En Los miserables, de Víctor Hugo, novela clásica del s. XIX, el santo obispo de la pobre y remota diócesis de Digne, Monseñor Carlos- Francisco-Bienvenido Myriel, acomete el largo viaje a París, para asistir a un sínodo episcopal, a una con otros 104 colegas en el episcopado, citados de toda Francia y de los territorios italianos sujetos la dominación francesa. Este sínodo sin precedente, convocado por Napoleón, se reunió en la catedral de Notre Dame los meses de junio y julio de 1811, bajo la presidencia del cardenal Fesch, tío del emperador, que era demás obispo de Lyon.En el transcurso de este sínodo, según el relato novelesco de Hugo, el anciano obispo de Digne, asistió a una sola sesión y a tres o cuatro conferencias privadas. En cuanto obispo de una diócesis montañosa, que vivía cercano a la naturaleza, en condiciones rústicas y en medio de la privación, parecía que hubiese traído a estos eminentes prelados, ideas que cambiaron el todo del sínodo. Pronto vuelve a Digne. Cuando le preguntaban cómo había vuelto tan pronto, él respondía, «Les causé embarazo. Fue conmigo el aire de la montaña. Hice el efecto de una puerta abierta…» Más bien les había ofendido. Entre otras extrañas cosas, estando una noche en casa de un encumbrado colega, se dejó caer observaciones como éstas: «¡Qué relojes más hermosos! ¡Qué alfombras más finas! ¡Qué libreas más ricas! Tiene que ser muy enojoso. Yo detestaría que tantos objetos superfluos me gritasen: ¡Hay gente desfalleciendo de hambre! ¡Hay gente que pasa frío! ¿Y los pobres? Los pobres, ¿qué?»
En el epígrafe que adjunta el año 1862, cuando está a punto de publicarse la novela, habla Hugo sobre la irreprimible fuerza que le impelió a escribir Los miserables:
Mientras exista, a causa de las leyes y de las costumbres, una condena social, por cuyo artificio se creen infiernos en medio de la civilización, y se complique un destino que es divino con una fatalidad humana; mientras no se resuelvan los tres problemas del siglo, la degradación del hombre por el proletariado, el estrago de la mujer por el hambre, y la atrofia del la niño por la tiniebla; mientras en ciertas regiones sea posible la asfixia social; en otros términos y desde un punto de vista más amplio aún, mientras haya en la tierra ignorancia y miseria, libros de la naturaleza del presente puede que no sean inútiles.
Hugo tenía toda la razón; había necesidad urgente de libros semejantes al suyo en la literatura del s. XIX. Pero esta exigencia literaria venía de otra mayor, la de que surgieran la caridad y la justicia en el decimonónico mundo de injusticia, destitución y miseria, tan convincentemente descritas por Hugo y escritores contemporáneos con ideas afines.
La ciudad de París y sus pobres
El París de la vida de Víctor Hugo (1802-85) lo fue: de Napoleón; de la restauración borbónica de Luis XVIII y Carlos X; de la revolución burguesa y monarquía de julio bajo Luis-Felipe; de la breve II República; del segundo imperio bajo Napoleón III y el barón Hausmann; de las revoluciones de 1830 y 1848; de las victorias prusianas de 1870 y la sangrienta Comuna de 1871. Fue asimismo el París de la incipiente revolución industrial, atestado de pobres y a menudo violento.
Miserables en este París eran por definición las grandes masas urbanas de pobres que, entre los años 1801 y 1850, doblaron su censo de población, no estando preparada a ello la ciudad, ni deseándolo, e incapaz como se veía de proveer a ellos. Según entonces se entendía, miseria fue la palabra que llegó a expresar la experiencia colectiva de su marginalización, opresión, pobreza y sufrimiento.
Por coincidencia de todas las mediciones estadísticas de la época, y por consenso de todos los informes contemporáneos, se reconocía que esta misma ciudad de París había caído peligrosamente enferma. Ahora bien, la patología que manifestaba era precisamente aquella que afligía a sus pobres. Había sin duda desacuerdo en la diagnosis exacta del mal, pero todos reconocían los síntomas y sus fatales consecuencias.
Si nacías, vivías y morías entre quienes eran considerados por la sociedad francesa, y aun por ellos mismos, como miserables, no sólo te demostrabas pobre, atribulado, miembro de la explotada clase trabajadora; te comprobabas además actual o eventual miembro de las comúnmente llamadas entonces clases «criminales». Significaba que, potencialmente o tal vez de hecho, estabas entre quienes, con una palpable sensación de temor, de miedo, eran designados por la «cortés» sociedad burguesa «bárbaros y salvajes», eras de las clases peligrosas.
¿Qué hacía tan peligrosos a los pobres?
Durante esta época, en la perspectiva de las clases rectoras, escasamente se dudará, que los parisinos pobres de la clase trabajadora fuesen estimados como «peligrosos». Pero hay que preguntar: Exactamente, ¿qué hacía tan peligrosos a los pobres de París? Pongamos dos medidas: la de las clases rectoras, que tenían aguda sensación de los peligros presentados por los pobres, para sí y para su mundo de acomodo; y la medida de los peligros personales, agudamente sentidos por los pobres en su inhóspito mundo, mundo creado por las férreas leyes del status-quo, en una sociedad sumamente estratificada, cual era la francesa; pues bien, esas dos medidas son una y la misma. La sima entre uno y otro sector social, cada vez más ancha, tender un puente sobre la cual parecía imposible, dio origen a la lucha de clases, una entre otras características del s. XIX.
El costo de los pobres
El total de costos humanos, por aquella «patología urbana,» industrializada y capitalista, era pagado por los pobres de París: hombres y mujeres, ancianos, adolescentes, niños y bebés. Pagaban los costos de las siguientes formas, todas contabilizables y contabilizadas: hambre, enfermedad, desnutrición, falta de escolarización; mendicidad, vagabundez, desempleo; explotación de la mujer trabajadora y abuso del trabajo infantil; alta mortalidad en las dos epidemias de cólera en 1832 y 1849; mortalidad infantil e infanticidio; niños expósitos y huérfanos; suicidio, prostitución, demencia, violencia, delincuencia endémica; lucha de clases, disturbios, agitación civil, revolución. En una palabra, los pobres lo pagaban todo, por todas las vías concebibles.
Se ha calculado que, en esta época, integraba los miserables, al menos la cuarta parte de una población parisina que no cesaba de crecer; y que en momentos de crisis económica, aquella cifra aumentaba, ocasionando «hambre, enfermedad y muerte a casi media población de París.» Como ha señalado Louis Chevalier, tales estadísticas «proyectan sobre el fondo histórico de París… una vasta pobreza estructural, fundamental pobreza, pobreza monstruosa y permanente.»
La actitud del gobierno francés
Durante toda esta era, los sucesivos gobiernos franceses negaron toda necesidad de aumentar el gasto público en alivio de los pobres, cuyo número fue siempre subestimado, o impugnado y aun desdeñado. Para lo que importaba al gobierno, cierto, la pobreza inculpable afectaba sólo a un número relativamente bajo de quienes, en realidad, formaban la creciente clase mítica de aquellos a los que, tradicionalmente, se había visto constituir «una cómoda clientela de honrados artesanos, viejos, viudas, y niños de pecho,» Únicamente estas categorías de pobres eran consideradas «industriosas y dignas». Representaban a una colectividad a la que supuestamente se podía sustentar con holgura y por medios mínimos, sin ulteriores y enojosos aumentos de atención o gastos por parte del gobierno. Para el gobierno y las clases rectoras, «el problema de la pobreza concernía a un número infinitesimal de personas, con lo cual perdía toda su gravedad y todo su horror.»
Así pues, ¿cuál estimaban el gobierno francés y las clases rectoras que era el problema? He ahí una pregunta clave, que puede responderse parafraseando del modo que sigue la cita que traíamos a colación: «el problema del crimen se puso en relación con un número casi infinito de personas, por lo cual revistió un tremendo sentido de gravedad y de horror.» En la mente del gobierno y de las clases rectoras, no se establecía nexo alguno entre el crimen, la violencia, el conflicto social, la agitación cívica y estridente retórica que naturalmente acompañaba a la miseria, de un lado; y del otro, el capitalismo y la revolución industrial, cuya consecuencia directa todo lo enumerado. Más bien se miraba a los fallos morales y criminales de los pobres mismos, quienes se juzgaba que eran los principales «agentes de la propia desgracia.» Un contemporáneo el analista social Eugène Buret, comentaba,
Si usted se interna por los antiguos distritos… y llega a las abarrotadas calles de las cicunscripciones VIII, IX y XII… adondequiera se vuelva en esos malhadados barrios, verá a hombres y mujeres señalados con la marca del vicio y de la destitución, niños medio desnudos carcomidos por la suciedad y ahogándose en guaridas sin aire ni luz… Aquí, en medio mismo de la civilización, encontrará a miles… reducidos por la sola imbecilidad a una vida de bestias; aquí se apercibirá de la destitución bajo una forma tan horrible… como para inspirar asco y repugnancia, pues asalta simultáneamente a todos los sentidos… le llenará a usted de aversión, más que de piedad, y estará tentado de estimarla justa castigo del crimen.
La acción gubernamental que interesaba a los pobres en este ámbito, no se concentraba en el control y la regulación de la industria; ni en la mejora física de las condiciones de vida, en las áreas de París habitadas por las clases trabajadoras; ni siquiera en la minimización de los efectos sociales de la revolución industrial, cuyo influjo negativo sobre aquellas clases cundía por doquier. Más bien pretendía controlar, corregir moralmente, y si era preciso castigar las que se miraban como vidas inmorales, irreligiosas, asociales y criminales, típicas de las clases peligrosas.
¿Dónde se situaba la Iglesia católica?
Tras su restablecimiento legal según los términos restrictivos del concordato napoleónico el año 1801, la Iglesia de Francia (modelo de cuyas consecuentes actitudes, comportamiento y enseñanza era la Santa Sede) siguió siendo un fortín hondamente tradicionalista, y a menudo reaccionario, atento a defender, justificar y restaurar plenamente la autoridad del orden establecido conservador, en todas sus manifestaciones: políticas, económicas, sociales o religiosas.
Apoyada en las terribles pruebas a ella sobrevenidas en la Revolución Francesa, sólo con incomprensión, disgusto y miedo miraba la Iglesia al desorden y a los cambios que conllevaba el así llamado «mundo moderno», con los principios «liberales» contemporáneos: libertad, igualdad y progreso. Por lo que atañía a la Iglesia, esos principios revolucionarios se habían comprobado en la práctica una y otra vez inherentemente anticlericales, irreligiosos, y de un peligro mortal para la fe, la moral, y la salvación de los fieles. Eran por ello principio que debían ser combatidos por la Iglesia de modo sistemático, a cualquier precio, y en todos los frentes.
En toda esta era, sencillamente, faltó a la Iglesia el apercibimiento de que la expansión industrial había creado un nuevo orden económico mundial, con nuevos tipos de pobreza y de riqueza, nuevos patrones de relaciones sociales: todo ello revolucionario, y no menos permanente que otros grandes cambios políticos operados desde la destrucción el antiguo régimen.
Durante demasiado tiempo no entendió Roma, que aquellos cambios reclamaban la articulación de nuevas concepciones de la caridad cristiana, la justicia, las relaciones sociales; temas que era responsabilidad suya formular, enseñar y practicar. Debido a esa incomprensión, y a la desconfianza hacia el mundo moderno, la Iglesia, siquiera por el momento, se mantuvo firme en su visión tradicional, de que cierto contraste en las desigualdades económicas y sociales era de la naturaleza misma de la existencia humana, cual fue dispuesta por la providencia divina, y de ahí que aquel contraste no se debiera ni pudiera cambiar, o aun desafiar sin riesgo.
«Siempre tendréis pobres entre vosotros»
Ejemplos de posiciones tradicionales como las señaladas se encuentran por doquier en los sermones y cartas pastorales de la época. Un caso es el de la carta pastoral que escribe para la cuaresma de 1849 el arzobispo de Bourges, cardenal Jacques-Marie-Celestin Du Pont, en la cual se dice:
Los planes de la Providencia son manifiestamente distintos para cada individuo. Cada persona ha de ir por la senda que le es trazada, sin aspiraciones a acceder a un rango superior. Siempre habrá desigualdad de rangos y de suertes en la sociedad, o la sociedad misma cesaría de existir. La tesis contraria, que sólo sientan soñadores sin pudor y utópicos ciegos, en vez de contribuir al bienestar público y a la prosperidad general, no puede causar más que ruinas y a un pavoroso caos en la sociedad… Destruíd esta dependencia mutua, y el edificio entero de la sociedad se desmoronará y disolverá. Cundirá el caos. Reinará la barbarie, y el estado de civilización revertirá en salvajismo… Fue providencial que el mismo Señor dijese con gravedad a sus discípulos al acercarse su Pasión, que entre nosotros siempre habría pobres. Existirán siempre, pues, los que sufren y padecen necesidad. Es una condición de vida en este mundo. Sólo en la vida venidera desaparecerán para siempre situaciones humanas tan dolorosas. Únicamente el cielo está cerrado a los males que reinan sobre la tierra… Hay quienes sufren indigencia, mientras que otros gozan de abundancia. Es para que todos por igual compartan lo que necesiten. La persona desgraciada carente de medios debe confiar en la bondad de Dios, quien nunca abandona a sus criaturas. En la medida que esa persona se someta y resigne, hallará en la presteza caritativa de sus hermanos más holgados, todo el cuidado que su situación requiere. He ahí las ventajas de la riqueza y el acomodo, en cuyo poder está de ese modo prevenir la desesperación, minimizar la desgracia, calmar la angustia, y hacer que se bendiga a Dios que, en la misma familia, así alivia y consuela a los miembros dolientes, por obra de los miembros compasivos y generosos.
Suministra otro ejemplo contemporáneo de la actitud de la Iglesia este extracto de un sermón pronunciado en 1824 el abate Robinot, párroco bien conocido en la diócesis de Nevers:
Por fuerza, la sociedad naturalmente presupone desigualdad de condiciones y fortunas… Si se imaginase una sociedad en la cual toda la gente fuera igual en cuanto riquezas, grandeza, poder, cesaría de haber entre ella vínculo alguno; ya no habría orden, subordinación, autoridad, o dependencia. La sociedad presentaría entonces el ideal de un cuerpo cuyos miembros estuvieran separados, divididos, sin otro nexo entre ellos que el de la igualdad, no debiéndose unos a otros más ayuda ni asistencia. Por necesidad, pues, habrá en el mundo príncipes y súbditos, amos y servidores, y en consecuencia ricos y pobres. La ley de desigualdad de suertes, que hiere el orgullo y la avaricia de algunos, lo es en interés de la sociedad, no menos que según la voluntad de Dios; pues Dios es quien hace a los pobres y a los ricos; Dios, abaja lo que alzó; sin dejar nada al azar, es su beneplácito asignar a cada cual el estrato que ocupa, el sitio que le corresponde, el desempeño de su función en el cuerpo cuyo miembro es.
Esas desigualdades se miran así a la luz de los ideales tradicionales de la teología católica, como si fueran la base dada por Dios, no sólo a la sociedad humana, sino aun a la propia historia de la salvación, pues suministran oportunidades providenciales para que los ricos se procuren la salvación por la caridad que libremente muestran hacia los pobres; y recíprocamente, los pobres tienen idéntica oportunidad: labrarse la salvación por la sumisión obediente a la suerte que les depara la vida en este mundo, con la fiel esperanza de mayor y más segura recompensa en la venidera vida celeste. Como a este efecto señalaba el antes citado cardenal Du Pont, «el fundamento del derecho de los pobres [a ser objeto de caridad] es la obligación de los ricos [al acto caritativo]. Ahora bien, los pobres no pueden reclamar aquella asistencia como a ellos debida por derecho. Implorar los pobres [la caridad] es por naturaleza una súplica, y nunca puede considerarse una orden.»
El desafío de Lamennais y Los primeros «católicos sociales»
Fue también en esta era cuando se alzó dentro de la Iglesia una voz solitaria, profética, la cual apadrinaba una perspectiva cristiana muy diferente, en relación con los temas contemporáneos. Esa voz que gritaba en el desierto era la del abate De Lamennais (Félicité Robert, 1782-1854). Lamennais rechazaba de plano las tradicionales justificaciones, filosóficas y teológicas, de la desigualdad, y afirmaba en cambio, que en el nuevo mundo creado por la revolución industrial, era primariamente una injusta organización económica y social la responsable de la miseria de los pobres, miseria que no debía considerarse ni como dispuesta por Dios, y en consecuencia ineludible, ni como hechura de los pobres mismos.
Lamennais fue asimismo temprano adalid de un ideal que la Iglesia de entonces juzgaba erróneo y peligroso, la separación total de Iglesia y Estado. Tomando como base las experiencias contemporáneas de la Iglesia en Francia, estrechamente encadenada al Estado por las cláusulas del concordato de 1801, Lamennais creía que únicamente aquella separación sería capaz de liberar a la Iglesia de su casi total servidumbre a los intereses mundanos del conservador orden establecido. Sólo este paso la haría lo bastante pobre, como identificarse con los pobres, servirles y defender sus intereses. Lamennais y sus adeptos preveían de ese modo para la Iglesia una «completa inversión que haría de la Iglesia una Iglesia de la justicia, Iglesia de los pobres, e Iglesia de los perseguidos, en lugar de ser Iglesia de los poderosos e Iglesia del orden establecido.»
Las ideas radicales de Lamennais fueron condenadas sin apelación en 1834 por Gregorio XVI, quien atribuía a ellas «enrome maldad.» Aunque luego Lamennais abandonaría el sacerdocio y la Iglesia, sus ideas sirvieron, en las dos décadas que preceden al comedio del siglo, para auspiciar la aparición de una élite, la de los llamados «católicos sociales». Éstos, aun siendo una «débil minoría» en la Iglesia de Francia, respondieron del gradual desarrollo de una coherente proto-crítica católica al «individualismo liberal» y sus consecuencias económicas, religiosas, políticas, sociales. Este reducido grupo de obispos, sacerdotes y seglares fue el primero en entender que, las «condiciones del obrero constituyen una realidad nueva, y precisan de atención y protección.»
Uno de este puñado madrugador era el dominico Lacordaire (Henri- Dominique, 1802-1861), entre los predicadores más populares e influyentes del momento, que en 1847 dijo: «La miseria no viene de Dios… no es cristiana… contraría el querer y la providencia de Aquel que alimenta las aves… precisa que a toda costa la humanidad y el pueblo de Dios laboren por que desaparezca.»
Y al grupo pertenecía asimismo el seglar Federico Ozanam, fundador de la Sociedad de San Vicente de Paúl, quien señaló en 1836:
La cuestión que divide a la sociedad en nuestros días ya no lo es de estructura política; más bien atañe a lo que ha de preferirse, si el espíritu del propio interés, o más bien el de sacrificio; si la sociedad va a consistir en una vasta explotación en provecho del más fuerte, o bien en la entrega de cada individuo al bien de todos, y especialmente a la protección del débil. Hay muchos que tienen demasiado; hay muchos otros que no tienen lo bastante, que nada tienen y están prestos a recibir lo que se les dé. Va a sobrevenir una confrontación entre estas dos clases, la cual amenaza con ser terrible: de un lado el poder del oro; del otro el poder de la desesperación. Debemos lanzarnos entre estas dos huestes enfrentadas, si no para prevenir, al menos para amortiguar el choque. Y nuestra juventud y medianía no nos facilitan la función de mediadores más de cuanto nos responsabiliza nuestro título de cristianos.»
Sin duda, la Iglesia estuvo en Francia demasiado ligada a la autoridad y a los intereses del orden establecido, económico y político, en especial tras los temibles disturbios socialistas de 1848. Puede además decirse honradamente, que no entendía del todo la verdadera naturaleza y causas, entonces insinuándose en las mentes más progresivas, de la pobreza de la clase obrera. La Iglesia reconoció sin embargo el dolor humano y la humana indigencia dondequiera aparecían. Y un espíritu de genuina caridad cristiana la impelió a hacer algo concreto y sistemático, para aliviar las consecuencias inmediatas del sufrimiento y de la pobreza, de la inmoralidad e irreligión, cuya existencia en amplios sectores de la clase trabajadora conocía de primera mano, de modo especial en París y en otras ciudades y regiones industrializadas de la Europa nórdica.
La misión de la Iglesia: Restaurar en la sociedad el orden cristiano
Era sentir de la Iglesia que, en aquel momento, su misión consistía, al menos parcialmente, en devolver «el orden» a la sociedad, reconciliando entre sí a pobres y ricos. Tal como ella lo veía, recaía en ambos, los pobres y los ricos, la responsabilidad de que se abriera entre las clases una sima peligrosa, irreligiosa, que atentaba contra los cimientos tradicionales, tanto de la Iglesia como del Estado. Vista por la Iglesia, la ruptura – tratada por su doctrina y dócil a su dirección – podía subsanarse, mas sólo volviendo todas las clases sociales a la práctica de las creencias y de los valores cristianos tradicionales, para este caso especial los de la caridad y la justicia. Así pues, era únicamente restableciendo el orden divino de la sociedad cristiana y de las relaciones jerárquicas, como esperaba la Iglesia que pudieran jamás mantenerse la paz y el orden en la sociedad contemporánea.
He aquí cómo se representaba sucintamente Ozanam en 1836 aquella misión, tal cual veía él aplicarla la recién fundada Sociedad de San Vicente de Paúl:
Trabajemos por aumentar y multiplicarnos, por hacernos mejores, más tiernos y más fuertes; pues así como un día sigue a otro, al parecer añade el mal de modo semejante una miseria a otra; se hace más y más patente el desorden de la sociedad; el problema político sucede a los problemas sociales, al conflicto entre pobreza y riqueza, entre el interés propio ansioso de tomar, y aquel que ansía conservar. Y la enfrentamiento de entrambos intereses, de los pobres, que tienen el poder del número, y los ricos, que tienen el del dinero, será terrible si la caridad no se interpone, si no hace de mediadora, si los cristianos no se imponen con toda la fuerza del amor.
Un año después escribía Ozanam en tono parecido:
Ay, vemos aumentar cada día la grieta que se ha abierto en la sociedad: no dividen ya a la gente las opiniones políticas; hay menos opiniones que intereses, aquí el campo de los ricos, allí el de los pobres. En el uno, el propio interés, ansioso de conservarlo todo; en el otro aquel propio interés que ansía quitárselo todo a todos. Entre los dos, odio implacable, rumores de inminente guerra, una guerra de exterminio. Queda un único medio de salvación, a saber, que en nombre de la caridad, los cristianos se interpongan entre uno y otro campo, los sobrevuelen, corran de un lado a otro haciendo bien, obtengan de los ricos mucha limosna y mucha resignación de los pobres, lleven donativos a los pobres y gratitud a los ricos, insten a que ambos se miren como hermanos, les infundan algo de mutua caridad; caridad que detenga, que apague en ambos campos aquel interés propio, que día tras día vaya mitigando la recíproca aversión, hasta que esos campos derriben la barrera de los prejuicios, depongan las airadas armas, y vayan al encuentro uno de otro, no para combatir, sino para fundirse en un redil único bajo un único pastor: Unum ovile, unus pastor.
La respuesta vicenciana
En el París del s. XVII, Vicente de Paúl y Luisa de Marillac respondieron innovadoramente a las necesidades caritativas y religiosas de los pobres, a la tremenda pobreza de su época; y fundaron las ampliamente difundidas cofradías de la caridad, con su base parroquial; las Damas y las Hijas de la Caridad; y la Congregación de la Misión. Todas estas instituciones y sus obras, que florecieron mientras duró el antiguo régimen, quedaron en casi total descompostura y ruina, como efecto de la Revolución Francesa y a consecuencia de la ola revolucionaria que inundó a Europa. Las instituciones vicencianas se volverían a fundar en los primeros años del s. XIX, con propósito declarado de recuperar el carisma de los fundadores y su «primitivo espíritu,» y de hacer en favor de su siglo, de la Francia y el París de su época, por su mundo, lo que por el ellos hicieron san Vicente y santa Luisa.
Juan-Bautista Étienne: El «segundo fundador»
El París de Víctor Hugo acertó a ser también el de Juan-Bautista Étienne, que con 19 años y desde su ciudad natal de Metz llegaba allá en agosto de 1820, y allí permanecería hasta su muerte, en marzo de 1874. Étienne había ido a París para entrar en la Congregación de la Misión. La Congregación llevaba años luchando, si bien con restringido éxito, por el propio restablecimiento legal, así como para subsanar las divisiones nacionalistas de su interior, generadas por las épocas revolucionaria y napoleónica que sacudieron Europa.
Cierto, nadie podía saber, cuando Étienne llamaba a las puertas de la nueva casa-madre en 95 rue de Sèvres, que de 1843 a 1874 había de presidir como superior general, a un admirable renacimiento y a la expansión mundial de la Congregación de la Misión, de la Compañía de las Hijas de la Caridad, y de la Asociación de Damas de la Caridad.
El 1 de enero de 1870, año en que celebraría el cincuentenario de su entrada en la Congregación, Étienne oyó, de labios del asistente general Eugenio Vicart, estando reunida la comunidad de la casa-madre para la tradicional felicitación de Año Nuevo, las siguientes palabras: «Nos complace llamaros nuestro segundo fundador, y si ese título se cuestionara en el futuro y la Congregación olvidara un día lo que por ella habéis hecho, las piedras mismas griten y nos acusen de ingratitud.»
Este «segundo fundador» de los vicencianos, típico líder religioso de su época, tenía una mente unilinear en grado casi obsesivo, era inflexible y de un tradicionalismo, paternalismo y autoritarismo característicos. Puede establecerse una comparación entre aquellos dos contemporáneos, Étienne y Pío IX: lo que este papa fue para la iglesia universal, eso fue aquel general para los Padres Paúles y las Hijas de la Caridad. Ahora bien, no puede negarse, que fue merced a su firmeza, celo, y entregada jefatura, como el «primitivo espíritu», la misión caritativa, y las instituciones de la familia vicenciana quedaron, no sólo restauradas, sino también remodeladas, para satisfacer a necesidades que aquella época estaba delatando. Bajo la jefatura de Étienne, la Congregación de la Misión y la Compañía de las Hijas de la Caridad vivieron una época de asombrosa vitalidad, aumento y expansión, llegando a ser por primera vez una comunidad internacional verdaderamente dinámica, diseminada por la faz del globo.
Un mero recorrido por los voluminosos escritos oficiales de Étienne en sus años de superior general revelará su clara, aunque simple, visión de la misión vicenciana en el s. XIX, cual él la recalcaría una vez y otra, hasta que quedó indeleblemente impresa en las vidas y en las obras de los Misioneros y de las Hermanas. Esa visión atañía a «los misteriosos designios de la Providencia,» la cual daba por destino al espíritu vicenciano la creación, a través de la acción de la doble familia, de úna que el propio Étienne gustaba de llamar «red caritativa,» como respuesta a las emergencias contemporáneas originadas por la pobreza, la ignorancia, la irreligión, la agitación social, no sólo en París, ni sólo en Europa, sino por todo el mundo.
Cimentada en el subsuelo de la eclesiología triunfalista entonces vigente, la visión de la vida interna, de la gobernación y ministerios externos en la familia vicenciana, que Étienne acarició, era tan fuerte, tan absoluta y determinada que, para mejor o peor, perduró sin apenas cambios hasta los tiempos del Segundo Concilio Vaticano.
Visión vicenciana de Étienne
El fondo que sostuvo la perspectiva de Étienne, lo mismo para la historia contemporánea mundial que para la de la salvación, siempre fue plenamente galicano y vicenciano. Estaba convencido Étienne de que el «nuevo mundo» surgido de las cenizas, frías e inertes, del antiguo régimen, que la Revolución Francesa había destruido, era un mundo cuyo futuro destino continuaría modelándose por ideas directrices, instituciones y valores franceses.
Según el análisis de Étienne, fue preciso el «genio» de Napoleón, para entender que, con miras al futuro bienestar y progreso de la sociedad, los errores revolucionarios, destructivos e irreligiosos, contenidos en los principios de 1789, necesitaban de una «mano firme» que los sustituyera por otros, e imprimiera a éstos una «nueva dirección,» renovando la alianza con la Iglesia; los principios adoptados serían los inherentes a la religión, y como más importantes, la razón, la caridad, y la obediencia a la autoridad.
Esta intuición napoleónica, de acuerdo con Étienne, necesaria y providencialmente conllevaba la restauración legal de las Hijas de la Caridad y de la Congregación de la Misión; pues ¿cuál, entre todas las instituciones de la Iglesia en Francia, estaba mejor equipada, por el carisma de su fundador y por su historial, para ofrecer a la sociedad democrática el ejemplo de las solas miras evangélicas capaces de afrontar los grandes desafíos del mundo contemporáneo? Desafíos que Étienne correctamente cifraba en los «problemas de autoridad y obediencia, de riqueza y pobreza.»
En el pensamiento de Étienne, había un nexo obvio entre el papel jugado por Vicente de Paúl en la sanación de los males del s. XVII francés, y el papel que sus hijos e hijas espirituales estaban destinados por la Providencia a jugar en una situación pareja, sólo que 200 años después y con un alcance mundial. Étienne, en efecto, presentaba así la Francia del s. XVII:
Se había inaugurado una nueva era, y el nuevo orden que se establecía sobre las ruinas del anterior, causaba dolores de parto a la sociedad. Como en todas las épocas de transformación social, cundía por doquier el desorden y afligían al pueblo toda suerte de calamidades… ¿De dónde le vendría el socorro a un campo en trance de muerte?… ¿Quién le proveería de medios aun mínimos de escapar a sus males?
… ¿Un influjo, poderoso y saludable, que disipara las sombras en su derredor, que le infundiera fortaleza y vida, que le condujera con seguridad hacia los nuevos destinos?… Sería san Vicente de Paúl. Él sería el restaurador, el salvador de
Francia… [Estableciendo] un magnífico sistema de caridad pública, que fue el orgullo de Francia y la envidia de otros países. Un sistema que atendía a todas las miserias y a todas las desgracias de la humanidad, desde el niño abandonado hasta el anciano moribundo. Un sistema en cuyas reservas había auxilio para toda necesidad y alivio para todo sufrimiento.
La visión del plan providencial de Dios para la misión vicenciana del s. XIX era luego compendiada así por Étienne:
Es la hermandad del evangelio, lo que ofrecéis al mundo, como antídoto a la fraternidad revolucionaria. La caridad de san Vicente de Paúl presidirá la restauración de nuestro país. La caridad a la que en adelante serviremos, he ahí la base para trono y altar. Ella será el lazo que una a los espíritus divididos, el bálsamo que suavice las irritaciones partidistas, el terreno neutral donde todos se reúnan, y se supere toda diferencia, el divino hechizo que junte a todos los corazones, en adhesión, en religión, en patria.
La respuesta «al orgullo y egoísmo que atormentan a la moderna sociedad» estaba, de acuerdo con Étienne, en una misión vicenciana de pródiga caridad.
La misión vicenciana en el París del s. XIX
Étienne dedicó todo su generalato a implantar aquella distintiva visión de una misión vicenciana mundial, caritativa y evangélica. El modelo de todo cuanto por doquier emprendería, adquirió perfiles concretos en la ciudad de París, a cuyos desahuciados pobres se esforzó por que sirviese y evangelizase la restablecida misión vicenciana.
La espina dorsal en esta misión parisina de servicio a los pobres, y aun de la misión mundial de la caridad vicenciana, era la Compañía de las Hijas de la Caridad. En 1800, pasados los peores excesos de la Revolución Francesa, las Hijas de la Caridad fueron el primer grupo de Hermanas que obtuvo reconocimiento legal. Las animó y sostuvo el Estado, sólo porque sus tradicionales obras caritativas hacia los pobres, los enfermos, los ancianos, los no escolarizados, eran universalmente reconocidas como de utilidad indispensable para la sociedad.
Según ha demostrado Claude Langlois en su magistral estudio sobre las Congregaciones de mujeres en la Francia del s. XIX, las Hijas de la Caridad lideraron, y aun se hicieron símbolo de una caridad revolucionaria, en la vida religiosa de la Iglesia de Francia. El número de Hermanas francesas en este período subió, de 1600 el año 1808, a 9.100 el año 1878. Una cumbre fueron los años 1865-1866. Hubo años en los que cuando entraron más de 700 jóvenes all seminario de la casa-madre, situada en su ubicación actual, nº 140 de la rue du Bac.
Étienne no vaciló un instante en servirse de esta explosión vocacional para cubrir la ciudad de París, y especialmente los distritos de más pobreza, de fundaciones de Hijas de la Caridad, puestas al servicio directo de los pobres. Los años que no le permitieron abrir establecimientos y casas bastantes, envió gran número de Hermanas a prestar sus servicios en otras regiones de Europa, así como a extensas misiones extranjeras de Latino-América, China, y Levante. Como Étienne señalaba en 1868:
¿No aparece primero vuestra Compañía, como una fina corriente de caridad que se retuerce con esfuerzo por entre zarzas y espinos, y luego crece bajo abundantes lluvias, inunda Francia y toda Europa, extiende su benigna influencia hasta las más remotas regiones del universo?… Este grano de mostaza, sembrado por mano de san Vicente, está convertido en árbol, cuyas ramas cobijan a los pobres de nuestro país; pero ¿quién habría pensado que llegara a tener sus magníficas proporciones actuales? ¿Que el beneficio de su follaje alcanzaría a los bordes del mundo?
La Congregación de la Misión también experimentó expansión, en términos relativos, durante esta época, pero sin acercarse a la escala expansiva de las Hijas de la Caridad. Una máxima parte de su atención estaba acaparada por el apostolado en numerosos seminarios, y en misiones parroquiales y extranjeras, a ella encomendado. Así pues, en el servicio directo de la caridad para con los pobres, el papel de los misioneros se limitaba a la no pequeña labor de proveer dirección y animación espiritual a la creciente comunidad de Hermanas, las Hijas de la Caridad.
Sobre el tema de las relaciones entre la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad, he aquí lo que decía Monsieur Étienne, en su carta circular de 1844 a los miembros de la Congregación de la Misión:
Nuestra conclusión es, que trabajar por la prosperidad de la Compañía de las Hijas de la Caridad, es hacerlo por la de nuestra propia Compañía; es suministrar a nuestras obras un potente factor de éxito… El estado ideal de nuestra relación mutua debe ser la única fuente del mutuo apoyo, de suerte que la Compañía de las Hijas de la Caridad reciba su vida de nuestra dirección, mientras que nuestras obras sólo existirán a la sombra y bajo la protección de las suyas. Nunca antes se halló esa Compañía en condiciones más favorables para recibir nuestra celosa guía por la senda de su vocación. Está más unida que nunca a nuestra Congregación. Nunca antes entendió tan claramente como lo hace hoy, que su existencia y éxito dependen de la relación con la Congregación, y que sólo de nosotros puede recibir, aquella dirección que la capacita para realizar la importante misión a ella confiada por la Iglesia… Ejercitar el celo en favor de más de cinco mil Hijas de san Vicente dispersas por el mundo, he ahí la hermosa misión que se encomienda a la Congregación.
Segunda fundación de las Damas de la Caridad
El renacimiento de la caridad vicenciana tiene en París un historial mayor que el delimitado por la Congregación de la Misión y las Hijas de la Caridad. En 1839, la vizcondesa Le Vavasseur fue en peregrinación al Berceau (lugar donde nació san Vicente, próximo a Dax). La había impactado el pensamiento de que las Damas de la Caridad, entre las fundaciones vicencianas más importantes, no estuviese aún restaurada, a los 50 años de la Revolución, precisamente «cuando las necesidades de los pobres parecían mayores que nunca, sobre todo en la gran ciudad de París, donde la población aumenta por días, y se multiplica el número de indigentes, al igual que las causas de su miseria.»
Cuando Madame Le Vavasseur volvió a París, expuso a Étienne su idea de restablecer las Damas de la Caridad, idea que Étenne sostuvo con entusiasmo. El restablecimiento de las Damas de la Caridad, con la licencia, y un inicial apoyo financiero, del arzobispo de París, Dionisio-Augusto Affre (1793-1848), pudo al fin ser presidido por Étienne. Las primeras doce señoras asumieron la misión de visitar y atender personalmente «a pobres enfermos abandonados, en aquellos barrios de la ciudad, donde la miseria se agrava del modo más pavoroso.»
Desde el comienzo de su obra, las Damas de la Caridad de París, trabajaron como «auxiliares», directamente subordinadas a las Hijas de la Caridad, que estaban ya trabajando en las parroquias más indigentes de la ciudad, y tan bien conocían a los pobres, y lo que éstos necesitaban. Estas primeras señoras comenzaron de inmediato en el Faubourg Saint-Marceau, parroquia de Saint- Médard, donde según se decía comúnmente, «los pobres eran más pobres que en parte otra alguna.» Su cuartel general estaba en rue de l’Épée de Bois, la misma en que servía a los pobres sor Rosalía Rendu.
Las Hermanas asignaban a cada señora determinadas calles, y ellas se comprometían a visitar personalmente todas las semanas a los pobres enfermos en sus viviendas. Distribuían solamente la cantidad y especie de asistencia que establecía la Hermana competente. Era misión suya llevar auxilio corporal y espiritual, que no quedaba limitado a la persona enferma, sino que se extendía a la familia entera. Se las instruía además, para que nada dijeran previamente, sobre quiénes iban a ser visitados; asimismo debían efectuar las visitas a una hora distinta cada vez. Era una precaución, enderezada a «frustrar las tretas a que algunos enfermos recurrían, para exagerar la gravedad de males que no eran tan serios, a fin de obtener la asistencia destinada a los realmente necesitados.» Las señoras debían guardar registro de los pobres visitados cada semana, como también de la cantidad y especie de asistencia recibida por cada pobre enfermo y su familia.
Las señoras debían asimismo prestar suma atención a las necesidades religiosas de las personas visitadas, y hacer lo posible por devolverlas a la práctica de sus deberes religiosos. Así por ejemplo, al comienzo de la cuaresma, cada señora visitaba de nuevo las familias asistidas el año anterior, observaba cómo seguían, y en especial las animaba a cumplir con la obligación de Pascua en la parroquia.
En un lapso admirablemente corto, esta obra se difundía, no sólo por las parroquias de París, sino por todo el mundo, dondequiera servían las Hijas de la Caridad. Así en 1857, se fundaba en Saint Louis, parroquia de San Vicente, el primer grupo de Señoras de la Caridad de EEUU.
Lo obra de Santa Genoveva
Al crecimiento explosivo de la ciudad de París durante esta época corresponde el del ancho cinturón de suburbios que la rodeaba, La Banlieu. Éstos habían comenzado como aldeas esparcidas en derredor, a no mucha distancia de lo que abarcaba la ciudad en el antiguo régimen. Ubicados allí ahora muchos de los nuevos talleres y fábricas, parto de la revolución industrial, se habían convertido en áreas obreras densamente pobladas.
Las parroquias dispersas y el escaso clero que las había servido mientras duró su condición rural, resultaron del todo inadecuados para hacer frente a las necesidades, religiosas y materiales, de mil y mil pobres obreros con sus familias, que ahora atestaban aquel espacio. El gobierno, al que según los términos del concordato, competía establecer nuevas parroquias, edificar más iglesias, y pagar a un clero más numeroso, se negaba una y otra vez a suministrar, en la asignación anual de lo recaudado por el Ministerio de Cultos, la financiación debida. También fue lenta la Iglesia en apercibirse de lo que estaba en juego y en actuar. Los resultados forzosos de este descuido quedaron así expuestos por un contemporáneo: «Nadie puede ignorar el deplorable estado religioso de las parroquias suburbanas de París. Quienes allí viven, desconocen por completo sus obligaciones cristianas, frecuentan poco los sacramentos, tienen las iglesias están desiertas, escasos fieles asisten a los divinos oficios… Esta inobservancia de las prácticas religiosas ha originado un creciente descenso de la moral, es un grave peligro para la sociedad, y ocasión de eterna pérdida para la población misma.»
En 1849 dos nobles Damas parisinas de la Caridad, a las que causaba grave inquietud esta situación, fueron para ver a Étienne, con la propuesta de emprender algo que comenzase a remediar aquel estado de cosas. Merced a su experiencia como Damas de la Caridad, estas señoras eran testigos oculares de una acción caritativa y evangelizadora, como la desplegada por las Hijas de la Caridad en las parroquias más pobres de París, acción que lo abarcaba todo. Les parecía que, como primer paso.
La manera más eficaz de tratar el problema de la población en las zonas suburbanas de París, era erigir en cada uno de aquellas parroquias un establecimiento [de Hijas de la Caridad], el cual fuese al mismo tiempo religioso y caritativo, cuyo doble fin ejerciese una saludable influencia entre las familias obreras indigentes, por la atención prestada a los enfermos, las visitas y otras formas de asistencia, sabiamente organizadas y administradas… Todos saben lo exitoso que se ha comprobado en la ciudad este tipo de acción. Su éxito sería aún mayor en las referidas parroquias.
Las posibilidades de esta idea impresionaron a Étienne, pero aconsejó emprender la obra sólo después de suficiente planificación y preparación. Tema principal era, cómo se financiarían aquellos establecimientos. Dos años después, en 1851, con aprobación del arzobispo de París, se lanzó por fin la obra, sostenida por colectas anuales efectuadas en las parroquias urbanas de París.
En su primer año de existencia, la organización estableció cuatro casas de Hijas de la Caridad: Thernes, Lhay, La Chapelle Saint-Denis, Bercy. Otras 31 casas, con un total de 212 Hermanas, se establecieron en el lapso de solos nueve años. En 1860 se anexionaron a la circunscripción de París extensas áreas suburbanas. Doce de las casas establecidas en ellas dejaron de estar bajo el amparo de la organización, pero pronto les sucedieron nuevas fundaciones en lo que aún quedaba de los viejos suburbios.
Siempre existieron estrechos lazos entre la Asociación de las Damas de la Caridad y la de la Obra de Santa Genoveva. En París, muchas hijas de las Damas de la Caridad iniciaron un historial caritativo propio en las fundaciones suburbanas. Generalmente hablando, parece que los miembros de ambas organizaciones se reclutaban de manera exclusiva entre señoras la clase noble, o bien en las clases superiores y en la burguesía, clases mayormente portadoras del espíritu renovador y dinámico, en el catolicismo francés de la época.
Conclusión: «Y los pobres, ¿qué?»
Leyendo página por página las contundentes estadísticas que transcriben lo extenso de la asistencia caritativa y religiosa brindada por los establecimientos vicencianos a los pobres de París en esta época; y habida cuenta de que ésas no eran las únicas campañas de caridad propiciadas por la Iglesia contemporánea uno, pues, se siente impelido a preguntar: ¿Cumplieron con el cometido que se habían propuesto?
En la biografía de sor Rosalía Rendu, escrita por su contemporáneo Armand De Melun, se compulsan de este modo los resultados de años de acción caritativa a favor de los pobres en la barriada Saint-Marceau, distrito XII de París:
La barriada de Saint-Marceau salió pronto de su oscuridad y abandono: atravesaban las calles visitantes ansiosos de llegar hasta sor Rosalía y conocerla, de familiarizarse con la miseria del distrito, cuya suerte era compadecida y lamentada. Los distrito más ricos se habituaron a enviarle algo de lo que les sobraba, en las iglesias y aun en los salones del distrito de Saint-Germain se hacían colectas con destino a él; gente caritativa en gran número se repartía, a efectos benéficos, sus calles, casas, y aun pisos, y a menudo, en aquellos caserones repletos de pobres desde el sótano al desván, una Hermana de la caridad curaba una herida en el entresuelo, mientras otra de los Pobres Inválidos leía a un moribundo la recomendación del alma, un joven de la Sociedad de San Vicente de Paúl llevaba a una familia alojada bajo el tejado mismo, el pan para la semana, y enseñaba al niño el catecismo. La condición del distrito iba cambiando poco a poco; seguía siendo el más depauperado de París, nadie tenía el poder de hacerlo rico; pero la pobreza no era tan extrema… la gente adquiría hábitos más cristianos, se mostraba resignada a su suerte, sumisa a la ley, atenta al trabajo y al buen orden… Sor Rosalía era la medium que había reconciliado la sociedad y la barriada de Saint-Marceau.
Mirada con unos ojos, mente, corazón y manos, vueltos hacia las realidades del mundo político, económico, social, y religioso del antiguo régimen, la misión reconciliadora de la Iglesia, con sus obras de caridad en general, y en particular las de la familia vicenciana, debe estimarse como defectuosa.
No puede ni debe negarse que estos hercúleos esfuerzos caritativos mejoraron la vida y situación de millares sin cuento, entre los pobres de París y aun de todo el mundo, pero debe aun así reconocerse que falló su ulterior meta, la reconciliación. La restaurada caridad de la Iglesia y del vicencianismo era tributaria de un supuesto: un patrón, ni cambiado ni cambiable, de justicia económica y social, patrón que en la realidad había cambiado. No estando la propia Iglesia reconciliada con aquel cambio, ni siquiera sus más amorosos y caritativos esfuerzos podía a fin de cuentas servir de medium a la reconciliación de pobres y ricos, de trabajo y capital. Para una mayoría de pobres, en la clase trabajadora del París del s. XIX, como también en otros lados, la doctrina del socialismo y las palabras de Karl Marx tenían más autoridad y articulaban últimamente una esperanza mayor que las del evangelio, un resultado que todavía hoy se deja sentir.