Al servicio de los pobres (IV)

Francisco Javier Fernández ChentoFormación VicencianaLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Margaret Flinton · Año publicación original: 1974 · Fuente: CEME.
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Las restantes religiosas… estaban todas enclaustradas

A comienzos del siglo XVII, se hicieron en Francia seis o siete fundaciones de Ursulinas. Pero las «seglares» de Án­gela Medici, después de haber sido las «congregadas» de san Carlos Borromeo, se convirtieron en París, desde 1612, en monjas en el pleno sentido de la palabra.

San Francisco de Sales, al fundar a las Hijas de la Visi­tación algunos años después, tenía en perspectiva una co­munidad dedicada principalmente a la visita de los pobres a domicilio. Tuvo que renunciar sin embargo ante la oposi­ción de monseñor de Marquemont, arzobispo de Lyon, que temía desórdenes con el tiempo. La fundación de la Visita­ción se hizo en 1617, pero también «con la condición de una clausura perpetua».

Se habían visto, bien es verdad, desde el siglo xiv, y se podían ver aún en el norte de Francia, religiosas de la orden tercera regular de san Francisco de Asís, como las Hermanas de la Sopa o Hermanas Grises y las Hermanas de la Celda o Hermanas Negras, que prestaban servicios a domicilio y tam­bién en el hospital, sin otro motivo que «el puro amor a Dios y la salud espiritual de su prójimo».

Sin embargo parece que la misma corriente de enclaus­tramiento radical se haya manifestado, en el siglo XVII, en las congregaciones hospitalarias y en las educadoras. Hélyot ci­ta el ejemplo de las hospitalarias de la orden tercera franciscana de Beauvais en 1627, seguida de la de las hospitala­rias de Laval algunos años después.

Estas comunidades habían dejado su ministerio exterior o bien eran tan poco conocidas que se las ignoraba. Es por lo que la creación de las Hijas de la Caridad destinadas al servicio de los pobres enfermos, fue considerada como una innovación. El mismo san Vicente lo creía así, a juzgar por sus entrevistas con las Hijas de la Caridad en las que les atri­buye:

«La felicidad de ser las primeras llamadas a este santo ejercicio, vosotras, pobres aldeanas e hijas de artesanos. Desde el tiempo de las mujeres que servían al Hijo de Dios y a los apóstoles, no se ha hecho en la Iglesia ninguna fundación de este tipo».

Otro día les pregunta:

«¿Quién ha oído nunca hablar de una obra así antes de ahora? Ya se habían visto órdenes religiosas, ya se habían fun­dado hospitales para la asistencia de los enfermos; ya se ha­bían ofrecido religiosos para servir a Dios; pero nunca hasta ahora se había visto que se tuviera cuidado de los enfermos en sus habitaciones. Si en alguna pobre familia alguno caía en­fermo, había que separar al marido de su mujer, a la mujer de sus hijos, al padre de su familia. Hasta ahora, Dios mío, no habías puesto orden para socorrerlos, y parecía que vuestra providencia adorable, que a nadie le falta, no hubiera mirado por ellas».

Religiosas o seglares

San Vicente no era el único en afirmar este hecho. El pro­curador general a quien Luisa se dirigía para obtener la aprobación de su instituto, que funcionaba desde hacía 17 años, testimoniando a la superiora no desaprobar su deseo, le dijo sin embargo «no tener precedentes».

En efecto, obispos, curas, magistrados, no tenían con su experiencia ninguna categoría en qué situar la nueva orden. También era necesaria una palabra de explicación y de apro­bación cada vez que se trataba de una nueva institución: lo atestigua esta carta de la señorita Le Gras en la que pide:

«si no estaría de más proponer a los señores administrado­res, que pidieran a monseñor de Angers que aprobara el ser­vicio y la residencia de nuestras hermanas en el hospital… y esto por el temor de que los padres no se atrevan a quererlas hacer religiosas».

A unas hermanas enviadas a provincias, Vicente da la respuesta que deben dar al señor obispo que les pregunta si son religiosas:

«Le dirán que no, por la gracia de Dios, que no es que no estimen mucho a las religiosas, pero que, si lo fuesen, tendrían que encerrarse y que, por consiguiente, habría que decir: «Adiós el servicio de los pobres». Díganle que son pobres hijas de la caridad, que se han dado a Dios para el servicio de los pobres y que les está permitido retirarse y también se las puede devolver».

La misma solicitud y preocupación por proteger su «fa­milia seglar» se observa en Luisa.

«Le agradecería, escribe a M. De Vaux, que me advirtiera si en este primer artículo de las reglas de nuestras hermanas, hay alguna cosa que indica comunidad regular y diferente de la de Angers, porque ésta no ha sido nunca mi intención; al contrario, he visto dos o tres veces al señor vicario para ha­cerle entender que no somos más que una familia seglar y que, ligadas entre nosotras por la cofradía de la caridad, tenemos a Vicente de Paúl, general de estas cofradías, como nuestro director. Desde entonces él le dio a conocer este tipo de funda­ción nuestra a monseñor de Nantes, que la aprobó, si bien la firmó con MM. de la ville».

Tres meses antes de su muerte, Luisa escribía a Vicente:

«Algunos espíritus delicados de la compañía tienen repug­nancia a la palabra cofradía y quisieran la de sociedad o co­munidad. He tomado la libertad de decir que esta palabra nos era esencial y podía contribuir a la seguridad de no hacer más innovaciones, que significaba para nosotras secularidad, y que la providencia al añadir sociedad y compañía nos ense­ñaba que debemos vivir regularmente observando las reglas que hemos recibido al fundarse nuestra compañía, en la forma que nos ha sido explicada«.

Más de 20 años de gestiones habían sido necesarios para triunfar sobre la resistencia de la opinión pública, las obje­ciones del parlamento y las inquietudes del clero. En fin, gracias a las sabias y firmes precauciones de san Vicente y de santa Luisa, una nueva corriente de vida religiosa se esta­blecía sin debilitar ni desprestigiar la antigua; aquello que parecía esencialmente contradictorio se realizaba: la vida interior en la actividad ininterrumpida. Luisa no sueña sin embargo con triunfar en el prodigioso avance que ella augu­ra al apostolado de la mujer; al contrario, se dedica constantemente.

Desde hace algunos años la Santa Sede muestra un gran interés por ciertas asociaciones católicas con diversos fines, sin ser ni congregaciones religiosas ni sociedades de vida común. Sus miembros viven en el mundo, practican los con­sejos evangélicos de perfección y se dan por entero al apos­tolado de la sociedad. Es interesante señalar que tres si­glos antes de los Institutos Seculares Luisa de Marillac inau­guraba una vida entregada a Dios para el servicio del pró­jimo, en medio del mundo, del que no separa a sus hijas. Ella las lanza «en plena batalla», ya que existe «por todas partes la discordia, el odio, la guerra, por todas partes la miseria, el hambre, la muerte…».

A los que señalan los peligros de esta nueva sociedad que los muros del monasterio no defienden, Vicente responde que las hermanas tendrán más virtudes. También aprovecha cual­quier ocasión para indicar los peligros que pueden entibiar la vida interior y los medios de evitarlo.

«Quien dice religiosa, insiste, dice enclaustrada y las hi­jas de la caridad deben ir por todas partes. Por esto, hermanas mías, aunque no estéis encerradas, debéis ser tan virtuosas y y más que las Hijas de santa María. ¿Por qué? Porque éstas están encerradas. Cuando una religiosa quisiera obrar mal, la reja está cerrada; no lo sabrían; la ocasión le es evitada. Pero no hay nadie que vaya por el mundo como las hijas de la cari­dad y que tenga tantas ocasiones como vosotras, hermanas mías. Por esto importa mucho que seais más virtuosas que las religiosas. Y si hay un grado de perfección para las personas de religión hacen falta dos para las hijas de la caridad, porque corren un gran riesgo de perderse si no son virtuosas«.

También les decía:

«Además, hermanas mías, tomen la resolución de no so­portar nunca que los hombres suban a sus habitaciones, son un lugar tentador. Dios se complace en ver a una hija de la cari­dad que guarda bien su habitación. Dios se complace en estar en la soledad con su esposa».

Vicente defiende la idea contra todo y contra todos y la impone. Luisa, que secundó siempre sus esfuerzos, escribe a las hermanas de Richelieu:

«¿Se acuerdan constantemente de la advertencia que nuestro muy honorable padre nos hizo en una conferencia de que te­nemos un claustro igual que las religiosas, y que es tan difícil para las almas fieles a Dios salirse de él como a las religiosas del suyo, aunque no sean piedras, sino la santa obediencia la que debe ser la regla de nuestros deseos y acciones? Le suplico a Nuestro Señor, cuyo ejemplo nos ha encerrado en este santo claustro, que nos consiga la gracia de no falsearlo nunca«.

Luisa rechaza una proposición de semiclausura, como «forma muy peligrosa para la continuación de la obra de Dios, que, mi muy honorable padre, la caridad de usted ha sostenido con tanta firmeza contra todas las oposiciones».

Por una incansable aplicación a formar a las hermanas en la práctica de las virtudes cristianas y propias de su estado tanto como al ejercicio de su deber profesional, Luisa contri­buía en gran manera a realizar la fórmula vicenciana: las hijas de la caridad tendrán

  • por monasterio, las casas de los enfermos;
  • por celda, una habitación de alquiler;
  • por capilla, la iglesia de la parroquia;
  • por claustro, las calles de la ciudad o las salas de los hospitales;
  • por clausura, la obediencia;
  • por reja, el temor de Dios, y
  • por velo, la santa modestia…

Faltándoles el freno de una disciplina exterior a las hi­jas de la caridad, tanto más les es esencial su práctica diaria. Vestidas como las mujeres del pueblo, no llevaban aún la pesada toca, sino un simple velo de tela blanca sobre la ca­beza que ocultaba los cabellos. Es en 1646 cuando Luisa propone a Vicente que «las hermanas lleven una toca de tela blanca que proteja el rostro de las incomodidades del frío y del calor». El uso de esta toca, cuyas alas caen sobre los hombros, fue permitido pero no impuesto hasta el año 1685 por razones de uniformidad.

Una regla que perdura a través de los siglos

La ausencia de clausura ocasiona un conjunto de pres­cripciones destinadas a salvaguardar la virtud de las her­manas. No se trata de reglas definitivas —eso vendrá des­pués de algunos años de práctica ya que hay que ir «simple­mente, buenamente»— sino simples ordenanzas a la ma­nera de las buenas campesinas.

Lo que configurará a la hija de la caridad, serán no tanto las reglas sino el espíritu que las anima, la mentalidad cris­tiana bebida en las fuentes evangélicas. Luisa marca al ser­vicio de las hijas su finalidad:

«Tenemos que tener continuamente ante los ojos nuestro modelo, que es la vida ejemplar de Jesucristo, a cuya imitación estamos llamadas, no sólo como cristianas sino como elegidas de Dios para servirle en la persona de los pobres».

¡Servir al pobre es servir a Dios! Ese es el punto de par­tida en la formación de una sierva de los pobres. Vicente de Paúl se lo había enseñado a Luisa, que quiere meter esta noción inquebrantable en el corazón de sus hijas antes de ponerlas en pleno servicio.

Les traza con mano vigorosa todo el comportamiento sobrenatural en la actividad.

«Mis queridas hermanas, dirá, no basta con ser hijas de la caridad de nombre, no basta con estar al servicio de los pobres enfermos… hay que tener las auténticas y sólidas virtudes que saben se necesitan para hacer bien la obra en la que se encuentran tan felices trabajando; sin esto, hermanas mías, su trabajo les será casi inútil».

Expresa el gran deseo de su corazón: verlas «muy santas para trabajar útilmente en la obra de Dios, porque no basta con ir y dar sino que es necesario un corazón despojado de todo interés y no dejar nunca de trabajar en la mortificación general de todos sus sentidos y pasiones».

Luisa podía hablar así porque se había dado a la oración y la había calado desde su nacimiento. Esa es la explicación de su vigor en palabras y en obras. Si no hubiera sido una mu­jer de intensa vida interior, una santa, sus obras hubieran bajado con ella o antes que ella a la tumba. Era pues, la unión de la vida interior y de la vida exterior hasta entonces dis­tintas, al menos para las mujeres, lo que pedía a sus hijas.

Había en esto una audacia cuyo alcance no podemos concebir. Así, para que estén a la altura de su tarea, Luisa se esfuerza en hacerlas conscientes de la grandeza de su voca­ción que, gracias al espíritu de fe, les dará una paciencia a toda prueba para ver los más pequeños detalles de cada día a través de los horizontes de la caridad.

Distribución de la jornada

Se establece una distribución de la jornada con arreglo a las exigencias de la formación de las hermanas y de sus obras; sin embargo no es un orden rígido, ya que la regla de oro es «dar preferencia al servicio de los pobres con respecto a cualquier otra actividad ya sea corporal o espiritual…» y que san Vicente recuerda: «La caridad sobrepasa toda re­gla». A esto, las hermanas subordinarán la oración incluso, si fuese necesario, porque Luisa les dirá sirviéndose de una fórmula vicenciana: «El dejar alguno de sus ejercicios por el servicio de los pobres es dejar a Dios por Dios».

Máxima regulada por una caridad bien ordenada y no por el capricho del momento, ya que Luisa afirma que es preciso ser «lo más fieles posibles a nuestras pequeñas reglas sin perjudicar a los pobres; su servicio debe ser preferido pero de la manera precisa y no según nuestra propia voluntad».

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