Beato Federico Ozanam (1813-1853)

Francisco Javier Fernández ChentoFederico OzanamLeave a Comment

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Autor: Desconocido · Año publicación original: 1997 · Fuente: Revista "Ozanam - Un Santo Laico para nuestro Tiempo" .
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Federico Ozanam-1«La tierra se enfría y a nosotros, los católicos, nos toca dar el calor vital que no existe. Somos nosotros los que tenemos que volver a empezar igual que los mártires…»
«Es necesario abrazar el mundo en una red de caridad».

Beatificar no significa levantar una estatua.

Muy lejos de ello, según la etimología latina beatificar significa ‘hacer feliz’ (beatificare=beatum facere).

Efectivamente, con la beatificación de Federico Ozanam la Iglesia reconoce con solemnidad, inspirada por el Señor y para siempre, para todos los fieles y para la juventud en particular, la santidad del principal fundador de la Sociedad de San Vicente de Paúl. Al mismo tiempo nos «hace felices» a todos porque este testimonio admirable de uno de nuestros hermanos en Cristo y en humanidad nos llena de alegría, esperanza y valor.

Entre los hombres y mujeres que la Iglesia ha «llevado a los altares»- por usar la fórmula consagrada – muchos son adultos y a veces ancianos, consagrados al celibato por sus compromisos sacerdotales o monásticos.

Ahora bien, en la figura del beato Federico Ozanam se nos propone como modelo a un hombre joven cuya breve existencia (23 de abril de 1813 – 8 de septiembre de 1853) ha sido de una riqueza excepcional: un hombre que llevó el amor familiar, conyugal y paterno a un verdadero pedestal, un hombre cuyos múltiples y diversos compromisos, defendidos siempre con el mismo vigor espiritual, fueron puestos al servicio de la fe, de la caridad, de la Iglesia, del pobre, de la ciencia, de la democracia; o sea, un hombre de carne y espíritu como nosotros que encarna un tipo de cristiano semejante a nosotros, un ideal nutrido del Evangelio y que responde tanto a los interrogantes contemporáneos como a las inquietudes de nuestra generación.

No habría que olvidar en efecto que el siglo XIX, en el que vivió y actuó Ozanam fue el prólogo del siglo XX que ya terminó, y que, al igual que el anterior, se encontró conmovido por ideas nuevas y por grandes cambios tecnológicos, económicos, sociales y espirituales.

Se puede decir verdaderamente que su vida fue única.

Para ojos y corazones poco atentos, esta existencia puede parecerse a muchas otras.

En realidad ilumina nuestro mundo, y cada vez con mayor fuerza, este mundo moderno con ansias de luz. Cuando invoquemos al beato Ozanam no será principalmente para obtener un favor, sino esencialmente para que nuestra vida humana sea animada por su ejemplo y su testimonio.

Un Hombre arraigado en su tiempo Un hombre como nosotros

Se ha imaginado a Federico Ozanam como un santo lejano, entregado tanto a Dios, a la piedad, a las obras, que se le podría suponer extraño a las pasiones de los hombres. Esta imagen debe ser corregida, puesto que, cuando uno se familiariza con su abundante y maravillosa correspondencia, cuando se interroga a los testigos de su vida cotidiana, se descubre un alma participativa, un corazón generoso, nunca satisfecho, siempre despierto, latiendo al ritmo de la vida de sus familiares, de sus amigos y de sus hermanos en la adversidad.

Un hombre de carne y hueso

Federico no fue de hecho diferente a sus semejantes. Llevó una vida con entera libertad, y si esta vida fue transformada, sublimada por una santidad adquirida progresivamente, no se entregó jamás a una visión puritana. Como todos nosotros, Federico dio cara a lo que con razón se ha llamado «lo terrible de la vida de cada día», la sucesión de los días, muchos de los cuales transcurren grises y anodinos.

Como todos nosotros, Federico se preocupa por su salud, por el destino de los suyos, por sus medios de existencia, por su porvenir, por su éxito, por su promoción en la universidad, por la obtención de tal premio o tal condecoración o, simplemente, por la vida que huye impidiéndole culminar su obra científica.

Hay que añadir que como buen lionés, Federico no mira con mal ojo una buena mesa o un buen vino.

Una sensibilidad religiosa

Pero el hombre no sólo vive de pan, necesita sobre todo alimento espiritual del cual Federico estuvo bien dotado, gracias a sus padres y a sus educadores. Sin embargo fue acometido durante su adolescencia por la duda en las verdades de la fe, en el sentido que los cristianos dan a la vida, en cómo compaginar, cosa que resulta a

veces difícil de imaginar, entre el mundo moderno, invadido por la incredulidad y sediento de progresos técnicos, y la revelación divina.

Atravesando esta «noche de la fe», Federico permanece ligado a la fe de su infancia. Se empeña en perseverar en sus deberes religiosos, en rezar, en recibir los sacramentos. La costumbre del examen de conciencia le permite ahuyentar lo que considera como los cuatro principales obstáculos que impiden el avance de la gracia: la soberbia, la impaciencia, la debilidad, la excesiva meticulosidad.

Un espíritu lúcido

Respecto a sí mismo y a sus defectos Federico tiene una lucidez que le induce, por una parte, a pedir perdón a aquellos que hubiera podido herir en sus arranques de cólera; por otra parte, se mantiene en una actitud de humildad que no hará más que reforzarse con los años: las deficiencias en la salud, las pruebas al final de su vida, provocan en él una auténtica sobriedad espiritual, hasta el abandono en la voluntad divina.

En 1848, escribe a su amigo Foisset: «La juventud pasa y no veo que me haga mejor. Dentro de tres meses tendré 35 años. Suponiendo que haga el resto del camino hasta el final, tengo miedo de encontrarme allí con las manos vacías.»

Y a Dufieux, en 1850: «Me conozco desde hace tiempo, y si Dios ha querido concederme algún entusiasmo en el trabajo, no he tomado nunca esta gracia como el don aparatoso del genio. He querido sin duda consagrar mi vida al servicio de la fe, pero considerándome como un siervo inútil, como obrero de última hora.»

Si Federico defiende apasionadamente sus ideas, se muestra respetuoso con las posiciones de aquellos que no las comparten: «Aprendemos a defender nuestras ideas sin odiar a nuestros adversarios, y amando a aquellos que piensan de manera diferente a la nuestra.»

En cambio, soporta mal la intransigencia de los intolerantes, «los guardianes de la ortodoxia que hacen de su opinión política un artículo 13 del Símbolo». Por esa razón se subleva contra ciertos artículos del «L’Univers», periódico de Louis Veuillot, lider de los católicos intransigentes y adversarios de los católicos liberales.

A su amigo Alexandre Dufieux, quien parece abrumado por los argumentos de Veuillot, Ozanam le envía una carta: «¿Estaría yo, querido amigo, agotado por la fatiga a los 37 años, sometido por enfermedades precoces y crueles, si no hubiera estado sostenido por el deseo, por la esperanza de servir al cristianismo? … Ciertamente no soy más que un pobre pecador ante Dios, pero Él no ha permitido que yo haya dejado de creer, o que haya negado, disimulado, atenuado, ningún artículo de fe…»

Federico Ozanam fue el hombre de las bienaventuranzas evangélicas: de espíritu humilde, bondadoso, de corazón puro, fue perseguido por la justicia por haber sido el jefe del «partido del amor», el fundado por Cristo.

El Hombre de Familia

Antonio Federico Ozanam nació el 23 de abril de 1813 en Milán, Italia.

La familia Ozanam era oriunda de Dombes, sudoeste del departamento de L’Ain, al noreste de Lyon, Francia. Fue en Chalamont, en Dombes donde en 1773 nació Jean­Antoine FranQois, padre de Federico.

Hijo de un notario real bajo Louis XV, y que llegó a ser juez real, tuvo en su jurisdicción el pueblo de Chatillon-sur-Chalaronne, donde San Vicente de Paúl, párroco en 1617, fundó la primera «cofradía de la caridad».

Sobrevino la Revolución Francesa y lo trastornó todo, en particular la vida de los lioneses. Jean-Antoine Ozanam, pasante de notario, tenía 20 años cuando fue afectado por el «enrolamiento masivo» de los jóvenes: se convirtió en uno de aquellos «soldados del año II» que serían exaltados por Victor Hugo.

Con el 1º de los húsares, donde fue alférez desde 1796, participa en la Campaña de Italia conducida por Bonaparte. Licenciado del ejército en 1799, Jean-Antoine se instala en Lyon donde contrae matrimonio el 21 de abril de 1800 con Marie Nantas, de 19 años, hija de un comerciante de sedas de Lyon. Marie Nantas seria para su marido una esposa abnegada y para con sus hijos, una madre incomparable.

Iniciándose al lado de su suegro en el negocio de la seda, Jean-Antoine se instaló con su esposa en Lyon. Pero, inmediatamente después del nacimiento de la primogénita, Elizabeth (Febrero de 1801), los Ozanam confrontan un problema que durará varios años: Jean se encuentra a menudo sin empleo. Establecido en Paris a finales de 1801, se lanza a los negocios, siempre desafortunados, que lo llevan a menudo al extranjero.

En 1807, deja la capital, instala a su mujer y sus hijos en Lyon y se va a recorrer Italia como viajante de comercio. En 1809 hace venir a su familia a Milán, donde se establece. El 27 de diciembre, después de un año de arduo trabajo, se gradúa como doctor en medicina y se convertirá en «el buen Ozanam».

Los desastres de Napoleón van a obligar a la familia Ozanam a dejar Milán el 31 de octubre de 1816. Se embarcan para Marsella y se instalan de nuevo en Lyon, calle Pizay, cerca del Ayuntamiento, y el doctor Ozanam se convierte en médico del hospital Hotel – Dieu en 1817.

Federico dedicará un verdadero culto a su padre. El doctor Ozanam es un hombre de ciencia cuyas investigaciones y trabajos son los más adelantados de una medicina todavía un poco arcaica, pero sobre todo es el tipo de médico de familia, infatigable, humano y compasivo, quien considera la medicina como una vocación. A sus hijos les dirá que para cumplir dignamente con esa misión, hay que estar dispuesto a dar su vida por los enfermos. Después de las sangrientas revueltas de 1831 y del cólera mortífero de 1832 se verificará la autenticidad de tal propósito.

Ternura Filial

De su madre Federico conservará un recuerdo imperecedero: cristiana cuya fe fue probada por los infortunios, comparte junto con su marido una vida de trabajo incesante vivificado a diario por la oración y la práctica de las virtudes evangélicas. La vida religiosa de la familia Ozanam se desarrolla en el marco de la parroquia lionesa de San Pedro y San Saturnino. En las rodillas de su madre Federico, igual que los otros niños, aprende la grandeza y dulzura de Dios, el gusto de la oración y las virtudes prácticas. Cada tarde se reúne el hogar entorno a JeanAntoine y Marie para orar, para la plegaria seguida de una lectura piadosa.

¡Y qué hogar tan afectuoso! En él una cierta austeridad es atenuada por un afecto sin límites y también por un gran humor.

Al lado de su madre, Federico goza del calor de otras dos presencias femeninas: la de la hermana mayor, Elisa (Elisabeth) – doce años mayor que él y de quien escribirá: «Tenía una hermana, una hermana muy querida que me instruía conjuntamente con mi madre, con lecciones que eran tan agradables, tan bien presentadas, tan apropiadas a mi inteligencia infantil que en ellas encontré un verdadero gozo…» Y la de la fiel servidora de la familia, Marie Cruziat, familiarmente llamada «la Vieja María» o «Guigui». Tenía 45 años cuando nació Federico; murió en 1857 a los 89 años, después de que permaneciera 72 años al servicio de tres generaciones de los Ozanam.

Firmeza en la adversidad

Pero esta felicidad tiene un reverso: los duelos repetidos, la muerte de 11 de los 14 hijos de Jean y de Marie Nantas; diez son niñas, casi todas arrebatadas a la vida en edad muy temprana o ya muertas al nacer. Sólo había sobrevivido la mayor, Elisa, el ángel de la guarda de los más pequeños, la amiga y compañera de su madre, la felicidad de su padre, quien, siendo él mismo buen músico, le había hecho dar lecciones de música, de dibujo y de inglés. Pero he aquí que el 29 de noviembre de 1820, Elisa, aquella joven bondadosa, alegre y jovial, también fue arrebatada por la muerte a los 19 años.

El haber visto llorar tanto a sus padres las pérdidas de sus hijos, debió reforzar la sensibilidad innata de Federico y volverlo atento de por vida al dolor de sus semejantes. Además, en un hogar con recursos a menudo limitados, Federico aprendió que la pobreza no es tan sólo el signo distintivo de aquellos a los que se les llama pobres, sino que también ronda a menudo en torno a los denominados burgueses.

«Doy gracias a Dios por haberme hecho nacer en una de esas situaciones en el límite entre la estrechez y el desahogo, que habitúa a las privaciones sin dejar que se ignoren en absoluto los gozos, en que uno no puede dormirse en la saciedad de todos los deseos, pero que tampoco puede estar distraído por la preocupación permanente por satisfacer las necesidades básicas.» (carta a FranQois Lallier, 5 de noviembre de 1836).

La atención que manifestará toda su vida para con los obreros y obreras se la debe también al ejemplo de su madre que, aunque agotada por las ocupaciones domésticas, encontraba tiempo para dedicarse a la sección San Pedro de la Sociedad de Veladoras, compuesta por obreras que una tras otra y gratuitamente, pasaban la noche con las mujeres enfermas o desamparadas.

Después de la muerte, a los tres meses, del pequeño Louis-Benoît, en 1822, y del nacimiento en 1824 de un último hijo, Charles, la familia Ozanam se encuentra reducida a tres niños: Alphonse (1804 -1888), quien será sacerdote y alcanzará el título de monseñor; Charles (1824-1890), que será médico como su padre; y Federico, nacido en 1813.

El retorno al Señor de las hermanas más pequeñas, y después el del padre (1837) y el de la madre (1839), reforzarán los lazos que unen a los tres hermanos Ozanam.

Luego de su boda con Amélie Soulacroix, en la iglesia San Nizier, en Lyón, el 23 de junio de 1841, Federico manifestará para con su familia política la misma piedad filial, con todo lo que esta palabra contiene para él de respeto y de ternura.

El Hombre de Dos Ciudades: Lyón y Paris

Federico Ozanam declaró un día: «Se ha dicho que París era la cabeza del reino y que Lyón era el corazón.» Lo que es verdad para Francia lo fue igualmente en la vida de Federico. Si las necesidades profesionales dividían su existencia entre la capital y la Sede Primada de las Galias, la mente de Federico estaba frecuentemente en París, indiscutible hogar de la cultura, mientras que su corazón permanecía en Lyón.

Lyón: lugar espiritual, hoguera de la Revuelta

Del apego de Federico a Lyón, ciudad donde pasó su infancia, su adolescencia y algunos de los mejores años de su juventud, donde se casó y a la que, como lo escribe en 1832, le unían «las costumbres de la infancia, los afectos domésticos y los lazos de la amistad», hay muchos testimonios, abundantes en su correspondencia. Así, en una carta enviada desde París, en 1843, a Dominique Meynis: «Usted sabe que tengo apego a Lyón por las raíces que he echado en el corazón… Desde que fui llamado a mis peligrosas funciones en París, cada año que he ido las he puesto bajo la protección de Nuestra Señora de Fourviére, a la que he sido consagrado desde la infancia».

Y a su hermano Charles, también desde París, en 1850: «Te escribo para que no pases por Lyón sin que me recuerdes, para que no te sientas solo en una ciudad donde todo nos es común, donde debes más que nunca pensar en todos aquellos que nos faltan» (el padre y la madre descansan en el cementerio de Lyón).

Cuando la familia Ozanam se instala en Lyón en 1816, la ciudad cuenta con sólo 140.000 habitantes, tendrá 180.000 en 1846 y el aumento de la población fue sensible en la Guillotière y sobre todo en la colina de la Croix – Rousse donde, aprovechando la venta de los viejos terrenos monárquicos, los obreros especializados en la seda, instalan nuevos talleres bastante altos de techo para contener las instalaciones mecánicas de Jacquard, que aseguran la supremacía de Lyón en materia de seda. En 1831, cuando los obreros se sublevan contra las condiciones salariales impuestas por los fabricantes, se contarán 8.000 jefes de talleres de la seda.

Federico amaba esta ciudad situada en la confluencia del Ródano y del Saona, con las calles altas y estrechas, sus muelles, sus colinas, sus pendientes, sus panorámicas, sus alrededores risueños, sus ruidos, el entrechocar de los metales, los relinchos de los caballos que tiran de las numerosas y pesadas cargas con fardos de seda, su población laboriosa y activa.

Lyón es sobre todo un lugar espiritual de renombre cuya vitalidad contribuirá enormemente a hacer de Federico Ozanam uno de los pioneros de la renovación católica en Francia. En 1905, un periodista hará una justa observación: «La ciudad de Lyón ha sido siempre y tiende a convertirse cada vez más en un radiante foco de la vida espiritual y del pensamiento cristiano. El alma lionesa profundamente religiosa se compagina con un espíritu frío, singularmente práctico y con un carácter a la vez audaz y emprendedor».

Cuna de la primera comunidad cristiana y de la primera iglesia episcopal de los Galos (Siglo II), de donde viene el título de «Primado de las Galias», título ostentado durante mucho tiempo por su arzobispo, y de nuevo foco religioso ardiente del siglo XI al XIV, Lyón conoce a lo largo de los siglos XIX y XX una intensa vitalidad espiritual («Escuela de Lyón » crónica social, Resistencia del Espíritu durante la Segunda Guerra Mundial).

Al día siguiente de una Revolución que la dislocó, la Iglesia de Lyón, gracias particularmente al Cardenal Joseph Fesch, tío de Napoleón, encuentra enseguida su equilibrio. Las obras, las instituciones se multiplican, la más resplandeciente, la más universal es la Propagación de la Fe, imaginada en1820 por Pauline Jaricot, hija de un comerciante de telas, en Lyón, quien se convierte en el símbolo y el soporte del renacimiento francés de las misiones católicas. Federico, que será uno de los que darán vida a la obra, la considerará siempre como típicamente lionesa: en 1845 cuando se encontraba en París como corresponsal del Consejo de Lyón, escribe: «Así como no nos quitaron ni a Santa Irene, ni a Nuestra Señora de Fourviére, tampoco nos quitarán la Propagación de la Fe».

En Lyón más que en otro lugar existen pobres que reclaman la atención y la abnegación de los católicos. En el momento de las grandes inundaciones de 1840, Mons. Maurice de Bonal, el nuevo arzobispo, evaluará en 20.000 el número de pobres en Lyón. La mortalidad allí es superior al resto de Francia, elevándose hasta el 30 por 1.000 en 1834, año de miseria, huelgas, perturbaciones, epidemias de viruela y tifoidea. Es más, el invierno de 1829-30, de frío intenso, azotó desde el mes de octubre hasta febrero. La mortalidad se duplicó. Recordamos que las revueltas sangrientas de los «obreros de la seda», en noviembre de 1831 y abril de 1834, se saldaron con centenares de muertos.

No debemos pues sorprendernos de ver a Federico comprometerse muy pronto en desarrollar la Sociedad de San Vicente de Paúl en Lyón, donde residirá de 1836 a 1841.

El cuadro de un Lyón ferviente no debe hacer olvidar que existen también, en la ciudad de la seda y de los obreros, fuertes corrientes anticlericales: en 1820 las diez logias masónicas de la ciudad se reconstituyeron, como siempre muy sensibles a la alianza, frecuentemente comprobada, entre la incredulidad y el egoísmo burgués. El 15 de enero de 1831, manifiesta a sus amigos la aversión que le produce la nueva clase en el poder, en Lyón también: «Se vive una vida industrial y material; cada cual piensa en su comodidad personal, en su bienestar particular…, pan y dinero, eso es lo que se quiere y pretende».

Esta atmósfera de incredulidad contribuye a sembrar en el corazón de este adolescente elementos de duda religiosa. Ingresa en el Colegio Real de Lyón, en clase sexta, en octubre de 1822, cursa estudios clásicos sólidos y brillantes. Es en Retórica donde, en 1827, su fe es puesta en prueba. Pero será en este mismo colegio donde gracias a su profesor de filosofía, el padre Joseph Mathias Noirot, encontrará la paz del alma al mismo tiempo que la luz espiritual.

Licenciado en Letras, en 1829, Federico decide «consagrar sus días al servicio de la Verdad». Incluso proyecta hacer una «demostración de la Religión Católica a través de la antigüedad de las creencias históricas, religiosas y morales».

Este proyecto se nutre de la lectura de Chateaubriand, de Lamartine y Lamennais, apologistas prestigiosos del cristianismo, quienes seducen entonces a tantos jóvenes y cuya argumentación y estilo romántico influirán en Ozanam. Él encuentra también el reposo del espíritu y el entusiasmo del joven cristiano al frecuentar a los grandes pensadores lioneses que encontrará en París: André Marie Ampère (1775-1836), miembro de la Academia de Lyón que ha escrito una tesis acerca de las «Pruebas históricas sobre la divinidad del cristianismo», y Pierre Simon Ballache (1776-1847) escritor que, en 1801, mandó imprimir en la tipografía de su padre «Du Sentiment», que anticipa «El Genio Del Cristianismo»; Ballache comunicará a Federico la esperanza que, como ciudadano y cristiano, pone en el espíritu de libertad y de solidaridad.

En octubre de 1830, Federico, a quien todo inclina hacia las letras y la historia, pero que su padre destina al derecho, entra como pasante en el estudio del procurador Jean Baptiste Coulet, abogado ante el tribunal de primera instancia de Lyón. Un año más tarde, 1 de noviembre de 1831, viajó en la diligencia de los Servicios Reales que, en cuatro días, lo llevará a París, donde cursará estudios de derecho.

París: Capital intelectual, crisol de miseria

Así es como, el 5 de noviembre de 1831, Federico Ozanam descubre la capital. De entrada, la gran ciudad le desilusiona. La vista y la visita de sus más célebres monumentos no le satisfacen; toma conciencia enseguida de que más allá de sus bellezas y sus luces «la vieja Lutecia» esparce también sus «horrores, sus barracas, su corrupción».

Un lujo ostentoso se roza con una miseria espantosa, la misma que algunos años más tarde, Victor Hugo describirá en «Los Miserables».

El París de Luis Felipe donde se instala el estudiante Ozanam no es todavía el París que el barón Haussmann (nombrado prefecto del Sena el 28 de junio de 1853) transformará hasta el punto punto de convertirla en la «Ciudad Luz» donde viven alrededor de 700.000 parisinos. Muchos conocen, sin embargo, una condición precaria en esta metrópolis todavía mal adaptada a las exigencias de la vida moderna.

A excepción de los barrios aristocráticos, se ve casi en todas las partes casas altas, a veces destartaladas, que están como suspendidas sobre calles estrechas, amontonadas y sucias, sin alcantarillado ni aceras, ruidosas con los gritos de los comerciantes y sobre todo con los ruidos causados por el pavimento desigual, el mal estado de las ruedas y de los muelles de innumerables coches de caballos. Se comprende que el espectáculo espantoso del cólera, que hizo una veintena de miles de victimas en la capital, en 1832, haya podido impresionar profundamente a Federico.

La mayoría de los habitantes disponen de ingresos tan bajos todavía en 1846; en una población de alrededor de 1 millón de habitantes, más de 650.000 estarán exentos de impuestos. Dos de cada tres de ellos no tienen con qué pagar su mortaja, la mortalidad del 30 por 1.000 es claramente superior a la media francesa.11.000 de los 27.000 fallecimientos anuales tienen lugar en el hospital, lo que constituye una proporción considerable cuando uno recuerda el terror que inspiraba al pueblo este lugar siniestro.

En las vísperas de la Revolución de 1848, parís cuenta con 300.000 indigentes. La ciudad está roída por llagas morales siempre abiertas: el abandono de los niños, la prostitución; la práctica corriente de los obreros y de la gente del pueblo del concubinato. Hacía falta recordar estas taras y estas miserias para comprender la vocación caritativa y social de Federico Ozanam.

Naturalmente esta ciudad de tradición revolucionaria, cuyas calles estrechas son propicias a la formación de barricadas, es el teatro de convulsiones sociales: Federico asistirá a las insurrecciones obreras de 1832,1833,1834, así como a la puesta en marcha de leyes policiales duras, como consecuencia del atentado perpetrado en junio de 1835 por Fieschi contra la persona del rey Luis Felipe.

Así comprendemos que en este París oscuro, Federico Ozanam se haya sentido, primero desconcertado, descorazonado, incluso horrorizado. Más aún cuando este hombre sensible soporta mal la soledad y, sobre todo el alejamiento de sus seres más queridos: «Yo, tan acostumbrado a las charlas familiares…, aquí estoy tirado sin apoyo, sin lugar de reunión, en esta capital del egoísmo, en este torbellino de pasiones y de errores humanos»; «¡Cómo echo de menos a mis padres! Soy muy joven para poder acostumbrarme, al volver a casa, a encontrar mi hogar desierto y acostarme sin poder decir a alguien lo que siento en el corazón. Separado de aquellos que yo amaba, no puedo echar raíces en este suelo extraño; siento en mí un no sé qué de infantil que necesita vivir en el hogar doméstico, a la sombra del padre y de la madre, algo que se marchita en el ambiente de la capital».

Afortunadamente, existe el Barrio Latino, donde se hospeda Federico, poblado por sus 5.000 estudiantes; muchos de ellos eran de Lyón. En el seno de la colonia lionesa de París, André-Marie Ampère le abre su casa, en la que Federico reencuentra otra vez la alegría de vivir y puede conservar su fe cristiana.

París es considerado como «una de las capitales de la incredulidad».

La influencia de Voltaire en una parte importante de la burguesía pudiente y dirigente, así como en la mayoría de los universitarios, mantiene allí una atmósfera de la que Federico solo puede substraerse en compañía de cristianos convencidos como Emmanuel Bailly y André-Marie Ampère o frecuentando a los intelectuales católicos liberales, en quienes admira la alianza armoniosa de la fe, la elocuencia, el valor, la libertad de espíritu y de expresión: Félícité de Lamennais, Henri-Dominique Lacordaire, Charles de Montalembert y Alphonse de Lamartine.

Escuchando a estos maestros es como Federico se convence de «la falta que hace que en alguna parte sea dicha una palabra creyente, que una enseñanza religiosa sea dada, a un nivel de conocimiento profundo y notable que haga trizas de las doctrinas racionalistas difundidas por los maestros de las cátedras oficiales» (Marcel Vincent).

Pero Federico está en París para perfeccionar sus estudios. Licenciado en Derecho (1834) y Letras (1835), Doctor en Derecho (1836) y Letras (1839), ejercerá en 1837 la profesión de abogado en el Colegio de Abogados de Lyon. Es en esta ciudad donde en 1839 es titular de una cátedra de Derecho Comercial. Al año siguiente es admitido en el concurso de Agregación para la enseñanza universitaria en Facultades de Letras, orientándose hacia la enseñanza literaria. Poco tiempo antes de su boda es nombrado, el 9 de octubre 1840, suplente de Claudio Fauriel en la cátedra de literatura extranjera en la Sorbona. Los recién casados se instalan entonces en París donde Federico adquiere la titularidad de la cátedra en 1844, y donde reciben la gracia, en 1845, de enriquecer su hogar con la encantadora Marie.

Federico, que fue durante mucho tiempo alérgico a la capital, admite que París es verdaderamente la ciudad «donde todo se vuelve activo; las ideas, los trabajos del espíritu, las conversaciones, y hasta las mínimas relaciones de sociedad»

Un Hombre todo corazón

Federico fue todo amor. Toda su vida vibró al contacto con los otros: amigos, parientes, estudiantes. Manifiesta muchas veces en sus cartas la necesidad de los demás: «Formo parte de aquellos que necesitan compañía, ser alentados, y Dios no me ha dejado vivir sin estos apoyos». Y aún, cuando apenas tiene 18 años, escribe a Augusto Materne: «Oh amigo mío, que la ley del amor sea la nuestra y, rechazando las glorias vanas, nuestro corazón arderá, sólo para Dios, para los hombres y para la auténtica felicidad».

Una red de amistades

En la vida de Ozanam la amistad y el amor fueron siempre indisolubles. No es muy común en la historia cristiana encontrar una sensibilidad como la suya, constantemente en armonía con la alegría y los dolores de aquellos a quienes ama. Sin duda podemos ver su sensibilidad franciscana, muy presente a lo largo de su existencia.

Sus numerosos amigos parecen haber formado, alrededor de este hombre ultra­sensible, un círculo fraternal y caluroso. El alejamiento, aunque fuese corto, un nacimiento, una boda o el sufrimiento, la enfermedad, el luto…: ahí está Federico sobrecogido enteramente por el acontecimiento. Piensa que «Dios ha puesto en nuestras almas dos necesidades. Se necesitan padres que nos quieran, pero también nos hacen falta amigos que se sientan ligados a nosotros: la ternura que proviene del seno familiar, y el cariño que proviene de la simpatía son dos gozos de los cuales no podemos prescindir y por consiguiente lo uno no puede sustituir a lo otro«.

Lo dice a Henri Pressonneaux: «Tengo la costumbre de identificarme con mis amigos, de formar con ellos otra familia, de rodearme de ellos para tapar los vacíos que la desgracia ha puesto ante mí…»

Las más viejas amistades de Federico, las más tiernas, tal vez por sus raíces provienen de la infancia, fueron sus amistades lionesas, encabezados por sus dos primos Henri Pessonneaux y Ernest Falconnet.

A los primeros compañeros de infancia de las calles empinadas del barrio de la Croix­Rousse, como Pierre Balloffet, se añaden en el corazón de Federico los amigos del colegio: Joseph Arthaud, Prosper Dugas, August Materne, Hippolyte Fortoul (futuro ministro de Napoleón III), Amand Chaurand, Louis Janmot, Antoine Bouchacout… Instalado en París. Encuentra allí a varios en la colonia lionesa del Quartier Latin y también nuevos amigos.

Manteniendo con sus amigos de Lyón una correspondencia regular y siempre cariñosa, Federico encuentra en casa de Ampère o en la de Charles Montalembert,

jóvenes provincianos con quienes forja amistad; el 19 de marzo de 1883 informa a Ernest Falconnet: «Somos una decena, unidos más estrechamente por los lazos del espíritu y del corazón, una especie de caballeros literatos, amigos abnegados que no tienen secretos, cuyas almas se abren para decirse cada cual sus alegrías, sus esperanzas, sus tristezas». Evoca en sus cartas las interminables veladas de discusiones e intercambio de ideas a la luz de la luna, en los alrededores del Panteón.

Un amor familiar

Respecto a su padre y a su madre, Federico Ozanam manifestó un cariño extraordinario. Su desaparición provocó en él un trastorno que él tradujo en términos muy emotivos. Al día siguiente de la muerte de su padre, en 1837, confía a Ernest Falconnet: «¡Qué soledad a partir de ahora en la tierra! ¡Qué vacío alrededor y encima de nosotros! Verse en medio de la gente sin una cabeza que sobrepase las otras, sin manos que se extiendan sobre nosotros para protegernos. ¡Haber vivido veinticuatro años bajo la sombra y al abrigo, y encontrarse de golpe desprotegido a la hora de las tempestades! ¡El oráculo doméstico se ha enmudecido, la providencia de la familia se ha vuelto invisible! ¿Es posible encontrar aflicciones tan vivas, una tal desolación? «

El fallecimiento de su madre en 1839 ahonda su sufrimiento. Escribe a Edouard Reverdy: «¡Oh amigo mío, nos encontramos huérfanos! ¡Qué momento éste! ¡Cuántas lágrimas! ¡Cuántos sollozos! Nuestra edad parece convertirnos, a mi hermano mayor Alphonse y a mí, en más duros, más fuertes. Pero hemos vivido tanto la vida de familia, nos encontrábamos tan bien bajo las alas de nuestra madre que jamás nos hubiéramos marchado sin un espíritu de regreso al nido natal».

Federico trasladará su afecto filial hacia sus padres políticos Soulacroix a quienes en sus cartas llama: «mi buen padre, mi madre muy amada».

El 23 de junio de 1841, después de vacilar mucho tiempo ante el compromiso matrimonial, se casó en Lyón con Amélie Soulacroix, hija del rector de la Academia de Lyón. Este acontecimiento, y luego el nacimiento de la pequeña Marie (25 de Julio de 1845) maduran y transforman al hombre: Ozanam se vuelve menos ansioso, menos reservado, y aún más abierto.

De forma que Federico no se nos presenta como un santo asceta, sino más bien como un cristiano en quien el amor conyugal y paterno han hecho brotar nuevas fuentes de ternura y de solicitud hacia los demás. Cuando habla de su mujer y de su hija lo hace en términos emocionales. He ahí por ejemplo, describiendo a Falconnet el nacimiento difícil de su hija Marie: «Querido amigo, tú conocerás estas emociones cuando al cabo de varias horas de dolores horribles…se oye el ultimo grito de la madre y el primer grito del recién nacido; cuando se ve de repente aparecer a esta pequeña criatura, pero esta criatura inmortal de quien somos depositarios, Ocurre entonces en el fondo de las entrañas, no metafóricamente, un no se qué de terrible y de soberanamente tierno.

Existe todo un trastorno de toda la organización y de toda el alma y se siente como la mano de Dios que te arregla interiormente y te modela un nuevo corazón.»

Cuando está ausente Amélie, cuyo corazón es tan acorde con el suyo, y que él llama «mi muy amada», «mi tierna predilecta», «mi bella y querida alma», o cuando él mismo se encuentra lejos de ella, cuánta ternura con tintes de nostalgia se expresa en las cartas que Federico le envía. Por ejemplo, en julio de 1844: «Mi muy amada, esperaba con todo el ardor de la esperanza tu querida carta de esta mañana. No me dices si habías dormido bien, si tu malestar era más grave que de ordinario ¿Cómo van tus pobres ojos? Me lo dirás en tu próxima respuesta…»

Incluso se expresa en poemas. No es por causalidad que este escritor, tan enamorado de Italia se haya interesado mucho por los poetas franciscanos de la Italia del siglo XIII. Su correspondencia, que no es nunca banal, abunda en descripciones a la vez precisas, coloreadas, personales, calurosas, de las ciudades y países visitados, de los paisajes y de los monumentos admirados. Bajo su pluma, la montaña, el mar, Florencia, Pisa, Roma, Burgos, Biarritz, parecen seres vivientes, en todo caso seres acordes con genio del hombre y la grandeza de Dios.

Un Profeta Cristiano

El carisma de Federico Ozanam

Según la Biblia un profeta es un hombre que, inspirado por Dios, en tiempos difíciles, desolados o trastornados, pronuncia, grita palabras fuertes, incómodas, aptas para hacer reflexionar a sus ciudadanos, reprendiendo las facilidades, las perezas.

Una conciencia clara de su vocación

En ese sentido, podemos verdaderamente decir que Federico Ozanam fue un profeta, pero un profeta cristiano. Como afirma en su carta a Ernest Falconnet en 1834: «Las ideas religiosas no tendrán ningún valor si no tienen un valor práctico y positivo. La religión sirve más para la acción que para el pensamiento.» El joven Federico siempre ha pensado que tenía una misión propia que le movía a la obligación de salir de sí mismo, de mezclarse con el mundo y con los que viven en él, con la finalidad de poner a su disposición las luces y las fuerzas que, a pesar de su indignidad, Dios le había dado. Tiene 18 años cuando confiesa a su amigo Fortoult: «Cuando mis ojos se vuelven hacia la sociedad, la variedad prodigiosa de los acontecimientos produce en mí los sentimientos más diversos… Estas consideraciones me animan y hacen que penetre en mí un particular entusiasmo… Me digo que el espectáculo al cual estamos convidados es grande; que es hermoso vivir en una época tan prodigiosa, que la misión de un joven en la sociedad es hoy muy grave y muy importante… Me complace haber nacido en una época en que, a lo mejor, tendré que hacer mucho bien, y entonces siento un nuevo ardor para el trabajo.»

«Para comprometerse con este proyecto de regeneración de la sociedad, hija bastarda de la ideología de las Luces, harían falta jóvenes cristianos de corazón entusiasta y de armadura bien templada. Sin presentarse como modelo, Federico es consciente de haber sido conducido, por la gracia, hasta el punto en que ya no puede dudar ni de su fuerza, ni de su vocación» (Marcel Vincent).

Una fe robusta y radiante

Al haber encontrado la fe, sueña con una renovación del catolicismo: «Lleno de juventud y de fuerza, se elevaría de golpe ante el mundo, encabezaría el siglo renaciente para llevarlo a la civilización, a la felicidad.» Al día siguiente de la revolución de 1830 y del advenimiento del rey burgués, eso puede parecer utópico, sin fundamento. En Federico, esta visión procede de una lucidez cuyo secreto y fuerza residen en una fe cristiana renovada.

En este corazón nada intercepta la luz. En una carta de 1852 a su amigo Charles Hommais, declara: «Estoy profundamente convencido por las pruebas interiores del cristianismo. Llamo así a esta experiencia de cada día que me hace encontrar en la fe de mi infancia toda la fuerza y toda la luz de mi edad madura, toda la santificación de mis alegrías domésticas, todo consuelo de mis penas».

En esa carta se encuentra su famosa frase: «Tenemos dos vidas, una para buscar la verdad, la otra para practicarla.» En una época de incredulidad en la que la institución eclesiástica es ultrajada, la fe sólidamente anclada de Federico alcanza su plenitud de manera natural en el seno de la Iglesia, «mi iglesia», como le gustaba decir. Ésta no podría ser para él más que la Santa Iglesia Católica Romana en suyo seno ha sido bautizado, educado, instruido y que, para él, tiene la inmensa superioridad de poseer como jefe a un Pontífice cuya autoridad es el reflejo de la de Dios.

Si bien es un católico liberal, un católico convencido de la alianza natural entre el Evangelio, la Iglesia y la Libertad, Federico Ozanam también era un católico romano, ultramontano, como se dice en su época: como muchos otros, encuentra en Roma el hogar radiante, centro vivo de un cristianismo auténtico. Ahora bien, en 1846 accede al trono pontificio un papa, Pío IX, que es a la vez joven, liberal y decidido en hacer del papado el recurso supremo de una humanidad en perdición.

La devoción de Federico por Pío IX, quien le recibe varias veces en Roma, está a la altura de la esperanza que él pone en la Iglesia Católica. Cuando habla de ella es con fervor, con entusiasmos. En 1847, escribe a su amigo Jean-Jacques Ampère: «Veo al papa, al igual que sus más grandes predecesores, lleno de una profunda fe en su título de Vicario de Jesucristo y de un sentimiento de su indignidad; pone en suspenso a medias esta cualidad de príncipe temporal que tal vez se dio demasiado desde Julio II y León X, y que había contribuido a levantar tantas prevenciones dentro y fuera de nosotros. Y, al mismo tiempo, se encuentra con él, más reconocible que nunca, el obispo de Roma, esta autoridad paternal y desinteresada que nadie tendría el valor de odiar y ante la cual es muy difícil no doblegarse.»

Un compromiso valiente

La lucidez de Federico, alimentada por la fe, sólo es igualada por su valentía, una valentía que los contemporáneos no esperaban encontrar en un hombre profesionalmente instalado y de frágil salud. Coraje en denunciar las perezas de un clero que las ventajas del Concordato de 1801 le vuelven menos sensible a las desgracias de este mundo. No vacila, a través de su hermano mayor, el padre Alphonse, en interpelarle: «No cumplen verdaderamente con su misión… Si un número mayor de cristianos y sobre todo de eclesiásticos se hubiese ocupado de los obreros diez años antes, estaríamos más seguros del porvenir…» Además, «Hace falta que los curas renuncien a sus pequeñas parroquias burguesas, rebaño de élite en medio de una inmensa población que ellos no conocen…»

Estas posiciones valientes, reforzadas por las opciones políticas, la democracia cristiana y social de Federico, hacen brotar enemistades, tanto entre los católicos conservadores como entre aquellos que se basan en un socialismo alejado de la iglesia. No fue eso obstáculo para que a los ojos de muchos de su generación pasase por un guía, un pionero, un profeta. Él mismo lo reconocía ya, con su humildad acostumbrada, en una carta de 1834 a Ernest Falconnet: «Estoy rodeado, en cierta forma, de seducciones de toda índole; se me solicita, se disputan por tenerme, me ponen en evidencia… Porque Dios y la educación me han dotado de cierto tacto, de alguna capacidad de ideas, de cierta amplitud de tolerancia, quieren que yo sea una especie de jefe de la juventud católica de este país: muchos jóvenes con muchos méritos me conceden una estima de la cual me siento muy indigno… Sin embargo, el cúmulo de circunstancias exteriores ¿no puede ser acaso un signo de la voluntad de Dios?»

Fe y Caridad

Los pobres, rostro de Cristo

Para Federico Ozanam, la fe sin caridad no tiene ningún sentido. Por eso, cuando se dirige a sus jóvenes amigos, sus consejos se tornan en reprimendas: «La tierra se ha enfriado, somos nosotros los católicos a quienes corresponde reanimar el calor vital que se apaga, es a nosotros a quienes corresponde comenzar de nuevo la gran obra de la regeneración, aunque fuera necesario comenzar de nuevo la era de los mártires».

¿Nos quedaremos inertes en medio de un mundo que sufre y gime? Y nosotros, mi querido amigo, ¿no haremos nada para parecernos a esos santos a los que queremos?

Si no sabemos amar a Dios… pues parece que hace falta ver para amar y sólo vemos a Dios con los ojos de la fe. Y nuestra fe es tan débil. ¡Pero a los hombres, pero a los pobres, los vemos con los ojos de la carne! Ellos están ahí y podemos poner el dedo y la mano en sus llagas; las huellas de la corona de espinas son visibles en sus frentes; y ahora la incredulidad ya no tiene espacio posible y deberíamos caer a sus pies y decirles como el apóstol: ‘Tu es Dominus et Deus meus’. Ustedes son nuestros amos y nosotros seremos sus servidores, Ustedes son para nosotros las imágenes sagradas de ese Dios al que no vemos, y como no sabemos amarle de otra manera, lo amaremos en sus personas…»

Estas admirables palabras son el eco de las de San Vicente de Paúl, este santo cuya casa natal en Pouy, en las Landas, será el objetivo de la última peregrinación de Federico, en noviembre-diciembre de 1852. Este santo se convirtió en el modelo, el protector de la Conferencia de Caridad de la cual Federico Ozanam fue, en 1833, uno de los promotores, y que se extendería en el marco de la Sociedad de San Vicente de Paúl

La caridad, hija de la fe

Federico insiste mucho en la defensa y en la exaltación de la fe católica. Por eso, junto con muchos estudiantes, quienes comparten tal fe con él, se dirige al arzobispo de París, Mon. De Quélen, para sugerirle que una predicación fuerte y convincente sea organizada para la gente, en particular para la la juventud, en la Catedral de Nôtre Dame, en París. Es así como nacen, después de dos años de tratos, las célebres «Conferencias de Nôtre Dame» a las que Henri Lacordaire confirió enseguida carta de nobleza.

Por su parte Emmanuel Bailly reunió en la plaza del Estrapade, un círculo literario o Conferencias de Historia, abierta a jóvenes de opiniones diversas. Ozanam participa en ella, se impone y se defiende contra las opiniones adversas. De ahí surgió la «Conferencia de la Caridad» que enseñará a los incrédulos que la fe cristiana es naturalmente activa, y que sería, para sus miembros un manantial de santificación.

La Sociedad de San Vicente de Paúl

El 23 de Abril de 1833, día del cumpleaños de Federico Ozanam, tiene lugar la primera reunión en la calle Petit-Bourbon Saint-Sulpice, 18, en la oficina del periódico «La Tribuna Católica», cuyo jefe de redacción es Emmanuel Bailey. Alrededor de él, seis estudiantes de 19 a 23 años: François Lallier, Frederico Ozanam, Jules Devaux, Félix Clavé, Auguste le Taillandier, Paul Lamanche.

Este pequeño grupo de jóvenes, unidos por una sólida amistad se pondrá, en menos de un año después de su fundación, bajo el patrocinio de San Vicente de Paúl, cuyo espíritu y ejemplo les inspirarán. La Sociedad de San Vicente de Paúl acaba de nacer.

Su primer presidente será Emmanuel Bailly, pero la figura principal, emblemática, será sin duda Federico Ozanam, gracias a su irradiación y su actividad. Sin embargo, él no aceptará ser considerado como «el» fundador de una Sociedad que según él no debe ser «ni un partido, ni una escuela, ni una cofradía… Profundamente católica sin dejar de ser laica».

Es cuando se produce el encuentro providencial entre los pioneros de la Conferencia de Caridad y la célebre hermana Rosalie Rendu, «madre de todo un pueblo», en el barrio desheredado de la calle Mouffetard, barriada de Saint-Etienne du Mont, próxima a la iglesia donde se formó la primera Conferencia.

Al comprender la vocación de estos jóvenes, entusiastas y generosos, ella los condujo hacia los pobres y les enseñó la manera de servirles con amor y respeto, en la tradición más auténtica de «Monsieur Vincent».

Siempre muy ocupado, Federico será miembro del Consejo General de la Sociedad y, en 1844, con Cornudet, Vicepresidente General, pero no será nunca Presidente General, salvo, interino, después de los días de la insurrección de junio de 1848. en el transcurso de los cuales el Presidente Adolphe Baudon había sido herido.

Aprovechará este mandato para recordar las exigencias de la caridad: discreción, delicadeza, respeto de la dignidad de la persona, exclusión de todo proselitismo fuera de lugar. «Introduzcamos la religión en nuestras relaciones sólo en los momentos en que se pueda hacer con naturalidad. Temamos que un celo impaciente por hacer cristianos no haga sino hipócritas.» Según Ozanam, la visita de los pobres a domicilio, labor esencial de los Cofrades, debe ser hecha en un espíritu de humildad.

De 1836 a finales de 1837, Federico anima la única Conferencia Lionesa que, en ese mismo año, decide dividirse en dos, un Consejo Particular que fue constituido y colocado bajo su presidencia, hasta 1839, fecha en la que es sustituido por Joseph Arthaud.

De una incansable abnegación, añadirá a la visita de los pobres, la ayuda a los extranjeros de diversas nacionalidades que atraviesan la ciudad, la instrucción religiosa a los niños, la evangelización de los militares, lo que no le impide seguir de cerca la marcha general de la Sociedad, dirigir informes destinados a las Asambleas Generales, sugerir que un informe anual sea trascrito, en París, por el Secretario General, multiplicar los consejos juiciosos tal como éste: «No hacerse ver, pero dejarse ver», ya que si aborrece toda la ostentación, se horroriza de la clandestinidad.

De vuelta a París, luego de su boda en 1841, Federico sigue dedicándose a la Sociedad, haciendo partícipe a su joven esposa, Amélie, de su ardiente caridad hacia los más desprovistos. Cuando por su salud o profesión viaja a las provincias o al extranjero, se empeña en asistir a las reuniones de las Conferencias locales.

Cada año, o casi, evoca los «humildes comienzos» de la Conferencia de caridad alrededor de Bailly, se admira delante de este «arbolito» convertido en un «gran árbol».

Ozanam escribió en 1841: «Hace ocho años que se formó la primera Conferencia de París: Éramos siete, hoy nuestras filas cuentan con más de 2.000 jóvenes…» y en 1845: «Esta Sociedad, fundada hace 12 años por ocho jóvenes desconocidos, cuenta con más de 10.000 miembros, en 133 ciudades; se ha establecido en Inglaterra, Escocia, Irlanda, Bélgica, Italia…»

En la corta pero intensa vida de Federico, la Sociedad de San Vicente de Paúl ha ocupado un lugar de predilección. Cuando habla de ella, es con amor. Cuando anuncia en 1847, en su calidad de Vicepresidente, la dimisión del Presidente Jules Gossin y propone a los presidentes de las diversas Conferencias la elección de Adolphe Baudon, su pluma se llena de emoción en su descripción de la «sociedad católica pero

laica, humilde pero numerosa, pobre pero sobrecargada de pobres que consolar, sobre todo en una época en que las asociaciones caritativas tienen una misión tan grande que cumplir a favor del despertar de la fe, para el sostén de la iglesia, para la pacificación de los odios que dividen a los hombres.»

Fe y Ciencia

Sed de cultura

Federico Ozanam fue un sabio, en el amplio sentido de la palabra. Pero en él, la avidez por el saber va a la par con la voluntad de poner a éste al servicio de la Verdad cristiana y, aún mejor, de mostrar por sus trabajos y en sus enseñazas universitarias, la alianza natural de la fe y de la ciencia moderna.

Si Federico, estudiante, va a seguir en el Jardín de las Plantas cursos sobre química y botánica, si aprende el sánscrito con la finalidad de descifrar los textos sagrados del hinduismo, si devora las obras de apologistas cristianos como Bonald, Maistre, Ballanche, Görres o Baader, las obras de orientación materialista, si desdeña las novelas o melodramas de moda, lo hace siempre con vistas a realizar el sueño de su adolescencia: «demostrar la verdad de la religión católica por la antigüedad de sus creencias históricas, religiosas y morales.»

Admira el que a los 20 años, en el marco de la «Conferencia de Historia», que será el preludio de la «Conferencia de Caridad», haya podido tratar temas tan difíciles como la mitología en general, la religión de Confucio y de Lao Tse, la filosofía religiosa de la India, la reforma de Buda. Pero hay que retroceder aún más en el tiempo, puesto que a los 17 años, en 1830, es cuando expone las primicias de su obra «La abeja francesa», fundada en Lyón por Legeay y el padre Noirot, publicando en cinco entregas un estudio sobre la «Verdad de la religión cristiana», probada por el testimonio de todas las creencias. El mismo año firma poemas sobre Juana de Arco (bajo el seudónimo de Manazo, anagrama de Ozanam), y un poema en versos latinos sobre la toma de Jerusalén por Tito. En 1831, publica estudios diversos sobre la lengua y el pensamiento, la filosofía del lenguaje y su acción en la sociedad… Además, un notable artículo apareció en el periódico lionés, «El Precursor», bajo el título «Reflexiones sobre la doctrina de Saint Simón».

Después de haber defendido, en 1836, sus tesis de doctorado en Derecho, una en latín (De interdictis), la otra en francés (Des actions possessoires), Federico se orienta cada vez más hacia las Letras y la Historia. A los 24 años, se revela como uno de los mejores conocedores de Dante y de la «Divina Comedia». A la vez que profesa en Lyón el curso de Derecho Comercial, firma varios artículos en «L’Univers», particularmente «El protestantismo en sus lazos con la libertad» (1838). Y ya se vislumbra en el horizonte de Federico la posibilidad de una enseñanza universitaria en París.

En 1839 defiende dos tesis, una en latín: «De frequenti apud veteres poetas heroum ad ínferos descensu», la otra en francés «Ensayo sobre la filosofía de Dante» y sus disertaciones para la agregación a la Facultad de Letras (1840), en latín, sobre » Las causas que frenan el desarrollo de la tragedia entre los Romanos» y en francés sobre «El valor histórico de las Oraciones Fúnebres de Bossuet». Se orienta decididamente hacia las literaturas extranjeras. En una carta a Ampère, confiesa que conoce bien la lengua italiana y alemana, que lee medianamente el inglés y el español y que «tiene un barniz de las lenguas orientales». En realidad, puede leer la Biblia en hebreo.

Se le ve, a los 27 años, como suplente de Claude Fauriel – uno de los renovadores de la historia literaria en Francia – en la Cátedra de Literatura Extranjera en la Sorbona.

Cuando murió este maestro y amigo, en 1844, Federico le sucederá como titular de esta cátedra que se inscribe plenamente en el punto de mira de sus aspiraciones. A

Jean-Jacques Ampère, le escribía así, en 1840, que el «secreto deseo» de su corazón es el estudio profundizado de las civilizaciones italiana y alemana con la perspectiva de un «noble estudio» comparativo: «Roma y los bárbaros», «El Sacerdocio y el Imperio», «Dante y los Nibelungen», «Tomás de Aquino y Alberto el Grande», «Galileo y Leibniz»; antítesis persistente, feliz oposición, cuyo resultado es la sociedad moderna con sus artes, sus ciencias y su legislación».

Esta erudición rigurosa es puesta al servicio de una enseñanza exigente. Al elegir como tema en sus primeros cursos los «Nibelungen», se esfuerza por ir a Alemania. De Mayence escribió, el 14 de Octubre de 1840, que se trataba para él de «un caso de conciencia literaria». Al final de su corta existencia, ya enfermo y con condiciones climáticas deplorables, viaja a España para completar su documentación sobre la Cultura Hispánica de la Edad Media. En cuanto a su último viaje, a Italia, del cual no volvería más que para morir, estará motivado por una larga investigación sobre los orígenes de las Repúblicas Italianas. Al igual que Fauriel, Ozanam aspiraba a lo universal. Su curiosidad se extiende desde las fuentes orientales del pensamiento de Dante hasta las fuentes del pensamiento de Avicena y Averroes.

Pero él tiene en el espíritu esta certidumbre: la Iglesia es la que ha recogido la herencia de la antigüedad y del paganismo de los bárbaros. Esta universalidad, junto a una gran apertura hacia los otros, le merece una audiencia y una vocación internacionales. También le permite quedarse en el corazón de la Sociedad de San Vicente de Paúl: que se encuentre en París, en Génova, en Londres o en Livornio, visita a las Conferencias y con su cálida palabra suministra un aumento de ánimo.

Como todo profesor, todo erudito digno de su vocación científica, Federico sueña con una gran obra en la cual pondría lo mejor de sí mismo. Según sus propios términos, se trata de «una gran cosa»: mostrar el cristianismo «civilizando a los bárbaros con su enseñanza, transmitiéndoles la herencia de la antigüedad, creando, con la vida religiosa, la vida política, el arte, la filosofía y la literatura de la Edad Media.»

El libro se llamaría «Historia de la Civilización Cristiana entre los Germanos» (antes y bajo los Romanos) y el «Establecimiento del Cristianismo en Alemania». Un segundo volumen seria: «El Estado» o la constitución del Imperio desde Carlomagno hasta Hohenstaufen y » Las Cartas», con la formación de las escuelas monásticas y el florecimiento de la literatura eclesiástica.

El primer volumen está casi concluido en el verano de 1846, cuando cae enfermo y parte para Italia, en búsqueda de documentos sobre la cultura de la península entre los siglos VII y X. A su vuelta, gracias a los cuidados abnegados de Ampère, el primero se publicó en 1847. El segundo, comenzado en 1848, es transcrito en el tumulto de los acontecimientos y con esfuerzo sobrehumano. Reunidos con el título común de «Estudios Germánicos» (abril de 1849), a los dos volúmenes se les va a conceder el Gran Premio Gobert de la Academia de las Inscripciones y de Bellas Letras.

Federico no se conforma con eso. Sueña con «un vasto cuadro histórico que abarcara la Historia de la Civilización, desde los tiempos bárbaros hasta la época de Dante.» Primer hito: la publicación, en 1850, de «Documentos inéditos para servir a la historia literaria de Italia desde el siglo VIII hasta el XIII». Se reunieron sus artículos sobre «Los poetas franciscanos en Italia del siglo XIII», y su curso sobre «La Civilización en el siglo V», será publicado en dos volúmenes después de su muerte.

El oficio de profesor, considerado como un sacerdocio

Al mismo tiempo, Ozanam conoce el humilde cometido del universitario, con una acumulación de exámenes que realizar, la larga preparación de los cursos, el cansancio de hablar en público; todo fue recompensado por el respeto que su amplio auditorio le prodiga, sensible a su erudición, a su claridad, y también a su elocuencia.

Elocuencia conocida a lo largo de sus prestaciones como abogado, pero que brota, más profundamente, del entusiasmo del que comunica su ciencia y su fe.

Un episodio ilustra lo que precede: en 1852, al día siguiente del golpe de estado de Louis Napoleón, la Sorbona está a punto de insurrección. Corre el rumor de que los profesores no quieren dar sus clases. Gravemente enfermo, Ozanam va a la facultad y delante de los estudiantes, pronuncia estas palabras admirables: «Señores, se reprocha a nuestro siglo de ser un siglo de egoísmo, y se dice de los profesores que están afectados de la epidemia general. Sin embargo, aquí es donde nuestra salud se ve alterada. Aquí es donde gastamos nuestras fuerzas. No me quejo.»

«Nuestra vida, mi vida, les pertenece, se la debemos hasta el último suspiro y ustedes la tendrán. En cuanto a mí, señores, si me muero, será al servicio de ustedes».

Con sus colegas de la Sorbona, Federico manifiesta una actitud parecida, llena de consideración y de respeto: al manifestar su fe cristiana, acepta que algunos no sean de su opinión, que sean no creyentes. Acerca de eso, escribe: «Son muchos los que dudan. Se les debe una compasión que no excluye el aprecio.»

Fe y Democracia

Al día siguiente de la Revolución de 1830, Federico Ozanam se reafirma como católico liberal, es decir, siendo hijo fiel, amante y sometido a la Iglesia, considera que los principios de 1789 – Libertad, Igualdad, Fraternidad – son traducciones modernas del espíritu evangélico. Su mentor es Félicité de Lamennais, cura bretón de intuiciones proféticas, de quien Federico solo se alejará cuando Lamennais deje la Iglesia.

La Alianza del Catolicismo y de la Libertad

En Lyón, ciudad donde Lamennais tiene muchísimos partidarios, el joven Federico lee » L’Avennir», simpatizando con las tesis políticas de sus redactores: Lamennais, Montalement, Lacordaire, Gerbet.

Gran momento de felicidad cuando en «L’Avennir» del 24 de Agosto de 1831, Federico encuentra, bajo la pluma de Lamennais, un comentario muy elogioso de su ensayo «Exposición de la doctrina de Saint Simon». El maestro saluda en el joven lionés a alguien que «desde sus comienzos» se ha colocado en el «horizonte intelectual del siglo XIX», y que en una discusión filosófica «ha mezclado las entonaciones de un alma bella, llena de vida y esperanza…»

Desde enero de 1832 participa en las conferencias del Padre Gerbet sobre la filosofía de la historia; le fortalecen su saber de la Iglesia, y se siente así amparado e instruido en una visión de un mundo que la Iglesia debe penetrar con su acción.

El 10 de febrero de este mismo año manifestará a su amigo Ernest Facolnnet: «El sistema lamenneisiano es la alianza inmortal de la fe y de la ciencia, de la caridad y de la industria, del poder y de la libertad. Aplicado a la historia, la pone en evidencia, descubre ahí los destinos del porvenir».

Esperanza de una regeneración con la democracia

A lo largo de la monarquía de Julio (1830-1848) – régimen del que deplora el conservadurismo egoísta- Federico no abandona el camino con el que se ha comprometido desde 1830. Su correspondencia abunda en fórmulas fuertes como ésta, del 21 de julio de 1834: «Pienso que frente al poder hace falta también el principio sagrado de la libertad; pienso que con voz valiente y severa se debe advertir al poder que explota en lugar de sacrificarse; la palabra está hecha para ser el dique que nosotros oponemos a la fuerza: es el grano de arena donde viene a romperse el mar…»

Ozanam sabe bien que tal actitud provoca alejamientos y descontentos. Conviene precisar que en esta época el arzobispo de París es Monseñor de Quélen, prelado muy apegado al antiguo régimen; mientras que su sucesor, Monseñor Affre, estará en completa armonía con las ideas de Ozanam.

Federico está sorprendido por la atonía, o indiferencia, de tantos creyentes que no notan que un trastorno fundamental se prepara en la sociedad. Al acercarse el año de 1848, de regreso de Roma, admirado por lo que vio allí, deseaba que todos los católicos franceses se volviesen hacia Pío IX que, según él, no es solamente el liberador de Italia, sino también el papa que sella la nueva alianza entre la Religión y la Libertad, el Cristianismo y la Democracia, a imagen del acuerdo concluido en otros tiempos entre la Iglesia y los bárbaros.

«¡Vayamos hacia los bárbaros!»

En esta perspectiva es como Federico entra en la política, y firma el 10 de febrero de 1848 en «Le Correspondant» un artículo resonante en que muestra que, el paso de los bárbaros al cristianismo entre los siglos VI y IX no deja de tener analogías con el que, en 1848, lleva a Roma a identificarse con las masas populares » tan queridas por la iglesia, porque representan el número, el número infinito de almas que hay que conquistar y salvar; porque son la pobreza que Dios ama y el trabajo que hace la fuerza». Y concluye con ese grito «Vayamos hacia los bárbaros y sigamos a Pío IX».

Esta frase tendrá éxito, dará miedo también, puesto que las clases trabajadoras, según muchos cristianos, son las clases peligrosas. Por otra parte, no se privan de decírselo a Ozanam quien, en una carta, de 22 de febrero de 1848, vísperas del desencadenamiento de la Revolución, dirigida a su amigo Théophile Foisset, se explica «Diciendo: Vayamos hacia los bárbaros, pido que hagamos como él (el Papa Pío IX), que en lugar de simpatizar con los intereses de un ministerio doctrinario, o de una dignidad horrorizada, o de una burguesía egoísta, nos ocupemos del pueblo que tiene muchas necesidades y pocos derechos, que reclama con razón una mayor participación en los asuntos públicos, garantías para el trabajo y contra la miseria… En el pueblo es donde veo bastantes restos de fe y de moralidad para salvar una sociedad cuyas clases altas han perdido…»

Lo repetirá un mes más tarde, a su hermano Charles Alphonse, cuando se establece la Segunda República: «Es una mala alianza la de los católicos con la burguesía vencida; mejor valdría apoyarse en el pueblo que es el verdadero aliado de la Iglesia , pobre como ella, abnegada como ella, bendecida como ella con todas las bendiciones del Salvador».

La encíclica «Rerum Novarum» sobre la condición de los obreros, del papa León XIII, publicada el 15 de marzo de 1891, hace eco al pensamiento social, generoso y fraternal de Federico Ozanam, sobre la injusticia, las desigualdades, la dignidad del trabajo, el salario justo, los impuestos equitativos, el derecho a la propiedad, la disminución de los sufrimientos de los menos favorecidos.

Estas ideas serán tomadas en las encíclicas «Quadragésimo anno» de Pío XI, en 1931 y en «Centesimus annus» de Juan Pablo II, en 1991.

«La Nueva Era»

El compromiso político

Federico, sin tener ningún gusto natural, ninguna competencia particular para la política, acepta, presionado por sus amigos, pero sin ilusión, solicitar su candidatura en el departamento del Ródano, con vistas a un escaño como representante del pueblo en la Asamblea Nacional, elegida por vez primera por sufragio universal.

Ozanam reclama la puesta en marcha de instituciones «que podrían mejorar, renovar la condición de los obreros».

Federico no es elegido, pero eso no afecta en nada a ese hombre, cuya actividad política va a ejercitarse en adelante en el marco de la redacción de «La Nueva Era» donde encuentra a otros católicos liberales: Lacordaire y el padre Henri Maret.

Publicado el 15 de abril de 1848, el periódico recuerda » L’Avennir» de Lamennais, por su modernismo y por una especie de optimismo subyacente en sus artículos, por la fidelidad, por su no-conformismo que irrita a la mayor parte de los católicos, más sensibles a las invectivas de «El Universo» de Louis Veuillot, que considera a Ozanam como jefe del «partido del amor» formado por «corderos rabiosos». A raíz de la insurrección obrera de junio de 1848 Ozanam manifiesta una compasión y una comprensión totalmente diversa de la ferocidad de muchas gentes que se dicen cristianas.

Víctima de dificultades financieras, la existencia de «La Nueva Era» se ve amenazada. El 5 de abril de 1849, el periódico fue vendido a un legitimista. Este fin marcó una gran pérdida para la Democracia Cristiana, porque apartó de la lucha a los espíritus más clarividentes, a Ozanam y a Maret en particular.

En diciembre de 1852, tiene lugar el golpe de estado de Louis Napoleón, aplaudido por la mayoría de los católicos. Ozanam deplora sinceramente esta derrota en el campo de la libertad, pero no desespera. Muy al contrario, en una carta a Foisset, el 24 de septiembre de 1848, reafirma: «Creí, creo todavía, en la posibilidad de la democracia cristiana, no creo en ninguna otra cosa en materia de política«.

Fe y Justicia Social

Los cristianos y el pueblo

Federico Ozanam fue muy sensible con la cuestión social, que en el siglo XIX estaba esencialmente centrada en la condición obrera que los disturbios sociales de París y Lyón, consiguientes a la revolución, pusieron en evidencia mucho más.

En 1836, cuando la Conferencia de San Vicente de Paúl comienza a crecer, Ozanam escribió a Falconnet: «Nosotros somos muy jóvenes para intervenir en la lucha social; ¿nos quedaremos pasivos en medio de un mundo que sufre y gime? No; nos queda abierto un camino para prepararnos: antes de trabajar por el bien público, podemos tratar de hacer el bien a algunos; antes de regenerar a Francia, podemos consolar a algunos de sus pobres.»

Se siente cada vez más incómodo en el seno de un régimen político cuya divisa, destinada únicamente a las clases dirigentes, parecía ser «enriquézcanse»; y más aún cuando los gobiernos de la Monarquía de Julio no hacen nada para crear una legislación adecuada, sino que continúan con el liberalismo de la burguesía de 1791.

La cercanía y el estallido de la Revolución de Febrero de 1848 hacen de Federico un católico social comprometido de primer orden.

Si los católicos liberales de entonces son muy tímidos en el orden social, Ozanam se distingue de ellos por sus atrevimientos que horrorizan a algunos de sus amigos. Como ejemplo, su famoso articulo, de 10 de Febrero de 1848, en el «Correspondant», donde invita al conjunto de los católicos franceses a que se ocupen de una vez por todas del pueblo.

Justicia y Caridad

En resumen, el pensamiento político y social de Ozanam es menos el resultado de un hombre teórico que de un cristiano que vive su fe. Es el espíritu más radiante de los fundadores de la Sociedad de San Vicente de Paúl, que quiere dar a su Iglesia un rostro fraternal, que sea sensible a todas las miserias, con el fin de consolar temporalmente y espiritualmente. Pocos católicos liberales han relacionado hasta este nivel su religión personal y sus preocupaciones sociales.

En muchas ocasiones Federico pide a sus interlocutores que el espíritu social prime en ellos sobre las opiniones y las teorías políticas. Él quería unir, para alivio de innumerables miserias, a todos los que tendían hacia un mundo más solidario. En su mente, los cristianos deben situarse en primera línea, porque su religión misma se fundamenta en la fraternidad y en el espíritu de sacrificio.

Cuando reclama la igualdad, es decir, justicia social, Federico no se abstiene de añadirle la caridad cristiana. Para él, estos dos principios se armonizan: «El orden de la sociedad reposa en dos virtudes: justicia y caridad. Pero la justicia supone mucho amor, puesto que hace falta amar mucho al hombre para respetar sus derechos que lindan con los nuestros, y su libertad que molesta la nuestra. Sin embargo la justicia tiene sus limites; la caridad no los conoce.»

Este pasaje de su curso de Derecho Comercial hace eco en este pensamiento: «La caridad es él samaritano que vierte aceite en las llagas del viajero atacado. A la justicia le corresponde prevenir los ataques.»

Adiós a la Vida

En 1845 – a los 32 años – Ozanam confiesa tener unas palpitaciones que le preocupan y las atribuye a un gran cansancio. Pero en vano se le recomienda reducir el ritmo de sus actividades.

Dispone de una casa de verano en Meudon, pero el excesivo trabajo de los años de 1848 y 1849 merman de nuevo sus fuerzas: hemorragias, dolor de riñones, le inquietan nuevamente. Luego de varias semanas de reposo en Ferney logra un restablecimiento precario; y en vísperas del regreso a Paris, el 3 de Noviembre de 1849, consulta a su amigo de Lyón, el Dr. Joseph Arthaud: «Heme aquí todo desmoralizado, dame valor, dime si puedo continuar con mis trabajos, y en que medida, dime si puedo conducirme como un hombre que puede todavía confiar en el porvenir o solamente conducirme como un padre de familia, que amenazado por enfermedades precoces, debe ‘librarse de cargas», y ya no pensar sino en asegurar humildemente la existencia de los suyos. Ruega por mi, si Dios no quiere que le sirva trabajando, me resigno con servirle sufriendo…»

Para este joven, la experiencia fue dolorosa: la vida está ahí, con sus penas, pero también con sus alegrías. Poco a poco, sin embargo, este cristiano forjado en la fe entrevé la voluntad divina y su existencia estará marcada por el sufrimiento. Así, a partir de 1849 se acentúa la ascensión espiritual de Federico.

El año de 1850 no le ofrece muchos problemas, pero los ataques del mal que acabará con él – una nefritis crónica – se hacen más fuertes y penosos, a pesar de que una estancia en Bretaña le procura una cierta mejoría.

Pero se acentúa la enfermedad durante el año de1852, ya que una grave pleuresía pone sus días en peligro.

Conociendo el afecto de Ozanam por Italia y deseoso de aliviar sus problemas de salud, Hippolyte Fortoul, de origen lionés, ministro de Instrucción Pública, le confía una misión que tenía como objeto el estudio de los orígenes de los municipios italianos a partir del siglo VIII. Eso debía durar hasta el 1 de mayo de 1853. Al regresar de Biarritz, Bayonne y Dax, los Ozanam hacen un alto en Marsella antes de embarcarse

en Génova para ir a Livorno. La travesía fue muy penosa y durante la estancia de los Ozanam el tiempo fue execrable.

Instalado, el 10 de enero de 1853, en Pisa, con Amélie y Marie, Federico atravesará fases de desaliento y de resignación; su estado de salud empeorará, pero no le impidió continuar con sus investigaciones históricas y el desarrollo de la Sociedad de San Vicente de Paúl en la península italiana.

Los hermanos Bevilacqua le ofrecen hospitalidad en su vivienda en Antignano, cerca de Livorno, pero la salud de Ozanam empeoraba. Él mismo tuvo el coraje de decir antes del final de su estancia: «Dios Mio, te doy gracias por los sufrimientos y aflicciones que me has dado en esta morada…»

En agosto, los dos hermanos de Federico, el cura Alphonse y el Dr. Charles se unieron a él. Comprobarían que por desgracia ya no había nada que hacer, y que sería mejor que Federico regresara a Francia.

El 2 de Septiembre de 1853, los Ozanam desembarcan en el puerto de Marsella. Los vicentinos de la ciudad les ayudaron a desembarcar. Ozanam se instala en un apartamento de la calle Mazade, n 9.

Tranquilo y sereno, recibió sus últimos sacramentos el 5 de septiembre. Al cura que le asiste y anima a tener confianza en Dios, le dice: «¿Por qué habría de temerle? Le quiero tanto.»

El 8 de septiembre, fiesta de la natividad de la Virgen María, a la que tenía una profunda devoción, su respiración se torna difícil. A las siete y media de la noche, entregó el alma al creador, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mi»!. Veinte minutos más tarde, rodeado por todos los que le eran cercanos, dio su último suspiro.

En su testamento Ozanam pide a la familia y amigos que recen mucho por él.

Así, respondiendo a sus deseos, se tuvo una misa en Marsella, otra en Lyon, en la iglesia de San Pedro, donde hizo su primera comunión, y por fin, en Paris, en la iglesia de Saint Sulpice, a escasos metros del local donde había fundado su querida Sociedad de San Vicente de Paúl.

Ozanam había especificado que deseaba unos funerales muy sencillos, pero el decano de la facultad de Letras de la Sorbona invitó a que participaran con uniforme de gala a todos los miembros de la facultad.

Su esposa Amélie deseaba que su cuerpo descansase en una iglesia, por lo que el féretro fue depositado, provisionalmente, en la cripta de la iglesia de Saint Joseph des Carmes, en la calle Vaugirard, n. 70, lugar frecuentado por los estudiantes del Instituto Católico de Paris.

Con el apoyo del prior de los dominicos y del padre Henri Lacordaire, Amélie Ozanam obtiene la autorización oficial del ministro de cultos, Fortoul, condiscípulo de Ozanam, para que se quede allí definitivamente la urna. Para ello se excavó un sótano en que se acondiciono también una capilla al estilo de las catacumbas funerarias.

En 1913 se erigió una nueva tumba en conmemoración del centenario del nacimiento de Federico, adonde se trasladaron sus restos en julio de 1929, con ocasión de su exhumación canónica, con vistas de su beatificación.

En 1853, centenario de su muerte, el pintor francés, René Dionnet, realizó un fresco del Buen Samaritano, que decora la pared detrás de la tumba, y simboliza el amor al prójimo que fue lo que alimentó la vida de este auténtico testigo de la caridad como lo fue Federico Ozanam.

Himno al Señor

¿Qué mejor conclusión a este bosquejo del recorrido humano y espiritual de Federico Ozanam que el invitar al lector a meditar su maravilloso adiós a la vida terrestre, último acto de fe, amor y esperanza, que se abre a la luz de la eternidad?

«Es el comienzo del cántico de Ezequías: No sé si Dios permitirá que yo pueda apropiarme del fin. Se que cumplo hoy mis 40 años, más de la mitad del camino de la vida. Sé que tengo una mujer joven y bien amada, una hija encantadora, excelentes hermanos, una segunda madre, muchos amigos, una carrera honorable, trabajos conducidos a un punto en que podrían servir de fundamento a una obra siempre soñada. Sin embargo, estoy aquí aquejado de un mal grave, pertinaz y cada vez más peligroso ya que esconde probablemente un agotamiento completo.

¿Es pues necesario, dejar todos estos bienes, que tú mismo Dios mío, me has dado? ¿No queréis, Señor, contentaros con una parte del sacrificio? ¿Cuál de ellos deseas que te inmole entre mis afectos desordenados? ¿No aceptarías el holocausto de mi amor propio literario, de mis ambiciones académicas, de mis proyectos de estudio en los que tal vez se mezclaba más orgullo que celo por la verdad?

Si vendiese la mitad de mis libros para dar el importe a los pobres y, limitándome a cumplir los deberes de mi estado, consagrara el resto de mi vida a visitar a los indigentes, a instruir a los aprendices y a los soldados, Señor, ¿estarías satisfecho, y me dejarías la dulzura de envejecer cerca de mi mujer y completar la educación de mi hija? ¿Tal vez, Señor, no lo quieres? No aceptas estas ofrendas interesadas, desechas mis holocaustos y mis sacrificios. Soy yo mismo a quien pides.

Está escrito en el comienzo del libro que debo hacer vuestra voluntad y he dicho: Vengo, Señor. Vengo si tú me llamas y no tengo derecho a quejarme. Me has dado 40 años de vida. Se yo repaso ante ti mis años con amargura, es a causa de los pecados con los que los he manchado; pero cuando considero las gracias con las que me has enriquecido, evoco mis años ante ti, Señor, con agradecimiento.

Cuando me encadenes a una cama, los días que me restan de vida no bastarán para agradecerte los días que he vivido. ¡Ah! Si estas páginas son las últimas que escribo, que sean un himno a vuestra bondad.»

Pisa, 23 de Abril de 1853, el día de sus 40 años. Federico Ozanam.

Una Beatificación esperada con ardor

Esta breve historia sobre Federico Ozanam no podría cubrir todos los aspectos de su asombrosa personalidad, pero es, sin duda, suficiente para explicar y justificar las cálidas palabras del papa Juan Pablo II, durante la audiencia concedida en Roma el 27 de abril de 1983, a los vicentinos procedentes de todo el mundo, en el marco de la conmemoración de los 150 años de actividad de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

«Hace 150 años, exactamente, que la primera «Conferencia de Caridad» nació en París: Una iniciativa de jóvenes laicos cristianos, agrupados en torno a Federico Ozanam. Se queda uno maravillado de todo lo que ha podido emprender para la Iglesia durante su vida, rápidamente consumida, para la sociedad, para los pobres, este estudiante, profesor y padre de familia, de una fe ardiente y de caridad inventiva. Su nombre queda asociado al de San Vicente de Paúl, que dos siglos antes había fundado las Damas de la Caridad. ¿Y cómo no desear que la Iglesia le ponga también en las filas de los bienaventurados y de los santos?»

El deseo del santo Padre, que se une al nuestro, ha sido por fin atendido al cabo de 72 años de paciencia y ferviente espera. Después de proclamar a Federico Ozanam «Venerable» el 6 de Julio de 1993, da cita en París a los Vicentinos para la beatificación, el 22 de Agosto de 1997.

El milagro de Ozanam

Desde la introducción de la causa de beatificación de Federico Ozanam, el 15 de marzo de 1925, día de santa Luisa de Marillac, los miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl pidieron al Señor «que manifieste con sus favores celestiales»- según la oración compuesta para ello, la evidencia de la santidad de su principal fundador.

Esta fue recitada por generaciones de vicentinos en todas las reuniones de las Conferencias y en todas las Asambleas, con la finalidad de obtener las gracias y sobre todo los milagros necesarios para la finalización del proceso.

La primera señal no tardo en manifestarse, porque el 2 de Febrero de 1926 – día de la Purificación de la Virgen María – un niño brasileño de 18 meses de edad se benefició de la intercesión de Federico. Su nombre: Fernando Luiz Benedito Ottoni – habitante de Nova Friburgo, Estado do Rio de Janeiro.

Victima de una difteria, calificada como incurable, este niño se estaba muriendo ante la desesperación de sus padres y la impotencia de los médicos.

El abuelo de Fernando, miembro de la Conferencia del Espírito Santo, en Rio de Janeiro, confía a las oraciones de sus amigos la petición de curación para su nieto, implorándose la intercesión de Federico Ozanam.

Al día siguiente, la enfermedad había disminuido notoriamente y la familia podía regocijarse de que este mal había sido controlado.

Se elaboró y se sometió a la Congregación de las Causas de los Santos, en Roma, un expediente detallado que reunía las declaraciones de los médicos y el testimonio del entorno de Fernando. Después de un largo período de estancamiento, el procedimiento recibió un nuevo impulso a partir de 1980.

La presentación de la «Disquisitio» y de la «Positio», elaboradas con el rigor más grande, permitió pasar con éxito las inevitables etapas de las comisiones romanas compuestas por historiadores, teólogos y cardenales.

El 6 de julio de 1993, el Papa Juan Pablo II proclamó a Federico Ozanam como Venerable. El 25 de Junio de 1996, firmó el decreto reconociendo el milagro obtenido en favor de Fernando Ottoni, despejando de esa manera el camino hacia la beatificación.

El Santo Padre Juan Pablo lo Beatificó en París el 22 de agosto de 1997, en el marco de la en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud y en el mismo día en que anunciaba que en octubre de ese año, centenario del Regreso a la Casa del Padre de Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, le nombraría «DOCTORA DE LA IGLESIA»

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