…Se intenta apiadar a las damas
Acaba sin embargo por mostrar en una carta a la señorita de Lamoignon, la necesidad urgente de una asamblea de damas y la necesidad de cuestaciones suplementarias para sostener la empresa una vez más.
Parecidos gritos de angustia sobre la suerte de las pobres nodrizas se reflejan en sus cartas de comienzos del año 1650.
«No hay ya medio, escribe, de resistir en conciencia a la piedad que nos causan las pobres nodrizas de los pueblos, pidiendo lo que les es justamente debido, no solamente para sus estrecheces, sino por tener adelantado de lo suyo; tras lo cual, se ven ellas mismas morir de hambre, y se sienten obligadas a venir desde muy lejos, tres o cuatro veces, sin llevar consigo dinero».
¿Qué hacer sino proponer a las damas el ya no «tomar nuevos niños expósitos para pagar y retirar a todos los destetados de los pueblos»?. Por el intermediario del procurador general, los niños destetados pudieron ser alojados en Enfermés; Luisa envió allí a dos hermanas para ocuparse de ello. «Nosotras allí estamos exclusivamente para alimentar a las nodrizas, explica sin embargo… si la cosa continúa, nos vamos a consumir».
¡Se pide prestado!
Según su primer biógrafo, no hubo ningún tipo de esfuerzos que Luisa no hiciera para poder remediar la situación. Pide dinero prestado; ella y sus hijas «tomaron incluso de lo que para ellas era necesario para aumentar el fondo, y se contentaron con tomar, una vez al día sólo, un poco de alimento, el más tosco». Algunos meses antes anunciaba a Vicente su necesidad de «dar todo el dinero para gastos que había en casa, unas quince o veinte libras casi…, que no se podrían reintegrar hasta dentro de un mes». Así es como Luisa, sin consultar en esta ocasión a las reglas de la prudencia humana, ni a las leyes de la naturaleza, seguía solamente los impulsos de su celo y de la confianza que tenía en la providencia de Dios.
…Carencia de nodrizas
Entretanto, surgió sin embargo, una razón más seria para inquietarla. Se vio obligada a contratar nodrizas de las que habla sin ilusión:
«Aunque se hace todo lo posible por contratar mujeres de bien, sin embargo parece que la mayoría no se ven obligadas a retirarse por la necesidad del momento, sino por mala conducta; y además, todos estos tipos de mujeres, reclutadas de todas partes, son mal habladas y de gran libertinaje».
Santa Luisa y san Vicente estimulan la abnegación en las hermanas
A fin de contrarrestar la influencia tal vez nociva de las nodrizas, Luisa velaba muy particularmente por la formación de las hijas de la caridad a quienes confiaba el papel de madres adoptivas. Desde la casa de los niños expósitos, escribía a las hermanas a París:
«¡Oh! con cuánto agrado desearía que todas estuvieran, aquí, con los sentimientos que Dios me da de esta gran obra».
Y no a cualquiera de las hermanas confiaba Luisa el servicio de los niños. Vicente de Paúl veía la importancia y delicadeza de la elección que había que hacer; se indignaba al oír que espíritus retorcidos habían inventado que «cuando una hija no valía para una parroquia… se la destinaba a los niños expósitos».
«Sabed hermanas mías, les dice él, que nunca ha sido ese el pensamiento de la señorita Le Gras que, por el contrario, se ha preocupado por enviarles personas que les harán las veces de padre y de madre. Además, ¿tenemos mejores hermanas que aquellas que, por el amor de Dios, desean prestarle servicio en la persona de estos niños? Yo no veo por otra parte hermanas mejores que aquellas que se dedican a los niños expósitos».
El corazón de Vicente de Paúl se desahoga libremente a propósito de la obra que le es tan querida. ¡Cuánta precisión pone en las conversaciones que tiene con las hermanas encargadas de los recién nacios! Desde 1643, consagraba una conferencia entera a este servicio. Exalta primero su misión de caridad hacia los niños que son los hijos de Dios. Es El el que les sirve de padre y de madre y provee a sus necesidades…». El que se deleita «en sus pequeños susurros». Qué honor no va a hacerles Dios al inclinarse preferentemente hacia ellas «pobres jóvenes de pueblo, sin experiencia, sin instrucción, excluyendo a muchos, para que le presten este servicio». Después, continúa:
«Desde toda la eternidad, él os ha escogido, hijas mías, para su servicio. ¡Qué honor para vosotras! Si las personas del mundo se sienten bien honradas por servir a los hijos de los grandes, cuánto más vosotras por ser llamadas a servir a los hijos de Dios».
La nobleza de su trabajo comporta, en consecuencia, deberes que cumplir. El santo hace resaltar: la necesidad de tener «gran cuidado de lo que les es necesario y vigilar que nada les falte»; el peligro, además, de «darles más cariño a unos que a otros, porque las preferencias crean celos y envidias, a la que estos niños podrían acostumbrarse»; la resolución, por último, de considerarse sus madres, «y como tales deleitarse en servirles, en hacer todo lo que podáis para su conversación».
Para sostener su ánimo en este trabajo que fácilmente podía apenarlas, o darles un poco de repugnancia, les muestra la gran recompensa que les corresponderá.
«Si Dios no os hubiese llamado para su servicio, continúa diciéndoles, si os hubiese dejado en la barahúnda del mundo, habríais sido madres, y nuestros hijos os habrían dado muchos más sufrimientos y tormentos que éstos. ¿Y con qué provecho? Como la mayoría de las madres, los hubieseis amado con un amor natural. ¿Qué recompensa tendríais? Sencillamente, la recompensa de la naturaleza; vuestra propia satisfacción… Pero por haber servido a estos niños pequeños abandonados del mundo, ¿qué recibiréis?: a Dios en la eternidad».
En 1654, el santo habla a las hermanas de la virtud necesaria para que no escandalicen a estos pobres pequeños, haciendo alusión a su papel de madres adoptivas, les dice:
«Si ella es buena, ellos serán buenos; si es mala, ellos lo serán… si os enfadáis, ellos se volverán coléricos; si murmuráis, ellos murmurarán; y si se condenan, ellos se atendrán a vosotras, no lo dudéis, porque vosotras habréis sido la causa». En otras conferencias volverá a insistir en la idea de que las hermanas se convierten en «vírgenes y madres a la vez» aceptando los deberes de la maternidad con respecto a los pequeños abandonados.
Luisa sigue con solicitud la actividad de sus hijas
Los escritos de Luisa de Marillac, en particular sus cartas a las hijas de la caridad, atestiguan de una manera no menos expresiva su afectuosa solicitud con respecto a ellas. ¡Cuánta exactitud y celo exigía de ellas! El porvenir de los niños estaba tan influenciado por la manera con que ellas cumplieran su servicio… Deseaba que sus hijas poseyeran, más incluso que estas preciosas cualidades, una ternura provisora y vigilante que no rehúsa ningún cuidado ni fatiga… algo que pertenece al amor maternal. Para facilitarles esto y para recordarles de tiempo en tiempo cuán agradable es a Dios su servicio, al mismo tiempo que peligroso si se hace negligentemente, propone a Vicente de Paúl que redacte «dos o tres meditaciones sobre el tema del servicio a los recién nacidos».
Así mismo le escribía en 1648:
«El trabajo de nuestras pobres hermanas de esta casa a penas si es digno de crédito, no tanto por la gran pena como por las repugnancias que existen naturalmente en este ejercicio; por ello es justo ayudarlas, animarlas y hacerlas conocer qué significa a los ojos de Dios su ejercicio, como también ayudarlas con la oración».
Sus frecuentes visitas a los niños expósitos le daban numerosas ocasiones de animar y aconsejar a las hermanas. Ausente de París, no las olvida. Desde Nantes escribe a sor Juana Lepeintre «que tenga gran cuidado de nuestras hermanas de los niños expósitos para que encuentren ayuda en sus grandes necesidades».
Los niños expósitos en Bicétre
Su influencia personal en ellas se hizo sentir sobre todo durante la estancia de los niños en el castillo de Bicétre, ¡qué razón tuvo al temerlo!
Desde 1643 las damas de la caridad hacían gestiones para entrar en posesión del castillo. Luisa cuenta la buena acogida que les dispensó el señor canciller y la advertencia que él hizo de hablar de ello «a la reina y hacer redactar un certificado». Sin embargo fue el 7 de julio de 1647 cuando Luisa recibió la orden:
«de enviar mañana domingo a la una a cuatro niños, dos chicas y dos muchachos, con dos hijas de la caridad al castillo de Bicétre, con las ropas, pero sin las cunas de los niños, v lo que hará falta para vivir ese día y al siguiente».
Las damas iban a estudiar sobre el terreno los detalles de organización. Aunque Luisa se resignó al traslado de los niños a Bicétre —no era partidaria de ello—, las disposiciones que las damas tomaron no eran de tal naturaleza que disipara sus temores. Ya había hecho valer las dificultades que comportaba el traslado: inconveniente de una casa antes ocupada por personas de mala vida; camino peligroso; alejamiento de París; grandes gastos para habilitar el lugar; dificultades para que los niños puedan allí ser visitados.
Algunos días después de la instalación, renovaba sus objeciones con más fuerza:
«La experiencia nos hará ver que no eran infundados mis temores sobre el alojamiento de Bicétre. Eligen para alojamiento las habitaciones pequeñas, en que el aire al momento estará corrompido, dejan las grandes; pero nuestras pobres hermanas no se atreven a decir nada. No quieren que se diga allí la misa, sino que nuestras hermanas vayan a oírla a Gentilly. ¿Y qué harán los niños mientras tanto? ¿Y quién hará el trabajo?».
¿Pequeño detalle este del desprecio por las «habitaciones pequeñas en que el aire al momento estará corrompido»? El que la higiene de la casa sea defectuosa preocupa a Luisa que insiste siempre en la limpieza, la comodidad y la salubridad de las fundaciones. Los cuidados de limpieza, tan esenciales siempre no lo son menos en un hospicio de niños en que ellos ejercen una gran influencia sobre la salubridad del aire. Pequeño detalle también para nuestro siglo que conoce una aplicación esclarecida y perseverante sobre todo de la higiene a los recién nacidos, pero Luisa de Marillac pertenece al siglo XVII. Por lista razón, hay que admirar siempre sus precisiones sobre la limpieza y su insistencia en hacer que se tenga en cuenta. Incluso la partida de un niño pequeño le hace decir: «que se le vista muy aseadamente de pies a cabeza».
Reglamento de las hermanas de los niños expósitos
El reglamento de las hermanas de los niños expósitos, fruto de la colaboración común de Vicente y de Luisa, está además lleno de excelentes consejos donde se transparenta el cuidado de las almas y de los cuerpos y donde las leyes de higiene, por primitivas que sean, eran escrupulosamente respetadas. En las observaciones hechas por Luisa sobre el reglamento, se lee después del artículo sexto:
«No permitirán a los niños lavarse completamente desnudos, ni desnudarse del todo… tanto para habituarlos a la honestidad y pureza, como por la necesidad de la salud, no peinándolos, ni acicalándolos en lugares descubiertos, como el patio, o su habitación junto a ventanas abiertas».
Otra precaución se ha de tomar: la de cuidar «que los niños no se duerman al sol, ni en cualquier lugar malsano, y esto siempre», y en invierno, «que los niños no estén mucho tiempo junto al fuego, sino más bien hacer jugar a los pequeños a cualquier juego para que entren en calor, aunque sea preciso hacer que se acerquen de vez en cuando al ruego».
Un caso de enfermedad contagiosa se ha descubierto, los niños serán separados en tres categorías: sanos, sospechosos y enfermos. El reglamento prevee hasta «sopa cocida a fuego lento». Sin embargo, si la salud de los niños ocupa un lugar importante, la obligación que incumbe a sus «madres adoptivas» de velar por la moral de los niños no es olvidada.
Se dan precauciones contra la envidia y la pereza. Si hace falta castigar a los niños que sea primero a través «de pequeñas mortificaciones», mejor aún, «de dulces palabras que los estimulen al bien». Si estas advertencias no son eficaces, la hermana deberá entonces advertírselo a la superiora.
«que los azotará —costumbre de la época—, hará saber que se los ha dado, lo ha de hacer siempre sin pasión, y para esto debe dejar pasar algún tiempo después de haber conocido su falta, y se abstendrán de darles golpes en la cabeza».
La formación moral del niño se completaba con una educación religiosa y técnica. Había que enseñarle a reprimir sus pasiones, a respetar las leyes, a convivir con los demás, a llegar a ser un día un buen ciudadano y un obrero hábil. Si el reglamento indicaba a las hermanas la forma de lograrlo, Luisa aprovechaba sus estancias en los niños expósitos para proveerlos de los instrumentos necesarios. Con qué cuidado minucioso llega, como una verdadera madre, a los pequeños detalles infinitamente conmovedores, sus cartas así nos lo revelan. A sor Hellot en 1647 le escribía para pedirle:
«cien agujas, veinticinco o treinta dedales y cien libritos como el de Pont. Las agujas todas de la misma clase, y que envíen alguna sábana, media docena limpias para hacer las camas. Si sor Juliana tiene hilo, lo enviará; es para coser la ropa de los niños pequeños. Entérese, se lo ruego, por Vicente de Paúl, si hay cuadernos de lecturas para enviárnoslos».
Luisa no quiere dejar la fundación sin que quede en ella una maestra para «enseñarles a coser y a leer» y un eclesiástico para «instruir a los chicos». Pedirá también que Vicente envíe a un hermano panadero… «para enseñarnos y ayudarnos a hacer una buena hornada».
En el reglamento Luisa señalará el esmero que la hermana debe poner «para que todo el hilo o seda, sea bien empleado, para que los niños tengan o hagan su tarea, y vender lo que se haga en la casa, y cobrar a los compradores, y dar cuentas de las ganancias a la dama tesorera de la compañía de dichos niños».