta falsa, sin despedirse de nadie. No ha tomado otra resolución más que por respeto a su sucesor y para conservar en nuestros cohermanos la estima y el afecto de los parroquianos. Se contó en la primera conferencia que nunca había pedido verse libre de un súbdito incómodo, que nunca se había quejado de los talentos de los que le daban para ayudarle en el trabajo y que había recibido siempre, como de la mano de Dios, todos los cambios que se han hecho en las casas que ha tenido.
Una de las principales cualidades de un párroco es la caridad con los pobres. El Sr. Laudin los ha querido y aliviado siempre según toda la extensión de su poder, incluso más allá, llegando a pedir prestado para prevenir y socorrer sus miserias. Mientras estuvo en le Mans hizo grandes limosnas en toda la región, y así se adquirió el nombre y la reputación de padre de los pobres. En las misiones, ha socorrido a los pobres con profusión y liberalidad. Como en Fontainebleau, se hallaba más en situación y más en deber de hacerlo, multiplicaba los efectos del afecto que les profesaba. Designó a una persona para distribuirles las limosnas que el rey ponía a su disposición, las cuales subían de ordinario a 6.000 libras, o bien se ocupaba él, haciendo papeles en los que los pobres y su miseria estaban señalados con exactitud. No se guiaba por las recomendaciones, sino solamente por la necesidad y el buen uso que se hacía de las limosnas recibidas.
A esta limosna real, él añadía cerca de cuarenta escudos al mes de los bienes de la familia; añadía sus rentas personales; lo que elevaba la suma gastada cada año en pan, en ropas para los desdichados de su parroquia, a 8.000 libras por lo menos. Con todo, su afecto sobrepasaba su liberalidad; se le oía decir a menudo que para socorrer a sus queridos amigos los pobres, habría dado de buena gana la mitad de su porción al día.
Su caridad le acompañaba en las visitas que le mantenían alejado de su rebaño. Entonces escribía al Procurador de la casa. «Por lo menos, os pido, Señor, que los pobres no sufran demasiado con mi ausencia «. Cuando se trataba esta cuestión en el consejo, deseoso de ensanchar el corazón de todos en favor de los pobres, decía enérgicamente: Qui habuerit substantiam hujus mundi et viderit fratrem suum necessitatem habere et clauserit viscera sua ab eo, quomodo caritas Dei manet in eo? Y añadía «Hay que dar, Señores, hay que dar. Los obispos en otro tiempo daban los cálices para aliviar el sufrimiento de los pobres [382] de N. S. Hay que dar, hay que dar!» Realzaba la limosna que daba a los cuerpos con la limosna espiritual, mostrando más benevolencia y dando más a los que le habían herido y difamado. Por último, su caridad no se cansaba, por mucho que fueran los que pedían, nunca mostraba impaciencia.
La caridad espiritual por delante de ordinario de la limosna corporal. Se sentía menos impresionado por las miserias del cuerpo que por las del alma. Se ha advertido que había recibido con cordialidad a los que le habían difamado y que les hacía limosnas más considerables, lo que es poner carbones encendidos en la cabeza de sus enemigos. Finalmente, no se le vio nunca importunado por la muchedumbre de los que pedían la limosna.
Quien dice misionero, dice un hombre siempre listo para emprender por la gloria de Dios y la salvación de las almas que ha rescatado con su sangre. El Sr. Laudin era un hombre de trabajo y de acción; su mayor pena en su debilidad y su defecto de vista era no poder trabajar por Nuestro Señor como lo habría deseado hacer. «¿Pero qué vida llevo yo, decía? Una vida de holgazán. No puedo nada para Dios, ¿cómo puede Dios aceptar una inutilidad tan larga?» Y cuando le decían que no se podía hacer nada que no lo aceptara, puesto que era él mismo quien le había reducido a este estado. «Bueno, bueno dijo, lo acepto de buena gana, pero soy tan perezoso que, durante el invierno, estando envuelto en el manto, cuando comienzo a meditar por la tarde, a veces me duermo». Para evitar el descanso forzado y tener más trabajo necesario, se ofrecía a volver a Fontainebleau como uno de los últimos de la casa para cantar y confesar. Mientras ha sido capaz de trabajar, ha trabajado sin perdonarse en las misiones o parroquias, ha sido siempre de los primeros en el confesionario y no salía de él más que por las necesidades más urgentes. Se encontraba a veces tan abatido en las grandes festividades, como Navidad y Pascua, que nuestro señores compadeciéndose de él le obligaban a controlarse más; pero él les respondía con estos hermosos textos de un corazón apostólico: «Nondum usque ad sanguinem restitimus adversus peccatum repugnantes. Todavía no hemos derramado toda nuestra sangre combatiendo contra el pecado». Le he visto más de una vez la víspera de Navidad, durante la noche y el día de fiesta, hasta mediodía en el confesionario, sin salir de él, más que para las comidas y los oficios que estaba obligado a celebrar; y me acuerdo que una vez, entre otras, el domingo de Pascua, un insigne libertino a quien nadie esperaba ver cumplir con Pascua, como los años precedentes, sino a pedirle hacia mediodía en el confesionario, en el momento en que se iba a llamar al catecismo. El Sr. Laudin dudó si ir primero, después dijo » Hay que quitarle todo pretexto!» Allá que se fue y permaneció hasta las vísperas, de manera que no pudo comer nada hasta las cuatro. Estaba siempre ocupado en su habitación en la lectura de buenos libros, en la composición o el estudio de sus homilías. Asistía con diligencia a todos los oficios de la parroquia, como ya hemos dicho. Decía a su vez la última misa a mediodía. Asistía con gusto a los oficios a los que los sus inferiores no podían dedicarse sino difícilmente. Iba de vez en cuando a decir la misa en la prisión y en la Caridad, y se apuntaba al menos cada quincena para la visita de los enfermos. He visto una vez una disputa entre los jóvenes y los sacerdotes mayores de esta casa. Los jóvenes pretendían que los ancianos sexagenarios no debían levantarse por la noche a menos que se lo pidieran nominalmente; éstos por su parte pretendían levantarse a su vez por los enfermos, como los jóvenes que, trabajando todo el día, pasaban por tener necesidad de reposo por la noche. El Sr párroco arreglaba el asunto de esta manera «Es verdad que los Srs. Bourdon y Michel podrían abstenerse de esta visita, pero en cuanto a mí, yo no soy [384] todavía tan viejo, y me arreglaría igual que cualquiera otro». Y en efecto, él continuó hasta que se lo prohibieron los superiores que dictaron que el superior se quedaría por la noche en casa. Cuando el sacristán estaba sobrecargado de bautizos o de entierros, escogía con mucho gusto una parte y se apuntaba las horas en las que se debían hacer, iba incluso más lejos, en invierno, a buscar el cuerpo de los pobres y de los niños.
La paciencia de este buen servidor se ha visto principalmente en las penas unidas a los empleos que ha tenido en la Compañía, en las oposiciones diferentes que algunas personas han hecho, en el deseo que tenía de practicar el bien en sus diferentes enfermedades y sobre todo en la última. Ha habido, en algunos lugares, inferiores difíciles de gobernar. No es creíble cuánto ha ejercitado esta virtud con ellos, soportando los malos humores, las faltas de respeto y otras cosas más cuyo detalle no es necesario. Ha encontrado en los seminaristas, en las misiones y en las visitas de la parroquia espíritus difíciles que le han resistido a veces de una forma extravagante. Él lo ha soportado todo sin impacientarse, y si algunas veces se abría a los de la casa, no era más que para alabar a Dios, bendecirle y levantar las manos al cielo par en espera de socorro y compasión. En estos últimos años sus sufrimientos han aumentado mucho. Quien comprenda bien lo que es permanecer un año en una habitación, encerrado, sin poder leer ni sus escritos ni los de los demás, y no disfrutar más que de unos momentos de reposo, podrá por ahí figurarse cómo ha necesitado este buen sacerdote de esta gran virtud de paciencia hacia el final de su vida. La poseía en muy alto grado y la ha practicado perfectamente en una ocasión más penosa todavía. Ha sido siempre muy devoto de decir la misa toda su vida con una gran piedad; Se has visto privado de ella sus últimos meses y esta privación le fue muy dura. Esperaba de Roma una dispensa que le permitiera celebrar, con un deseo increíble, pero con una santa tranquilidad. Dios no quiso darle este consuelo. Era sin embargo el mayor, lo decía con frecuencia, que pudiera recibir en su vida. Ante todo, quería obedecer, resuelto a sacrificar su legítima impaciencia y a no usar del permiso, llegado por fin, sino con el consentimiento y por orden del Sr. Jolly.
En los últimos días de su enfermedad, no dejó ver la menor impaciencia y sus quejas ordinarias han sido estas expresiones amorosas: Oh mi Jesús! Sufría mucho porque no le daban bastante pronto, según él, los sacramentos, sin impacientarse ante todo por ello. Por último, es debido al ejercicio continuo de esta virtud que ha vivido y muerto en paz según la palabra de Nuestro Señor: In patientia vestra possidebitis animas vestras.
Hay que obrar su salvación y la de los demás, con temor y temblor; y para juzgar bien a los demás en el tribunal de la penitencia hay que recordar sin cesar que hay un tribunal soberano en el que el Juez de los vivos y de los muertos debe examinar nuestras sentencias y juzgar nuestras justicias. Nuestro buen misionero tenía el don del temor de Dios tan fuertemente impreso en el alma, que no sólo le hacía temer las menores faltas, sino que también le hacía cuidarse en extremo de no comunicar con los pecados de los demás. El obispo de una gran diócesis en la que él dirigía una de las casas de la Compañía, habiéndole rogado que le oyera en confesión, el Sr. Laudin se negó en redondo, porque este prelado no pasaba por tan santo en su doctrina como era ejemplar en sus costumbres. Esta negativa tuvo primeramente algunos resultados molestos; pero el prelado volvió y no le estimó menos en lo sucesivo. En Fontainebleau, cuando iba a verle para Avisarle de confesar a un abate, a un obispo, a un arzobispo y demás personas constituidas en dignidad tenía la costumbre de decir: » ¿Me ha preguntado especialmente»? Le respondían sí o no. Si había preguntado, él iba: «Sino, preguntad a fulano de tal, decía: en cuanto a mí, no soy capaz de esta función». Huía todo lo que podía de los penitentes de alto copete y temía a un ministro cuyo peligro igualaba al título. Cuando no podía evitarlo se armaba de valor para derribar la iniquidad. Una víspera de fiesta mayor, que cantaba maitines, un joven príncipe le tiró de la manga de su sobrepelliz y le rogó que le oyera en confesión allí mismo; lo hizo, y habiéndole interrogado Su Majestad con quién se había confesado y que le habían dicho, dio a entender por sus respuestas que el Sr. párroco no atendía a las condiciones y que decía a cada uno en las ocasiones lo que un buen confesor está obligado a decir.
El Sr. príncipe de Condé habiendo pedido confesarse con el Sr Jaudin, en su lecho de muerte, este buen sacerdote temía enzarzarse en un pasado muy enmarañado, o apurar al enfermo. Pidió pues a un padre jesuita que disuadiera al príncipe y que le preparara él mismo. Dos o tres días antes de caer en cama, me propuso muna pena que tenía, a propósito de la confesión de un anciano sacerdote que había oído. Al tranquilizarle por su decisión: «Se da cuenta, me dijo, cuando se trata de comparecer ante dios, las mayores precauciones apenas bastan. Vos me habéis visto en esta parroquia de Fntainebleau; Dios mío, cómo pesa en los hombros!» Y a mi respuesta que había hecho más de lo que podía y que le habían prohibido trabajar tanto: «Es verdad, me dijo, que ante los hombres he hecho tanto que no se puede hacer más, pero ¿quién sabe si Dios estará satisfecho? Sin embargo se ha de tener confianza». –Mi gozo, decía en otra ocasión, es haber usado mi cuerpo y mi espíritu en el servicio de Nuestro Señor; aparentemente he hecho mucho más bien y menos mal en la Compañía de lo que habría hecho en el mundo». Dijo al Sr. Jolly, después de pedirle perdón que temía mucho por los empleos que le habían confiado en la Compañía. Nuestro muy honorable Padre le tranquilizó diciéndole que había cumplido bien para edificación de todo el mundo y que podía decir con Job:»Verebar omnia opera mea, sciens quia non parceres delinquenti. Temía, Señor, vuestros juicios por todas mis obras sabiendo vuestra justa severidad frente a nuestras deficiencias».
Esto es lo que se ha admirado en el difunto Sr. Laudin. Sería bueno descender a su interior, sirviéndonos de las notas que ha dejado sin quererlo, y donde leemos las resoluciones de sus retiros, los diferentes afectos que Dios le había hecho producir y los motivos que le habían impresionado con más frecuencia. Si pudiera transcribir aquí algunas de sus reflexiones y de sus prácticas, os sentiríais maravillosamente edificados como yo mismo lo he sido al leerlas. No piensa que se puede ofrecer nada más piadoso, más sólido, para nuestros jóvenes, para enseñarles a meditar bien, a hacer buenos retiros y tomar buenas resoluciones como el compendio del que os hablo. Se ve que escribía diariamente sus faltas y sus resoluciones como un joven seminarista, y que se imponía un deber con los menores detalles, por ejemplo indicar los nombres de los que debían descansar, al hermano encargado de despertar; el Sr. Laudin se los escribía después de la oración, si no lo había hecho antes, evitando romper el silencio, en ese tiempo en el que es más recomendable.
Nuestro muy honorable Padre acabó la última conferencia diciendo que había estado en el seminario con el Sr. Laudin y que, desde entonces, había parecido muy virtuoso, prudente, reposado, devoto, humilde, obediente, respetuoso. Toda su vida, él había permanecido el mismo, creciendo siempre en virtud a medida que avanzaba en edad; siempre él constante y ecuánime; su vida había sido uniforme, bien llevada, laboriosa, siempre edificante. Habiendo señalado entonces el vicio de ciertas personas que no tienen ninguna fijeza en su manera de servir a Dios, hizo advertir en el Sr. Laudin una perpetua práctica de las virtudes de su estado en todas las situaciones en que se había encontrado. Viéndolo todo en Dios, le parecía bueno y aceptable; también se le veía dispuesto a ser destinado aquí o allá, arriba o abajo, superior o inferior, buscando sólo agradar a Dios, contento con todo, aprobándolo todo en Nuestro Señor, viviendo en la mayor sencillez, como un niño. Así ha consumado su vida, llena de méritos y de buenas obras. A nosotros ahora, que le sobrevivimos, seguir sus ejemplos, mientras pedimos por el descanso de su alma, que el honorable Padre ha encomendado de nuevo a las oraciones de la Compañía. Habéis sido más tiempo que yo el admirador y el testigo afortunado de sus virtudes para vuestro ejemplo, yo trato de imitar lo que estimo infinitamente, y os pido para ello el auxilio de vuestras oraciones. Cuando hayáis leído este resumen os ruego que me lo remitáis o que me preparéis una copia porque, además de estar reducido, es no obstante demasiado largo para que yo mismo pueda copiarlo en el estado en que me encuentro. No os pido la gracia de excusar las faltas que encontraréis diseminadas, porque sé que sois demasiado bueno para no hacerlo y para negarme la de creer que soy siempre con mucha estima y gratitud, en el amor de Nuestro Señor, vuestro todo devoto servidor y cohermano.