Ante la infancia abandonada (V)

Mitxel OlabuénagaHistoria de las Hijas de la CaridadLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Margaret Flinton, H.C. · Año publicación original: 1974 · Fuente: CEME.
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Servicio ordenado

Luisa insiste siempre en la necesidad de controlar el di­nero que pasa por las hermanas «para ponerlo exactamente cn las manos de la dama destinada a este efecto». Igual­mente hace hincapié en que las hermanas obedezcan fiel­mente las leyes establecidas para mantener un buen orden en el servicio. Así, a la superiora del hospital, servicio anejo al de los niños expósitos, se le advierte que tenga mucho cuidado

«de recibir a los niños solamente después de haber pasado todos los requisitos acostumbrados, y haber recibido los informes que se hayan hecho, con el fin de enviarlos con los ni­ños al hospital que haya sido destinado para educarlos con los otros…».

Si Luisa pide esta exactitud a sus hijas, es porque ella les da antes ejemplo. Los artistas y los poetas que han con­tribuido a inmortalizar la obra caritativa de san Vicente de Paúl y de santa Luisa de Marillac con los expósitos, descui­dan este hecho. Y, la leyenda que se ha incorporado a la his­toria ha hecho popular el recuerdo de aquel viejo que desa­fiaba las tinieblas y los rigores del invierno, para traer a los niños abandonados, recogidos en las puertas de las iglesias o en las calles de la capital al asilo en el que la señorita Le Gras y sus hijas, convertidas en los ángeles visibles de la ciudad, velaban esperándolo. Cuadro emocionante por cier­to, pero que no es más que un símbolo en una historia bas­tante bella que pasa de leyenda.

Consideremos mejor la acción caritativa bien ordenada que atestiguan los documentos; ejemplo patente, la peti­ción que san Vicente dirige a Luisa hacia 1638:

«¿Admitiría usted a un niño abandonado que fue traído ayer aquí por gente distinguida, que lo encontraron en un cam­po que depende de aquí? No tiene más que dos o tres días y fue bautizado ayer por la tarde en san Lorenzo. Al ser de la con­dición de los niños expósitos, sólo nos queda decir que usted no lo admitirá ni en «la Cuna ni en el hospital. Si se juzga oportuno hacer esta ceremonia, se hará».

Aunque no hayamos encontrado la respuesta de Luisa, sí conocemos su parecer y las piadosas tradiciones conservadas aún en el siglo xx por sus hijas, nos hacen llegar a la conclusión de que este niño sólo fue aceptado tras la admi­sión habitual.

La opinión de la madre continúa hoy en aquellas que la sustituyen. Otras hijas de Luisa, que desempeñan un ser­vicio público asumiendo los deberes de asistentes sociales o dirigiendo consultas de recién nacidos, escuchan como un eco de su fundadora:

«No sois libres, por consiguiente, de hacer esta obra se­gún vuestro capricho. Debéis organizarla, según el espíritu del servicio cuyo funcionamiento habéis aceptado asegurar, y en conformidad con sus instrucciones».

Admiremos una vez más este genio de organización de estos dos santos que, por eso mismo, han fundado una aso­ciación que se expande y se perpetúa, y que no conoce ni los límites del tiempo ni los del espacio.

Un extracto de la correspondencia de san Vicente de Paúl muestra esta misma preocupación de servicio ordenado en esta obra de la infancia. Se trata de una respuesta negativa enviada a Felipe Enmanuel de Gondi a propósito de un niño expósito en Villepreux que querían alojar en Los Niños Ex­pósitos de París.

«Está prohibido, escribe Vicente… a los que están encar­gados del cuidado de estos niños, recibirlos si no es según el orden que marcan los delegados; nosotros sólo lo hacemos de esta forma».

Dedicación de las hermanas

Bajo la dirección conjunta de los dos santos, no es sor­prendente que sus hijas hayan comprendido tan bien las lec­ciones recibidas. Su aplicación no estaba falta de fatiga, pero este cansancio incluso les era tanto más dulce en cuanto que estaba acompañado de grandes consuelos que las ani­maban a proseguir su tarea con un celo que crecía sin ce­sar. En eso como en todo, la caridad de las hermanas des­bordaba, por su abundancia, las prescripciones de su madre.

Para evitar a los niños las sacudidas bruscas de los co­ches, ellas mismas llevaban a los bebés sobre su espalda. Una de ellas, sor Francisca Fanchon, era siempre la primera en acudir al hospital para recibir «a los niños abandonados que los señores administradores recogían a todas horas, pero más frecuentemente por la noche». Los llevaba lo más aprisa que podía a la casa del barrio de san Lázaro, donde se encontraba el despacho y las nodrizas. Acción caritativa que practicó toda su vida, incluso cuando fue destinada fuera. Cuando ya era una hermana de edad se la veía aún «cargada con un cuévano y con algún niño abandonado». Otra de las hermanas, sor Lullen, «diciendo que le parecía besar los pies del Niño Jesús» daba este testimonio de afecto a los pe­queños que le eran confiados. No se hace nada sin amor en la educación!

Las cargas pecunarias aumentan

La administración de una obra tan vasta y tan compleja no era fácil. La buena voluntad de Vicente y de Luisa se pa­ralizaba a menudo. Por falta de dinero las damas se desani­maban. La experiencia había enseñado que la iniciativa pri­vada no podría nunca abastecer ella sola los recursos nece­sarios. Para subsanar el enorme déficit, fue preciso recurrir al tesoro real. Se consiguió interesar al propio rey por la suerte de los niños abandonados. Por cartas de 1642, Luis XIII les concedió «a título de feudo y limosna» una renta anual de cuatro mil libras. Otros donativos siguieron a éste. La reina regente, Ana de Austria, declaraba en nombre de su hijo: «que imitando la piedad y la caridad del difunto rey, que son virtudes verdaderamente reales, el rey añade a este primer donativo otro anual de ocho mil libras».

En 1643, la duquesa de Aiguillon daba cinco mil libras de capital. La señora del canciller de Aligre y el señor presidente de Berci también contribuyeron generosamente. No sabemos con lo que la señora de Miramion contribuyó, pero la suma debió ser considerable, según su biógrafo, «si se juzga por la ternura que tenía hacia estos pobres ni­ños expósitos».

A pesar de estas contribuciones, las dificultades acucia­ban a la tesorera, el desánimo cundía… incluso en Luisa. Pero Vicente estaba siempre allí para estimular el impulso caritativo, y la obra se proseguía y tomaba siempre más amplias proporciones. En 1643, el santo padre calculaba en mil doscientos el número de los niños asistidos por las hijas de Luisa desde 1638, y el número de las que se empleaban en este servicio había aumentado en diez o doce. Se adivina qué pesadas se habían vuelto las cargas pecuniarias. Las da­mas, asustadas por su tarea, estaban casi decididas a renun­ciar. Entonces se pronuncia el discurso tan conocido de san Vicente de Paúl:

«Es de sobra sabido, señoras, que la compasión y la caridad os han hecho adoptar a estas criaturitas como hijos vuestros; habéis sido sus madres por la gracia, desde que sus madres por naturaleza los han abandonado; ved ahora si los queréis abandonar también. Dejad de ser sus madres para convertiros ahora en sus jueces; su vida y su muerte están en vuestras ma­nos. Me voy a hacer eco de las voces y de las súplicas; es hora de decir que la obra se ha detenido, y de saber si ya no tenéis misericordia para ellos. Vivirán si continuáis teniendo un cui­dado caritativo; y al contrario, morirán y perecerán infalible­mente, si los abandonáis; la experiencia no os permite du­darlo».

El auditorio respondió con un consentimiento unánime Según Abelly, tras este discurso las damas obtuvieron los edificios del castillo de Bicétre, donde alojaron durante al­gún tiempo a los niños expósitos.

Las tres casas: la primera guardería infantil

El mismo Vicente de Paúl había resuelto en parte el pro­blema del alojamiento de los más pequeños edificando en el campo de san Lorenzo, cerca de san Lázaro, un grupo de trece casas, ¡guarderías en miniatura del siglo xx! Coste ha publicado la declaración de san Vicente de Paúl en la que decía haber

«empleado la suma de sesenta y cuatro mil libras en la cons­trucción de los edificios de trece casas colindantes, que hizo construir en una plaza llamada el campo de san Lorenzo, situada en el barrio de san Dionisio en la dicha ciudad de Pa­rís… por lo que las trece casas pasan a pertenecer a los padres de la misión de Sedan…».

Vicente de Paúl dejaba estas casas en arrendamiento a las damas de la caridad para los niños expósitos, en unas trescientas libras, el 22 de agosto de 1645.

Durante la guerra civil

Aquí como en Bicétre, Luisa pasó verdaderos apuros. Las revueltas de la Fronda se prolongaban, la paz de la fun­dación estuvo amenazada. En 1652, las tropas de Turenne y de Condé libraban batallas bajo los mismos muros de la casa. Una carta de agradecimiento de Vicente a la señorita Lamoignon, que ofrecía alojamiento para poner a los niños expósitos en un lugar más seguro, nos hace saber que

«el calor del combate que se libraba ante sus ojos, y los hombres que vieron matar delante de su casa, causó tal es­panto a las nodrizas, que salieron todas con los jóvenes y con los niños que amamantaban, y dejaron a los otros niños acos­tados y dormidos».

A su vez, Luisa habla del temor de las hermanas y de la parte que había tomado en «hacer traer trigo por algunos arqueros a los que a duras penas se les pagaría… para no dejar morir de hambre a estos pobres niños». Algunos días después, le contaba a una de las hermanas que por la misericordia de Dios no habían tenido «más que miedo y ningún daño» y que «todas las hermanas y las nodrizas de los pequeños» se habían quedado allí cuando la mayoría del pueblo había abandonado el arrabal.

Una carta de san Vicente de Paúl al señor Lambert nos dice que la solicitud de Luisa no disminuía, durante estas revueltas civiles, hacia los pequeños abandonados sino que se dirigía a la enorme muchedumbre de refugiados y de pobres. Escuchemos al santo describir estas primeras sopas popu­lares distribuidas por las hijas de la caridad.

«Las pobres hijas de la caridad, escribe, hacen y distribu­yen todos los días sopa en casa de la señorita Le Gras, para mil trescientos pobres harapientos y en el arrabal de san Dio­nisio para ochocientos refugiados, y sólo en la parroquia de san Pablo cuatro o cinco de estas hermanas se la dan a cinco mil pobres, además de sesenta u ochenta enfermos que tienen a su cuidado. Hay otras que hacen en otro sitio lo mismo».

Y, Luisa decía, «habiendo parroquias en las que hay cin­co mil pobres a los que se les da sopa. En nuestra parroquia se les da a dos mil, sin contar los enfermos».

En los años siguientes, el tema de los niños expósitos sólo se encuentra raramente en la correspondencia de san Vicente y de la señorita Le Gras. Las dificultades de los pri­meros tiempos habían desaparecido casi.

En 1654, las trece casas comenzaron a recibir a los niños de la maternidad del hospital, cuyas madres habían muerto o los habían abandonado.

La obra privada administrada en 1670 por el hospital general

En 1670 la fundación fue puesta bajo la autoridad de la administración del hospital general por el rey. Con esta dis­posición se afirma en el dominio práctico la idea de que es la colectividad la que debe, por la mediación de los poderes públicos que la representan, soportar la carga de los niños abandonados. El edicto unía la obra al hospital general aunque dejándole vida propia.

Seguir la obra de los niños expósitos hasta este momento en que llegaba a ser institución pública y continuar con ella, no es la meta que nos hemos propuesto. En nuestros días han hecho mucho más que hicieran Vicente de Paúl y su co­laboradora, Luisa de Marillac, pero es a ellos a los que se debe el mérito de haberle dado el impulso, y haber depositado el germen de lo que ha sido creado desde entonces dará el servicio de los niños expósitos.

Luisa, que pensaba siempre en el porvenir de esta obra, había propuesto a san Vicente el recordar a las damas de la caridad que tengan a la obra presente incluso en su testa­mento. Hasta el fin de su vida estuvo preocupada por los medios de hacer más aún por los pequeños abandonados, que había adoptado en su gran familia de pobres. Tres meses antes de su muerte, escribía por última vez a este respecto:

«Hace tiempo que usted piensa también, mi muy honora­ble padre, en los medios para servir más útilmente a los niños. Ruego a Nuestro Señor que dé a conocer su santa voluntad, como en todo lo demás, y nos conceda la gracia de ejecutarla fielmente».

Aún hoy, sus hijas reciben como una directriz cumplida fielmente siempre, lo que san Vicente decía a las primeras de ellas en 1643:

«Estoy convencido de que sentís a menudo afecto por ellos. Oh hijas mías, no sabéis lo que tenéis. Estad seguras de que no ofendéis a Dios al amarlos demasiado; puesto que son sus ni­ños y el motivo que os hace entregaros a su servicio y a su amor».

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