BULA DE CANONIZACION DE SAN VICENTE DE PAÚL (II)

Mitxel OlabuénagaFormación VicencianaLeave a Comment

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Además de esto, edificó un manicomio donde se cuidase de los que tienen vuelto el juicio, una casa de corrección para los jóvenes viciosos, y un vasto hospital, donde fue­sen recogidos y alimentados los ancianos y obreros que, por algún accidente, se hubiesen tornado incapaces de bus­carse con sus manos el necesario sustento. Finalmente, a instancias del siervo de Dios fueron construidos en París y Marsella y dotados por el Real Tesoro, hospitales para los galeotes enfermos, los cuales habían sido hasta entonces arrojados a modo de bestias en horribles antros; hospita­les adonde eran trasladados los dichos enfermos, y en los que se proveía a su remedio espiritual y corporal.

Resplandeciendo de día en día la santidad eximia e in­tegridad de vida de Vicente, tanto más cuanto él con piadosas mañas ponía todo su estudio en ocultarla. llegó a noticia de Luis XIII, de gloriosa memoria, Rey de Francia, quien se valió de la ayuda del siervo de Dios para distri­buir limosnas ocultamente, y de sus consejos en el nom­bramiento de los clérigos que habían de ocupar las sillas episcopales y demás beneficios eclesiásticos; y al tiempo de morir quiso tenerle allí a su lado para que le ayudase y consolase en aquel último y amarguísimo trance.

Después de la muerte del Rey, su esposa, Ana de Aus­tria, de gloriosa recordación, Reina de Francia, nombró a Vicente, no obstante su resistencia y esfuerzos por declinar el cargo, miembro del Consejo de Conciencia. Mas él, do­quiera que se hallase, ahora fuera en palacio entre los cortesanos, ahora en casa en medio de sus Misioneros, ya en la plaza entre los ciudadanos, ya en las casas particulares con los pobres y afligidos ó en los hospitales públicos con los ancianos y enfermos, unas veces en las aldeas y villas entre los labradores y campesinos, otras en los monasterios en medio de las vírgenes consagradas a Dios, otras en las juntas eclesiásticas con los clérigos, y en todas partes, final­mente, y con todos ejercitaba la caridad cristiana, espar­ciendo los resplandores de su virtud acrisolada y difundía el buen olor de Cristo. Así fue como en el Real Palacio, despreciando la vanidad del siglo y poniendo debajo de los pies las riquezas y honores, enderezaba a Dios sus pen­samientos y los traía constantemente puestos en el Cielo. Por lo que su principal cuidado se encaminó a que se con­firiesen las parroquias, las dignidades eclesiásticas y demás beneficios, que son la herencia de los pobres y el patrimo­nio de Cristo, a los más dignos; y como le instasen y estre­chasen personas de muy noble linaje con amenazas y pro­mesas para que procurase a sus hijos tales beneficios y dignidades, o se rió el siervo de Dios de las prometidas recompensas, ó conculcó las amenazas con que intentaron doblegarle; ni quiso su intrépido y levantado espíritu hacer granjería de amigos poderosos a costa de la herencia de Cristo y con menoscabo de la Cruz, ni temeroso de los males con que le amenazaron tembló delante de sus ene­migos.

En medio de sus misioneros, los cuales quiso que a la par que él se obligasen a Dios con voto para enseñar par­ticular y señaladamente a los campesinos y labriegos los misterios de la fe católica y los divinos mandamientos, como también para formar debidamente al clero y vacar a los demás oficios de la cristiana caridad, mostróse, ves­tido de la virtud de lo alto, por todo el tiempo de la pere­grinación de su vida mortal, ministro fiel, y muy diligente é infatigable cultivador y obrero de la viña del Señor, así como no hizo violencia ni diligencia alguna, como otros la hacen, para tomar las riendas del gobierno de su Compañía, antes, por el contrario, fue forzado a aceptarlas, así también puso todo su estudio en tratar a los suyos con entrañas íntimas de misericordia. Procuraba, pues, que la tristeza no abatiese, ni los pensamientos del siglo atormentasen a alguno de los suyos; y con la vigilante solicitud de un padre ponía especial cuidado en que aquél no fuese agobiado de excesivo trabajo, ni éste se tornase muelle con la vida holgada; a los que gozaban de salud robusta, daba de espuelas para animarlos al trabajo y alejarlos de la pereza; moderaba el celo de los fervorosos de espíritu, obligándolos al descanso; por último, tornando a todos ligero el suave yugo de Cristo, y deshaciendo las asechanzas y lazos parados por el diablo, animaba a los su­yos con la palabra y el ejemplo a correr la carrera de las virtudes cristianas unidos en santa unión de espíritus y en la perfecta caridad de Cristo.

Mas él, que hacía ventaja a todos por el mérito de su insigne santidad y por la autoridad que sobre ellos tenía, pero que con verdadera humildad de espíritu se reputaba el menor de todos, apellidábase públicamente hombre de nada, hijo de un pobre labrador y en su mocedad guarda­dor de un rebaño. En una de las Juntas ó Asambleas ge­nerales de su Congregación renunció el cargo perpetuo de Superior General, afirmando, en fuerza de su mucha hu­mildad, que no era apto ni tenía hombros suficientes para llevar tan pesada carga; y pidiendo insistentemente se le sustituyese por otro, hízosele en cierto modo fuerza con repetidas instancias y reiteradas súplicas de los que allí se hallaban congregados, para que siguiera ejerciendo en ade­lante el mismo cargo. Así, pues, cuanto más alto subía en la cumbre de la santidad conociendo y amando a Dios, tanto más se abatía y humillaba con el conocimiento y menos­precio de sí mismo. Por tanto, tomaba a su cargo y desempeñaba gustosísimo los oficios más viles de la casa, y con harta frecuencia, de rodillas y con los ojos arrasados de lágrimas, pedía perdón a los suyos de haber servido de escándalo a sus almas con sus malos ejemplos.

Por sus señaladas obras de piedad y muy altas virtudes habíase granjeado en la Corte extraordinario y grandísimo ascendiente: la Reina de Francia hacía de él gran estima. y era tenido de los Cardenales, Obispos y detrás grandes y potentados, así eclesiásticos como seglares, como también de cuantos le trataban, de cualquier estado, linaje y condi­ción que fuesen, en veneración y honor sumos. Pero él, humillándose en la presencia de Dios, dador de todo bien, guardaba tan ejemplar conducta, que ni en sus palabras, ni en sus obras podía echarse de ver algo que oliese a vani­dad ú orgullo, a inmodestia o arrogancia, a licencia o des­envoltura; antes, por el contrario, reglado todo en el siervo de Dios y ajustado a la cristiana disciplina y santidad del Evangelio,, mostraba muy a las claras que su parte interior no podía hallarse obscurecida con ningún linaje de tinie­blas, resplandeciendo la exterior con tan grandes y precla­ras virtudes.

Lo aciago de los tiempos, juntamente con las perturba­ciones de las guerras civiles, había relajado no poco la santidad del clero francés é introducido en él la ignorancia y corrupción de costumbres, A volver, pues, por el decoro de la casa de Dios y a restituir la disciplina eclesiástica a su primitiva observancia, enderezó Vicente todos sus pen­samientos y esfuerzos. Por tanto, para que se renovase el vigor de la antigua disciplina eclesiástica, que había venido a menos con la gangrena de los vicios, señaló casas religiosas donde fuesen recibidos los clérigos promovendos a las Sagradas Ordenes, y procure instruirlos por sí mismo y por sus compañeros de la Misión en el modo de practi­car las sagradas ceremonias, como también formarlos en la santidad de costumbres correspondiente a su altísima y eximia dignidad. De donde se siguió que en no pocas igle­sias de Francia el esplendor de las sagradas ceremonias y la veneranda observancia de la disciplina eclesiástica tor­nasen a florecer como de antiguo.

Introdujo además reuniones de sacerdotes que en días señalados conviviesen entre sí de las cosas divinas y se ejercitasen en la controversia religiosa, a fin de tornarse aptos para exponer la sana doctrina y defenderla de sus contra­dictores.

Mas a ejemplo de Moisés (que huyó del estrépito de la corte de Faraón a la soledad) -antes de ser constituido por Dios cabeza del pueblo israelítico, para que, librado de la cautividad, le guiase por el desierto a hacer sacrificios a. Señor en el monte y después le condujese a la tierra de promisión), no dejó Vicente piedra por mover para que, antes de subir a las Sagradas Ordenes, alejándose del tu­multo de las cosas mundanas y entregados a un santo re­tiro, vacasen por algunos días a la meditación de las cosas divinas y a la seria consideración de las obligaciones de su cargo los clérigos llamados a la herencia del Señor, los cuales, en la tierra desierta y árida de esta vida perecede­ra, sirviendo a Dios en el altar y sacudiendo de sí el yugo del diabólico cautiverio, deben con la palabra y el ejemplo marchar a la cabeza del pueblo santo de Dios, que ende­reza sus pasos a la celestial patria.

Cierto, el siervo de Dios Vicente, no sólo fue egregio instituidor de los ministros del Santuario, mas también dio señaladas muestras de ser dispensador bueno y fiel de los bienes que Dios puso en sus manos; porque era como el refugio de todos los menesterosos y pobrezuelos, y distri­buía limosna a todo linaje de necesitados, aun de aquello que parecía ser de todo punto necesario a sí y a los de su Congregación, con tan larga mano, que mereció se le lla­mase comúnmente el padre de los pobres. Y, a pesar de ser ya muy entrado en años, se ocupaba con laudable te­són en el apostólico ministerio de las santas misiones; y, volando de una a otra parte en alas de su caridad, sin pa­rar mientes, antes superando todo trabajo con más ardor del que consentían sus ya muy gastadas fuerzas, llevaba la luz de la evangélica verdad y la ciencia de los divinos preceptos a los que andaban en las tinieblas y obscuridad de los vicios, señaladamente a los pobrecitos habitantes de los pueblos y aldeas, a quienes, ya que por falta de formación de la fe cristiana se habían descarriado en la noche de su ignorancia por torcidas sendas, reducía a los caminos del Señor. Mas porque la caridad no sufre medida, la virtud del siervo de Dios no se ciñó a los límites de Francia, antes dilatándose por muchas y lejanas regiones resplandeció con soberanos fulgores, puesto que para propagar la fe y la piedad envió obreros evangélicos de su Congregación, no sólo a Italia, Polonia, Escocia e Irlanda, sino también a los bárbaros, a los indios y a las gentes de allende los ma­res, a todos los cuales, merced a los esfuerzos y celo de sus Misioneros, trajo a la luz de la verdad disipando las tinieblas de la idolatría.

En provincias muy lejanas, a la par que veía por el bien de las almas, no descuidaba acudir a las necesidades del cuerpo, con el fin de atraer y ganar para Dios los hombres carnales mediante la santa industria e inocente añagaza de los subsidios o ayudas temporales. Así, pues, no sólo pro­veyó con abundancia a las provincias de Lorena, Cham­paña y Picardía, devastadas por el hambre, la guerra y la peste, enviando a ellas gruesas sumas de dinero, en cuya distribución se valía del seguro y fiel ministerio de las Hijas de la Caridad, mas también en otras muy apartadas regio­nes socorrió a cuantos padecían pobreza o se hallaban opri­midos bajo el peso de alguna desgracia. Y hallándose en cierta ocasión la ciudad de París reciamente apretada y en gravísima necesidad, por la extraordinaria falta o escasez de víveres, sustentó el siervo de Dios en su casa a dos mil pobres.

Mas no obstante traer entre manos muchos y variadísimos negocios, ya del Real Palacio, ya de su misma Con­gregación, ya de varios otros establecimientos de que era fundador o que le estaban encomendados, y en cuyo despacho y pronta expedición ponía, para gloria de Dios, di­ligencia y celo infatigables, todavía hallaba espacio para socorrer las necesidades de cuantos padecían alguna y con­solarlos en sus angustias; a nadie desechaba de sí, antes a todos abrazaba cordialmente en Cristo. Y a la verdad, era cosa de espanto y maravilla que a ninguno impidiese lle­garse a él, diese oídos benignos a las súplicas que se le hacían, respondiese mansamente, recibiese con blandura a cuantos a él venían y procurase no concitar envidias; an­tes, hecho todo a todos, curaba en unos las enfermedades del cuerpo, sanaba en otros las del alma, y, según la nece­sidad de cada cual, proveíalos ya de vestidos con que cu­brirse, ya de alimentos para sustento de la vida, ya tam­bién de doctrina que los ilustrase, dando a entender en cierta manera que, aunque no todas las cosas son debidas a todos, a todos no obstante se debe caridad y a nadie injuria, puesto que, pudiendo fácilmente tomar venganza de las injurias que de los otros le eran inferidas, a causa de volver el siervo de Dios por la justicia, estuvo tan lejos de hacerlo, que ni una vez siquiera se le oyó quejarse de ellas; antes, sintiendo de sí bajamente, si en alguna ocasión se le inferían, juzgaba padecerlas con sobrada justicia. Sobrellevábalas, pues, con tan paciente ánimo que, puesto de rodillas, solía pedir perdón al que le Sabia injuriado; y si alguien le hería en una mejilla, presentábale humildemente la otra.

Como en cierta ocasión persiguiesen unos soldados, es­pada en mano, con desmedida saña y rabioso furor, a un pobre artífice, a quien ya habían herido, para rematarle, cubrióle Vicente con su cuerpo, poniendo su vida en mani­fiesta aventura, por ganar para Dios al que acababa de arrancar de las garras de la muerte, que tenía ya al ojo, con peligro inminente de su cabeza y de su sangre; y cierto, atónitos los soldados en presencia de tan grande y des­acostumbrada fortaleza de alma, y aplacados sus ánimos con las palabras del siervo de Dios, se retiraron sosegadamente, dejando con vida al desdichado artífice.

Mas porque el campo del Señor, cuyos cultivadores so­mos nosotros, es, mediante la lluvia celestial de la divina gracia, fortalecido con la fe, labrado con ayunos. sembra­do con limosnas y fecundado con oraciones, el Bienaven­turado Vicente, para que no se perdiese o malograse e. generoso germen, descuidada la espiritual cultura del cuer­po deleznable, y brotando cardos y espinas se produjesen las malas hierbas, que hay que echar al fuego, en vez de los trigos, que se guardan en los cilleros o trojes del Señor, puso especial cuidado en domar sus miembros, en quebran­tarlos con cilicios, ayunos y demás obras de penitencia, mayormente cuando sobre el reino de Francia o sobre la Iglesia Católica pesaba alguna pública calamidad.

Si en algún negocio difícil y de mucho momento se le pedía consejo o parecer, o se le proponía emprender al­guna cosa ardua y desacostumbrada, a ejemplo del santo rey David consultaba con Dios antes de poner manos a la obra, y pedía humilde al Padre de las luces que ilustrase su mente con los resplandores de la divina claridad, a fin de que pudiese venir en conocimiento de lo que había de res­ponder o hacer, le previniese con su gracia divina para seguir lo que hubiese conocido ser bueno y agradable a sus ojos, y, por último, le fortaleciese con esta misma gra­cia a fin de llevarlo a buen término. Cuantas veces salía del aposento o de casa para parecer en público, se postraba en tierra delante de Dios, y mediante breves, pero fervorosas plegarias, imploraba el auxilio divino, para que, ya que mal de su grado se veía obligado a andar por las sendas del siglo y a entender en negocios mundanos y terrenos, no se manchase ni ensuciase con el inmundo cieno de los hijos de los hombres. Vuelto a casa, entraba en el retiro de su corazón, escudriñando los pliegues de su conciencia diligen­temente; y en medio de la lucha de pensamientos que allí se trababa, donde unos reprendían, y otros, al contrario, justificaban su conducta, él inquiría cuidadosamente, corre­gía con celo y castigaba con severidad la palabra menos prudente que pudiera haberse escapado de su boca, o la acción inconsiderada que hubiera acaso cometido: tanta era la diligencia que ponía en guardar los caminos del Señor, el cual mandó que sus mandamientos fuesen observados exactísimamente.

Dacio el siervo de Dios a continua oración, ni los muchos negocios que traía entre manos, ni los sucesos prósperos o adversos fueron parte a divertirle de la contemplación de las cosas divinas; porque en todo tiempo traía presente a Dios en su alma, se conservaba constantemente en su pre­sencia, y mediante solícito cuidado y santa industria hacía que cuantas criaturas desfilaban delante de sus ojos reno­vasen en su alma la memoria del Creador de todas las cosas, y cantando a su modo la gloria y alabanzas de Dios, le estimulasen a contemplar la hermosura incomparable del Cielo. Por lo cual, siempre manso y modesto, blando y afable, y conservando en todas las cosas admirable igual­dad de ánimo, no se levantaba en la prosperidad, ni decaía de ánimo en la desgracia, pudiendo decir con el Profeta: Providebam Domino in conspectu tue semper, quoniam a dextris est… ne conmoveos-Miraba yo siempre al Señor delante de mí, porque está a mi derecha para que no sea yo conmovido.

Nunca dejó de celebrar el Sacrificio incruento de nues­tros altares, viviendo de tal modo, que pudiese ofrecerlo cada día. Mas porque algunos meses antes de su muerte, agravada notablemente la enfermedad que padecía en las piernas, no le fuese posible estar en pie, asistía diariamente al Santo Sacrificio, y alimentado con el Pan de los Ángeles, después de dar gracias a Dios humildemente, rezaba con vivo sentimiento las preces solemnes de los agonizantes, prescritas por la Iglesia, como si aquel día hubiese de salir del cuerpo para enderezar sus pasos a la celestial patria.

Hallábase Vicente animado de fe muy viva la cual, mientras vivió, fue defensor acérrimo. Porque des­atada en Francia la tempestad de la herejía, gimió el siervo de Dios lamentóse viendo que la Fe católica en muchos había su­frido mengua inficionada de la pestilencia jansenista, y que la astucia de los herejes burlaba la sencillez de no pocos, arrastrando una multitud de personas de todo linaje, estado y condición, a profesar las perversas doctrinas. Encendido, pues, en el santo celo de la gloria de Dios, juzgó nuestro Vicente ser necesario echar mano de las armas de la Fe para hacer rostro a los comunes enemigos; y procurando agradar a Dios y no a los hombres, estimuló a los sagra­dos Pastores de la Iglesia a que, velando sobre el aprisco del Señor, no consintiesen que a la sorda fuesen devora—das por los lobos rapaces las ovejas de Cristo. Así, pues, á. poder de ruegos y repetidas instancias logró que ochenta y cinco Obispos franceses, a quienes poco después se unieron otros, llevaran a la Cátedra de Pedro, cima y re­mate del Apostolado, la solapada pestilencia y enferme­dad mortal que empezaba a cundir ocultamente; a la cual Cátedra hay que delatar cualquier linaje de peligros o escándalos que se suscitan en el reino de Dios, señalada­mente aquellos que tiran a menoscabar la fe católica, para que allí principalmente sean remediados (o resarcidos) los daños de la Fe, donde ésta no puede faltar ni sufrir mengua. Por cuya razón, en cartas dirigidas a Inocencio X, prede­cesor nuestro de feliz memoria, le pidieron con muy humil­des súplicas los Obispos de Francia tuviese a bien pronun­ciar con su boca apostólica sentencia de condenación con­tra los errores que pululaban (o empezaban a brotar) por entonces, a fin de que, confirmada la Iglesia en sus reglas y asegurada con un Decreto cuya justa promulgación temían los malos, no hubiese de allí en adelante para éstos puerta franca a Ella, ya que pertrechados de palabras am­biguas, de sofismas arteros y falaces argucias, so capa de defender la Fe católica, y exhalando pestilencial ponzoña, ponían todo su estudio y diligencia en corromper y arras­trar al error los corazones de los hombres que sentían rec­tamente, y en echar por tierra la verdadera doctrina re­lativa al libre albedrío, a la gracia divina y a la redención de los hombres por la pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

 

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