Vida de San Vicente de Paúl, de Fray Juan del Santísimo Sacramento. Libro primero, capítulo 38

Francisco Javier Fernández ChentoVicente de PaúlLeave a Comment

CRÉDITOS
Autor: Fray Juan del Santísimo Sacramento · Año publicación original: 1701.
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Capítulo XXXVIII: Varias obras de piedad que hizo Vicente en diversos tiempos

No siendo fácil describir una vida que se puede llamar toda de piedad y beneficencia, ni ceñir a la brevedad de un capítulo cuanto ejecutó un corazón misericordioso, ha parecido conveniente consagrar cuando menos el presente para hablar de algunas obras de la pródiga beneficencia y ardiente caridad de Vicente, que por no estar relacionadas con los acontecimientos de su vida referidos, se han pasado hasta aquí en silencio.

Sucedió en 1636 que por hallarse los reales ejércitos ocupados en distintos y remotos lugares, ordenó S. M. C. que se levantase un nuevo ejército, eligiendo como por plaza de armas la casa de San Lázaro, a fin de que se ejercitasen en el arte militar los nuevamente alistados. Vicente no resistió estas órdenes, ni puso la menor dificultad para que se ejecutasen, a pesar de tener justos motivos para no recibir aquella multitud de soldados, siendo así que una sola compañía bastaba para tener siempre sin sosiego aquella casa. Pero de tan desagradable ocurrencia supo sacar buen partido, haciendo que en medio de los desórdenes de aquellos militares se mantuviesen los suyos con tal recogimiento, que no fuese impedimento la gritería de la soldadesca para que continuasen en todos sus ejercicios y ocupaciones interiores; y para que el espíritu de devoción que quería animase a todos no se entibiara en estas circunstancias, ordenó que por ocho días hiciesen los ejercicios espirituales que acostumbraban, y se dispusiesen a emprender nuevas fatigas para el socorro y conservación de sus semejantes, mientras los soldados se adiestraban en el arte de destruirlos.

Concluidos los ejercicios, había dispuesto enviar una parte de los suyos para hacer las misiones en diversas diócesis, donde habían sido llamados por los obispos; pero cuando menos lo aguardaba, recibió una orden del rey para que con la mayor brevedad enviase veinte sacerdotes al ejército, que se encaminaba ya en busca de los enemigos, e hiciesen una misión a los soldados, cosa para ellos no menos dificultosa que nueva. Abrazó Vicente la empresa con alegría, en atención a la piedad que en esto manifestaba el rey; y habiendo hecho partir sin dilación quince de sus misioneros, por no haber entonces mayor número, fue él mismo a la ciudad de Senlis, donde estaba la corte, a ponerse a los pies de S. M. y ofrecerse a su real servicio junto con su Congregación; y luego que esto hizo, se volvió a París, dejando uno de sus sacerdotes en aquella corte para recibir de S. M. las órdenes que quisiese dar, y comunicarlas inmediatamente al superior de la misión del ejército.

Para que esta obra saliese con la perfección que deseaba, prescribió un pequeño reglamento digno de su gran prudencia y piedad, del que referiremos en pocas palabras los capítulos principales.

En primer lugar les encargaba que hiciesen cuenta que habían sido llamados por el mismo Cristo para dos fines: el primero, para ofrecer sus oraciones y sacrificios a Dios por la conservación del ejército, y que con este objeto tuviesen particular devoción al nombre que toma el Señor en la Sagrada Escritura, de Dios de los ejércitos; el segundo, para ayudar a los soldados a mantenerse o a entrar en el camino de la salvación; y para que este intento tuviese un éxito feliz, y no por demasiado celo se fuera a malograr, les advertía que no se desanimasen si no podían desterrar todos los escándalos y pecados del ejército, pues no se debía estimar en poco el remediar algo e impedir con el favor del cielo, no solo el que cayesen algunos en la culpa, sino la perdición de una sola alma.

Previendo además de esto el siervo de Dios las continuas ocasiones de distracción que en aquel empleo habían de tener, les rogaba encarecidamente que siguiesen la observancia de sus reglas y la práctica de las virtudes, especialmente de la caridad, mortificación y paciencia, y el silencio respecto a las materias de estado y ninguna curiosidad sobre el estado de la guerra. Y para que con más uniformidad obrasen, quiso que de cuando en cuando se reunieran para conferenciar entre sí sobre el modo con que debían portarse en las circunstancias que se presentaran, ya en el momento de las batallas, ya en el tiempo que estuviese en descanso el ejército, y la conducta que debían observar, así con los sanos como con los enfermos. Quería igualmente que aun cuando se hallasen separados en varios regimientos, en cuanto les fuese posible, comiesen juntos, se levantasen a una misma hora y durmiesen bajo el mismo techo, para dar ejemplo a todos de unión y amor fraterno.

Finalmente, los exhortaba para que en el caso de confesar a los apestados, atendiesen de preferencia a la salud espiritual de los enfermos, y dejasen a otros el cuidado de socorrer las necesidades corporales.

Observaron puntualmente los misioneros estos prudentes avisos de su venerable padre, y en recompensa premió el cielo sus fatigas con muchas bendiciones; pues en primer lugar, antes que el ejército se encaminase contra el enemigo, más de cuatro mil soldados se confesaron y comulgaron, dando pruebas de verdadera penitencia y piedad cristiana; luego en la marcha de los ejércitos proseguían los misioneros en los ejercicios de exhortar y ayudar a los otros a salir del estado de la culpa, lo que continuaron haciendo por espacio de seis meses, y al cabo de este tiempo unos volvieron a París y otros quedaron desempeñando su ministerio en el ejército hasta fines de Noviembre en que se retiró triunfante a pasar el invierno en sus cuarteles.

Cuando tomó Vicente posesión de la casa de San Lázaro, halló en ella un mancebo travieso y otras dos o tres personas dementes, cuyos parientes habían puesto al cuidado del prior de ella; y aunque el siervo de Dios no tenía obligación de echarse sobre sí aquella carga, voluntariamente la admitió, atendiendo al servicio que a estos huéspedes podía hacer y al consuelo que tendrían sus familias viéndose desembarazadas de semejantes sujetos. Mucho cuidado tuvo en que fuesen servidos de los suyos con particular caridad, y la noticia del buen trato y asistencia que tenían de tal modo se esparció, no solo en la ciudad, sino en otros distantes lugares, que muchas personas principales hicieron instancias para que recibiese Vicente algunos mancebos, o por dementes o por tan dados a los vicios, que ninguna corrección era bastante para que se enmendaran. A todos los admitió indistintamente, y fueron tratados allí, en cuanto a los alimentos, según las disposiciones de sus parientes para el mayor castigo de los viciosos; pero a poco tiempo se negó a admitir esta clase de personas sin la licencia expresa del magistrado, a quien toca examinar si son dignos por sus vicios de tan grave y penosa mortificación. En cuanto a los dementes, puso Vicente tanto esmero en que se curasen, que dio a la familia de estos miserables el consuelo, no solo de tenerlos en una casa donde eran tratados con mucha humanidad1 y asistidos en sus enfermedades con el mayor esmero, sino también de que muchos recobrasen el juicio con la asistencia que tenían, y pudieran luego dedicarse a empleos proporcionados a su estado respectivo. Pero el mayor bien que ha producido esta obra de piedad, fue respecto de los mancebos detenidos allí por sus vicios. Viviendo entre los misioneros, lejos de los peligros de ofender a Dios, y en un lugar donde se les presenta la ocasión de meditar sobre sus errores pasados y la oportunidad de emplear el tiempo en la lectura de los buenos libros, de presenciar los ejercicios espirituales a que en ciertas horas del día tenían que asistir, y en fin, exhortados a cada momento por los misioneros a la enmienda de su vida con razones proporcionadas a su edad y capacidad, la mayor parte de ellos reconoce sus errores pasados, convierte su corazón a Dios, y con indecible satisfacción de sus padres vuelven al seno de sus familias tan rendidos y obedientes, cuanto eran antes rebeldes y desatentos; en muchos de ellos es poderosa la contrición, y se dan del todo a la vida espiritual, huyendo de las tormentas que antes han padecido en el mundo; y en fin, permaneciendo en una vida ejemplar hasta la muerte.

Con este motivo continuamente iban a visitar a Vicente los padres o parientes de estos jóvenes para darle las gracias por la industriosa caridad con que ganaba para Dios almas tan obstinadas y perdidas. Y como él conocía bien el mérito de este trabajo, y era su corazón tan compasivo con los que padecían alguna aflicción, cobraba fuerzas y aliento para continuar en tan dichosa empresa. Así es que cuando se disputó sobre si la cesión que se le había hecho de la casa de San Lázaro era o no válida, no encontró cosa que pudiese ocasionarle disgusto, si se veía obligado a dejarla, más que el desamparar a aquella miserable juventud, cuya educación cuidaba con tanta caridad y vigilancia.

Manifestó en varias ocasiones que esta obra era hija de su corazón y la apreciaba más que ninguna otra; por ésa encargaba continuamente a los suyos que rogasen a Dios por aquellos pobres, y a aquél a cuyo cuidado estaban, el que los asistiese y proveyese de cuanto necesitasen con la mayor atención y cariño. Con este motivo decía que nada hubiera atraído más el enojo de Dios contra la casa, que el haber abandonado la asistencia de unas personas que por vivir fuera de su acuerdo necesitaban más el socorro de sus semejantes; y que por el contrario, el desvelo en su educación era uno de los obsequios más gratos a la Majestad.

Y porque fácilmente siente la naturaleza repugnancia en servir a quien no conoce o no agradece el beneficio, continuamente recordaba a los que estaban encargados del cuidado de los dementes, que Cristo nuestro Señor no se había desdeñado de rodearse de lunáticos, endemoniados y furiosos que de todas partes le ponían delante para que los sanase. Hacía también que considerasen como el mismo Salvador había en cierto modo ennoblecido las miserias humanas, sujetándose a ellas para enseñarnos a no despreciar a los que se hallasen cargados de flaquezas y de culpas, añadiendo que el mismo Hijo de Dios sufrió ser reputado como frenético: Et exierunt tenere eum, et dicebant: Quoniam in furorem versus est; como si de este modo hubiese querido Su Majestad quitar la repugnancia que naturalmente inspira un estado tan infeliz. Poníales otras veces el ejemplo de los Sumos Pontífices, a quienes muchos tiranos dedicaron al cuidado de las bestias, infiriendo de aquí que ellos no debían menospreciar el tener cuidado de unos hombres que por la fiereza de las costumbres o por falta de razón se asemejaban a los brutos, sin dejar por esto de ser prójimos suyos.

En el tiempo que sirvió en el Consejo real supo que ciertos nobles estaban presos en una fortaleza viviendo como si no fuesen cristianos y dando grande escándalo a cuantos los asistían. Esta noticia hirió profundamente el corazón de Vicente; y para remediar este mal, hizo que algunos eclesiásticos de la conferencia de San Lázaro fuesen a visitarlos y exhortarlos para que no desmintiesen su nobleza con aquella conducta tan contraria a la religión que profesaban. Así lo hicieron los eclesiásticos; y tan buenos efectos produjo su celo en aquellos nobles, que en adelante ellos y todos los que estaban en la fortaleza enmendaron su desarreglada vida, y continuaron portándose como verdaderos cristianos.

Como último ejemplo del celo de Vicente en el servicio de nuestro Señor, referiremos lo que hizo en favor de las hijas de la Congregación titulada de la Cruz. María Huillier, señora de gran piedad, había deseado por muchos años fundar una Congregación de doncellas, que con hábito seglar se ocupasen en instruir en las cosas espirituales a las personas de su mismo sexo. Sugirióle este buen pensamiento San Francisco de Sales, su padre espiritual, quien le dijo un día, que así como en la Iglesia de Dios había seminarios en donde se enseña a los hombres la práctica de las virtudes cristianas, así también era de desearse que hubiese una Congregación de señoras, cuyo instituto fuese instruir en la piedad y ejercicios espirituales a otras mujeres; y añadió que estaba dispuesto, si Dios le daba vida, a emprender esta obra. Pero como a poco tiempo murió este gran santo, nada pudo hacerse por entonces, y aun por espacio de quince años solo existía en la Sra. Huillier el deseo de hacer esta fundación, hasta que finalmente quiso Dios abrirle camino del modo siguiente.

El año de 1636 con motivo de la invasión que hicieron los enemigos en Picardía, se retiraron a París entre otras personas, algunas buenas doncellas de un lugar de aquella provincia, que vivían en común y tenían escuelas para enseñanza de niñas. Teniendo noticia estas doncellas de la mucha caridad de la Sra. Huillier, recurrieron a ella manifestándole la miseria en que se hallaban; acogiólas benignamente, y cuidó de que fuesen socorridas sus necesidades. Pronto conoció en ellas buenas disposiciones para poner en práctica el deseo que por tantos años había tenido; y para asegurarse más, quiso hacer prueba de todo lo que podía esconder la modestia de ellas. Con este objeto las envió a una parroquia de una aldea, en donde permanecieron por espacio de cinco o seis años ocupadas en la instrucción de otras mujeres. Luego que estuvo satisfecha de los trabajos de las dichas doncellas, escogió a las que le parecieron más hábiles, y llevándolas a París, las tuvo en su casa por algún tiempo en compañía de otras doncellas que había reunido con el mismo objeto, y de este modo, con la aprobación del arzobispo, dio principio a la Congregación. El instituto particular de ésta es formar buenas maestras de escuela, enseñar los misterios de nuestra santa fe a las mujeres pobres, y disponerlas para recibir dignamente los sacramentos; además de esto, admiten por algunos días en la propia casa a las mujeres que manifiestan disposiciones convenientes para que puedan en un santo retiro atender a su propia perfección. Todo lo que hemos referido se hizo con el parecer y por las disposiciones que dio Vicente, a quien esta señora consultaba cuanto creía conveniente para terminar la empresa.

Mas como todas las obras de Dios suelen ser perseguidas, tal vez para purificarse en el crisol de los trabajos, sucedió que con ocasión de la temprana muerte de la fundadora, quedaron aquellas pobres doncellas sin apoyo, sin guía ni experiencia, y lo que era peor, sin renta para mantenerse, principalmente por los muchos gastos que les era preciso hacer para defenderse de varios pleitos que contra ellas se movieron; y aunque muchas personas caritativas y poderosas las auxiliaron por algún tiempo, crecieron sin embargo de tal modo las dificultades, que todos creyeron conveniente abandonar la empresa. Solo nuestro Vicente fue de contrario parecer, porque vivía fundado, no en las esperanzas mundanas, sino en la piedad del cielo; así es que después de varias juntas que se hicieron en su presencia, confiando enteramente en Dios, defendió con el mayor esfuerzo la causa de aquellas doncellas, y probó que se debla favorecer constantemente aquella nueva Congregación que daba señales no equívocas de producir muchos bienes; y si bien el siervo de Dios no aprobaba fácilmente las fundaciones de nuevos institutos, y caminaba con gran cautela para empeñarse en negocios arduos, no dudó un punto en llevar al cabo su resolución, en que trabajó con su acostumbrada dulzura y paciencia, hasta lograr el buen éxito que todos juzgaban imposible. Entre los medios de que se valió, fue uno el convencer a una señora poderosa y de conocida virtud para que se hiciese protectora de aquellas pobres doncellas; y esta quiso que con el beneplácito del ordinario se encomendase la dirección de sus conciencias a un sacerdote ejemplar y docto, que con su celo y doctrina contribuyó no poco a dar firmeza al establecimiento. Por su parte Vicente cooperaba con sus consejos y ejemplo al adelanto en el camino de la perfección de aquellas jóvenes virtuosas, cuyo instituto pasada esta tempestuosa persecución, fue creciendo de día en día.

  1. Es necesario recordar que en esta época, hasta en los establecimientos filantrópicos, se trataba a los pobres dementes peor que a bestias feroces, encadenándolos de pies y manos, y azotándolos como a los más incorregibles delincuentes.

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