Vida comunitaria fraterna: condiciones para su realización

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicenciana, Formación VicencianaLeave a Comment

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Author: Paul Grieger, F.S.C. · Year of first publication: 1991 · Source: Ecos de la Compañía.
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Presentación

«Vivid juntas como si no tuvierais más que un solo corazón y una sola alma para que por esta unión de espíritu, seáis una verdadera imagen de la unidad de Dios» (San Vicente, 30-7-1651)

Hijas-de-la-Caridad-«Vivir y construir juntas«, según el espíritu de Dios, éste es el ideal de la vida comunitaria fraterna. Como sabemos, la eclesiología de comunión, es el concepto central y fundamental de la Iglesia de hoy y del Concilio Vaticano II.

Pero, como dice San Pablo (cf. Gál. 5, 25), «vivir según el Espíritu» significa «llegar a ser una nueva criatura«. Para el cristiano, ser «persona adulta» supone un acontecimiento en el transcurso del cual el creyente muere con Cristo crucificado y se convierte en un hombre nuevo con Cristo resucitado. Esta es la doctrina de la conversión, del nuevo nacimiento (cf. 1 Cor. 14, 20).

Toda renovación comunitaria en profundidad, debe proponerse como meta esta conversión evangélica, sin la cual no hay vida comunitaria verdaderamente fraterna. No se consigue en un día… «Tal comunidad se construye todos los días gracias a la confianza recíproca y a una voluntad de conversión que acepta las revisiones comunitarias regulares, la caridad espiritual, la corrección fraterna» (C. 2, 171.

Y hemos llegado al tema de la madurez espiritual. Todo parece indicar que cierta madurez es necesaria para explicar los postulados de la vida de la Iglesia de Jesucristo. Observemos que el misterio de la Iglesia exige, más que cualesquiera otros aspectos del misterio cristiano, una iniciativa activa: «tener el sentido de Iglesia«, lo que es muy distinto que definir la Iglesia y su misión.

San Pablo, haciéndose eco del pensamiento del Señor, nos advirtió de ello: «Para que no seamos ya niños, llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina«. Y añade: «Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (Ef. 4, 13-14).

Se comprende entonces la exigencia de una madurez espiritual, personal y comunitaria para la construcción continua de un diálogo auténtico en el interior de la Comunidad. De manera general, las orientaciones y las experiencias post- conciliares de las Comunidades religiosas se orientan en este sentido: buscar un estilo de vida más fraterno, favorecer las relaciones interpersonales de comunión y de caridad: intentar que las comunidades de vida lleguen a ser «sacramento de Cristo en el mundo» (cf. LG. 48).

La prioridad en este campo, decía Pablo VI, (Aloc. 10/5/1975) debe atribuirse, sin duda alguna, a la renovación espiritual de las comunidades, condición indispensable para que las formas de renovación en los diferentes campos den los resultados deseables; en particular, contribuyan a esta unidad interna de la que hablan los Hechos de los Apóstoles: «un solo corazón y una sola alma«.

¿Cómo hacerlo en la práctica? ¿Hasta dónde «llevar» estas nuevas formas de vida comunitaria, siendo fieles a nuestros orígenes y al hombre de hoy? Estos aspectos «constructivos» van a ser el centro de nuestra reflexión esta mañana.

I- La comunidad religiosa: «Comunión de personas» que hay que construir

El ámbito de la psicología comunitaria es a la vez complejo y amplio. El conocimiento del otro no es más fácil que el conocimiento de uno mismo. Supone algo distinto que el control de las propias tendencias. Es otra cosa, es una especie de capacidad de sentir desde el interior que trasciende la simple comprensión intelectual. Es una actitud que consiste, en cierto modo, en ponerse en lugar del otro.

Esto supone, por otra parte, un cierto estilo de relación con el otro y con el grupo. Recientemente se han hecho estudios sobre el modo de establecerse las relaciones interpersonales y sobre las diversas causas que intervienen en la aparición de estas relaciones. Una conclusión práctica parece desprenderse con claridad: la pertenencia a un grupo, sobre todo a una comunidad de vida, es de importancia capital para el desarrollo armónico de una persona. No solamente encuentra en ella una fuente de satisfacción, sino que puede decirse que el grupo la forma, poniéndola en presencia del otro en general y de sus valores.

Por el contrario, la estructura defectuosa de las relaciones interpersonales, tendería primero a crear una situación de «ansiedad» y, si se prolongara, aparecería la agresividad que es una manera de desviar la angustia y transformarla en miedo.

Lo que se nos plantea aquí es, por tanto, la relación de la persona con el grupo, su pertenencia al grupo.

A. Llegar a ser «Comunidad-comunión«

El Concilio Vaticano II pone a la base de este trabajo constructivo la necesidad de una verdadera conversión, «conversión del corazón«, la que permite pasar de la especulación a la fe. Los valores evangélicos no son objeto de especulación, sino de acción, y la conducta que observamos con relación a ellos es precisamente la señal de la presencia de esos valores. Sin embargo, siempre es posible una confusión entre «experimentar» funciones y «vivir» unos valores. Una religiosa puede sentirse muy a gusto trabajando como enfermera o como educadora, y sentirse, en cambio, despersonalizada, artificial, cuando ora o participa en una celebración comunitaria. Lo que importa aquí no es la pregunta: ¿qué hace esa religiosa? sino ¿por qué lo hace? Es el problema de la motivación espiritual, que implica, precisamente, la conversión del corazón.

«Convertirse«. ¿Qué quiere decir esto? Para contestar de manera satisfactoria a esta pregunta sería necesario adentrarse en el análisis de lo que el Nuevo Testamento llama la «metanoia«, expresión cuyo equivalente menos pobre sería «conversión del corazón«.

El «corazón«, según el Evangelio, es el centro de la personalidad: el lugar de la acción y de la comunión de las personas con Dios, el nudo de las decisiones que implican al espíritu tanto como a la voluntad, a la libertad tanto como a la fidelidad, a la conciencia moral como llamada y juicio de Dios. En una palabra, el hombre vale ante Dios y ante él mismo, lo que vale su corazón: «Donde está tu tesoro ahí estará tu corazón» (Mt. 6, 21).

«Convertirse«, para un religioso (una religiosa), será, pues, aceptar, empeñándose en ello por completo, el mundo de los juicios y de los valores de Jesucristo, acoger en sí mismo – en su corazón – una mentalidad nueva, la del Evangelio. San Pablo puntualiza: «llegar a ser una nueva criatura«, lo que significa: «vivir según el Espíritu» (cf. Gál. 5, 25), es decir, llevar una existencia, impulsada, movida por ese «Compañero de nuestra vida diaria«, que es el Enviado de Jesús.

Toda evolución espiritual de la comunidad debe proponerse como meta esa conversión evangélica: «llegar a ser comunidad cristocéntrica«. La fórmula parece sencilla, pero su aplicación no lo es, ya que conlleva dificultades de todo tipo. La resistencia al cambio es un hecho propio de toda sociedad, ya que ésta suele cristalizar en instituciones que pretenden ser estables, se hacen rígidas, tienden a convertirse en finalidades en sí, al entrar en juego las costumbres y los ritos. De todas formas, y sobre todo en las comunidades de vida, no se puede pensar en un movimiento potente de renovación, si no es movilizando y conjugando todas las fuerzas vivas. Pero este movimiento convergente tropieza no sólo con los obstáculos psico-sociológicos señalados, sino también y sobre todo con dificultades personales, relacionadas con los mismos miembros, su selección, su formación inicial, la organización comunitaria, etc.

Este aspecto de realismo evangélico de la situación actual de nuestras comunidades, nos hace comprender hasta qué punto cada una de esas comunidades, más que una comunidad «ya realizada«, ha de considerarse como una comunidad «en vías de construcción» , a cuya construcción, todos tienen que ofrecer su aportación efectiva y responsable.

Parece, pues, importante, a partir de estos datos, el distinguir dos planos, distintos pero complementarios, en la edificación de una comunidad-comunión para el Reino: hay que construir en el plano humano psico-social, y en el plano sobrenatural.

B. Construir en el plano humano

La Comunidad religiosa, aunque nacida del Espíritu y no de la carne, no deja por ello de estar sometida a dinamismos psico-sociológicos como los que sustentan la vida de cualquier otro tipo de comunidad. Por eso, a partir de nuestra opción fundamental, que parte de la Fe, se hace necesario e importante un conocimiento profundo y exacto de la construcción de la Comunidad religiosa, en el plano humano (elementos que irán unidos al de la gracia) para que pueda desarrollarse en la Caridad.

La investigación científica de estos últimos decenios, se ha orientado desde un principio hacia el hombre «situado«, es decir, el hombre concreto, el hombre «relacional«. La ciencia psico-social rechaza, desde un principio, la idea de un individuo de base, aislado. La personalidad se desarrolla en el grupo, en la relación con los otros, en la relación interpersonal, en el seno de un grupo de personas. Su madurez y su expansión implican los términos de relación, de comunicación con los demás.

1. La persona y la otra persona. La observación psicológica señala, en la raíz de la personalidad, una especia de «oposición» al otro, muy primitiva: la oposición de los caracteres… El sentido del otro empieza verdaderamente, con la aceptación no de otro «yo mismo«, sino de otro diferente. Esa aceptación es el acto de una persona, constituida, como nosotros lo estamos, en una multiplicidad generosa, y ese acto es tan fundamental por parte de ella como la conciencia que tiene de sí.

Aceptar el verdadero diálogo significa, pues, admitir que el hecho de reconocerse uno mismo, no es posible sino en el otro, en tanto en cuanto se le acepta como «otro«. El verdadero diálogo presupone la voluntad de escuchar las palabras del otro, para comprenderlas, sólo así llega a descubrirse la verdad.

La relación con el otro puede hacerse de diferentes maneras y en profundidades distintas. En un encuentro, por ejemplo, siempre es posible que uno de los sujetos vea en el otro no a su «» (persona), sino sólo a su «objeto«: una función… El Oso de la reacción espontánea (empírica) a la relación espiritual implica una interioridad, una superación de las estructuras de los caracteres y de las situaciones funcionales o profesionales. Las situaciones profesionales, en particular, parecen dejar con frecuencia fuera de su ámbito lo más profundo que existe en las relaciones humanas: se detienen en lo aparente, lo social, lo interesante, los perfiles o contornos, sin llegar a la persona.

A nivel de la comunicación espiritual, el otro no es únicamente para mí una presencia social. Esa presencia puede llegar a ser íntima, personalizada, pero a condición de que yo sepa hacerme disponible. Sólo esta comunicación «inter-personal» parece ser capaz, a la vez, de «realizar» íntegramente a cada uno de los miembros, y producir un «nosotros» auténtico, ese nosotros en el que los sujetos no enajenan para nada su personalidad, aunque se dan sin reservas. Sólo ese «nosotros» espiritual merece el nombre de comunión.

Sin embargo, la relación «Yo-Tú» conserva un carácter inacabado, hasta que el movimiento no se desarrolla en sentido inverso: el otro acepta que yo llegue a ser su ««. Dicho de otro modo, la relación positiva interpersonal implica la reciprocidad.

2. La persona y el grupo. Acabamos de ver que sólo el «nosotros» espiritual merece el nombre de comunión. Se dan, por lo menos, tres etapas principales para que el grupo llegue a sentirse como un organismo y como un cuerpo vivo.

Los miembros presentes se conocen y se aceptan mutuamente; aceptan vivir juntos, pertenecer al grupo; pero no existe todavía comunicación o intercambios reales.

La etapa siguiente en esta progresión va señalada por una especie de redefinición de la participación de todos: aceptación de «compartir» con… Queda admitido (implícita o explícitamente), al iniciarse esta etapa, que el grupo está psicológicamente estructurado, que es capaz de vivir y trabajar, y que el enfrentamiento de ideas, opiniones: tesis y antítesis, no significa la paralización del grupo, sino al contrario, es señal de su vitalidad y de su posibilidad de progresión.

Conciencia, pues, de sí, cargada de promesas que empuja al grupo hacia la etapa siguiente, la de su «propia vida» y la de las normas que se tomen en su seno. El grupo-comunidad se halla en estado de «responder de sí mismo«, expresando con esto su autonomía, su responsabilidad, al establecer relaciones concertadas con los otros grupos que le rodean.

Se ha llegado a la cohesión del grupo (unidad de espíritu) que se encuentra en el centro de las preocupaciones pastorales. Depende esencialmente de la fuerza de la pertenencia de sus miembros. La calidad de la adhesión personal desempeña, pues, un papel primordial: es, por sí misma, la resultante de varios factores relativos al grupo: el conocimiento recíproco, la confianza mutua, la vida fraterna. Es de notar igualmente la implicación personal en los proyectos comunitarios y la integración, por parte del sujeto, de los valores y de las normas comunitarias. El conjunto de estos factores revela la interacción estrecha que existe entre la cohesión y el talante del grupo. Este estado moral implica, además, la fe en el porvenir del grupo y en el valor de su organización.

C. Construir en el plano sobrenatural

Cuando se trata de una comunidad de religiosos (o de religiosas), podríamos decir que es el Acontecimiento de Jesucristo, reconocido en Fe, el que explica, en último término, el hecho de que sus miembros permanezcan juntos. «Comunidad en Jesucristo y por Jesucristo«: no puede ser ni más ni menos que esto.

La Fe es la que reúne. El «nosotros» comunitario no se interpreta verdaderamente si no es en la Fe. Porque habían sido aprehendidos por el Evangelio y por las urgencias que abría ante ellos, fue por lo que los primeros cristianos optaron espontáneamente por la vida comunitaria más radical. «Todos los que creían, vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común«, leemos en Hch. 2, 44-47.

Así comenzó la Iglesia, comunidad de los discípulos de Jesucristo. Así es como la Sagrada Escritura, ya desde el Antiguo Testamento, habla de la Iglesia: una Asamblea convocada por la Palabra de Dios. La humanidad llamada responde positivamente. Allá donde la llamada encontró condiciones de escucha, produjo su efecto, en el Espíritu, y un grupo de hombres se constituyó en comunidad de discípulos de Jesucristo.

El dejarse interpelar por el Evangelio, que abre la decisión de los creyentes, se realiza en la profundidad de la existencia de cada uno de ellos, que se siente interpelado. Es una decisión personal por excelencia, que nadie puede tomar en lugar mío, que no puede darse en serie… Pero es también, y al mismo tiempo, una decisión que no puede permanecer como sólo individual y secreta. Es una decisión que sitúa al creyente en comunión con los que han aceptado el mismo Evangelio. Ese Evangelio es convocante y fuente de una decisión previa comunitaria por su propia naturaleza. Compartir la Fe, confesar a Jesucristo juntos, es la dinámica misma de la conversión al Evangelio.

Es por lo tanto la Fe vivida la que hace existir a la Iglesia como comunidad fraterna. Es de la mayor importancia el hacerse conscientes, lo primero, de que la fraternidad evangélica no es un mero ideal humano, sino un don de Dios; de que esta realidad es de orden espiritual y no de orden psicológico. Es desde lo interior, desde su experiencia de Fe, como los miembros de una Comunidad religiosa pueden comprender de manera auténtica lo que fundamenta su «estar juntos«. Por eso, podía el Apóstol San Pablo escribir a la Comunidad de Corinto: «Examinaos a vosotros mismos si estáis en la Fe, probaos a vosotros mismos. ¿No reconocéis que Jesucristo está en vosotros?» (2 Con 13, 5).

II. Una comunidad fraterna para el testimonio y el servicio a los pobres, nuestra finalidad específica

«La Compañía es misionera por naturaleza» (C. 2, 10). «Para las Hijas de la Caridad, el Servicio de Cristo en los Pobres es un acto de amor —amor afectivo y efectivo— que constituye la trama de su vida» (cf. San Vicente, 9-2-1653.

Estas palabras que anteceden nos permiten comprender mejor el carácter específicamente misionero de nuestras comunidades. Como «comunión» la comunidad apostólica es el sacramento de Cristo en el mundo. La relación entre la historia humana y la historia de la salvación debe explicarse a la luz del misterio pascual. Sin duda, la teología de la Cruz no excluye en manera alguna la teología de la Creación y de la Encarnación, pero, evidentemente, la presupone.

Como Cristo, los religiosos están llamados para los demás: plenamente orientados hacia el Padre, en el Amor, por ese mismo hecho están plenamente dedicados a participar de una manera más directa en la misión salvífica de Cristo. Este principio vale para todos los tipos de comunidades apostólicas.

El consagrado, dedicado a las obras apostólicas, prolonga en el tiempo la presencia de Cristo «ya anunciando el Reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos… y haciendo bien a todos, siempre sin embargo, obediente a la voluntad del Padre que lo envió» (L.G. 46).

Esta misión salvífica de Cristo se comparte con los servicios que la Iglesia encomienda al Instituto cuando aprueba sus Constituciones. Esta aprobación es precisamente la que cualifica nuestro servicio apostólico, cumplido en fidelidad al Evangelio, a la Iglesia, al Instituto.

A. Condiciones de la eficacia apostólica

Llegados a este punto de nuestra reflexión, bueno será que recordemos brevemente las tres condiciones principales para la eficacia de nuestro servicio apostólico.

1. Una vida cristiana «comprometida«: antes de buscar métodos y técnicas de evangelización, lo que necesita el «enviado» a misión es vivir el Evangelio. Cristo no describió los modos en que sus apóstoles debían cumplir su misión. En cambio, sí que describió repetidamente las cualidades que debe tener el apóstol enviado a misión. «No tengáis dos túnicas, no os detengáis en el camino a charlar inútilmente…» Pide pobreza, libertad, disponibilidad. Da el contenido esencial de la predicación: «el Reino de los Cielos ha llegado hasta vosotros… Haced discípulos, bautizad, enseñadles a observar lo que yo os he enseñado«.

2. Un testimonio auténtico: Esta palabra «testimonio» significa que el «enviado» a misión no puede contentarse con transmitir una enseñanza, como lo haría un profesor de geografía o de historia. El misionero da testimonio de una Palabra que le ha alcanzado y le ha convertido. Si anuncia la Buena Noticia a los demás, es porque esa Noticia es buena, en primer lugar para él, y que la ha transformado en vida. Da testimonio de su Fe en Cristo, y lo da con su palabra, pero también y sobre todo con su manera de vivir. La Palabra de Dios no es sólo un mensaje inteligible, dirigido a los hombres. Es una realidad dinámica, un poder que opera infaliblemente los efectos deseados por Dios. Por eso, una mera enseñanza no basta.

3. Un acto eclesial: La misión es una obra comunitaria es la Iglesia la que es Misionera, y cada uno de los cristianos participa por su parte de ese deber que incumbe a toda la Iglesia. La misión supone un compromiso personal, pero no es una actividad individual: es la actividad de un miembro de la Iglesia.

La Fe cristiana nace y crece en el seno de una comunidad. Se actualiza de manera especial en los encuentros con las personas y las comunidades que viven de Fe. De esta manera toma toda su importancia la idea de una actualización continua y el testimonio evangélico de las comunidades religiosas.

Pablo VI (Ev. N. 691 recuerda a los religiosos la importancia de ese testimonio comunitario, que es primordial en la evangelización. «Este testimonio silencioso de pobreza y desprendimiento, de pureza y de transparencia, de abandono en la obediencia, puede ser, a la vez que una interpelación al mundo y a la Iglesia misma, una predicación elocuente, capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a ciertos valores«.

B. Frente a situaciones nuevas

Para la Iglesia, evangelizar es llevar la Buena Noticia al hombre de hoy, y con su impacto, transformar desde dentro, hacer nueva a la misma humanidad. «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap. 21, 5).

Ahora bien, esta inquietud del hombre moderno cambia. Reviste modalidades nuevas en función de la evolución de la sociedad y de la conciencia que el hombre toma de sí mismo y de su destino colectivo. De no ser así, vagaría abstractamente en las nubes y condenaría a los misioneros a la ineficacia, a la inconsistencia apostólica.

Tal es el problema de la «adaptación» que se nos plantea: «adaptarse» al mundo moderno no equivale, en manera alguna, a un deseo no reflexionado de acogerse al último «grito de la moda«, menos aún a revestirse de un barniz superficial de nuevas actitudes o de mutaciones ligeras, salpicando con ello un conjunto estructural que no habríamos modificado. Es una cuestión de fidelidad a la llamada recibida y de obediencia al carisma del Espíritu. El proyecto religioso así lo exige. Hay que cambiar lo que es mudable para que la vida triunfe.

Pero, como nos lo muestra la observación más elemental, estos cambios que afectan a nuestras maneras de actuar más características, a nuestras «mentalidades«, son también los más difíciles de efectuar, ya se trate de definir nuevas finalidades, de imaginar otras estrategias apostólicas, de pensar en términos nuevos los comportamientos o de los mismos agentes en general… La resistencia a los cambios es un hecho propio de toda sociedad. Algunos observadores afirman que esto es todavía más verdad cuando se trata de comunidades de vida, que han conservado el sentido del «esquema» y perdido el atractivo por el riesgo.

La problemática de las obras merece que le dediquemos aquí una atención especial. En el pasado —y hoy todavía— nuestras Instituciones ocupaban una importante función social, como la enseñanza, la sanidad, el servicio parroquial, etc. Con ello se trata de servir a la sociedad y colaborar en la realización del designio de Dios sobre el mundo. Es evidente que la sociedad siempre tendrá necesidad de educadores, de enfermeras, de cuadros, de animadores especializados. Pero en un mundo que se seculariza progresivamente, que es dueño de sus medios e instrumentos, esa necesidad ya no se expresa ni se satisface de la misma manera que se hacía antes. La sociedad civil, con todo derecho, entiende ella misma las Instituciones y, por supuesto, conservar toda autoridad sobre ellas, que son claves importantes.

Una nueva situación de las obras trae consigo un desconcierto considerable de la estrategia apostólica, al mismo tiempo que un cambio progresivo de la función de la comunidad en la vida apostólica de los religiosos. Porque si ya no se dan obras que estén bajo la responsabilidad directa de la Congregación, ésta debe en adelante centrar sus esfuerzos en la preparación de personas aptas para ejercer, donde puedan, las funciones del carisma propio del Instituto.

Teniendo esto en cuenta, una reflexión sobre la función de la comunidad, abarca todas las dimensiones de la misión. En efecto, la comunidad, con su comunión de caridad, vuelve a ser el foco de energías apostólicas, el lugar donde esas energías se templan. El equipo de trabajo escapa a la responsabilidad directa de los Superiores: el esfuerzo de éstos habrá de concentrarse en la comunidad de vida y en su autenticidad. La vida comunitaria es, en efecto, comunión y misión.

A la preocupación por la cohesión interna en las relaciones interpersonales, deberá ahora añadirse la preocupación por la calidad de la actividad particular, unida al proyecto religioso de la mayoría de nuestras comunidades. Ya no se trata, pues, sencillamente de «vivir juntos«, sino también de «construir juntos«, lo que representa otra dimensión del proyecto comunitario. En adelante, esta tarea común se cumple según unos esquemas nuevos más personalizados. Es, pues, importante buscar una nueva articulación de las funciones y de las posibilidades personales, de tal manera que se consiga que cada uno se encuentre feliz en el cumplimiento de un servicio a su medida, y que la complementariedad de personas bien encajadas en su puesto, garantice al proyecto apostólico del conjunto su éxito.

Esta es, me parece, una de las ideas dominantes de la comunidad apostólica en el mundo de hoy: «participar activamente y específicamente«, según el carisma del Instituto, en la misión salvífica de Cristo. Naturalmente, ello implica una formación más especializada de los «obreros» de la evangelización. En un mundo en el que las especializaciones se multiplican, ya no se puede actuar como si cualquier persona pudiera hacerlo todo… En la situación actual, que se hace cada vez más compleja, la fórmula parece imponerse.

De manera general, las orientaciones y las experiencias postconciliares de las comunidades religiosas van en este sentido: dar nuevo valor a los obreros de la evangelización, volver a definir la finalidad apostólica, buscar la manera en la que las comunidades de vida deberán manifestarse como «sacramento de Cristo en el mundo» (LG. 48).

La Constitución pastoral Gaudium et Spes concede gran importancia a las mutaciones de este mundo de hoy (GS. 7). En consecuencia pide un difícil esfuerzo de lucidez. Ya no basta, en efecto, con repetir el pasado, ni siquiera con volver a encontrar en toda su pureza las formas originales. En este preciso momento, es necesario ver cómo la vida que brotaba de aquellas primeras formas —por lo tanto, la verdadera vida— puede encontrar hoy formas que permitan no ya simplemente continuar el pasado, sino hacerlo en simbiosis profunda con lo que son los hombres de hoy y con lo que el Espíritu suscita hoy en las Iglesias.

Conclusión

El problema prioritario en este campo sigue siendo espiritual y comunitario, como lo recuerda el documento citado de Pablo VI (Ev. N. 75). No se dará renovación posible en la Iglesia sin la acción del Espíritu Santo. «Jesús nació del Espíritu» (cf. Lc. 1, 35). El espíritu fue quien lo impulsó al desierto, donde decidió cuál iba a ser el espíritu de su misión… Por el Espíritu se ofreció sin mancha a Dios. La Resurrección lo estableció, «según el Espíritu de Santidad«. (Rm. 1, 4) en el poder salvífico de Dios.

Gracias al Espíritu, la comunidad se acrecienta, el Reino se construye (EN. 75). El Espíritu es el Agente principal de la misión. Es El quien nos impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y El también quien, en lo profundo de las conciencias, hace aceptar y comprender la Palabra de salvación (LG. 4). Pero se puede decir igualmente que Él es el término de la evangelización: El quien suscita la nueva creación, la humanidad nueva, a la que quiere llegar la evangelización, con la unidad en la variedad. A través de El, el Evangelio penetra en el corazón del mundo, porque es El quien hace discernir los signos de los tiempos, signos de Dios, que la evangelización descubre y a los que da nuevo valor dentro de la historia.

El ministerio apostólico es un lugar privilegiado para esta fidelidad al Espíritu: es acción en forma de testimonio vivido junto a los hombres, tanto como en forma de discurso: «A nadie damos ocasión alguna de tropiezo, para que no se haga mofa del ministerio… con mucha constancia en tribulaciones, necesidades, angustias… en pureza, ciencia, longanimidad, benignidad, en amor sincero» (2 Cor. 6, 3-6).

Hemos recibido de Jesús la promesa del Espíritu: Él nos llevará a la verdad plena, nos ayudará a interpretar los signos de los tiempos (cf. Jn. 14, 17). La oración de Jesús es garantía de la nuestra porque el Padre no puede rehusar su Espíritu Santo a quien se lo pida filialmente (cf. Jn. 14, 16).

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