Vida de santa Luisa de Marillac. 03. En busca de su vocación

Francisco Javier Fernández ChentoLuisa de MarillacLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Elisabeth Charpy, H.C. · Año publicación original: 1992.
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En busca de su vocación

SOLA de nuevo, abrumada por lo que llama ella «la justicia de Dios», Luisa busca un apoyo. Escribe a su primo Hilarión Rebours, a mons. Camus y a su tío Miguel. Las respuestas, harto desconcer­tantes, no devuelven la paz a su alma atormentada. También se dirige a su nuevo director. Se aferra a él como a un salvavidas. Desearía tenerlo siempre en París, dispuesto a responder a sus inquietudes. Vicente acoge a esta mujer desorientada. Con pa­ciencia y bondad la ayuda a descentrarse de sí misma, a simplificar su vida de oración, a abrirse a los demás. Le pide que prepare ropa para los pobres. Lentamente, el estado depresivo que opri­mía a Luisa se desvanece y todo su ser se relaja progresivamente.

A través de cartas y encuentros, Vicente y Luisa se descubren. Luisa se confía enteramente a aquel sacerdote, hombre sencilla, lleno de amor a Dio» y a los pobres. Le está muy reconocida por la ayuda aportada a la educación de su hijo. Vicente de Paúl le ha tomado afecto a aquel pequeño, a menudo obstinado y en conflicto con su madre. Adivina hasta qué punto los años trascurridos entre un pa­dre enfermo y una madre deprimida han marcado profundamente su carácter.

A su vez, Vicente de Paúl descubre en Luisa de Marillac una persona rica, que sólo espera poder manifestarse y abrirse. No vacila en movilizar su despierta inteligencia, su amplia cultura y su sen­tido de la organización. Desde 1617, en las ciuda­des y pueblos donde predica la misión. Vicente reúne mujeres compasivas para que visiten a los pobres enfermos y les lleven ayuda v consuelo. Esas asociaciones llamadas «Cofradías de la cari­dad», se multiplican; algunas son muy dinámicas, mientras que otras tropiezan con dificultades.

Vicente se percata de que para mantener el fer­vor de todos aquellos grupos son precia, visitas regulares. En la srta. Le Gras encuentra la persona que necesita. En mayo de 1629 le pide que vaya a visitar la cofradía de Montmirail. Consciente de la importancia de esta primera partida. Vicente envía a Luisa una «orden de misión», inspirándose en el texto litúrgico del Itinerario de los clérigos:

«Id, pues Señorita: id en nombre de Nuestro Señor. Ruego a su divina bondad que os acompañe, que sea vuestro consuelo en vuestro camino, vuestra sombra contra el ardor del sol, vuestra protección contra la lluvia y el frío, vuestro lecho blando en vuestro cansancio, vuestra fuerza en vuestro trabajo y que, finalmente, os devuelva en perfecta salud y llena de bue­nas obras» (Doc . 26).

Como misionera de la caridad. Luisa recorre los caminos de Francia: Saint-Cloud, Villepreuv. Beauvais, Montreuil, Pontoise, Villeneuve- Saint­Georges, Liancourt, Loisy-en-Brie, Gournav-sur­-Aronde, Asniéres y otras muchas poblaciones reci­ben su visita. Viaja en diligencia, deteniéndose en posadas durante la noche: en ellas descubre la promiscuidad, las conversaciones atrevidas de los hombres, la pobreza del alojamiento (un poco de paja por lecho). Cuando la distancia es corta, hace el camino a caballo. Al llegar al pueblo o la ciudad, las más de las veces es recibida por una Cofradía. Durante su estancia, Luisa reúne a los miembros de la asociación, les alienta en su trabajo y reanima su fervor. Si le parece necesario, reajusta el reglamen­to. Visita personalmente a los enfermos, se reúne con chicas pobres sin instrucción y se esfuerza en encontrarles una maestra. Su entusiasmo es contagioso.

«Una vez fue a un pueblo en el que todas las mujeres se sintieron tan consoladas de oírla que lo contaron a sus maridos, los cuales querían ir; les dijeron que los hombres no podían ir allí. Ellos fueron y se escondie­ron debajo de la cama y por todos los rincones de la habitación, y luego preguntaban si ella no confesaba» (Doc. 923).

Cuando había que poner en marcha una Cofra­día, restaurar otra, redactar un reglamento, Vicente enviaba a Luisa, seguro de su habilidad, de su tacto y su experiencia misionera. Dejaba a su criterio las medidas que había que tomar y los métodos que se debían emplear. Luisa da cuenta regularmente de sus actividades, de las dificultades que encuentra y de sus gozos y temores. Vicente anima y tranqui­liza a la que se ha convertido en su colaboradora:

«Esté tranquila y únase en espíritu a las burlas y malos tratos que sufrió el Hijo de Dios cuando sea honrada y estimada. Ciertamente, señorita, un espíritu verdaderamente humilde se humilla tanto en los ho­nores como en los menosprecios; hace como la abeja, que saca miel lo mismo del rocío que cae sobre el ajenjo que del que cae sobre la rosa» (Doc. 46).

El impulso de caridad suscitado por Vicente de Paúl conquista las parroquias de París. Marquesas, condesas, duquesas y hasta princesas, todas desean entrar en las filas de las Damas de la Caridad. Descubren la pobreza y a quienes la padecen. Se muestran llenas de generosidad y abren sus bolsas. Mas cuando hay que llevar la olla de sopa a los tugurios, algunas experimentan enormes dificulta­des, asfixiadas por la vista y el olor que sale de ellos. Envían a sus criadas para que las reempla­cen. Vicente y Luisa se preguntan entonces si las Cofradías de la Caridad van a poder mantenerse. Las criadas de aquellas Damas ejecutan una orden, pero no siempre tienen el amor y el respeto a los pobres.

En el curso de una misión en los alrededores de Suresnes, en 1630, Vicente de Paúl encuentra una campesina, Margarita Naseau, deseosa de servir a los pobres. Vicente ve en este acontecimiento una respuesta de la Providencia. Margarita, de treinta v cuatro años, ha aprendido a leer guardando las vacas y preguntando a los transeúntes. Luego se esforzó en instruir a otras chicas. Está absoluta­mente dispuesta a ir a París, si tal es la voluntad de Dios. Vicente la envía a servir a los pobres de la Cofradía de la Caridad de la parroquia de San Salvador. Luisa de Marillac y Margarita de Naseau, comparten juntas su fe y su deseo de servir bien a los pobres enfermos a domicilio. Luisa se maravi­lla del ardor de Margarita.

Pronto se presentan otras chicas del campo para avudar a las Damas de las diferentes Cofradías de la Caridad de París. Luisa las acoge, les explica el trabajo que han de hacer y las distribuye por las parroquias. Las acompaña en su itinerario espiri­tual y les enseña el respeto y amor al pobre, imagen de Jesucristo.

Una intuición se va imponiendo poco a poco a Luisa de Marillac. ¿No debería consagrarse a sus hijas, a su formación, a apoyarlas y reunirlas? ¿No debería aquella la pequeña comunidad consagrada al servicio de los pobres que vislumbró durante la visión del domingo de pentecostés de 1623?

Como mujer, que vivía en el siglo XVII, no podía decidir por sí sola en tal empresa. Somete su pensamiento a Vicente de Paúl. Éste no ve la nece­sidad de tal comunidad. ¿No sería poner en peligro la vida de las Cofradías de la Caridad, sobre todo en París, al separar las Damas de las hijas? Con una tenacidad llena de deferencia, Luisa insiste varias veces. Molesto por tal insistencia, Vicente respon­de más bien con sequedad:

«Usted es de Nuestro Señor y de su santa Madre; permanezca unida a ellos y en el estado en que la han colocado, en espera de que deseen otra cosa de us­ted… Le ruego de una vez por todas que no piense en ello hasta que Nuestro Señor manifieste que lo quier, que ahora da tos sentimientos contrarios a ello» (Doc. 86-87).

Luisa, paciente, reflexiona y ora. La muerte de Margarita Naseau en febrero de 1633 interpela tan­to a Luisa como a Vicente. Margarita ha fallecido de la peste por haber acogido en su cama a una mujer pobre, afectada de esa enfermedad contagio­sa. No obstante, Vicente de Paúl sigue vacilando. Cuando los convento, acogen sobre todo a señoritas de la nobleza o de la burguesía, ¿es posible proponer a unas campesinas que se consagren a Dios y formen una comunidad religiosa?

Luisa de Marillac, que conoce bien los valores profundos de esas jóvenes del campo, insiste. ¿Por qué Dios no iba a llamarlas a ellas también a una vida entregada del todo a eél y a los pobres?

Durante sus ejercicios anuales, en agosto de 1633, Vicente ora largamente. El último día le escribe a Luisa:

«Creo que su buen ángel ha hecho lo que me pedía usted por la que me escribió. Hace cuatro o cinco días se ha comunicado con el mío respecto a la Caridad de vuestras hijas; pues la verdad es que me ha sugerido a menudo que lo recuerde y que he pensado seriamente en esa buena obra. Volveremos a hablar de ello, el viernes o sábado, Dios mediante, si no me manda usted llamar antes» (Doc. 100).

Todavía son necesarias varias semanas para las últimos preparativos. El 29 de noviembre de 1633 Luisa recibe a algunas jóvenes para alojarlas en la casa y hacer que vivan en comunidad. A estas jóvenes se las denomina las más de las veces Hijas de las Caridades o de la Caridad, porque trabajan en las Cofradías de la Caridad. A veces se las designa con el título de Servidoras de los Pobres o también Hijas de la srta. Le Gras. Sólo mucho más tarde, en el siglo XVIII y sobre todo en el XIX, se las llamará hermanas de san Vicente de Paúl. La Iglesia les ha dado como nombre oficial el de «Hijas de la Caridad de san Vicente de Paúl». Se ha pasado en silencio el papel fundador de Luisa de Marillac.

El grupo no posee estructuras precisas. Es una especie de cofradía. Este término designa en el siglo XVII un grupo de laicos reunidos, para promover una obra de devoción o de caridad. Vicente de Paúl y Luisa de Marillac le designan con térmi­nos de sentido muy, amplio: el de compañía, que indica una agrupación de personas, para un fin co­mún, o el de comunidad, que significa que las personas agrupadas viven juntas. Los textos oficia­les del siglo XVII que reconocen la existencia de ese grupo hablan de sociedad, cofradía e instituto. Esta comunidad, de un tipo muy nuevo, resulta difícil de definir jurídicamente. No es una orden religiosa de estructuras bien codificadas que vive en un monasterio. Como lo explica Vicente de Paúl a las hermanas, esta compañía se ha formado «im­perceptiblemente», se construye poco a poco. En el siglo XIX, en un afán de recuperación después del torbellino revolucionario, se reestructura toda la vida religiosa. Las hermanas de San Vicente de Paúl se convierten en una de las más importantes «congregaciones religiosas». El concilio Vaticano II (1962-1965) invita a todas las comunidades religiosas a descubrir el «soplo de los orígenes». Hoy la Iglesia reconoce la vocación propia de la Com­pañía de las Hijas de la Caridad, clasificándola entre las sociedades de vida apostólica.

Cuando en noviembre de 1633 Luisa de Marillac reúne a unas jóvenes a su alrededor, su hijo Mi­guel, de veinte años, está como pensionista en los jesuitas. En vacaciones, no pudiendo alojarse con su madre, es acogido por Vicente bien en el Cole­gio Bons-Enfants, bien en san Lázaro, donde se le dispone una habitación.

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