SU CELO POR LA SALVACIÓN DE LAS ALMAS
Antes de dar comienzo a tratar de esta tan importante como excelente virtud, del celo de la salvación de las almas, que nace, como el fruto del árbol, de la caridad con que el aIma ama a Dios, y que tanto resplandeció en el Sr. Senjust, parécenos, no sólo conveniente, sino también necesario exponer en breves palabras lo tocante a la ciencia espiritual y práctica que le concedió el Cielo para que derechamente guiase por el camino de la santificación con su prudencia y acertados consejos a tantas almas como le tuvieron por padre, maestro y director espiritual, mientras vivió en Santa Oliva, en Urgel y Barcelona.
Hablando de esta ciencia, dice el Dr. Garrigo, que no fue la ciencia engañadora del mundo, ni tampoco la prudencia de la carne, ni la de los antiguos filósofos, ni la de los teólogos de su tiempo; sino ciencia celestial y divina, bebida en aquella fuente indeficiente de luz que ilumina con los esplendores de su claridad toda inteligencia, reflejando en las criaturas todas sus perfecciones y ordenada a santificar el alma. «Tres meses tuve yo la dicha—en estos términos se expresa—de estar un verano en esta cercanía antes que esta Casa fuese fundación; y le oí tales declaraciones de misterios levantadísimos, que me dejó pasmado: ni el mejor teólogo que hubiese regentado muchas cátedras podía hablar con más acierto. No era, no, según creo, su ciencia adquirida, sino infusa, y estoy en que, como a otro Santo Tomás, del cual desde su niñez fue muy devoto, más se le habían comunicado en la oración, que no estudiando libros: Dicere solebat, quidquid sciret non tan studio aut labore suo peperisse, quam divinitus traditum accepisse. Y un poco más abajo añade: «En materias interiores, hombre» que hablase con más elevado magisterio no le he visto «en mi vida, siendo verdad que he procurado tratar con «sujetos grandes en virtud, letras y experiencia en Cataluña» y fuera de ella». Con una palabra os consolaba; con media sílaba os instruía; con dos razones os enfervorizaba; finalmente, no iba a tratarle un hombre tan malo, que no se resolviese a ser bueno; ni bueno, que no volviese mejor».
Con luces tan claras y elevadas, y al propio tiempo tan necesarias a los que se consagran al altísimo ministerio de ganar las almas para Dios, o de conducir a las ya convertidas por el difícil y escabroso camino de la perfección, no es de maravillar que arrebatase tantas almas al demonio, ni fuesen tantos los que a él acudían para que los guiase por la senda de la virtud, a que Dios les llamaba. Esta fue su ocupación principal en la tierra, el celo de la salvación de las almas.
Si entre todas las cosas divinas no la hay más divina que cooperar con Dios en la salvación de las almas, como dice el Areopagita, ¿qué diremos del fervor y solicitud con que Francisco se dedicó a ella? La Iglesia llama a San Cayetano venator animarum, cazador de almas. También lo fue Francisco, no para sí, sino para su Señor; no para regalo propio, sino por el de Dios; no para su propia gloria, sino para la de Su Divina Majestad, que las ha criado y hecho a imagen y semejanza.
«A unos reducía con su paciencia, sufriendo los baldones e infamias que tengo referidas en su peregrinación; pues viéndole tan plácido y tan benigno no obstante los fieros aquilones que bramaban, se le rendían convertidos, añadiendo palabras semejantes a las del cap. XXIII de San Lucas: «verdaderamente que este hombre es justo.» A otros pecadores hablaba con gran dulzura, y añadía tal vez, si le pedía su terquedad, a lo blando del aceite lo picante del vino, con las amenazas del Dios de las venganzas. Así su-cedió en su priorato de Santa Oliva, en donde habiendo él procurado se evitasen los bailes públicos, por provocativos lujuria, un soldado de puesto que se hallaba allí, y era que más los instaba, siendo del número de aquellos que Virgilio: Nulla- fides pietasque viris qui castra sequuntur, sin Dios, ni ley, ni razón, echando chispas y rayos de su infernal boca, entró en la Iglesia, en la cual se hallaba nuestro Prior, porque era su ordinaria habitación, para disputar el caso con él. Oyó el ruido, y viendo que el soldado que lo alborotaba todo, salió a recibirle y le tales razones, tan dulces, tan eficaces y con tan buen modo, y añadiendo amenazas y castigos del Cielo, si no desistía de tan loca pretensión, que convencido el soldado, se arrojó a sus pies y le pidió perdón, quedando muy amigos, y con la amistad que más importaba, que era la de Dios, diciendo después a boca llena el arrepentido militar: «Este hombre es santo, y por sus méritos me ha mudado Dios el corazón».
«A los pecadores carnales, en cuyas almas estaba más encastillado el demonio, añadía a sus palabras, no solamente oraciones, sino también penitencias y maceraciones corporales, abriendo en su cuerpo con sus rigurosas disciplinas y puntas de sus silicios muchas heridas, que eran otras tantas bocas con las cuales, después de largas horas de fervorosa oración, sacaba de las garras del demonio y reducía al servicio de Dios a los más rebeldes y brutales pecadores. ¡Oh! ¡con cuántos, me consta de ello, lo hizo así, y vio logrado su intento!»
Este celo le obligó a ejecutar, no sin haber pasado antes innumerables trabajos ni sin haber antes vencido las serias dificultades de que se ha hecho mérito, la fundación de la Congregación de la Misión, que tanto aprovechó a la ciudad y obispado de Barcelona, y singularmente a los eclesiásticos de ‘la capital del principado de Cataluña; viéndose en la precisión de abandonar la soledad y tratar con un sinnúmero de personas de importancia, escribiendo un sinfín de cartas y haciendo todo lo que humanamente le fue posible para que se lograse. El celo ardentísimo de la salvación de las almas que abrasaba su pecho, le hacía ir a la plaza del Borne y a la Pescatería, que eran dos mercados célebres de Barcelona, y a otros lugares, a hacer las provisiones necesarias en tiempo de órdenes, hasta ir a comprar platos y llevarlos él mismo bajo el manteo; y como en cierta ocasión le dijese un amigo suyo que aquella-, cosas no decían bien, antes por el contrario, desdecían de un hombre de su nobleza y dignidad, respondió Francisco: «Con tal que no me vean pecar, lo demás poco me importa.. Este mismo celo por el aprovechamiento de los ordenando~ le hacía leer en el refectorio, cuando se hallaban de Ejercicios en la Casa, buscando los libros más a propósito para darles a conocer la excelencia y dignidad del estado que iban a abrazar; leyéndoles los puntos de la meditación, predicándoles, exhortándoles y aconsejándoles con razones nacidas del vehemente deseo de su perfección y santidad; llegando en ocasiones hasta ponerse de rodillas y bañarles los pies con abundantes lágrimas, conjurándoles como otro San Pablo, por el amor de Jesucristo, que hiciesen el debido aprecio del estado sacerdotal. Este celo le impulsó a fundar la Conferencia eclesiástica, excelente y eficacísimo medio para conservar en los Sacerdotes las buenas disposiciones en que se hallaban al recibir los sagrados órdenes, asistiendo él mismo a ellas y tratando con los más doctos y ejemplares los puntos más importantes para la reforma de las costumbres de los eclesiásticos; finalmente, este celo le arrastraba, no obstante la acerbidad de sus padecimientos físicos, al coro de la Catedral, al púlpito, al confesonario, a conventos de monjas, a consolar enfermos, muchos de los cuales, según afirma el Dr. D. Francisco Garrigo, sanaron de sus males repentinamente por sus oraciones; en una palabra, a todo género de obras de misericordia, espirituales y corporales, pasando, como se dice de Jesucristo en los Hechos Apostólicos, haciendo bien por donde transitaba, componiendo discordias, reconciliando enemigos, consolando a los afligidos, socorriendo a los necesitados, siendo el padre de las viudas y de los huérfanos, abriendo su corazón y su bolsa a los pobres, sufriendo con que sufrían, llorando con los que lloraban, haciéndose, semejanza del Apóstol de las gentes, todo a todos para ganarlos todos a Jesucristo, y llegando hasta el heroísmo del celo, pues murió mártir de su amor y caridad para con sus hermanos.
Antes de terminar lo que a su ferviente celo se refiere, queremos narrar dos hechos que, en nuestro humilde juicio, prueban lo mucho que se complacía el Señor en bendecir los trabajos de su siervo, y que pueden servir de norma para juzgar de otros muchos que su profunda humildad nos ha ocultado.
En el viaje que hizo a Roma visitaba con frecuencia s monasterios de monjas, muchas de las cuales le pedían luz y consejo en materias de espíritu, sabiendo las que el Señor le había concedido para gobernar y dirigir las almas. En uno de estos conventos supo que el enemigo había turbado la paz de la casa, sembrando la discordia en los corazones y disponiendo a las súbditas contra la Superiora. Estas discordias les eran a las monjas gran obstáculo para su aprovechamiento, y tratando Francisco, no sólo de restablecer entre ellas la paz y armonía, que en personas de comunidad es el lazo que une las voluntades, sino también de hacerlas corresponder a la vocación de su estado, fue varias veces al monasterio, habló a unas, corrigió a otras con suavidad y dulzura, y a las pocas veces que fue logró hacer reinar la paz en aquella turbada Comunidad; y tanto la arraigó, que solían decir las religiosas: esta casa ha quedado convertida en paraíso, después de la visita del Sr. Francisco.
El segundo hecho es que plugo a Su Divina Majestad dar tal fuerza a las palabras salidas de su boca, que aunque les hablase en latín le entendían como si hablara en romance; y como cierta religiosa, alma de mucho espíritu y de mucha vida interior, y singularmente apreciada del señor Sen-just, le manifestase que al cantar el Evangelio le entendía como si leyese en su propia lengua, le respondió Francisco con mucha gracia: «Cuando lo canto a mis feligreses, me entienden como si lo cantara en catalán.» Estas y otras muchas gracias comunicó el Señor a su siervo en recompensa de aquel ardiente y fervoroso celo con que durante toda su vida procuró trabajar para la mayor honra y gloria de Dios, para provecho de su alma y en bien de las que el Señor como a solícito y vigilante pastor le había encomendado.






