Votos… y humildad de la «sierva de los pobres»

Francisco Javier Fernández ChentoHijas de la CaridadLeave a Comment

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Autor: Miguel Lloret, C.M. · Año publicación original: 1989 · Fuente: Ecos de la Compañía, 1989.
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Primera parte

En la Circular que Madre Duzan dirigió a toda la Compañía el 2 de febrero último, me ha interesado de manera especial cómo pone de relieve la relación entre la humildad —virtud de «estado» de la Hija de la Caridad— y los Votos que van a renovar ustedes. Y tiene intención de hacer otro tanto, después, con la sencillez y la caridad.

En ello hay algo primordial y yo precisamente estoy pensando, hace mucho tiempo, hacer un estudio, en profundidad, a este respecto. En efecto, humildad, sencillez y caridad son el «alma» de la vocación y de la vida de ustedes; por tanto, dichas virtudes deben impregnarlo todo, empezando, indudablemente, por su servicio a los Pobres —que por lo demás constituye el objeto de su voto especial, específico— pero también han de impregnar, en unidad de vida, la manera como han de vivir ustedes la castidad, pobreza y obediencia, en tanto que Hijas de la Caridad. Recuerden la frase tan conocida de Santa Luisa:

«Y como la obediencia puede ser observada diversamente, me ha parecido que para que (la nuestra) sea tal como Dios nos la pide, es necesario que obedezcamos con gran sencillez y humildad». (Corr. y Escr. n.° 194, p. 769).

Madre Duzan nos invita a «profundizar en el tema». Esto es, pues, lo que les propongo, comenzando por la relación entre la humildad y el «voto» como tal, en su vida de Hijas de la Caridad y, más especialmente, el voto de servicio a los pobres», que, según la profunda expresión de la Madre Carrére (Circular del 1.° de febrero de 1841) «resume todas nuestras obligaciones y debe ser el móvil de nuestra conducta, incluso con relación a los demás votos, que son, por lo que a nosotras se refiere, la regla y el apoyo de éste»… Sí, hace falta mucha humildad para «consumirse por Dios sirviendo a los Pobres».

1.- Voto y humildad

1.1. ¿»Dar» o «recibir»?

Si el voto como tal es, por excelencia, la expresión del «don total», del compromiso a vivir la plenitud del bautismo según nuestra vocación, somos conscientes, al hacerlo o al renovarlo, de que recibimos infinitamente más de lo que damos.

a. «Nunca podremos ofrecerte, Señor, más que los dones recibidos de Ti».

La oración litúrgica está sembrada de fórmulas de este estilo: «¿Qué tienes que no hayas recibido?». «Todo procede de Ti, Padre infinitamente bueno, te ofrecemos las maravillas de tu amor». «Al coronar sus méritos, coronas tu propia obra». (Prefacio de los Santos).

La humildad es la verdad. Estas fórmulas nos sitúan de entrada en nuestro verdadero puesto ante el Señor como sus criaturas que reciben de El en todo instante, «la vida, el movimiento y el ser» y como hijos suyos que no pueden nada sin El. Es evidente que nunca hubiéramos podido acceder a su comunión trinitaria si El no hubiera venido a nosotros, el primero, en su Hijo por el Espíritu; nunca hubiéramos podido salir de nuestra miseria si, en su misericordia, no hubiera tomado la iniciativa de enviarnos al Cordero que quita el pecado del mundo y restaura nuestra naturaleza de una manera más maravillosa aún de lo que ha sido creada.

Es decir, que el «Voto» es, ante todo, «un reconocimiento» de nuestra pertenencia radical al Señor. La palabra «re-conocimiento» tiene aquí un doble significado de «toma de conciencia» y de «acción de gracias». Una no va sin la otra; una y otra son humildad: «Tuyo es el Reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor». Nada hay mayor ni más instructivo en María que su humildad de Sierva. Los Votos se inscriben y enraizan en el Misterio de la Alianza nueva y eterna que Dios nos propone en la muerte y resurrección de su Hijo y en su Iglesia, fuente y sacramento de nuestra salvación bajo la acción del Espíritu: «Te ofrecemos, Padre, el pan de vida y el cáliz de salvación y te damos gracias porque nos haces dignos de servirte en tu presencia», es decir, de rendirte este culto, el único que te glorifica verdaderamente como Tú debes ser glorificado, Tú, el Autor de todo bien, la Fuente de toda bendición. Pronunciar o renovar los votos durante la Mi-sa es darles toda su fuerza de significado en la línea de la verdadera humildad.

b. «Esperar contra toda esperanza…»

Los votos son una respuesta de amor a una llamada de Amor. De este amor de Caridad, no puede separarse una expresión tan rica como posible de la Fe y de la Esperanza en la humildad.

¿Cómo podríamos comprometernos si no contáramos, ante todo, con la eterna fidelidad de la misericordia divina?… Para fundar nuestra esperanza, no nos apoyamos, en definitiva, en ninguna otra cosa, en nadie más que en Dios mismo.

Ya en el Antiguo Testamento el pueblo de Israel le repetía sin cesar su confianza con esas fórmulas maravillosas que volvemos a emplear en los Salmos: era lo que convenía de una manera especial en aquel tiempo de espera y de peregrinación. De hecho, nos encontramos todos y siempre de peregrinación, pero en el Nuevo Testamento, Dios se hace nuestro socorro y protección en Jesucristo. Santo Tomás de Aquino decía que la verdadera base de nuestra esperanza no está en los socorros de Dios, sino en Dios mismo que nos auxilia, es decir, en ese Jesús cuyo nombre significa «Salvador», palabra tan querida a San Vicente.

En el momento en que pronunciamos o renovamos nuestros votos, sabemos que no faltarán dificultades, previsibles o imprevisibles:

«Saquemos fuerzas de nuestra flaqueza, que sirve de ocasión a Nuestro Señor para hacerse El mismo nuestra fuerza». (San Vicente a Isabel du Fay, Coste I, 225 – Síg. I, 272).

Vivir la Esperanza es vivir la Fe en la paciencia y las pruebas, es dejar a Cristo que viva en nosotros su humildad llena de confianza y de pobreza. No solamente ponemos nuestra confianza en El, sino que tenemos la seguridad de que, en El y por El, todo lo que hay de torpeza, de miserias, de infidelidades, en nosotros y en el mundo se transformará en manifestación de la gloria de Dios. Por eso, la Esperanza crece en aquello incluso que parece debiera hacerla desaparecer, a la manera de Abraham, del que dice San Pablo: «El cual, esperando contra toda esperanza, creyó y fue así padre de muchas naciones según le había sido dicho: Así será tu descendencia». (Rom. IV, 18).

En aquel caso, no son sólo los acontecimientos los que contradicen el plan divino, sino que es Dios mismo el que parece inconsecuente con su propio plan, ya que pide a Abraham que sacrifique al Hijo de la Promesa. «Dios proveerá»: el corazón de Abraham descansa total y humildemente en Dios a pesar de las apariencias contrarias. San Vicente habla en la misma línea:

«Tres hacen más que diez cuando Dios echa una mano y la echa siempre que quita los medios para hacerlo de otro modo». (Coste IV, 116; Síg. IV, 117).

1.2. Jesucristo, «manantial y modelo de toda caridad»

Todo esto adquiere un relieve especial cuando se trata de los votos de las Hijas de la Caridad, siervas de Jesucristo en los Pobres. Con toda humildad se entregan a Aquel que es «el Manantial y Modelo de toda Caridad».

a. Los votos como ratificación del «don total» de las Hijas de la Caridad

Al pronunciar sus votos por primera vez y al renovarlos después, las Hijas de la Caridad confirman esta identidad de siervas que les es propia desde su entrada en la Compañía. Madre Duzan recuerda a este respecto la Constitución 2.3, tan expresiva:

«La humildad les hace tomar conciencia de su propia indigencia ante el Señor; las acerca al Pobre y las mantiene, ante él, en actitud de siervas».

Si los pobres son sus amos, las Hijas de la Caridad tienen mucho que aprender de ellos; si los pobres son sus señores, ellas les deben una total disponibilidad sin ninguna búsqueda de sí mismas.

De hecho, las Hijas de la Caridad encuentran en ellos a Aquel que dijo: «Vosotros me llamáis ‘el Maestro’ y ‘el Señor’ y decís bien porque lo soy»; encuentran a Aquel que, después de haber lavado los pies a sus apóstoles, explica: «Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn. 13, 13-14). No podrían afirmar que la Caridad de Cristo Crucificado las apremia si no se aplican constantemente a sacar de su divino corazón los sentimientos mismos del Señor Jesús, a dejarse invadir por su Espíritu de Servidor manso y humilde.

b. Los votos como confirmación de la pertenencia a la Compañía

La pertenencia a la Compañía no está, propiamente hablando, determinada por los votos, sino que, como todo lo demás, queda, de algún modo, ratificada y confirmada por ellos. Sabemos, efectivamente, que para permanecer en la Compañía, se requieren los votos en el momento previsto para ello y deben renovarse anualmente. La Hija de la Caridad repite con más fuerza su humilde dependencia de esta familia espiritual a la que pertenece y que le da el encargo de servir a los pobres en un lugar determinado y bajo una forma determinada. Renunciando a sus miras demasiado personales, se hace más perfectamente disponible. Y quien dice «disponibilidad» dice «humildad»; quien dice «humildad» dice «disponibilidad».

Dicho de otro modo, los votos hay que juzgarlos a la luz del fin principal de la Compañía. Se emiten para garantizar la estabilidad y la calidad del don total para el servicio de los pobres y la estabilidad y calidad de este servicio como expresión de este don total. En el día de la Renovación la Compañía entera asume más profundamente su carisma de amor sencillo y humilde. Y cada uno de sus miembros debe tomar conciencia más viva de pertenecer a dicha Compañía viviendo cada vez más de su espíritu. Los Fundadores hablan de una «humildad corporativa». Todos juntos, vaciándonos de nosotros mismos, como gustaban de decir ellos, dejemos que Dios nos invada para que actúe como El quiere en nosotros y a través de nosotros.

2. «Humildad» y «Voto» de servicio a los pobres

Lo esencial lo hemos dicho ya. Recordemos que, en palabras de las Constituciones:

«Con una inquietud constante por «todo el hombre», las Hijas de la Caridad, por medio de un voto especial, se comprometen a servir a los Pobres corporal y espiritualmente, conforme a las Constituciones y Estatutos, ya de manera directa, ya indirecta, según lo estimen conveniente sus Superiores para el bien común». (C. 2.9).

La humildad aflora a lo largo de toda esta frase, una de las más densas de las Consti-tuciones. Tratemos de explicitar esto un poco insistiendo en algunos puntos de orden teórico y de orden práctico.

2.1. Convicciones

Dirijamos nuestra mirada, a la vez, hacia Jesucristo y hacia los Pobres.

a. Hacia Jesucristo

«Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón». (Mat. XI, 29). Por tanto no podemos ser sus verdaderos discípulos sino a condición de que compartamos esta humildad, de que dirijamos una mirada sencillamente abierta hacia sus opciones y actitudes de «Servidor». Precisamente, en el interior de esas opciones y de esas actitudes es donde efectúa la misión que ha recibido del Padre de llevar la Buena Nueva a los Pobres. El es el Mesías a quien Isaías anunció y que rehúsa hacerse servir. El es el «Amor humillado hasta nosotros», como decía San Vicente.

Esto significa decir la primacía de la pobreza de espíritu. No se puede servir a los pobres sin esta profunda humildad del corazón tan bien definida por las Constituciones como:

«Acogida al Espíritu que abre al amor de todos e impulsa a las Hijas de la Caridad a poner al servicio de sus hermanos su persona, talentos, tiempo, trabajo, lo mismo que los bienes materiales, que consideran como un patrimonio de los desheredados». (Cf. C. 2.7).

La razón se ha indicado un poco antes: «Los corazones pobres son bienaventurados porque poseen el Reino de los Cielos: por eso, aceptan con paz las contradicciones y fracasos, las limitaciones propias y ajenas».

b. Hacia los pobres

Esta pobreza del corazón nos hará percibir nuestra relación con el pobre como una evangelización recíproca. En el momento en el que Juan Pablo II acaba de publicar su

exhortación apostólica post-sinodal sobre los fieles «laicos»», de la que ya hablaremos, hemos de comprender mejor que debemos, y en qué sentido debemos, ponernos de todo corazón al servicio de su promoción, aceptar no hacerlo todo, estar verdaderamente en nuestro puesto en plena comunión con los otros en Jesucristo y como miembros de la Iglesia.

Volvemos a encontrar aquí el sentido profundo de la actitud de sierva que hemos comentado tantas veces. Por lo que a las Hijas de la Caridad se refiere, se trata, según palabras de Madre Rogé, de un «estado permanente» que San Vicente definía así a sus misioneros:

«Estamos continuamente amando al prójimo o en disposición de ello». (Coste, XII, 275; Síg. XI/4, 564).

Nunca meditaremos bastante sobre todo lo que esto supone de desasimiento de uno mismo, de constante y total disponibilidad con un amor que, por otra parte, no puede proceder sino de Dios y que irradia su paz, otra señal de un corazón pobre, de un corazón humilde.

En resumen, se trata de toda una mentalidad que nos permite evaluarnos incesantemente, volver a examinarnos personal y comunitariamente con una fe humilde. Solamente con esta condición podremos llevar a cabo los famosos «pasos» que pidió ya Madre Guillemin: de una situación de posesión a una situación de inserción, de una postura de autoridad a una postura de colaboración, de un complejo de superioridad a un sentimiento de fraternidad, etc.

2.2. Orientaciones

Dirijamos una vez más nuestra mirada, a un tiempo, a Jesucristo y a los Pobres.

a. Hacia Jesucristo

Hemos expresado ya la necesidad de no cansarnos de contemplar a Cristo Servidor y de dejarnos impregnar por su espíritu de humildad. No cabe duda de que éste ha de ser uno de los caracteres dominantes de una verdadera oración de Hija de la Caridad.

Por eso gustará también de una oración compartida. El compartir, bajo todas sus formas, es siempre un acto de humildad en el que se acepta dar y recibir con la misma sencillez de corazón. Juan Pablo II, en su exhortación, recuerda que el sentido de la Comunión supone, al mismo tiempo que el reconocimiento de un legítimo pluralismo, el rechazo de toda pretensión de exclusivismo y supone también la voluntad de colaboración (n.° 30).

En la oración compartida — repetición de oración, intercambio sobre el Evangelio o sobre otro texto fundamental, revisiones de vida, etc.— reconocemos que la misión y los pobres no nos pertenecen, que no es tarea individual sino de la Iglesia y de una Comunidad dentro de la Iglesia. Con toda humildad, es decir, con toda verdad, tomamos seriamente nuestra parte en este trabajo misionero, pero tenemos plena conciencia de estar cooperando, con la gracia de Dios, en algo que nos supera infinitamente. En esos intercambios también han de hacerse los discernimientos necesarios mediante la confrontación de los diversos puntos de vista y con el único deseo de ajustarnos al designio del Señor.

b. Hacia los pobres

Este designio de Dios pasa ordinariamente, por lo que a nosotros se refiere, por las tareas más humildes, las menos brillantes, las más prácticas. También en esto se trata, ante todo, de una cuestión «de espíritu», es decir, precisamente de espíritu de servicio en la humildad, cualquiera que sea el oficio que tengamos confiado. Pero es cierto que debemos estar siempre dispuestos a servir al Señor en sus miembros más desprovistos y a través de lo menos «interesante» humanamente; es ahí precisamente donde deben dirigirse nuestras prioridades y nuestras preferencias dentro de la obediencia. Los Fundadores insisten en el amor efectivo y en las «sólidas virtudes» que configuraban la verdadera sierva. Madre Duzan evoca a su vez la necesidad «de una humildad a la que nada haga retroceder y una mirada de Fe que le vaya inseparablemente unida. Ambas harán de nosotras humildes siervas del Señor».

Humildad también a nivel del estilo de vida, como lo recomendaban ya nuestros Fundadores. ¿Qué dirían hoy, en un mundo prendado del confort, de las facilidades de toda clase, del consumo desenfrenado, de lo llamativo… Hace falta, verdaderamente, valor para ser pobre y para parecerlo por opción evangélica, corriendo el riesgo de pasar por ser un «iluminado» o un despreciable o no sé qué… Es verdad que algunos —especialmente jóvenes— aspiran a una vida más sana, más sencilla. Sus motivaciones pueden ser válidas, pero no son necesariamente, lejos de ello, las que deben animarnos esencialmente para «ajustarnos a los pobres» y para entrar en una comunión de vida tan efectiva como posible con ellos.

Humildad, finalmente, para convencernos de que siempre tenemos necesidad de formarnos desde todo punto de vista y en la línea de la vocación. Es un deber de justicia. Por otra parte, toda nuestra vida debe contribuir a esta formación que no termina nunca y al desarrollo armonioso de nuestra personalidad humana, espiritual, vicenciana.

Para terminar, pienso, una vez más, en nuestras Hermanas Mayores o enfermas. ¡Si alguien sirve en la sombra y en la oscuridad son precisamente ellas!… Ellas contribuyen maravillosamente a la misión común.

«El músico que toca el órgano, no lo toca él solo, sino que le ayuda otro que le da el aire al órgano; es verdad que éste último no lo toca, sino el músico; pero, al dar aire, contribuye a la armonía; y sin él, el otro no haría más que mover los dedos, sin lograr ningún sonido». (Coste XII, 98; Síg. X113, 402).

Sí, Hermanas, sean ustedes para nosotros los instrumentos del soplo del Espíritu, como San Juan Bautista que, después de haber cumplido su tarea, consintió con alegría en la disminución que preludia la desaparición. El quiso, positivamente, menguar. El Padre Teilhard de Chardin escribió que un alma no conoce verdaderamente a Dios más que cuando necesita disminuir en El. Es la disminución, la muerte a fuego lento, la que horada en el fondo del alma la apertura por la que Dios irrumpe. Esa disminución logra lo que ninguna actividad por heroica que sea, es capaz de conseguir: ponernos en el estado orgánicamente requerido para que prenda en nosotros el fuego divino». (Varillon, La Parole est mon Royaume, Centurion, p. 12).

Recordemos, sobre todo, a María, la humilde Sierva. Resulta sorprendente que su Magnificat sea a la vez un cántico de humildad y una llamada en favor de los humillados por el egoísmo y el orgullo de los hombres. Las dos cosas se relacionan mutuamente. Es necesario un corazón de pobre para trabajar en la verdadera liberación de los pobres y para ayudarles a tener ellos mismos un corazón de pobre dentro de una auténtica liberación.

Segunda parte

Hace falta mucha humildad, decíamos, para consumirse por Dios, sirviendo a los Pobres.

El don total se expresa tradicionalmente en la Iglesia a través de los Consejos Evangélicos de la Castidad, Pobreza y Obediencia, que por una parte, traducen la oblación a Dios de todo nuestro ser, de todo nuestro tener, de todo nuestro obrar de bautizados y, por otra parte, son otros tantos actos —con mayor razón cuando constituyen el objeto de los votos— para identificarnos al máximo con Jesucristo en su perfecta «consagración» al Padre para la Misión que El le ha confiado.

Sabemos además que Castidad, Pobreza y Obediencia hay que vivirlas dentro de la Iglesia, en relación con la propia vocación y con el propio espíritu. Esto, precisamente, constituye lo específico de la Castidad, Pobreza y Obediencia de las Hijas de la Caridad.

Como continuación de la circular de Madre Duzan, tratemos de ver la relación de los votos con la humildad, según dos dominantes en las que encontramos la fisonomía de la «Sierva»:

  • la disponibilidad dentro de una humilde receptividad.
  • la disponibilidad de humilde dependencia dentro de la verdad.

1. Disponibilidad dentro de una humilde receptividad

A una con el Concilio, las Constituciones dicen que la castidad perfecta en el celibato debe considerarse como un don eminente de la gracia divina, que las Hermanas viven con reconocimiento y con gozo. Podemos decir otro tanto de la pobreza y de la obediencia consagradas, pues, ante todo, es el Espíritu quien nos asemeja a Cristo-Servidor,

  • ese Cristo que «siendo rico se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza». (II Cor. 8,9).
  • ese Cristo que «se humilló hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz». (Fil. 2,8) y que «aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia». (Heb. 5,8).

Comprendemos fácilmente por qué San Vicente y Santa Luisa no dejan de admirar esta humildad, este anonadamiento del Hijo de Dios y de recomendar a las Hijas de la Caridad que vayan tras sus huellas, dejándose invadir por su espíritu:
«Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón». (Mat. 11,29). Tengamos, pues, un corazón de pobre para recibir este don de Dios.

1.1. Recibir de Dios el don de la castidad

a – Dios es Amor

¿Quién más que una Hija de la Caridad debe vivir la convicción de que «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado?» (Rom. 5,5)… El hecho de creer en este Amor de Dios, en este Amor que es Dios, y de acogerlo, es, por así decir)o, una definición del cristiano cuyo corazón se ensancha a las dimensiones del Corazón de Cristo, de manera que ninguna miseria le resulta extraña, como dicen las Constituciones.

Esto mismo significa la castidad de las Hijas de la Caridad, castidad que no es posible sino en Cristo y su seguimiento: «Oh Salvador, dirá con San Vicente, nos dirigimos a Ti para obtener esta virtud tan preciosa. La naturaleza no llega hasta ese extremo». (Coste XII, 416; Síg. XI/680). Es el Espíritu quien le inspira y le concede renunciar al matrimonio por amor al Señor y a sus hermanos, los pobres. En medio de ellos, la Hija de la Caridad será el testigo de la ternura divina.

b – Humilde vigilancia

Pero esto no es algo natural, por eso ¡cómo hemos de cuidar de que este amor sea completo y auténtico! Se trata, una vez más, del Misterio Pascual, Misterio de muerte y de vida en el cual hemos de entrar dejándonos apresar por su poder y poniendo humildemente los medios para ello, tanto más cuanto que la Hija de la Caridad vive su don total en pleno mundo. Un corazón casto es un corazón humilde, pobre, desprendido de toda «posesión» y totalmente receptivo y abierto. Por el contrario, muchas defecciones en este terreno se explican por haber sido presuntuosos, no lo suficientemente humildes para reconocer la necesidad de la vigilancia, de la prudencia, de la ascesis en el mundo de hoy.

Les remito a lo que dice a este respecto Madre Duzan. Estemos persuadidos de que, como decía el Padre Ranquet, solamente las almas pobres, las almas vírgenes saben amar verdaderamente porque abordan a Dios, y a los demás en Dios, con un corazón del todo nuevo, un corazón que no esté lleno de apegos o echado a perder… Pero hemos de hacer que esto sea una realidad. Sería trágicamente ilusorio pretender una castidad que no hundiera profundamente sus raíces en la «mortificación» con y por Jesucristo y que no entrara en el combate con los ojos fijos en este mismo Jesucristo y en su Madre Inmaculada.

1.2. Recibir de Dios el don de la pobreza

a. Dios es Pobre

Puede parecer paradójica esta afirmación. Y, sin embargo, no tendría sentido la primera Bienaventuranza y no podría introducirnos en la vida divina («de ellos es el Reino de los Cielos») si no nos remitiera a esta grande y misteriosa verdad. La infinita riqueza divina no tiene nada que ver con lo que el mundo llama «riqueza», sino que incluso es lo opuesto a ella, puesta infinitamente por encima de los bienes temporales como tales. Toda la riqueza de Dios, en El mismo y en su relación con nosotros, consiste en dar, en darse en infinita plenitud. Esto es precisamente lo que nos enseña y a lo que nos estimula nuestra vocación.

Sí, hace falta mucha humildad, para ver así las cosas con los ojos de la Fe, para entrar en esta lógica tan sorprendente de las Bienaventuranzas. Se trata nada menos que de invertir de alguna manera nuestras miras humanas, de ir en sentido contrario a lo que «el mundo» nos susurra con su apego sin límites a la riqueza temporal por sí misma. Por otra parte, como lo dijimos ya, la pobreza del corazón —pobreza fundamental— forma un todo con la humildad de la que es la traducción y nos sitúa con autenticidad con relación al Señor y a nuestros hermanos, sobre todo los Pobres.

b – Dios se hace pobre en Jesucristo… y en los Pobres

No nos cansemos de repetir y meditar la frase de Jesús: «Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón». Madre Duzan recuerda el reglamento del Hótel-Dieu de Angers: «Se acordarán de que han nacido pobres, de que tienen que vivir como pobres, por amor al Pobre de los pobres, Jesucristo Nuestro Señor, y de que en calidad de tales tienen que vivir con extrema humildad y respeto para con todo el mundo». (Coste XIII, 541; Sig. X, 681).

Esta frase lo dice todo. Es lo mismo aprender de Cristo y aprender de los Pobres que nos lo «re-presentan». En contacto con los Pobres hemos de sentir cómo crece en nosotros la inquietud y la vergüenza de estar nosotros mismos tan poco evangelizados, hemos de adquirir una conciencia más viva de no ser sino pobres servidores de la gracia divina en sus corazones y en sus vidas hemos de remitirnos, sobre todo, al Pobre por excelencia que es Jesús: el rostro del Pobre nos recuerda que todos y cada uno hemos sido salvados por El. Y comulgando de todas las maneras con su pobreza es como completaremos lo que falta a su Pasión: «El amor de Jesús Crucificado nos apremia».

1.3. Recibir de Dios el don de la obediencia

El vínculo entre obediencia y humildad es prácticamente evidente. Pero es interesante observar que la obediencia es también y ante todo un don de Dios.

a – La obediencia de la Fe

En diversas ocasiones hemos puesto de relieve esta expresión. Desde este punto de vista, la obediencia se confunde por decirlo de alguna manera, con la Fe y por tanto, hemos de esperarla y recibirla también, ante todo, de la mano misericordiosa de Dios. Esto significa que toda la existencia cristiana es adhesión a Dios y a su designio sobre nosotros (Rom. 1,5). Por eso, en el seno de este designio divino, nuestros Fundadores insisten acerca del proyecto de Dios sobre la Compañía. Nuestra obediencia es fundamentalmente humilde referencia a este proyecto.

«Señor, enséñame tus caminos», debemos decir, con un corazón de pobre, al Espíritu Santo que, «al venir a nosotros y no encontrar resistencia alguna, nos dispondrá convenientemente para cumplir la santísima Voluntad de Dios, que debe ser nuestro único deseo» (cf. Santa Luisa, Escr. Esp., p. 793). Como el corazón casto, el corazón «obediente» es un don de Dios. Es siempre Jesucristo quien nos enriquece con su pobreza.

b – «Por gracia habéis sido salvados» (Ef. 2,5)

Podemos decir, de hecho, que Jesucristo nos salva por los méritos de su obediencia, obediencia cuyo punto culminante es la Cruz. Por tanto si hemos de darle gracias con toda humildad por este anonadamiento por el que llegamos a ser hijos de Dios en El, la mejor manera de expresar esa gratitud es, evidentemente, entrar en nosotros mismos, por este camino de humildad en la obediencia.

En efecto, impresiona, y es conmovedor, que Cristo haya debido hacerse obediente, que Cristo haya debido aprender la obediencia mediante los sufrimientos de su Pasión. Por eso, siguiéndole a El, aprenderemos nosotros también a obedecer: El curará nuestra voluntad rebelde y entraremos efectivamente por los caminos de la humildad que El nos enseña con su obediencia.

2. Disponibilidad de humilde dependencia dentro de la verdad

Una vez más, una paradoja evangélica: el hombre nunca es tan grande como cuando está de rodillas, como el publicano que vuelve a su casa «justificado».

«Un corazón contrito y humillado, ¡oh Dios!, no lo desprecies».

La mística de la Sierva se sitúa en esta línea de «dependencia» dentro de la verdad y el amor. Veamos cómo la Hija de la Caridad vive esto a través de los Consejos Evangélicos y de los votos de Castidad, Pobreza y Obediencia.

2.1. Castidad y dependencia

Es más fácil percibir la dimensión de dependencia en la pobreza y la obediencia. Pero la reflexión sobre la castidad va a permitirnos captar mejor, a mi juicio, lo que esto significa en profundidad. No podemos amar sin aceptar «depender» de alguna manera, pero esta dependencia es una expresión de libertad y de autenticidad.

a – No podemos amar sin «depender»

«La castidad es para la caridad; la castidad perfecta es para la plenitud de la caridad», decía Madre Guillemin.

No podemos y no debemos minimizar las exigencias de este amor. «¿No sabíais que Yo debía estar en las cosas de mi Padre?», decía Jesús Niño y, si escogió el celibato, no es porque considerara el matrimonio como una realidad negativa, sino precisamente en razón de su «asiduidad» junto al Padre y en razón de la urgencia de su misión. San Pablo dirá, a su vez, que el celibato permite dedicarse completamente a los asuntos del Señor. El CorazóriNcie Jesús es el lugar de encuentro con toda la humanidad, con todos los pobres.

San Vicente volverá a emplear esta imagen de «esposa de Cristo»: «Si hay algo que hemos de temer, es veros apegadas a alguna otra cosa que no sea vuestro Esposo» (Coste X, 618, Conf. Esp. n.° 2205). Por ello estaba tanto más preocupado, porque el menor paso en falso, real o supuesto, en materia de castidad, hubiera servido de pretexto para sospechar del estilo de vida de las Hijas de la Caridad y para poner en duda el verdadero designio del Señor sobre ellas. Volvemos a encontrar siempre esta «dependencia» fundamental con relación al proyecto divino sobre la Compañía. Pero, para esto, es necesario, precisamente, amar sin límites, establecer con el otro una relación auténtica y sin ambigüedad, conocernos a nosotros mismos en lo que tenemos de más profundo.

b – Esta «servidumbre» aparente es fruto de la libertad

Ella es, en efecto, la expresión del verdadero amor y de la libertad de los hijos de Dios, a la vez humildes e intrépidos en la casa paterna.

«En cambio —dice San Pablo— el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu». (Gal. 5, 22-25).

El modelo perfecto de todo ello lo tenemos en Jesucristo de quien Juan Pablo II nos hace observar «las relaciones humanas singularmente amplias en relación con las tradiciones de su medio y de su época, llegando perfectamente a lo más íntimo de la personalidad del otro».

Y el Santo Padre, —que se estaba dirigiendo a las religiosas aquí mismo, en la Casa Madre, en 1980— añade: «Haced sentir a vuestros hermanos y hermanas que los amáis a la manera de Cristo, sacando de su Corazón la ternura humana y divina que siente hacia ellos». Y a las Hijas de la Caridad (Audiencia a los miembros de la Asamblea General de 1980) les dirá:

«Lejos de ser una alienación de la persona, es una asombrosa promoción de las capacidades y necesidades de maternidad de toda mujer… Ved siempre vuestro celibato consagrado como un camino de vida para los demás». (Cf. Ecos 1984, p. 190 y 218).

Ya San Vicente hacía notar a las Hermanas cómo su castidad debe hacer fructificar sus riquezas femeninas. Pero, claro está, esto no es algo natural, sino que requiere mucha vigilancia y humildad.

2.2. Pobreza y dependencia

La «pobreza-dependencia» es una tema muy conocido. Por otra parte es comprensible que resulte difícil hacer aquí una distinción muy clara entre el voto de pobreza y el del servicio de los pobres del que hemos hablado ya. Todo está relacionado y está claro especialmente que la pobreza de la Hija de la Caridad se vive, como lo hemos dicho con frecuencia, para, en y a través del servicio a Cristo en la persona del Pobre. Para ceñirnos a esta dimensión de la humildad que es la «dependencia», bastará con que nos detengamos en algunos puntos importantes.

a – Pobreza-dependencia para el servicio

Existe fundamentamente una pobreza de todo mensajero del Evangelio. Sabe que es un instrumento muy modesto, muy frágil en las manos de Dios y que tiene incesantemente necesidad de ser evangelizado él mismo: «Seréis mis testigos», dijo Jesús y esta palabra «testigo» lleva consigo una exigencia muy grande de humildad a la manera de Juan Bautista: «Es preciso que El crezca y que yo disminuya». Es Dios quien, en su misericordia, nos ha escogido y nos ha destinado para llevar fruto y un fruto que permanezca. Las Constituciones hablan de la «transparencia» a la que deben aplicarse las Hijas de la Caridad para que los pobres puedan percibir a Cristo en ellas.

En efecto, esto es aún mayor verdad, cuando se trata de llevar la Buena Nueva a los Pobres. Se trata, una vez más, de lo específico de la vocación y de la fidelidad a lo que constituye su centro vital. Ya recuerdan ustedes aquella famosa carta en la que Santa Luisa expresa a San Vicente su temor de que las Hermanas no hagan ya bastante referencia a ello:

«Esto me ha hecho pensar, mi muy Honorable Padre, en la necesidad de que las Reglas obliguen siempre a la vida pobre, sencilla y humilde, por miedo a que, si se adoptara una forma de vida que requiriera más gasto y con prácticas que atrajeran a la ostentación y, en parte, a la clausura, esto obligaría a buscar medios para subsistir en esta forma, como sería, por ejemplo, constituir un cuerpo o grupo interior y sin acción, que se alojaría por separado de las que entraran y salieran mal vestidas; porque hay ya algunas que dicen que este tocado, este nombre de Hermana, no nos dan autoridad sino que atraen desprecio». (Corr. y Escr. C. 721, p. 651).

Tenemos aquí la esencia de la vocación con todo lo que supone como tal de humildad, de pobreza, de despojo para el servicio.

b – Pobreza-dependencia en el servicio

Tomemos como ilustración la vida de trabajo. Podemos verla sobre todo en dos aspectos:

Las Hijas de la Caridad, nos dicen los Fundadores, deben, al igual que los pobres, ganarse la vida mediante el trabajo, y estar así en condiciones de servirles gratuitamente. Profundos cambios se han llevado a cabo desde entonces en el contexto socio-económico, pero las motivaciones profundas conservan todo su valor y necesitamos buscar su espíritu incesantemente. Por otra parte, lá dependencia de esta ley del trabajo coincide aquí con el compartir:

«Si Dios quiere, mis queridas Hermanas, concederos la gracia de que podáis algún día ganaros la vida y llegar a servir en las aldeas que no tienen medios para sosteneros, creo que no habría nada más hermoso. ¡Unas Hermanas trabajando por los demás, estarán en un lugar en donde servirán a los pobres e instruirán a las niñas, sin que nadie contribuya a ello, y esto gracias al trabajo de las Hermanas que estén en otros lugares, gracias también al trabajo que ellas mismas pueden hacer en sus momentos de descanso!» (Coste IX, 494; Conf. Esp. n.° 816).

Hay a la vez una expresión de solidaridad con los pobres. Los Fundadores recordaban con frecuencia a las Hermanas sus humildes orígenes y las invitaban a asemejarse a los campesinos y artesanos, mediante las virtudes de las aldeanas. Nos encontramos aquí con una dimensión inmersa hoy en toda clase de implicaciones profesionales, económicas, sociales, políticas. De todas formas, la proximidad con los pobres es ante todo un estado de espíritu, ha de vivirse a través de un comportamiento interior y exterior, impregnado de una auténtica calidad humana, evangélica, vicenciana: renuncia y disponibilidad, valentía para ser la voz de los «sin voz», relación fraterna con los pobres, verdadera comunión de vida con ellos bajo múltiples formas.

c – Pobreza-dependencia a través del servicio

Aprendamos, una vez más, como discípulos dóciles, de estos maestros terriblemente exigentes que son los Pobres. El Documento Final de la Asamblea les hablaba de la «mordedura» concreta de la pobreza en nuestras vidas. Les remito a lo que dice Madre Duzan sobre el estilo de vida personal y comunitario y sobre la reflexión que debemos hacer humildemente a este respecto.

Hay que llegar también a una revalorización de ciertas prácticas, como la petición de permisos y la rendición de cuentas. Recordemos justamente que los pobres dependen de mucha gente, de muchas cosas. Y nosotros ¿aceptamos de buena gana vivir esta dimensión de la pobreza cada vez que se presenta la ocasión y bajo los múltiples formas en que puede presentarse?…

2.3. Obediencia y dependencia

a – Decir «obediencia» es decir «dependencia» en la humildad

Nuestra existencia cristiana y eclesial se concreta en nuestra pertenencia a la Compañía. Es ella la que nos envía: obedecer es precisamente servir a los pobres, en la Compañía y según su espíritu. ¿No aparecemos con demasiada frecuencia, ante los ojos de los pobres que nos ven vivir, como singularmente independientes con relación a las duras obligaciones que ellos deben sufrir? ¿Qué semejanza hay entre ciertos estilos de vida personales o comunitarios, cercanos a la autonomía en el sentido negativo de la palabra, con la exigencia de la conformidad a las actitudes de Cristo Servidor y a la vida de los pobres?

En este aspecto es donde se da la confluencia entre la obediencia al superior y la obediencia del superior. Se trata, y esto para todos, de buscar y cumplir, con un espíritu evangélico y vicenciano, la Voluntad de Dios sobre nosotros a través de las mediaciones por las que normalmente se expresa. Las Constituciones —regla de nuestra vida— están precisamente para ayudarnos. No sólo contienen una sección sobre la obediencia, sino que nos indican con qué espíritu hemos de obedecer aprendiendo de Cristo y de los pobres que viven la dependencia hasta el punto de ser despreciados y tenidos en nada.

b – La humildad es la que permite vivir una obediencia «activa»

Humanamente esto puede parecer sorprendente, sin embargo Cristo «entró libremente en su Pasión». Cuanto más nos enraizamos en El, tanto más pasamos del hombre viejo al hombre nuevo, capaces de ofrecer a Dios una libertad muy viva, capaces de vivir una obediencia libre y liberadora para nosotros mismos y para los demás.

La humildad es la verdad. Es lo opuesto a la resignación pasiva y a las demasiado fáciles seguridades. Pero, al mismo tiempo, comprendemos mejor que el diálogo, la concertación, el respeto de la subsidiaridad y de la corresponsabilidad dan más valor aún a nuestro compromiso y, en especial, a su dimensión de dependencia plenamente asumida. Con una postura contraria a actitudes «inmaduras» de oposición sistemática, de afirmación exagerada de uno mismo, hacemos nuestros, con toda lucidez y responsabilidad, los imperativos del amor que nos permiten vivir la dependencia de Cristo y de los Pobres.

Todo lo que acabamos de decir tiene un nombre: Una humilde disponibilidad. Las Constituciones lo expresan de un modo excelente:

«Para seguirle (a Cristo) más de cerca y prolongar su misión, las Hijas de la Caridad eligen vivir total y radicalmente los Consejos Evangélicos de castidad, pobreza y obediencia, que les hacen estar disponibles para el fin de la Compañía: el servicio a Cristo en los Pobres». (C.1,5).

Este don total al Señor, van a confirmarlo una vez más, mediante sus votos de Hijas de la Caridad, siguiendo los pasos de Jesucristo Servidor y de María Sierva. Al leer la circular de Madre Duzan, me he alegrado de que ella les haya recordado el ejemplo de San José. Quizá no pensamos bastante en el lugar que Dios le ha dado dentro del Misterio de la Salvación junto a Cristo y a su Madre, y por tanto dentro del Misterio de la Iglesia. La respuesta de este «Justo» fue de total docilidad, de humildad para dejarse conducir por los caminos del «claro-oscuro» de la Fe. Pidámosle que haga igualmente de nosotros verdaderos servidores, verdaderos siervos en la humildad, según nuestra vocación.

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