Vida consagrada de las Hijas de la Caridad

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana, Hijas de la CaridadLeave a Comment

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Autor: Miguel Lloret, C.M., C.M. · Año publicación original: 1979 · Fuente: Ecos de la Compañía, 1979.
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San Vicente, interpelado por Jesucristo como «Fuente y Modelo de toda Caridad», invita a las Hijas de la Caridad a honrarle como tal, pasando del amor afectivo al amor efectivo, esto es, contemplándole y sirviéndole corpo­ral y espiritualmente en la persona de los pobres».La unidad de vida que requiere semejante ideal resalta de un modo evi­dente en este pasaje de sus conferencias, que contiene, al mismo tiempo, in­teresantes e importantes precisiones:

«Hay que pasar del amor afectivo al amor efectivo, que consiste en el ejercicio de obras de caridad, en el servicio a los pobres emprendido con ale­gría, con entusiasmo, con constancia y amor. Estas dos clases de amor son como la vida de una Hija de la Caridad. Porque ser Hija de la Caridad es amar a Nuestro Señor con ternura y constancia. Con ternura, sintiéndose a gusto cuando se habla de Él, cuando se piensa en El y llenándose de consuelo cuando se le ocurre pensar: «¡Mi Señor me ha llamado para servirle en la persona de los pobres, qué felicidad! El amor de las Hijas de la Caridad no es solamente tierno; es efectivo, porque sirven efectivamente a los pobres, corporal y espiritualmente. Estáis obligadas a enseñarles a vivir bien; lo re­pito, Hermanas mías, a vivir bien, es lo que os distingue de otras muchas religiosas que están solamente para el cuerpo y no les dicen a los enfermos ninguna palabra buena; hay muchas así. Pero, ¡Dios mío!, no hablemos más de eso; bien, ¡Salvador mío!, la Hija de la Caridad no tiene que tener sola­mente cuidado de la asistencia corporal a los pobres enfermos; a diferencia de muchas otras, tiene que instruir a los pobres. Esto es lo que tenéis sobre las religiosas del Hospital General y las de la Plaza Real; y también que vais a buscarlos a sus casas, lo cual no se ha hecho nunca hasta ahora, puesto que las otras se contentan con recibir a los que Dios les envía».

San Vicente precisa que lo que acaba de decir vale, no sólo para los en­fermos, sino para todas las formas de servicio a los Pobres, a las que las hermanas puedan ser llamadas: «He aquí, Hijas mías, en qué consiste en general el amor afectivo y el amor efectivo: en servir a Nuestro Señor en mis mielo Oros espiritual y corporalmente y esto en sus propias casas, o bien donde la Providencia os envíe». Todo ello lo dice dentro del contexto de una Confe­rencia bien conocida sobre el espíritu de la Compañía: «Lo mismo que el alma es la vida del cuerpo, el día en que la caridad, la humildad y la senci­llez dejen de verse en la Compañía, la pobre Caridad estará muerta; sí, es­tará muerta». Por consiguiente, la vida de la Hija de la Caridad, tanto in­terior como exterior, tanto personal como comunitaria, y muy especialmente cuando se trata del servicio de los Pobres, debe transcurrir bajo esa inspi­ración esencial que «es la expresión de su consagración a Dios en la Compañía y le comunica su pleno sentido». Los cuatro Votos que pronuncia y renueva cada año la Hija de la Caridad deben situarse en la línea de este amor senci­llo y humilde.

I. Contemplación y servicio a Jesús en la persona de los pobres

¿Por qué San Vicente y Santa Luisa hablan con tanto agrado del anona­damiento del Hijo de Dios?

Los Fundadores, sensibilizados al máximo respecto al plan misericordioso de Dios sobre la Humanidad, lo ven «encarnarse» —en el pleno sentido de la palabra— en Jesucristo, que se hace semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (del que nos viene a librar), anunciando a los pobres la Buena Nueva de la Salvación, la libertad a los cautivos, la alegría a los afligidos». Cristo, pendiente únicamente de la realización del designio del Padre, se hace —en un mismo movimiento— su Servidor y nuestro Servidor, puesto que, para salvarnos, nos amó «hasta el extremo», hasta los límites extremos del don de Sí mismo, hasta los límites extremos de la humillación. ¿Hubo alguien más pobre que Cristo en la Cruz?… «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

En adelante será causa de salvación eterna de todos los pobres de corazón, de «todos los que escuchan su voz». En adelante, habrá una especie de sin­tonía, de con naturalidad entre Él y todo pobre, entre El, y todo servidor de esos pequeños que son hermanos suyos: «Tuve hambre y me disteis de co­mer». Y, si el Calvario es el punto culminante de ese Misterio, Jesús pudo resumir todos los ejemplos de su vida diciéndonos: «Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón». Por eso es por lo que San Vicente nos pide de que no vayamos a buscar a otra parte «la Fuente y el Modelo «de ese amor sencillo y humilde que nos hará «servidores» de los pobres con Cristo y, al mismo tiempo, «servidores» de Cristo en los pobres.

Efectivamente, «no podremos ser discípulos de Cristo, discípulos que le conocen de verdad más que si conocemos muy profundamente su humildad. La humildad de Cristo, compartida por los cristianos, es el comienzo de la nueva creación, obra del Salvador». A este Cristo anonadado lo encon­traremos inseparablemente en el Evangelio y en el pobre, si nuestra mirada está sencillamente abierta a uno y a otro, y, si nuestra vida se ajusta a las interpelaciones que de ambos dimanan. Es esto tanto más cierto cuanto que, como nos dice San Vicente:

«hay dos clases de orgullo: uno proviene de los cargos y es propio de las personas que se pavonean por su cargo y se llenan de vanidad. La otra clase de orgullo puede alojarse tan bien bajo un hábito como bajo otro traje cual­quiera bien cuidado; de éste es del que hablamos; porque puede estar en no­sotros. Lo conocemos por sus efectos. Ese orgullo es la causa de todos los pecados que cometemos, lo mismo que la humildad es el origen de todo el bien que hacemos. No hay ningún mal que no comience por el orgullo ocul­to».

La sencillez va a la par de la humildad, porque encontramos en ella la misma disposición de receptividad a lo divino. Después de haber evocado el recuerdo de un bravo labrador de Auvergne, a quien Dios se le había comu­nicado abundantemente, San Vicente añadía:

«Si Dios concedió esta gracia a un pobre aldeano que trabajaba con el arado y guardaba las cabras de su padre, ¿creéis que se la negará a una Hija de la Caridad que se entrega y se consagra al servicio de sus miembros y que, en su trabajo, recoge como una abeja la miel de las sagradas palabras que escucha en una conferencia, en un sermón, en una instrucción, o en una amonestación que recibe de su superiora o de alguna oficiala? No cabe duda, Hijas mías, de que las que se pongan en este camino adelantarán mucho en poco tiempo; si no se separan de él, las veréis crecer en virtud, lo mismo que la aurora de cada mañana, que al principio es solamente un pequeño resplan­dor, pero que va creciendo cada vez más hasta llegar al mediodía. Creedme, Hijas mías, nuestra miseria no aparta al Hijo de Dios de nosotros; Él no tiene que desear la grandeza; es la grandeza misma, pero quiere corazones sencillos y humildes; y cuando los encuentra, ¡cuánto le gusta establecer allí su morada! En la Sagrada Escritura nos dice que sus delicias consisten en tratar con los pequeños. Sí, Hermanas mías, el placer de Dios, la alegría de Dios, por así decirlo, consiste en estar con los humildes y sencillos que per­manecen en el conocimiento de su miseria; ¡qué gran motivo de consuelo y de esperanza es para nosotros, y cómo tenemos que humillarnos por ello!».

Y, concretando, la oración es uno de los lugares de preferencia de esta comunicación con Dios: «¡Qué grande e incomprensible es la Bondad de Dios que pone sus delicias en comunicarse a los sencillos y a los ignorantes, para darnos a conocer que toda la ciencia del mundo no es más que ignorancia en comparación con la que El da a los que se esfuerzan en buscarle por el camino de la santa oración!».

1) De Cristo a los pobres, por la consagración vicenciana.

De hecho, lo que más impresiona cuando leemos el Evangelio es la extrema sencillez y humildad de vida que adoptó el Hijo de Dios al hacerse hombre y que refleja, sobre todo, en una dimensión: la obediencia. Nacido en un pe­queño pueblecito judío, dominado y ocupado por los romanos, Jesús pasa su infancia y su juventud en ese pueblecito abandonado («¿De Nazaret puede salir algo bueno?»), trabajando en el taller de su padre, en la más completa sumisión a José y a María.

Sabe, ti embargo, muy bien «Quién es» y así lo dice en el templo de Jerusalén: «Es preciso que me ocupe de las cosas de mi Padre». Pero, inme­diatamente añade San Lucas: «Bajó con ellos a Nazaret y les estaba sujeto» (Lc II, 51). En aquel momento, para Jesús, ocuparse de las cosas de su Padre, era obedecer a María y a José como, más tarde, lo será empezar su vida pú­blica y, por último, y sobre todo, entrar en el Misterio Pascual propiamente dicho.

Y siempre en esta misma línea de sumisión a Aquél que le ha consagrado y enviado para llevar la Buena Nueva a. los pobres, Cristo llegará —según la Epístola a los Hebreos (V, 8), hasta «experimentar por medio del sufrimiento lo que es obedecer».

«La sumisión de la propia voluntad es el sacrificio por excelencia, con la significación simultáneamente negativa y positiva del sacrificio»: efectivamen­te, es renunciar a lo «más íntimo» de nosotros mismos para consagrarnos más profundamente al Amor divino (respondiendo a sus llamadas a través de los pobres, en referencia a la Compañía y con su espíritu). No se trata de una obediencia por temor o por debilidad, sino de una obediencia por Amor. Es la libre, plena y pura conformidad de nuestra voluntad creada, con el Amor de Dios (en la línea de nuestra vocación). Realmente es indispensable la gracia de Dios y nuestra correspondencia a esa gracia, sobre todo para que no se mezcle en ello nada la búsqueda de nosotros mismos y sea una entrega total de nuestro ser al Amor de Dios y de nuestros hermanos. Es realmente poder hacer nuestras, no solamente en el momento de nuestra muerte, sino en cada instante de nuestra vida y a ejemplo de Jesús estas palabras suyas en la Cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc XXIII, 46).

San Vicente tenía tal sentido del anonadamiento en la obediencia que va­ciló al ver si, la Superiora de las Hijas de la Caridad, debía ser elegida entre las Damas o entre las Hermanas… ¡Esto debe darnos que pensar…!

Imitar la humildad y la sencillez de Jesús es también compartir su espí­ritu de pobreza. Jesucristo se situó en el lote común de los humildes. La rea­leza que reivindica no tiene nada que ver con la de la tierra y además le llevará hasta morir en la Cruz «para dar testimonio de la Verdad» en el acto de la más extrema pobreza.

Cristo promete la dicha y el descanso a quienes entren con El, por el ca­mino de dulzura y la humildad (Mt XI, 29) en esta pobreza de corazón.

«La historia, y especialmente la del mundo moderno, enseña también que el orgullo induce comúnmente a los hombres a buscar primeramente el do­minio sobre las cosas más que el libre señorío de la propia voluntad; los hom­bres aceptan el sometimiento para conseguir el dominio de los bienes mate­riales. Solamente cuando el «consumo» empieza a decepcionarlos es cuando ponen en tela de juicio una autoridad que, enfocada hacia el acrecentamiento de bienes y la riqueza, no ha podido aportarles auténtica satisfacción humana. El mundo moderno ha creído que, el hombre, llegaría a ser libre haciéndose el dueño de las cosas. Pero es el desprendimiento el que libera y es la unión con Dios la que nos colma de alegría. Podrían citarse aquí los numerosos textos evangélicos que declaran bienaventurados a los que tienen espíritu de pobre­za».

Sólo quedarán de este mundo los frutos eternos del Amor evangélico cuya primera exigencia es, evidentemente, la Justicia.

«Este progreso, pregunta Juan Pablo II en su primera Encíclica, ¿hace la vida humana sobre la tierra más «digna del hombre»? No puede dudarse de que en algunos aspectos sea así. No obstante esta pregunta vuelve a plan­tearse obstinadamente por lo que se refiere a lo verdaderamente esencial: si el hombre, en cuanto a hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás, particularmente a los más necesitados y a los más débiles, más disponible a dar y a prestar ayuda a todos».

San Vicente establecía también una relación entre el espíritu sencillo y humilde de las Hijas de la Caridad, por una parte, y su pobreza y su servicio a los pobres, por otra, en términos muy fuertes:

«¿Y por qué creéis que en estos últimos siglos ha surgido en la Iglesia una Compañía que le rinde unos servicios más importantes que cualquier otra, que yo sepa, y cuya utilidad sólo Dios conoce? ¡Pues qué Hijas mías! Abandonarlo todo, sin esperanzas de poseer nada, sin saber lo que pasará, ni tener más seguridad que la confianza en Dios, ¿no es esa la vida de Nues­tro Señor Jesucristo. ¿Hay algo más alto, algo más grande? Os aseguro, Hermanas mías, que pienso en ello muchas veces, y os puedo decir que no hay nada semejante. Sin embargo, a pesar de tratarse de algo tan grande, Nuestro Señor ha escogido los medios más bajos para que su obra se re­conociese con mayor facilidad y para que su Padre fuese más honrado en ello.

De forma que tenéis que consideraros muy felices por haber sido esco­gidas, humillaros mucho por ello y ser fieles, pues, aunque os consideréis como sujetos débiles y aunque quizá no conozcáis la grandeza de vuestra vocación, Dios la sabe por vosotras. ¿No ha querido El que su Hijo pare­ciese ser de una condición tan baja que cuando le veían hacer algunas obras por encima de lo que aparentaba, el pueblo exclamaba: «¿No es este Jesús el hijo de José el Carpintero?» «Ved, hijas mías, cuán ocultos son los planes de Dios. Por eso, las que entre vosotras sean de condición más elevada tie­nen que ajustarse a vuestra manera de vivir y de vestir y hacerse en todo como aldeanas para seguir en todo el plan de Dios en vuestra fundación y para hacerlo subsistir, ya que sin el fundamento de esa bajeza todo se ven­dría abajo».

2) De los pobres a Cristo por la consagración vicenciana.

Me ha impresionado —acabo de regresar del Brasil —lo que ha escrito un religioso que vive allí y trabaja en una barriada muy pobre:

«Los clásicos esquemas utilizados para la contemplación. en la vida reli­giosa no tienen ningún valor para nosotros. Imposible reunirnos en un san­tuario que inspire devoción, porque nuestros lugares de culto son pobres y sirven para muchas cosas. Imposible encerrarnos en nuestra celda, por mo­ tiesta que sea, porque no tenemos habitación individual. Imposible dete­nernos a contemplar hermosas imágenes, porque la miseria del barrio se impone con más fuerza y realismo que cualquier otro signo. Imposible ais­larnos regularmente en un lugar bello porque nos rodea por todas partes un ambiente de polución y una atmósfera de opresión. Los claustros son reemplazados por calles atestadas de gente. La miseria invade nuestro si­lencio sin respetar la vida privada y, las necesidades urgentes de las comu­nidades humanas asaltan continuamente nuestra tranquilidad. ¿Cómo ser contemplativo?».

Yo no sé si ese religioso imaginaba que, en cierta manera, San Vicente había respondido ya a su pregunta: «Tendrán ordinariamente por monas­terios, las casas de los enfermos; por celda, un cuarto de alquiler, etc..

Y en realidad es la misma intuición de fondo la que encuentra ese reli­gioso cuando escribe:

«No es fácil reconstituir las estructuras de espacio y de tiempo propias de la vida religiosa tradicional. Una espiritualidad hecha de prácticas reali­zadas en momentos y en lugares bien concretos no puede bastar y es prác­ticamente imposible. No podemos contentarnos con una espiritualidad que consiste en «llenarse de Dios» para «servir» a los hombres; sino que es en medio de la comunidad y en el compromiso histórico con el oprimido donde hay que desarrollar una espiritualidad que nos permita vivir en plenitud. El rostro del pobre ha de manifestar sus exigencias absolutas y toda la fuer­za de la muerte y de la resurrección de Cristo debe hacernos pasar en co­munidad de la muerte a la vida.

De tal suerte, los tiempos prolongados de silencio, los períodos necesarios de Ejercicios y las horas de oración de la comunidad religiosa no son un «repliegue» ajeno a la acción pastoral, sino el «desierto» donde nos encon­tramos frente a Dios y donde resuena todo lo que «hemos visto y oído» en la comunidad a propósito del «Verbo que es la Vida».

Todo esto —claro está— hay que transpasarlo a nuestra vida vicenciana como tal.

En todo caso, para tomar nuevamente un tema muy claro a Pablo VI y a Juan Pablo II, sólo podemos llegar a ser simultáneamente «expertos de Dios» y «expertos en humanidad» en la medida en que situemos en el centro de nuestra consagración la experiencia de Jesucristo en el pobre.

«Aunque la experiencia de Cristo no se agota en la experiencia del pobre, es un hecho que encuentra en ella un lugar de preferencia. Entre otras ra­zones, porque ahí la fe es más fe; el Dios misterioso se hace más misterioso en la imagen desnuda del pobre y su fuerza más fuerte en la debilidad de los pequeños. Y el que comienza a vivir esta experiencia no lo hace por su propio iniciativa cuanto «nacido de la carne y sangre», sino porque él ha sido primero objeto de amor».

La auténtica experiencia de Dios no se encierra jamás sobre sí in ‘silla, sino que se abre en una espiral sin fin. El pobre (doy a este término un sig­nificado muy amplio que abarca todas las pobrezas) se convierte en un verdadero «lugar teológico» para el descubrimiento jamás acabado de la novedad (de la Buena Nueva) de que Dios está en Jesús. Es como el brillo de una luz nueva que da una nueva y más profunda transparencia y matices inéditos a la Palabra de Dios mil veces leída y oída en el silencio de la celda. Todos los que viven esta experiencia en la Fe y según la Fe son unánimes en el testimonio que dan de ella. He aquí lo que afirma el testigo antes citado:

«El Nuevo Testamento nació en comunidades pobres, pequeñas, disper­sas del Imperio Romano, en comunidades amenazadas por la persecución, sometidas continuamente a la sospecha y al desprecio. Si nosotros encon­tramos hoy dificultades al leer el Evangelio no se debe siempre a insuficien­cia de conocimientos exegéticos, sino a otra causa: la situación.

El oprimido comprende muy bien el lenguaje del oprimido y el mensaje del Evangelio está escrito en lenguaje de oprimidos, de marginados de la sociedad, de grupos minoritarios sobre los que pesa continuamente una ame­naza. ¿Podremos comprender nosotros el Evangelio leyéndolo desde nuestra situación privilegiada en el sistema, desde el punto de vista donde nos sitúa el poder, la seguridad, la institución?

Leer en aquella situación originaria la Palabra de Dios es verla nacer hoy, aquí, descubrirla diferente y nueva, sorprendente, encarnada en las pa­labras y la vida de la comunidad de los pobres. Allí donde el hombre se ve más aplastado y abatido, allí donde los mecanismos de opresión abruman a los débiles, allí mismo se manifiesta con más fuerza la gracia de Dios sal­vador.

Cristo arrancado de este mundo por la violencia de los poderosos, rele­gado a un sepulcro bien sellado y guardado y que descendió hasta el fondo de la miseria humana, resucita hoy en el corazón de los pobres con una no­vedad portadora de salvación. Nuestro papel consiste en ayudar a los hom­bres a dar un nombre y un rostro a esta esperanza anónima, que tantos si­glos de explotación no han podido ahogar y que surge como fuego de las cenizas del oprimido: el Espíritu de Jesús de Nazaret.

Así nos transformamos en «testigos de la resurrección», no solamente de la histórica de Cristo, sino de la del hermano que, hoy, resucita de entre los muertos, saliendo del sepulcro de la opresión por la fuerza del Espíritu, en medio de la comunidad que acoge su palabra y su vida de resucitado: esta­ba muerto y ha resucitado, nosotros lo hemos visto y reconocido».

Todo el problema consistirá en no dar a ese pobre que «resucita» una mentalidad de rico: esa sería la catástrofe peor. El documento de Puebla no razona de otro modo:

«El compromiso evangélico de la Iglesia debe ser como el de Cristo: comprometerse con los más necesitados. Por tanto, la Iglesia debe mirar a Cristo cuando se pregunta cuál ha de ser su acción evangelizadora.

El Hijo de Dios ha mostrado toda la grandeza de ese compromiso hacién­dose hombre, puesto que se identificó con los hombres haciéndose uno de ellos, solidario con ellos y asumiendo la situación en que se encontraban, por su nacimiento, su vida, y sobre todo su pasión y muerte.

Ya por esa sola razón los pobres merecen una atención preferente aun antes de tener en cuenta su situación moral o personal. Hechos a imagen y semejanza de Dios, para ser hijos suyos, esta imagen se ha visto ensombre­cida y aun desfigurada. Por eso Dios toma su defensa y los ama. De ahí que sean los primeros destinatarios de la misión y su evangelización sea el signo por excelencia, signo y prueba de la misión de Jesús».

Hay actualmente en la vida religiosa una fuerte tendencia a situar de nuevo los votos de castidad, pobreza y obediencia en relación a los pobres. Esto es interesante, no sólo porque demuestra, una vez más, la actualidad de San Vicente, sino sobre todo porque nos permite captar mejor lo «espe­cífico» de nuestra vida consagrada: la vida religiosa, propiamente, tiene como fin esencial dar testimonio del Reino de Dios por la profesión (en el sentido estricto de la palabra) de los Consejos evangélicos de castidad, de pobreza y de obediencia. Y al interrogarse cómo actualizar este signo, se vuelve hacia los pobres. Para nosotros son los pobres los que están en su esencia o, más exactamente, Cristo en los pobres y los pobres en Cristo. Y todo lo demás, particularmente esos Consejos Evangélicos, se viven en función del don total a Dios para el servicio a los pobres con espíritu de hu­mildad, de sencillez y de amor. Pero esto no impide aprovechar toda esa reflexión sobre la relación entre la vida según los Consejos Evangélicos y la promoción de los pobres, a condición de que se reajuste dentro del mar­co vicenciano.

II. Originalidad de la consagración vicenciana

Repitamos que será siempre necesario volver a la primera fase de las Reglas de San Vicente:

«El fin principal para el que Dios ha llamado y reunido a las Hijas de la Caridad es para honrar a Nuestro Señor Jesucristo como manantial y mo­delo de toda caridad, sirviéndole corporal y espiritualmente en la persona de los pobres».

Esta finalidad expresada por el Fundador tan clara y rotundamente debe inspirar todo lo demás; por consiguiente, aquello que aleja o pueda alejar de este fin ha de tenerse por sospechoso y ser descartado; y todo lo que favorezca la consecución de esta finalidad debe ser promovido y estimulado.

Tal es, en efecto, lo específico de las Hijas de la Caridad: «Buenas cristianas», como decía San Vicente  llamadas a vivir su bautismo con un acento de radicalidad «consagrándose enteramente y en comunidad al servi­cio de Cristo en los pobres, sus hermanos, con un espíritu evangélico de humildad, de sencillez y de caridad». Ese es su «estado», su «oficio» y «toda su perfección»: «Ser apóstoles de la Caridad».

Así se ha realizado siempre desde la entrada en la Compañía o en otros términos, desde la entrada en el Seminario, a partir del momento en que éste existió, incluso en su forma embrionaria primitiva. Las Constituciones de 1975 no hacen sino ratificar esta práctica secular. Santa Luisa es­cribía el 17 de julio de 1656: «De ninguna manera admitimos a jóvenes que no tengan la intención de vivir y morir en la Compañía».

Como consecuencia, los Votos se han hecho necesarios para una integra­ción que las Constituciones de 1975 califican de «plena»: normalmente, las Hermanas no pueden permanecer en la Compañía sin haber pronunciado los Votos en el tiempo convenido y sin renovarlo, cada año, en la fiesta de la Anunciación.

1) Los Votos en la Compañía

Sabemos que la preocupación dominante de San Vicente era evitar que la Compañía se transformara en Instituto religioso, porque las Hermanas, al ser de clausura, no podrían salir para servir a los pobres por todas par­tes donde se encontraran.

Sin embargo no vacila en afirmar que las Hijas de la Caridad deben tener tanta y aun más virtud que las Religiosas, porque su vocación es también totalmente radical y las lanza en medio del mundo: por consiguiente nece­sitan una disponibilidad total al servicio de Cristo en los pobres.

De todos modos, la consagración —»expresión de la consagración bau­tismal en una unión más estrecha con el Misterio Pascual»— no se con­funde con los Votos y puede concebirse muy bien, y de hecho existe sin los Votos. Por eso, se comprende mejor que la admisión en el Semi­nario convierta ya a la Postulante en Hija de la Caridad.

Pero San Vicente quería, sobre todo, una especie de «cofradía» que conservara toda su «movilidad» al servicio de los pobres, ejerciendo en el seno de la Iglesia una «diaconía». Acariciaba esta referencia histórica viendo el desarrollo de la Compañía, e invitaba a las Hermanas a una fidelidad grande e integral a este respecto: «Desde el tiempo en que las mujeres sir­vieron a Cristo y a los Apóstoles, no ha habido en la Iglesia otra institución semejante».

Hoy se hablaría tal vez de «ministerio»: servicio reconocido por la Igle­sia, en el seno y de parte del Pueblo de Dios, según los diversos dones que el Espíritu concede a cada uno de sus miembros o de sus liamos. En todo caso conviene profundizar en esta noción central, tanto desde el punto de vista de la consagración como desde el punto de vista en su profunda y dinámica unidad: «entregadas a Dios para el servicio de los pobres».

Es pues, una vez más, a la luz de esta finalidad esencial como conviene juzgar la razón de ser y la naturaleza de los Votos de las Hijas de la Caridad. Según la intención de San Vicente, lejos de equiparar, ni siquiera de lejos, a las Hijas de la Caridad con las religiosas, de debilitar en cierto modo el apremio de su fin principal, ¿no tendrían la ventaja de asegurar mejor la estabilidad, la permanencia v, sobre todo, la calidad (en el sentido profundo del término) de ese servicio a Cristo en los pobres? Los Fundadores tuvie­ron siempre un empeño enorme en diferenciar bien los «Votos religiosos» de los Votos de las Hijas de la Caridad: «estos son como los que un devoto puede hacer en el mundo; y ni siquiera son así, puesto que, de ordinario, los del mundo los hacen ante su confesor».

Si los Votos, al igual que las rejas, hubieran podido desviar en lo más mínimo a las Hermanas del fin principal se habrían aplicado a ellos tam­bién las palabras de San Vicente: «Eso sería todo lo contrario de lo que Dios quiere de vosotras».

Los Votos de las Hijas de la Caridad no les abren, pues, una nueva pers­pectiva espiritual: Los Votos confirman v urgen la prosecución del fin prin­cipal. En ese sentido precisamente San Vicente, hablando de Sor Juana d’Allemaane, fallecida un año antes, decía que había muerto «el día del ani­versario en que Dios le había concedido la gracia de darse enteramente a Él para servirle en los pobres haciendo los Votos que son de uso en la Com­pañía»; en otros términos, al pronunciar los Votos no hacía «otra cosa» sino lo que había hecho al entrar en la Compañía, lo confirmaba y lo con­vertía en una obligación aún más imperiosa ante el Señor. Las Constitucio­nes de 1975 reiteran la misma idea cuando consideran los Votos como la ratificación de una consagración ya existente en su expresión propiamente vicenciana: honrar a Nuestro Señor como manantial y modelo de toda ca­ridad contemplándole y sirviéndole en los pobres.

2) Significación espiritual de los votos

Un Voto es una promesa personal hecha a Dios y referente a algo ya bueno en sí mismo. ¡Este es bien claramente nuestro caso!

A Santa Luisa le gustaba hablar de «ofrenda», de «homenaje», de «con­trato» y decía que el Voto «confiere al alma la libertad de entrar en comu­nicación familiar con Dios y establecer con El una especie de contrato por el cual ella le promete y se obliga a Dios, por su parte, acepta y promete también. El alma le promete y empeña el amor que más le agrada, que es el de entregarse toda a Él, sin reservarse el derecho de disponer de sí misma».

Se ve claramente que se habla de los Votos, únicamente en el orden del amor. Los votos traducen —y eso confirma y explica la forma en que han sucedido las cosas históricamente- una profunda exigencia espiritual que quiere llegar, por amor, hasta las extremas exigencias del don total. Hoy (ha empleamos el término «compromiso», que por otra parte fue usado ya por los Fundadores y sus sucesores inmediatos; el voto se presenta como una especie de contrato bilateral, como acabamos de ver en el texto de Santa Luisa, entre el Señor y la persona consagrada, contrato que en esencia se refiere, con su acento de radicalidad, a la Alianza entre Dios y su Pueblo.

Los Votos como tales son una «sana tradición» de la Compañía. Constitu­yen una adquisición totalmente positiva en su historia y están plenamente de acuerdo con el espíritu de los Fundadores; deben, al menos, compren­derse en ese espíritu y sabemos que fueron las Hermanas mismas quienes sintieron esa exigencia espiritual.

Es completamente normal que los comienzos fueran un período de tan­teo, tanto en este punto como en otros y podemos darnos cuenta del camino recorrido desde la famosa conferencia de San Vicente el 19 de julio de 1640, en la que por primera vez hizo alusión a unos posibles Votos, hasta los Estatutos del P. Bonnet, en 1718, que parecen hacerlos obligatorios. De todos modos, durante más de tres siglos formaron parte de un conjunto de nor­mas o de usos totalmente internos en la Compañía y la sola apelación que les conviene es la de «Votos de la Compañía», tal como ésta los ha com­prendido y vivido siempre.

El problema es ante todo situarlos en este significado, con este valor y este alcance original y de sus orígenes. Lejos de minimizarlos en nuestra búsqueda actual procuramos -en respuesta a la Iglesia que nos interrogan sobre nuestra identidad y se compromete a respetarla como don del Espí­ritu- conservar la verdadera naturaleza de la consagración de la Hija de la Caridad y, si es preciso, «desmitificarla», «liberarla» de todo aquello que perjudique su carácter específico de Compañía esencialmente dedicada 9 los pobres de Jesucristo.

Desde su admisión, las Hermanas deben ponerse ante las exigencias de un proceso de crecimiento espiritual del que los Votos serán -en un mo­mento determinado- la expresión más pura. Por eso se puede y se debe de insistir al mismo tiempo sobre el compromiso para toda la vida en la Compañía y según sus Constituciones. No se es Hija de la Caridad porque se hacen los Votos; se hacen los Votos porque se es Hija de la Caridad y para serlo «más» aún y cada vez más; entendiendo ese «más» ante todo como una exigencia espiritual, una exigencia de amor, en la línea del don total al Señor para el servicio a los pobres en la Compañía.

Volvámonos hacia María, como nos invita a menudo Juan Pablo II, y sobre todo hacia su «Sí» de la Anunciación.

«El Magnificat, dice igualmente el documento de Puebla, es espejo del alma de María. En ese poema logran su culminación la espiritualidad de los pobres de Yahvé y el profetismo de la Antigua Alianza. María se mani­fiesta como Modelo «para quienes no aceptan pasivamente las circunstan­cias adversas de la vida personal y social, y, si son víctimas de la alienación, como hoy se dice, proclaman con María que Dios <<ensalza a los humildes» y si es preciso, «depone del trono a los soberbios».

Y en la conclusión de ese mismo documento:

«Es la hora de María, tiempo de un nuevo Pentecostés que Ella preside con su oración, cuando, bajo el influjo del Espíritu Santo, la Iglesia inicie un nuevo tramo en su peregrinar. Que María sea en este camino (según le expresión de Pablo VI) «Estrella de una evangelización siempre renovada»

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