«Cada Hija de la Caridad trata de estar abierta y receptiva al pensamiento de sus Hermanas.Cualquiera que sea su edad, su función, servicio, sabe que es responsable de contribuir, con todos los recursos de su personalidad y las riquezas de su cultura, a la misión común» (C.35a).
El verano es un tiempo distinto, tiempo de las visitas a la familia, los Ejercicios Espirituales, los cursillos prolongados…, que a lo largo de los nueve meses de curso no se pueden realizar. A la vez, estas actividades hay que compaginarlas, en muchos casos, con el mismo trabajo del curso y con menos personal. Pero el ritmo en este tiempo se nos antoja distinto y todos ansiarnos el verano para reponer fuerzas.
Comenzamos un nuevo curso: es tiempo de echar a andar tras el descanso y las actividades del verano. Nos parece bien plantearnos cómo vivir la misión con nuevas energías, con nuevo entusiasmo y ganas de realizar la obra de Dios, la obra que él ha depositado en nuestras manos. Sé que si «yo no la realizo», quedará sin hacer y alguien saldrá perjudicado. Con esto no estoy invitando a un trabajo sin más; no es cuestión de trabajar y trabajar… es cuestión de vivir la «misión», de realizar la obra de Dios, que es mucho más que trabajar. Las tareas nos desbordan por todas partes. Hay que optar. No se puede hacer todo lo que se quiere. Se necesita tener claras las prioridades para no perderse en el aturdimiento y en el frenético activismo. Es vivir un auténtico equilibrio entre vida interior, comunidad y misión. Y, como nos pide el apóstol, poniendo en la base de nuestro vivir siempre el amor.
Según las palabras del apóstol, cada uno ha recibido dones particulares y complementarios para ponerlos al servicio de la comunidad. Compartir lo que somos, hacemos y sabemos, contribuye enormemente a la construcción de la comunidad, suscita la comunión profunda entre todos sus miembros y desarrolla la riqueza de un pluralismo cimentado en el amor. Esta complementariedad, en la que cada uno da y recibe, en la que pone cuanto tiene y cuanto es al servicio de todos, es fuente de alegría, de dinamismo, de renovación de fuerzas con miras a la misión. Con esto todos salimos ganando personal y comunitariamente; y, sobre todo, ganan los pobres a los que de verdad todos estamos obligados a servir.
En este tiempo es saludable recordar que lo importante no es lo que hacemos sino lo que vivimos, que lo decisivo son las personas y no las actividades. Nuestra forma de vivir es más reveladora que las palabras pronunciadas. La fe cristiana es siempre un hecho de gracia y de libertad. Responde a una llamada y un don de Dios. Con el paso de los días, nosotros, las personas consagradas y comprometidas, constatamos que tenemos una gran capacidad de rutinizarlo todo; de matar el sentido de la sorpresa y del asombro. Nos volvemos como máquinas que funcionan y hacen cosas y cumplen programas. Pero eso no es. La renovación se juega en otro lado, en las actitudes personales.
Debemos renovar continuamente nuestro «sí» total, mediante el cual queremos manifestar nuestro amor, cada vez mayor, hacia Aquel que nos ha amado el primero. Este Señor se nos ha adelantado, nos ha llamado por nuestro nombre y nosotros hemos respondido con nuestro compromiso incondicional que en estos momentos continúa interpelándonos para saber dar la respuesta adecuada. El Señor continúa precediéndonos cada día, cada instante. Él nos comunica sus luces para que estemos cada vez más a su servicio, junto a los verdaderos pobres, en nuestra sociedad de hoy.
Es el momento de hacer una evaluación leal, una evaluación en profundidad de vuestra vida como Hija de la Caridad para un servicio mejor a Cristo en los pobres. Por eso, ante todo, es necesario hacer un buen discernimiento dentro de la fidelidad al espíritu de la Compañía. Nunca debemos perder de vista las convicciones que, en estos momentos debemos reafirmar acera de nuestra identidad. Debemos reafirmar, en primer lugar, la «fidelidad al carisma propio», con la convicción que la renovación de cada uno de nosotros producirá la renovación de la Comunidad y de la Provincia en su totalidad.
Pidamos al Señor que durante este curso, que incide de lleno en el año jubilar, nos anime este profundo deseo de fidelidad, que consiste en la adhesión, renovada constantemente día a día, al proyecto de Dios sobre todos nosotros, fidelidad cuya fuente es Dios mismo. Para vivir intensamente esta constante y renovada fidelidad, necesitamos promover en todos y cada uno de nosotros el sentido de la responsabilidad, en el crecimiento personal, comunitario y provincial. Y por esto mismo, de toda la Compañía.
Se nos plantea una cuestión de conversión, conversión que consiste en «reajustar lo que somos con lo que debemos ser». Ser conscientes que, «sois Hijas de la Caridad, entregadas a Dios, en comunidad para el servicio de Jesucristo en los pobres»; es el carnet de identidad, el sello propio. Apoyados en estas convicciones, debemos descubrir el punto en que nos encontramos. En cada momento de nuestra vida conviene preguntarnos: ¿Qué es lo que ocupa mi corazón?, ¿Dios?, ¿los pobres?, ¿la Compañía? ¿No se han deslizado en él otras aspiraciones y búsquedas que me acaparan?
Tenemos que vivir con una visión de futuro, apoyados en la realidad que estamos viviendo. El futuro se construye desde el presente y desde la realidad de cada uno de nosotros, desde la realidad de la comunidad, la realidad de la Provincia y desde la realidad de la sociedad en la que estamos viviendo. Miremos el mundo que nos rodea tratando de ser objetivos y realistas. Nuestro mundo está en constante mutación. Se viven conmociones de todo tipo que cada vez afectan a más personas. Los disturbios sociales y las crisis económicas provocan continuas migraciones que nos obligan a actuar y buscar una respuesta a los problemas que plantea. Los jóvenes son un continuo interrogante para nosotros. ¡Han cambiado tanto de la generación anterior! ¿Qué respuesta demandan de nosotros? ¿Cómo paliar las dificultades de todo tipo que encuentran para construir sus vidas? Las costumbres imperantes en nuestra sociedad nos desconciertan. ¿Cómo encarar los problemas de la familia, de la mujer, los hijos de padres separados, los ancianos?
Creo que estamos obligados a hacer una profunda reflexión para discernir con claridad evangélica, los valores y contravalores de la sociedad en la que vivimos. Junto a la solidaridad y la abnegación de unos, sobre todo de los más pobres, coexisten la mentira, la agresividad, la violencia, la «libertad» mal entendida, el egoísmo, el individualismo… Ante esto ¿qué hacer?
El mundo está esperando nuestra respuesta, esto es seguro, nosotros lo detectamos en múltiples ocasiones. A lo mejor no es consciente que demanda de nosotros una respuesta, pero nos mira para poder tener un aliento de esperanza.
Para dar una respuesta adecuada, hemos de movilizar todos los recursos de nuestro corazón, de nuestra inteligencia, de nuestra imaginación para encontrar soluciones adecuadas, para hacer frente a las pobrezas y miserias de nuestro mundo; sabemos que «el amor es inventivo hasta el infinito». Tenemos que vivir esta apuesta por los que sufren con delicadeza, audacia y realismo. Son pasos difíciles y por eso debemos apoyarnos en Dios. La fe, la esperanza y el amor deben ser nuestro fundamento.
La revitalización de nuestro carisma, de nuestro espíritu, no consiste en redefinir sus formas, sino en reavivar su significado, su derecho a seguir teniendo sentido ante las nuevas inquietudes y las nuevas realidades actuales. El mundo que está cambiando a nuestro alrededor nos cambia también a nosotros. Sencillamente, no podemos permitirnos el lujo de quedarnos con los brazos cruzados. Lo importante es que, en nuestro celo por salvar la institución, no destruyamos la vida. Lo importante es que lleguemos a ser lo que debemos ser en un mundo que, en medio del torbellino de un nuevo comienzo, nos arrastra con él.
¿Qué más podremos hacer para que en este curso que alumbrará el dos mil se produzca en nosotros un auténtico cambio, una auténtica conversión que logre un servicio mejor? ¿Qué nos ayuda? ¿Qué nos estorba?
Se han producido y siguen produciéndose en nuestro mundo cambios tan extraordinarios y con tanta rapidez que con frecuencia nos cogen con el paso cambiado, no sabemos acomodarnos a los ritmos que estos cambios nos exigen. No podemos decir, «siempre se ha hecho así»; eso ya no nos vale. El servicio a los pobres nos está exigiendo otros comportamientos, otras maneras y otras actitudes y aptitudes. Los cambios son una realidad a la que no podemos escapar. Queramos o no, lo aceptemos o no, nos vemos sometidos a ellos. Lo malo sería que esta realidad tan cambiante no hiciéramos nada más que «sufrirla» y sufrirla dolorosamente sin intervenir demasiado positivamente en ella, bien sea por sorpresa, por miedo, por falta de visión, o por cobardía… Tal vez nos estamos considerando como víctimas de estos cambios, cuando lo que nos corresponde es ser actores, animar y compartir las transformaciones que se están operando en nuestro entorno.
En este momento de evolución y cambios tan profundos en nuestro vivir cristiano y de personas consagradas, debemos descubrir qué aspectos de nuestro vivir conducen al declive de nuestro espíritu y qué otros contienen semillas de futuro.
Sabemos que no podernos detener el cambio, no podemos limitarnos a ser meros espectadores del mismo, ni podernos contentarnos con lamentarnos, pensando que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Los cambios son imparables. Tenemos que considerar que muchos de estos cambios son positivos con relación a los valores evangélicos y deben servirnos para mejorar y centrarnos más en nuestro servicio. Centrarnos más en nuestro ser de creyentes y, en vuestro caso, en la realidad cada día más sentida y vivida de ser Hija de la Caridad.
Tenemos que prepararnos espiritual, psicológica e intelectualmente para situarnos en el «servicio» como Dios, la Iglesia y nuestra sociedad nos demanda. Es, por nuestra parte, un ejercicio de revisión, renovación y conversión a todos los niveles. No es para asustarnos, sino para vivir con gozo, entusiasmo y esperanza el reto de esta realidad que nos toca vivir, porque el convencimiento que tenemos de la presencia de Dios, de su gracia y fortaleza en nosotros, nos hace capaces de aceptar los retos que él nos demanda, porque, como nos dice san Pablo, «si Dios está con nosotros ¿quién estará contra nosotros?… ni lo presente, ni lo futuro, ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba, ni lo de abajo, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8, 31.39).
En este comienzo de curso, cada uno de nosotros debemos pensar seriamente en todo esto que estamos viviendo: vivir nuestro «servicio» con creatividad, espíritu de fe y renovado impulso. Este año debe servirnos para proyectarnos hacia delante; vivir la realidad del tercer milenio de la Redención y vivir con la fuerza que da hacerlo «juntos», como comunidad de fe que se siente convocada por Dios para realizar una «misión»:
No debemos descuidar la formación a lo largo de nuestra vida. Debemos permanecer inquietos para acudir a los cursillos, conferencias…, todo aquello que nos pueda ayudar a actualizarnos para el servicio. Formación para saber tomar conciencia de cuanto ocurre en el mundo y en el contexto donde nos corresponde vivir y servir. Preparación para saber reflexionar y discernir la respuesta apropiada que debemos dar en cada situación concreta. «La formación permanente es cuestión de fidelidad a la vocación», nos dice sor Juana Elizondo; y añade: «La formación permanente es también cuestión de justicia y de respeto a las Hermanas y a los Pobres a quienes se debe servir». Esta formación debe comprender todas las facetas de nuestra vida, desde lo más espiritual hasta lo más material, para poder ir al ritmo de las transformaciones que nos está tocando vivir.
En estos momentos, en este curso que comenzamos, hay un trabajo que realizar, un misterio que vivir, esencial para que el Espíritu arda en nuestro tiempo. Este nuevo curso es un llamamiento a todos y cada uno de nosotros para convertirnos en una abrasadora presencia del Espíritu de Dios en el mundo actual.
Os animo a hacer, en estos días, una revisión y actualización del «Proyecto Comunitario» para elegir, desde la realidad que vivimos, las líneas de acción y las acciones concretas que tenemos que llevar a cabo en este curso para que nuestra presencia entre los pobres sea una imagen clara de la infinita ternura de Dios Padre para ellos. Esto nos exige revisar todos los campos de nuestra vida: la oración, la vida fraterna, el servicio, las relaciones…, todo en orden a hacer presente a Dios en nuestro mundo. Detengámonos a orar, reflexionar y dialogar en comunidad sobre cada uno de los aspectos que componen la misión que se nos ha encomendado.
Nos puede asustar la tarea que vemos delante de nosotros. La respuesta es fácil: Vivamos el Evangelio, desde nuestro carisma, con toda profundidad, con toda el alma. En la medida que lo hagamos así encontraremos respuestas adecuadas a los retos que se nos plantean.
Pidamos a la Santísima Virgen María, en este comienzo de curso, que debe ser tan emblemático para nosotros, como para todo creyente, que nos ayude a cumplir siempre nuestras promesas, los compromisos contraídos con Dios y con los miembros dolientes del Cuerpo Místico de Cristo. Llevemos como lema en este curso, aquellas palabras de san Vicente: «Vayamos y empleémonos con renovado amor en el servicio de los pobres, y aún busquemos los más pobres y más abandonados».






