Vicente de Paúl: la fe que dio sentido a su vida. VIII. Ved cómo ha tratado Dios a la Iglesia

Francisco Javier Fernández ChentoEspiritualidad vicencianaLeave a Comment

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Autor: Jacques Delarue · Traductor: Luis Huerga, C.M.. · Año publicación original: 1977.
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VIII. Ved cómo ha tratado Dios a la Iglesia

Vincent-de-Paul-and-bible-alternateEl Señor Vicente nos ha invitado a reconocer un aspecto esencial del reino de Dios en la Iglesia, la cual está presi­dida por el Espíritu Santo. En su tiempo, esta Iglesia salía de una difícil crisis: la Reforma había hecho que se expusie­ra a plena luz el cristianismo occidental; el concilio de Trento se había esforzado por remediar los excesos y erro­res de dicha Reforma, y los abusos por ella denunciados con todo derecho. En este contexto de contrarreforma se sitúa nuestro santo. Es hombre de un postconcilio, uno de los que en Francia más hicieron para que aquel concilio pasara a la realidad de la vida de la Iglesia. Será dentro don­de actúe, para que se pase de una Iglesia mundana a una Iglesia de los pobres, para que se restablezca el sentido de una vida cristiana accesible a los más humildes, para que se promueva la renovación de un sacerdocio y de un epis­copado verdaderamente apostólicos, para que cuaje el in­vento de una nueva forma de vida religiosa, que acoja a simples campesinas, que atienda a las múltiples necesidades de los desheredados, tan numerosos entonces en las ciudades como entre la población del campo.

No es todavía el tiempo del ecumenismo. Hemos visto sin embargo la cortesía con la que el Señor Vicente prestaba atención a las afirmaciones de un hereje que le aseguraba no reconocer la acción del Espíritu Santo en la Iglesia cató­lica, pues se desentendía de los pobres. Esta actitud rompía con un comportamiento demasiado frecuente entonces, en el que, de una y otra parte, los predicadores rivalizaban en la injuria violenta y de mal gusto. La humilde búsqueda co­mún de la verdad no era allí tenida en cuenta:

«Cuando se disputa con alguien, observa Vicente, la respuesta de la que se echa mano a su respecto le deja ver bien que se quiere llevar razón; de ahí que él se prepare a la resistencia más que al reconocimiento de la verdad; de suerte que, con el debate, en lugar de efectuar una abertura en su espíritu, de ordinario se cierra la puerta de su corazón, mientras que la dulzura y la afabilidad se la abren».

San Pablo, por otra parte, no daba otro consejo a su discípulo:

«Acordaos bien, Señores, de las palabras de san Pablo a aquel gran misionero, san Timoteo: que un servidor de Jesucristo no debe enzarzarse en debates ni dispu­tas, y puedo deciros que nunca he visto ni sabido que hereje alguno se haya convertido por la fuerza de la disputa, ni por la sutileza de los argumentos, sino antes bien, por la dulzura; tanta verdad es que esta virtud tiene fuerza capaz de ganar a los hombres para Dios».

En esta materia, el Señor Vicente habla por experiencia:

«Plugo a Dios servirse del más miserable para la con­versión de algunos herejes; pero éstos confesaron deberlo a la paciencia y a la cordialidad que con ellos se había tenido. Los mismos forzados, entre los que he estado, no se ganan de otra manera; y cuando me aconteció hablarles con sequedad, lo eché todo a perder».

Nadie se extrañe de ver aquí a los forzados puestos junto a los herejes. El santo na habla de ellos más que de paso y haciendo alusión. No da una conferencia sobre la Iglesia, sino sobre la mansedumbre.

Y cuando habla de la Iglesia, entiende evidentemente la Iglesia católica. Pero lo que de ella nos dice es a menudo inesperado, ya nos hable de lo que Dios hace con su Iglesia, o ya de los hombres que en su época tienen como responsa­bilidad mostrar el rostro humano de esa Iglesia.

Dios establece su Iglesia por destrucción

A la mirada humana, la conducta de Dios en relación con su Iglesia es, ya en los orígenes de ella, del todo des­concertante; no hay que ver sino

«cómo la trató al comienzo, cuando no había hecho más que nacer». «¡Oh, qué admirables son los cami­nos de Dios y qué poco comprensibles para los hom­bres! Vemos que el Hijo de Dios mismo era la colum­na de la Iglesia, y sin embargo el Padre eterno quiere que muera. ¿Qué hace? Escoge a personas, a apósto­les, para establecerla en toda la tierra; y aquellos apóstoles, que eran el sostén de la Iglesia, Dios quiere que mueran y que todos sean mártires; y después de aquellos, suscita a otros.

Se hubiera jurado, al ver eso, que era designio de Dios abandonar a la Iglesia y dejarla enteramente arruina­da; pero es todo lo contrario; pues la sangre de los cristianos fue la semilla del cristianismo en toda la tie­rra, y se cuentan hasta treinta y cinco papas, todos los cuales fueron mártires, uno tras otro. Hoy veríais có­mo era llevado uno a la muerte; mañana había otro; a ése se le decapitaba, y ya Dios suscitaba otro. Y así, Señores, es como Dios se condujo al comienzo de la Iglesia. Considerad, os ruego, este camino de Dios, que establece y afianza su Iglesia por destrucción, si así puede decirse, y por ruina de los que la sostenían y eran su principal apoyo».

¡Dios parece establecer su Iglesia por destrucción! El Señor Vicente apoya esta fórmula paradójica sobre los orí­genes de la Iglesia, con objeto de iluminar las dificultades de todo orden que sus misioneros encuentran para implan­tar la Iglesia en la remota misión de Madagascar. Una mi­sión semejante no debe extrañarse de hallar en sus comien­zos las mismas dificultades que la Iglesia naciente.

En cambio, cuando la Iglesia se instala, cuando los que han recibido el encargo de predicar el Evangelio buscan ahí beneficios y honores, causan la ruina de la Iglesia:

«He estado estos días pasados en una asamblea donde había siete prelados, quienes, reflexionando sobre los desórdenes que se ven en la Iglesia, declaraban sin ambages que los principales causantes de ellos eran los eclesiásticos. Son, pues, los sacerdotes; sí, nosotros so­mos la causa de la desolación que devasta a la Iglesia».

Que los sacerdotes hallen de nuevo el sentido de su verdadera misión, que acudan en respuesta a ella nuevas vocaciones, esa es la petición con frecuencia renovada del santo:

«La Iglesia tiene demasiadas personas solitarias, por su misericordia, y demasiadas que son inútiles, y otras aún que la desgarran; su gran necesidad es la de hom­bres evangélicos, que trabajen en purificarla, iluminar­la y unirla a su divino esposo».

Y él «miserable, todo cubierto y lleno de pecados», de­sea que los sacerdotes de la Misión que ha fundado contri­buyan a ello:

«¡Oh Señor!, haced que esta pequeña Compañía con­tinúe sirviéndoos con humildad y fidelidad, y que co­opere al designio que mostráis tener, de hacer por su ministerio un último esfuerzo que contribuya a resta­tablecer el honor de vuestra Iglesia».

Plantea aquí el santo una cuestión brutal:

«¿No parece, Señores, que Dios quiere trasladar su Iglesia a otros países?».

En el siglo xvii, como en el xx, parece tan evidente, co­mo para que caiga de su peso, que la Iglesia está unida a la cristiandad occidental; ¿no es eso al menos lo que daría a entender nuestro comportamiento más habitual? Pero la pregunta del santo no es una ocurrencia; sobre ella vuelve él una y otra vez. Si el desgarrador contraste entre la pobre Iglesia perseguida de los orígenes y la Iglesia poderosa e instalada de los tiempos modernos no encuentra remedio en nuestra propia conversión, Dios mismo pondrá remedio a ello y llevará su Iglesia a otro lugar:

«Es muy cierto que el Hijo de Dios prometió estar junto a su Iglesia hasta el fin de los siglos; pero no prometió que esa Iglesia estaría en Francia, o en Es­paña, etc. Dijo, sí, que no abandonaría a su Iglesia, y que ésta subsistiría hasta el fin del mundo en no impor­ta qué lugar, pero no precisamente aquí o allí. Y si hu­biere un país en el que debiera haberla dejado, no pa­rece que otro alguno fuese preferible a Tierra Santa, donde nació y comenzó su Iglesia, y obró tantas ma­ravillas. Sin embargo, de esa tierra por la que tanto hizo y en la que tanto se complació, retiró, para em­pezar, la Iglesia, para dar ésta a los Gentiles».

La Iglesia recobrará el vigor apostólico de los primeros tiempos haciéndose de nuevo misionera, llevando el Evan­gelio a los que no tienen idea de él:

«¡Ah!, Señores y hermanos míos, ¡la alegría que Dios recibirá si, entre los escombros de su Iglesia, entre las conmociones causadas por las herejías, entre los fuegos que la concupiscencia planta por todos lados, si, en medio de esa ruina, hay algunas personas que se ofre­cen a él, para trasladar a otro lado, si así ha de hablar­se, los restos de su Iglesia, y otros que defiendan y guarden aquí lo poco que de ella queda! Así es como debemos obrar: sostener valerosamente aquí lo que la Iglesia tiene e interesa a Jesucristo, y con ello trabajar sin tregua para conseguirle nuevas conquistas y hacer le conozcan los pueblos más alejados».

Poco inclinado a una visión que concebiría a Francia como a «la hija mayor de la Iglesia», el Señor Vicente se preguntaba si el Hijo de Dios no prevería su traslado a otra parte, aun a partes diferentes también de España. Pero no nombra a Italia. Es porque en Italia está Roma, y en Roma está el Papa.

El Papa y los Obispos

Simplificando su pensamiento, sin por eso deformarlo, puede decirse que es plenamente sumiso al Papa, pero que desconfía de Roma. Y desconfía en primer lugar del supe­rior, emprendedor en demasía, que ha nombrado en Roma y el cual le urge a que establezca allí la sede del superior General de su pequeña Compañía; no resulta conveniente esa urgencia:

«En Roma, los espíritus son pacientes, observadores de la forma en que se conducen los hombres. Estáis en un lugar en el que hace falta una maravillosa reser­va y circunspección. Siempre oí decir que los italianos son la gente más mirada del mundo y que más des­confía de las personas que se apresuran. La reserva, la paciencia y la dulzura lo alcanzan todo entre ellos y con el tiempo; y como saben que nosotros los franceses vamos demasiado de prisa, nos dejan largo tiempo en tierra, sin establecer contacto con nosotros».

Después de sustituir a aquel superior, pone a su sucesor en guardia contra unas habilidades demasiado humanas, enderezadas a situarse bien en la curia:

«El espíritu humano os dirá que en Roma no es como en otras partes, que ahí es preciso insinuarse, que hace falta hacerse valer, autorizarse, que hay que actuar hu­manamente con los humanos y servirse con ellos de medios humanos. Pero no lo creáis, Señor; todas esas máximas engañan, cuando se trata de una Compañía que Nuestro Señor se ha suscitado, a la que anima él con sus máximas y que pretende obrar según su espí­ritu. Lo que os digo parece paradójico; estad seguro, Señor, de que os lo hará ver la experiencia».

Aunque desconfía, cree sin embargo el santo en la posi­bilidad y hasta en la necesidad de un tipo muy diferente de comportamiento, el único que conviene a la Iglesia de Jesu­cristo. Y aquí no habla solamente de oídas. El mismo fue a Roma dos veces en los primeros años de su sacerdocio, y evoca de grado su recuerdo conmovido:

«Heos ahí, pues, llegado por fin a Roma, escribe al sacerdote por él enviado en 1631 para que consiga el reconocimiento de su Instituto. Roma, donde está la cabeza visible de la Iglesia militante, donde están los cuerpos de san Pedro y de san Pablo y de tantos otros mártires y santos personajes, que en otro tiempo die­ron su sangre y consagraron toda su vida a Jesucristo. Esta consideración me conmovió de tal modo cuando estuve en Roma hace treinta años, que, aunque estaba cargado de pecados, no dejé de enternecerme, hasta llorar, me parece».

Y recuerda varias veces que aquella fue para él la oca­sión de ver al Papa entonces reinante, Clemente VIII.

En sus conferencias se manifiesta de manera muy fami­liar la confianza que el Señor Vicente tiene en el Papa:

«Veis, es el Papa, es un santo varón».

Concede sobre todo una gran importancia a su responsa­bilidad doctrinal; pero para que ésta pueda expresarse con conocimiento de causa, vela por la información, con objeto de que sea justa la que llegue hasta el Soberano Pontífice, cuya buena fe está expuesta a denuncias calumniosas. De creer a estas últimas, la mayoría de los obispos franceses compartiría «los nuevos sentimientos» de una doctrina aven­turada. «Importa hacer ver que esos son muy pocos», escribe el Señor Vicente a los obispos; y obtiene la firma de ochenta y cinco de ellos para pedir al Papa la condenación del jan­senismo. Desea que el soberano Pastor se exprese a tiempo con claridad; no hacerlo es

«dar tiempo a que los autores de doctrinas perniciosas esparzan su veneno»;

y es también quitar el mérito de la obediencia a varias personas de condición y de gran piedad

«que no ansían sino saber la verdad: en espera del re­sultado de este ansia, siguen estando de buena fe en es­te partido, que por este medio engrosan y fortifican, habiéndosele adherido por la apariencia de bien y de reforma que predica, que es la piel de oveja de que siempre se cubrieron los verdaderos lobos para abusar de las almas y seducirlas».

El Papa es, además de guardián de la doctrina, el primer responsable de la misión universal de la Iglesia; él solo tiene el poder de enviar por toda la tierra. Y ese es el motivo por el que el Señor Vicente recomienda la obediencia que le es debida:

«¿A quién debemos obediencia? La Regla comienza por nuestro santo padre el Papa; es el padre común de todos los cristianos, la cabeza visible de la Iglesia, el vicario de Jesucristo, el sucesor de san Pedro; a él debemos obediencia nosotros que estamos en el mun­do para instruir a los pueblos sobre la obediencia que han de mostrar ellos lo mismo que nosotros por ese pastor universal de nuestras almas. Nos corresponde darles ejemplo. A él es, en la persona del santo, a quien Nuestro Señor dice: Pedro, apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas, a quien este mismo Salvador dio las llaves de su Iglesia. Es como otra especie de hom­bre, hasta tal punto está por encima de los demás. De­bemos pues, mirarle en Nuestro Señor, y a Nuestro Señor en él».

La obediencia aquí apuntada, lo es esencialmente en una perspectiva misionera, pues

«únicamente Su Santidad tiene en la tierra poder para enviar a todos los eclesiásticos por todo el mundo para gloria de Dios y salvación de las almas».

En lo concerniente a los sacerdotes de la Misión, el fun­dador desea sin embargo, que

«Su Santidad tenga a bien que la dirección y disciplina de los enviados recaigan sobre el superior General»;

pero eso no es con el fin de sustraerlos a la obediencia mi­sionera, pues

«esos enviados serán, sin embargo, respecto a Su Santi­dad como los servidores del Evangelio respecto a su señor, de suerte que al decirles: id allá, estén obligados a ir; venid acá, vengan; haced esto, estén obligados a hacerlo».

El santo ha recordado la obediencia debida al Papa; luego añade:

«Debemos obediencia a nuestros señores los obispos. Ellos comparten, según algunos, la autoridad del Papa; según otros, reciben ésta del mismo Jesucristo. Dejé­moslo».

No es propio de él discutir tal punto de doctrina, que el Vaticano II esclarecerá. Le basta con reconocer que tam­bién a los obispos es debida la obediencia del servidor del Evangelio a su señor:

«Nosotros los sacerdotes les prometimos obediencia cuando recibimos el sacerdocio. Y no solamente a ellos y a sus sucesores, sino también a los prelados de las diócesis donde tengamos que vivir y trabajar. Les esta­mos sujetos y dependemos de ellos en lo tocante a las misiones, predicación, catequesis, penitencia y adminis­tración de los sacramentos, aunque, como un favor, hayan dejado a la Compañía los reglamentos y orde­nanzas que regulan su disciplina interna. Les debemos obediencia como a Dios. Ruego a quienes se envíe a las diócesis procedan de esta manera y les obedezcan exactamente».

Esta obediencia no se impone solamente a los sacerdo­tes que llevan a cabo su misión; vale para todos y para todas. Ya en 1631, en una época en que aún no había fun­dado las Hijas de la Caridad, el Señor Vicente, que se entera de cierta caritativa empresa de Luisa de Marillac en Cham­paña, le recomienda tenga al obispo al corriente.

«Me parece haríais bien yéndole a ver y diciéndole con toda sencillez y buena fe, por qué os rogó el R. P. de Gondy os tomarais la molestia de ir a Champaña, y lo que hacéis; y mostraos presta a cortar lo que no le agrade en vuestro proceder y a dejarlo todo, si así lo desea; en eso está el espíritu de Dios. No encuentro bendición más que en eso. El obispo de Chálons es un santo varón. Debéis mirarle como al intérprete de la voluntad de Dios en la situación dada. Si juzga que de­béis cambiar algo en vuestro modo de obrar, hacedlo puntualmente, por favor. Si juzga que debéis regresar, regresad tranquila y alegremente, pues haréis la volun­tad de Dios».

A decir verdad, no todos los obispos eran, por este tiem­po, «santos varones», como el obispo de Chálons. Era el tiempo de los beneficios, cuyo sistema terminaba en nom­bramientos sorprendentes a veces; en una época en que dis­ponía de los beneficios el poder real, era grande el riesgo de ver nombrado al mayor adulador, y no al más capacitado. El Señor Vicente contribuyó más que nadie a remediar en Francia esta situación tan abusiva. Sabía que preparaba bue­nos obispos cuando trabajaba en la formación de sacerdo­tes santos, primero en las reuniones semanales para los que ya eran sacerdotes, luego en los seminarios.

De otro lado, muy pronto está en situación de vigilar para que se ponga al frente de las diócesis, no a sacerdotes mundanos, sino a pastores cuyo celo apostólico ha habido ocasión de valorar. Antes de morir, el rey Luis XIII hace se le consulte para saber a quién ha de poner al frente de las diócesis sin pastor, y se maravilla de su juicio: «Señor Vi­cente, si yo recobrase la salud, los obispos pasarían tres años junto a vos». Muy pronto le nombra la reina regente miem­bro del Consejo de Conciencia, y en adelante el consejo del Señor Vicente prepondera en la elección de los obispos de Francia, y sólo el mérito verdadero cuenta a sus ojos como a los ojos de Dios.

Mantiene además una importante correspondencia con un buen número de obispos, a los que no cesa de recordar las exigencias de su cargo, la primera de las cuales es la santidad; cree en efecto

«que un sacerdote ha de ser más perfecto que un reli­gioso como tal, y mucho más un obispo».

Escribe a uno de ellos:

«¡Oh, lo rico que es el obispo y la admiración que despierta, no sólo en cuantos le ven, sino en cuantos oyen hablar del tesoro de sus virtudes! Es un hecho bien grande, que el mismo mundo declara como más estimable la santa pobreza de un obispo que conforma su vida a la de Nuestro Señor, obispo de obispos, que las riquezas, el lujo y la pompa de un obispo que po­see muchos bienes».

Hay que decir que su corresponsal le había escrito acer­ca de la dificultad de cumplir con su cometido en su diócesis (Boulogne y Saint-Omer), «dada la baja renta», y que hacía al mismo tiempo el recorrido de la visita pastoral «con un séquito de seis personas a caballo»: «eso extraña y causa admiración en todos», le escribe el santo y añade:

«Lo que digo, Monseñor, no impedirá que aproveche la ocasión de exponer vuestras necesidades llegado el momento».

La diócesis era ciertamente muy pobre, y los forajidos la devastaban a menudo.

«Me postro en espíritu a vuestros sagrados pies y pido vuestra santa bendición, yo, que soy en el amor de Nuestro Señor, Monseñor, vuestro muy humilde y obe­diente servidor».

Respetuoso en la forma, firme en el fondo, el Señor Vi­cente reconoce, pues, le responsabilidad de primer orden que los obispos tienen en la misión de la Iglesia. Es lo que escri­be en 1639 a santa Juana de Chantal:

«Vivimos en el espíritu de los servidores del Evangelio en relación con nuestros señores los obispos, y si nos dicen: Id allá, vamos; venid acá, venimos; haced esto, lo hacemos».

Hasta acaricia, además de los tres votos de pobreza, cas­tidad y obediencia, y el cuarto, que la mayoría de los miem­bros de su Congregación ha hecho, de dedicarse a la exis­tencia del pobre pueblo,

«un quinto voto, que es el de obedecer a nuestros se­ñores los obispos en las diócesis en las que estamos establecidos».

Como superior General, se reserva naturalmente «la dis­ciplina doméstica de la Congregación». Por lo demás, vigila­rá con ese motivo para que los obispos no empleen indistin­tamente a los sacerdotes de la Misión en tareas que no im­porten a su vocación; y si admite excepciones en este cam­po, hay por lo menos un punto en el que se mostrará infle­xible con los obispos: la cuestión de las finanzas…

El obispo de Tréguier deseaba ver a los sacerdotes de la Misión ejerciendo el ministerio en su ciudad episcopal.

«Los habitantes de las ciudades no carecen ordinaria­mente de socorro espiritual»,

le responde el santo; y, tras haber oído el parecer de su con­sejo, invoca el respeto a las Reglas:

«Por eso, Monseñor, os suplicamos muy humildemen­te, no permitáis que nuestros misioneros den este mal ejemplo a sus cohermanos; pues, dada la propensión que muchos tienen a trabajar en la ciudad, y más por los ricos que por los pobres, sería de temer, si llegaran a acostumbrarse a ello, que no quisieran ya volver al campo en busca de la oveja perdida, y que se hiciesen así inútiles a la Iglesia de Dios e incapaces de obedecer a los señores prelados».

Recuerda esas mismas Reglas, aunque algo más flexible­mente, al cardenal arzobispo de Génova, que pedía a los sacerdotes de la Misión, dieran retiros en las comunidades de religiosas. El Señor Vicente admite esta excepción, pero desea que no se renueve:

«En respuesta a vuestra carta del 13, escribe al supe­rior de la comunidad, os diré que hay que obedecer al Señor Cardenal en cuanto a los ejercicios espirituales de las casas de muchachas en las que desea trabajéis, aunque tenemos por máxima y costumbre alejar de la Compañía todo ministerio entre muchachas, a causa del escaso bien que en él puede hacerse y de los lazos que se traban, por lo menos en Francia. En caso de que Su Eminencia os mande hacer lo mismo en otros monasterios, me preguntáis qué le diréis. Respondo que procuréis prevenirle, informándole de nuestra Re­gla y de nuestra práctica, cuando encontréis ocasión favorable para ello. Y si, después de eso, desea que paséis por encima de ello, habrá que hacerlo».

El santo había añadido:

«pues debemos antes seguir su mandato que nuestra resolución»,

pero raspó estas últimas palabras.

Un punto hay, en el que siempre siguió su resolución, y es el concerniente a su independencia financiera. La his­toria del priorato de San Lázaro manifiesta, desde su origen, una determinación que nunca será desmentida. La Congre­gación de la Misión se había fundado en 1625, y en 1626 era aprobada por el arzobispo de París; habíase establecido entonces en el colegio des Bons-Enfants, al que se retiró el Señor Vicente cuando dejó la familia de los Gondi. El prio­rato de San Lázaro era entonces un beneficio que gozaba de frutos, derechos, rentas y emolumentos; habíase fundado para que sirviese de leprosería, pero no había leprosos ya; y más que nada, Adrien Le Bon, canónigo regular de San Agustín, vivía en tirantez con sus religiosos. Buscaba él al­gún otro beneficio con el que canjear su priorato. Así es co­mo, en 1630, tiene la idea de ofrecérselo al Señor Vicente, para que instale a su Congregación. De ahí provendrá el nombre de Lazarista. Según su costumbre, el santo se guar­dará bien de precipitarse en esta oferta tan ventajosa. El buen prior se extraña: «Pero ¡cómo, Señor, tembláis!».

«Cierto, Señor, me espanta vuestra propuesta; y me pa­rece tan por encima de nosotros, que no osaría pensar en ella. Nosotros somos pobres sacerdotes que vivimos en la sencillez, sin más designio que el de servir a la pobre gente del campo».

Harán falta casi dos años para triunfar sobre sus obje­ciones y llegar, en enero de 1632, a la anexión de San Lá­zaro a la Misión, que aprobará el arzobispo de París y con­firmará el rey por carta patente. En ésta última, Luis, rey por la gracia de Dios de Francia y de Navarra, sabedor de que el priorato de San Lázaro se fundó para acoger y cuidar a los pobres leprosos, y viendo dicha enfermedad aplacada, de modo que no habría al presente leproso alguno en dicho priorato, juzga no poder satisfacer las intenciones del fun­dador más dignamente que transfiriendo lo destinado al cui­dado de los cuerpos manchados de lepra a la curación de la lepra del pecado. Puesto que los sacerdotes de la congrega­ción de la Misión tienen por única preocupación aplicarse gratuitamente a la instrucción del pobre pueblo, añade el real texto, en ejecución del convenio acordado por el prior de San Lázaro y sus religiosos con dichos sacerdotes con be­neplácito nuestro, una transacción especial efectúa la dimi­sión de dicho priorato, leprosería o administración de San Lázaro, frutos, rentas y emolumentos de los mismos, para que queden unidos, anexos e incorporados a perpetuidad a dicha congregación.

El Señor Le Bon, prior de San Lázaro, rendía cuentas al arzobispo. El Señor Vicente, en cambio, se niega a ello rotundamente:

«Cuando entramos, nos condujo allá el Señor Arzobis­po de París y quiso obligarnos a rendirle cuentas, co­mo hacían los antiguos religiosos; pero le dije que pre­feríamos volvernos; y por mucho que se me dijo, Dios me dio la gracia de mantenerme firme».

Invoca este precedente cada vez que, con ocasión de una nueva fundación, el obispo de un lugar se preocupa a causa de la financiación. Se lo recuerda todavía, en una de sus postreras cartas, el 17 de septiembre de 1660, al obispo de Narbona:

«Parece que Vuestra Grandeza nos quiere obligar a rendir cuentas de lo temporal, que es algo con lo que ningún prelado nos ha comprometido, ni dentro ni fue­ra del reino en que estamos establecidos; ni siquiera la casa de San Lázaro quisimos aceptar con esa carga, aun cuando el lugar fuese muy ventajoso para nuestra congregación. Y como el Señor Arzobispo nos urgiese a aceptarla con esa condición, dijímosle que antes sal­dríamos que quedarnos allí con esa obligación; y él tuvo a bien exhimirnos de ella, para conservarnos, pues sin eso nos hubiésemos retirado».

Es difícil ser más claro: Si insistís, marchamos. ¿Por qué una actitud tan inflexible? El Señor Vicente no era hombre de dinero. No cesa de repetir a los sacerdotes de la Misión, que viven del trabajo de la pobre gente, expuesta a las in­clemencias del tiempo, al ardor del sol, a la lluvia:

«Vivimos del patrimonio de Jesucristo, del sudor de la pobre gente. Debiéramos siempre pensar, cuando va­mos al refectorio: ¿He ganado el alimento que voy a tomar? Yo tengo con frecuencia este pensamiento, que me pone en confusión: Miserable, ¿has ganado el pan que vas a comer, este pan que te llega del trabajo de los pobres?».

A las Hijas de la Caridad, que reciben a veces algún donativo, les recuerda que no deben guardar para sí propias ni siquiera un ochavo:

«¡A quiénes se lo quitáis, cuando os guardáis algo de lo que se os pone en las manos? A los pobres. ¡Oh Salvador! ¡A los pobres! Robáis al mismo Dios. ¡Cómo! ¡Tomar lo destinado a la pobre gente, que no tiene más que lo que se le da, vosotras, que debéis ser sus ma­dres y proveedoras! ¡He ahí algo peor que el pecado mortal, más allá de lo que manda el voto! Es un sa­crilegio, pues ese bien pertenece al buen Dios y él es quien ha inspirado darlo a los pobres. Se os confía para que lo distribuyáis, y sois tan desgraciadas, ¡que os lo apropiáis! ¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es eso? ¡Oh! ¡Qué desgracia! ¡Oh! ¡La miserable que haga eso!».

No, no es para cometer «algo peor que un pecado mor­tal», no es para reservarse las ventajas de un beneficio, por lo que el Señor Vicente se niega a rendir cuentas a los obispos, a quienes de otro lado da pruebas de respeto y obediencia. ¿Por qué, entonces? Las razones que da parecen poco convincentes:

«Mi razón, dice a propósito de San Lázaro, era que, como andamos misionando de un lado para otro, es casi imposible anotar detalladamente los diversos gas­tos que hacemos; y con esa dificultad, para sacar una cuenta, haría falta contar gastos que no habríamos he­cho, en lugar de los verdaderos, cuya consignación ha­bríamos omitido; cosa que no podría hacerse sin peli­gro de pecar».

Esta objeción procede de una laudable ansia de honra­dez: las cuentas deben ser exactas; si no, ¡vale más no ha­cerlas! En realidad, su reserva proviene de cierta desconfian­za, puede que justificada por alguna experiencia. Sabe bien que el concilio de Trento ha recomendado se presenten anualmente las cuentas del seminario al obispo ante dos canónigos y otros dos sacerdotes. No por eso deja de escri­bir al superior de su residencia de Roma:

«Hay algo que tiene enojosas consecuencias y es la obli­gación de rendir cuentas al señor obispo y a todo el cabildo, aunque ello parece razonable. Ya no quisimos el trato de San Lázaro más que a condición de que se nos dispensara de rendir cuentas al Señor Arzobispo, que era lo acostumbrado. ¡Oh! las enojosas consecuen­cias que eso trae, aunque ello no tenga remedio, ha­biéndolo ordenado así el concilio».

Pienso yo, no obstante, que el argumento decisivo era, en definitiva, que el Señor Vicente quería ser su propio dueño, por juzgarlo así necesario al buen éxito de las obras que había emprendido. A eso estaba acostumbrado y así le iba bien. Y además estaba hecho de esa forma. No pretendía por eso ser un modelo en todo. Muy al contrario, cuando en una de sus últimas pláticas, después que ha hablado de la obediencia debida al Papa y a los obispos, y recordado a los sacerdotes de la Misión, no emprendan nada en las parro­quias sin el consentimiento de los párrocos, aborda la obe­diencia que «con prontitud, alegría y perseverancia» se debe al superior General, se humilla hasta el exceso:

«Queda la obediencia al superior. ¡Oh miserable!, ¡obe­decer a un desobediente, para con Dios, para con la santa Iglesia, para con mi padre y mi madre en la infancia! ¡Y toda mi vida apenas ha sido más que des­obediencia! ¡Ay! Señores, ¿a quién prestáis obediencia? A uno que, como esos escribas y fariseos de los que acabo de hablaros, está lleno de vicios y de pecados. Pero eso es lo que hará meritoria vuestra obediencia».

Cierto, sabe que no es perfecto; nada obsta sin embargo, a que prestándole obediencia

«en todo aquello en lo que no se vea pecado», se pondrá uno en estado de hacer lo que Dios manda.

Las exigencias de una verdadera caridad

La Iglesia, en efecto, no está formada por santos, sino por pecadores, a todos los niveles de la responsabilidad. La obediencia no consiste en recibir órdenes de santos; la ca­ridad no consiste en amar a santos. Es cierto que lo que constituye el corazón de la vida de la Iglesia es la caridad; y que reconocer la autoridad de los que tienen un cargo es un medio privilegiado para reconocer aquello en lo que Dios quiere servirse de nosotros. Pero en todas estas rela­ciones intervienen necesariamente elementos muy humanos, demasiado humanos sin duda, límites y estrecheces, imper­fecciones y el pecado mismo. ¿Cómo podría ocurrir de otra manera entre los pecadores que somos?

Es uno de los puntos en los que el realismo del Señor Vicente más nos ayuda a comprender lo que es para la Iglesia vivir de la caridad. No exclama él con demasiada facilidad: ¡Mirad cómo se aman! Nos ayuda a descubrir cómo ser fieles, humildemente y con perseverancia, en amar­nos, cuando uno es a menudo difícil de amar, y está uno tanto más necesitado de un verdadero amor. Nos enseña a no extrañarnos de los defectos de los demás, y a amar a éstos aun así, sabiendo que tampoco nosotros, ciertos días, somos fáciles de comprender y amar. También aquí proceden lo más a menudo los ejemplos que nos pone, de las comuni­dades por él fundadas. Pero no nos engañemos en ello, es un verdadero espíritu de Iglesia lo que él define; por eso se refiere de grado a la comunidad apostólica establecida por el Señor:

«Nuestra vocación especial es ir por toda la tierra; ¿con qué objeto? Con el de inflamar los corazones de los hombres, hacer lo que hizo el Hijo de Dios, él, que vino a poner fuego al mundo para abrasarlo en su amor. ¿Qué hemos de querer nosotros sino que arda y lo consuma todo? Es, pues, cierto, que fue enviado no solamente para que amara a Dios, sino para hacerle amar. No me basta a mí con amar a Dios, si mi prójimo no le ama. Pero si estamos obligados a llevar cerca y lejos el amor de Dios, si debemos inflamar las na­ciones, si estamos llamados a plantar este divino fuego por todo el mundo, si eso es así, hermanos míos, ¿cuán­to no debo arder yo mismo en el fuego divino?

La primera manifestación de esta caridad debe ser el buen entendimiento entre los misioneros:

«La unión entre vosotros hará que la obra de Dios tenga éxito, y nada podrá destruir esa obra si no es la desunión».

En realidad las cosas son menos simples:

«Los hombres son de tal hechura, que están sujetos al choque mutuo, aun los más santos; testigos son san Pe­dro y san Pablo, y también san Pablo y san Bernabé».

Quienes tienen una responsabilidad

«a nadie deben mirar como inferior a ellos, sino a todos como hermanos. Nuestro Señor decía a sus dis­cípulos: Yo no os llamo ya mis servidores, sino que os llamo amigos».

Esto no impidió que se manifestasen rivalidades entre ellos:

«Vemos que esta emulación se produjo en la primitiva compañía de la Iglesia, que fue la de los Apóstoles; pero sabemos también que Nuestro Señor la reprimió, ya con su palabra, reprendiendo a los que querían er­guirse, ya con su ejemplo, humillándose él el primero».

Este ejemplo de Jesucristo debe ser nuestra regla; hace de nosotros testigos, es decir, en el sentido fuerte de esta palabra, mártires:

«Publicar las verdades y las máximas del Evangelio de Jesucristo, no con palabras, sino conformando uno su vida a la de Jesucristo, y dar testimonio de su bon­dad y de su santidad a fieles e infieles; y en consecuen­cia vivir y morir de ese modo, eso es ser mártir».

Muchos cristianos se indignan al comprobar que ya no hay verdadera caridad en la Iglesia; y piensan con toda na­turalidad que tienen la culpa los demás; esos no carecen de defectos, por cierto, pero sería vano reprochárselos, si no comenzásemos nosotros mismos por ver todo lo que, por parte nuestra, contribuye a esa falta de caridad, la cual es, en efecto, un verdadero escándalo. Lo que primero hemos de procurar es convertirnos nosotros mismos al amor, uno de cuyos elementos esenciales es aceptar que los demás sean lo que son, y no reprochárselo, y amarles como son, así co­mo Nuestro Señor nos amó con un amor que nos transforma y nos enseña a que amemos a nuestra vez.

Se imaginan algunos que el sufrimiento mutuo es como ponerse en el peor de los casos, una concesión que debe ha­cerse a la imperfección de los demás, como si sólo ellos fuesen imperfectos. El Señor Vicente nos ayuda a descubrir que ese sufrimiento es un elemento fundamental en nuestra vida como miembros de la Iglesia, y que nadie puede vivir ni crecer en la caridad, y dar testimonio de Jesucristo, si no es fiel en la humildad y en la mansedumbre. Ved con qué deli­cadeza reprende él mismo a uno de sus sacerdotes:

«No puedo, no, no puedo, mi querido padre, expresaros el dolor que experimento contristándoos. Os suplico me creáis que, si no fuese por la importancia de la ma­teria, preferiría mil veces sobrellevar yo el dolor que causároslo a vos».

El que carga con una responsabilidad, debe tener la sencillez de aceptar los límites y los defectos de quienes co­laboran con él:

«Si Dios no nos dio a grandes personalidades para sa­lir adelante en nuestros proyectos, es que gusta mucho de que empleemos en ellos a los sujetos de los que dis­ponemos, por ineptos que sean».

Eso no está exento de dificultades:

«Puesto que sois el más antiguo y el superior, sopor­tadlo todo, digo todo, en el buen Señor Lucas; todo, digo una vez más, de manera que os despojéis del su­periorato y os acomodéis a él con caridad. Así es como Nuestro Señor ganó y dirigió a sus Apóstoles».

Y como no puede evitarse que el superior cometa muchas faltas,

«no sólo en su calidad de superior, sino también como misionero y corno cristiano, debe sacar, ayudado de la gracia, indecibles ventajas de las advertencias que por caridad se le hacen».

El santo recomienda la misma caridad en el sufrimiento de aquellos que se quejan de las imperfecciones de sus su­periores:

«No es posible hablar a hombres perfectos, de los que nada pueda decirse. Lo que falta a ese servidor de Dios no es de consideración, si se lo compara con lo que tiene; y Nuestro Señor suplirá incluso lo que no tiene, en lo que os afecta a vos, si miráis a Nuestro Señor en él, y a él en Nuestro Señor, como os lo suplico con todo mi corazón».

Debe además dominar una disposición benévola, previa a todo juicio:

«Por lo demás, hermano mío, debéis afianzaros en la máxima de estimar siempre que los superiores hacen todo cuanto pueden, que no hacen nada de cierta im­portancia sin considerarlo ni aconsejarse, y que no está permitido a los hermanos decir mal de su conducta; de otra suerte tendrían tantos árbitros con súbditos».

Esta benevolencia es tanto más normal y necesaria, cuan­to que también nosotros por nuestra parte la necesitamos ciertos días. Así se lo escribe el Señor Vicente a un herma­no coadjutor que le había escrito denunciando todas las fal­tas de caridad que advertía en su comunidad:

«Los santos cometieron faltas, y hasta los Apóstoles tenían desacuerdos; mucho tenía que sufrir Nuestro Señor entre ellos. Siendo, eso sí, hermano mío, ¿habrá que extrañarse de ver algo reprensible en aquellos con quienes estáis? Sabéis que vos tampoco estáis siempre en un mismo estado; si hoy sois exacto, si estáis muy unido a Dios y consoláis a toda la casa, mañana seréis desordenado, laxo y un motivo de pena para los demás; y tendréis entonces necesidad de que os sufran a vos del modo que vos les habréis sufrido a ellos. Por eso nos inculcó tanto nuestro común Padre y Señor el amor recíproco, sabiendo lo difícil que es vivir en paz para quienes no lo tienen. —Ese es el amor que nos falta, diréis. —Muy bien, hermano mío, juzgad eso de vos y no de los demás».

Al inculcar esta caridad, no pretende únicamente el san­to regular el buen orden interno de la comunidad, sino que pone a la Iglesia en estado de cumplir con su misión:

«Estad todos bien unidos unos a otros y Dios os ben­decirá, escribe a ocho misioneros que envía a Irlanda; pero que sea por la caridad de Jesucristo, pues ninguna unión que no esté cimentada en la sangre de este divi­no Salvador, puede subsistir. Es, pues, en Jesucristo, por Jesucristo y para Jesucristo como debéis estar uni­dos unos con otros. El espíritu de Jesucristo es un es­píritu de unión y de paz; ¿cómo podríais llevar almas a Jesucristo, si no estáis vosotros mismos unidos unos a otros y con él? No podría ser: no tengáis, pues, más que un único sentimiento y una única voluntad, de otra suerte ocurriría como con caballos que, enganchados a un mismo carruaje, tirasen unos hacia un lado y otros hacia otro, y lo destrozasen y rompiesen todo».

La vida misionera y sacramental

Leyendo al Señor Vicente, lo hemos comprobado, la Iglesia parece compuesta del Papa y de los obispos, de los sacerdotes y de las religiosas. El pueblo de Dios para nada entra, si no es como un pueblo de pobres al que hay que sacar de la miseria e iluminar con la luz maravillosa del Evangelio. Rige esta misión toda la vida de la Iglesia. Hay que correr a ella «como cuando se corre a un incendio.>. Para eso es necesario que hombres y mujeres consagren toda su vida a esa misión, la cual prosigue aquella que Je­sucristo vino a ejecutar en este mundo. Mas para nada entra ahí el apostolado de los laicos, ni el sentido de una Iglesia toda ella misionera.

Pero esta primera impresión pide ser matizada y corre­gida. Cada vez que el Señor Vicente hace a los cristianos verdaderamente cristianos, pone a éstos al servicio de los demás, al servicio de los más pobres de entre ellos, no en un espíritu de condescendencia, sino en un espíritu de humilde servicio:

«Los pobres son nuestros amos».

Trata así con las grandes señoras de la ciudad como con las humildes feligresas de Chátillon-les-Dombes, cuyo pá­rroco fue un breve instante. Emplea a unas y otras según aquello de lo que son capaces. Al precio que sea, les abre a la miseria del prójimo, para ayudarles de esa suerte a salir de su propia miseria, ignorada demasiado a menudo: egoísmo, inconsciencia, indiferencia. Comprometerlas en las solidaridades humanas, como se dice hoy, no hubiese tenido sentido alguno en aquel tiempo. Pero las despierta a la idea de que no se puede ser cristiano más que creciendo en la caridad, una caridad que no se paga de palabras, sino que paga con la propia persona. Las necesidades materiales y los sufrimientos humanos tienen un precio a sus ojos; y des­confía de toda persona demasiado presta a hablar de Jesucristo sin que cosa alguna en su comportamiento manifieste que vive del espíritu de Jesucristo.

Si habla más de los sacerdotes de la Misión y de las Hijas de la Caridad, es porque no tenemos de él más que palabras y escritos ocasionales, y porque ellos eran a quienes habitualmente se dirigía. Aunque unos y otros tienen en co­mún el haber consagrado su vida al servicio de Dios y del prójimo, no pone él a ambos en un mismo plano. Para él los sacerdotes —y no solamente los sacerdotes de la Misión–tienen un papel insustituible en la Iglesia de Dios.

Como sus contemporáneos, vive en una Iglesia que, en la época que sucede al concilio de Trento, se repone del grave desgarrón de la Reforma. Por no haberse sabido re­formar a tiempo, la Iglesia se ha escindido. Hay que aplicar el remedio allí donde se origina el mal: obispos que son grandes señores, sacerdotes inútiles en las cortes principes­cas, o bien pastores ineptos en el campo; régimen de bene­ficios, que da al dinero y al beneplácito del príncipe una par­te abusiva en el reparto de los cargos… y de las rentas. Para reformar verdaderamente la Iglesia, hacen falta buenos obispos y buenos sacerdotes.

Numerosos son los contemporáneos del Señor Vicente que, como él —que da todos los indicios de haber iniciado en Francia el primer seminario— se emplearán en dar bue­nos sacerdotes a la Iglesia. El Señor Olier en San Sulpicio, Bourdoise en San Nicolás du Chardonnet; el cardenal de Bérulle y Monsieur de Condren en el Oratorio; san Juan Eudes en Normandía, todos ellos se aplican por este mismo tiempo a la obra primordial de los seminarios. Pero mientras el Oratorio y San Sulpicio acentúan sobre todo la formación de un sacerdote vuelto hacia Dios, religiosos de Dios (¡aun­que Monsieur Olier era cura párroco!), más todavía que san Juan Eudes, el Señor Vicente forma obispos y sacerdotes misioneros, hombres del todo entregados a lo que era tarea primordial de Jesucristo: «Anunciar el Evangelio a los po­bres». Lo cual exige, por cierto, que sean hombres de Dios, totalmente entregados como Nuestro Señor al beneplácito del Padre. Pero el acento no es el mismo que el de los gran­des maestros de la escuela francesa, de la que, sin embargo, ha tomado mucho, de Bérulle señaladamente. Para él no es la virtud de la religión la que ocupa el primer plano, sino la caridad ardiente, el celo apostólico.

El Señor Vicente saca del Evangelio esta concepción del sacerdote:

«Nuestro Señor hizo sacerdotes y les instruyó y formó, y dioles poder para que ellos hiciesen luego a otros: Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a voso­tros. Su objeto era hacer por ellos lo que por sí mismo había hecho en su vida, salvar a todas las naciones, instruyéndolas y administrándoles los sacramentos».

Esta concepción exige santidad:

«Ahora que somos sacerdotes, estamos obligados a una santidad mayor y a socorrer a más almas. Nadie da lo que no tiene».

«Nuestro Señor formó sacerdotes».

A los que se dedican a ello después de él, hace el santo graves recomendaciones:

«No hay nada humano en eso; eso no es la obra de un hombre, es la obra de Dios. Es la prosecución de los quehaceres de Jesucristo, y por eso no puede ahí sino echarlo todo a perder la industria humana, si Dios no interviene. Ni la filosofía, ni la teología, ni los discur­sos obran en las almas; es preciso que Jesucristo inter­venga junto a nosotros, que nosotros estemos junto a él; que nosotros actuemos en él, y él en nosotros». «For­mar sacerdotes no es obra de un día, sino de muchos años».

Si insiste así, es en nombre de una convicción funda­mental:

«¡Oh, Señores! ¡Qué cosa tan grande es un sacerdote! De los sacerdotes depende el bien del cristianismo. Pe­ro, ¡Salvador mío! Si un buen sacerdote puede hacer grandes bienes, ¡oh! el mal que trae un sacerdote cuan­do prevarica».

Esta convicción hace que ponga gran cuidado en el dis­cernimiento de las vocaciones, por grande que sea la enver­gadura de la necesidad de auténticos obreros apostólicos:

«La mies es mucha, y hay pocos obreros; y aun sabéis que hay gran dificultad en formarlos buenos, y que entre los sujetos que se presentan, pocos son apropia­dos o están dispuestos a negarlo nunca a ser».

En aquel tiempo, como hoy, se discernían las vocaciones entre los que se presentaban; nada se oye de llamada alguna, dirigida a hombres que hubiesen tenido capacidad, pero no se percataban de ella. Tanta mayor importancia tiene escla­recer esas vocaciones. El punto al que el santo atribuye im­portancia mayor, es la libertad en dar este paso. Se nos ha conservado una carta suya en la que responde a una inter­vención episcopal demasiado insistente. En la última parte de ella escribe:

«Siguiendo el consejo de nuestros mayores, hemos op­tado por atenernos a la resolución ya tomada, de no re­cibir a nadie que nos sea presentado por sus parientes o amigos, a causa de la experiencia que tenemos, según la cual, pocos son los que llegan de entre los que no lo han pedido ellos mismos, ni vienen por devoción y deseo de darse a Dios».

Desconfía de las vocaciones familiares. Al saber que el hermano de un religioso suyo manifiesta el deseo de entrar en su Compañía, manda hacer una averiguación:

«Os ruego me digáis la edad y estudios que tiene, sus cualidades de espíritu, sus disposiciones corporales, en una palabra todo cuanto pueda darnos un conocimien­to suficiente para juzgar si le podemos efectivamente admitir, o más bien dejar para otra vez, y si hemos de traerle aquí o enviarle a Richelieu. Temo le atraiga el pensar en su hermano, o la curiosidad por ver París, o ambas cosas a la vez, más que el deseo de renunciar por completo al mundo».

En un tiempo en que una vocación podía traer muchas ventajas al interesado y a su familia, el Señor Vicente se acuerda de sus propios comienzos, y vela tanto más por la pureza de las motivaciones y de las intenciones. Para con las aptitudes es menos riguroso, pues sabe que Dios se com­place en servirse de instrumentos imperfectos, y no todos están hechos para las mismas tareas:

«Hacéis muy bien atendiendo a las disposiciones cor­porales y a las cualidades espirituales de los postulantes, escribe a un superior, para que no os hagáis cargo de ninguno, si es posible, que no vaya a llegar. Basta, sin embargo, con que tenga buena salud, un espíritu razonable y una buena intención, aun cuando nada tenga de extraordinario, ni siquiera talento para la predicación. Tenemos tantas otras cosas que hacer, a Dios gracias, que nadie que quiera trabajar estará ocio­so entre nosotros. De las piedras, Dios sabe hacerse hijos de Abraham; y Nuestro Señor, que escogió co­mo discípulos a hombres rudos, hizo de ellos hombres apostólicos, los cuales, sin tener ciencia adquirida ni espíritus elevados, ni gran prestancia, sirvieron con todo de instrumentos a su divino Maestro para con­vertir al mundo. Sean los misioneros muy humildes, muy obedientes, muy mortificados, muy celosos y lle­nos de confianza en Dios, y su divina bondad se servirá de ellos útilmente por doquier, y suplirá a otras cuali­dades que pudieran faltar».

En cuanto al papel propio del sacerdote en la Iglesia, hemos visto ya la insistencia del santo en el Anuncio de la Buena Nueva a los pobres; pero ésta no es únicamente mi­sión del sacerdote; todos los miembros de la Iglesia están llamados a ella; a las señoras de la Caridad, como a las Hijas de la Caridad, no cesa el Señor Vicente de recordarles que no pueden contentarse con la ayuda y el socorro mate­rial, sino que no deben omitir «alguna buena palabra que brote del corazón», para «llevarles a Dios».

La función del sacerdote sitúa a éste más estrictamente aún en el seguimiento de Jesucristo Salvador; y los poderes que le son propios deben permitirle jugar el mismo papel de discernimiento y de reconciliación, o más bien permitir al Señor mismo continuar, por mediación suya, siendo el Sal­vador de todos, y en primer lugar de los pobres.

Ser sacerdote,

«tal es la función por excelencia del Hijo de Dios»,

y es

«darse a él para que continúe ejecutando sus designios en nosotros y por nosotros». «Evangelizar a los po­bres es la función por excelencia del Hijo de Dios; y nosotros nos aplicamos a ella como instrumentos por los que el Hijo de Dios continúa haciendo en el cielo lo que hizo en la tierra». «El carácter de los sacerdo­tes es una participación en el sacerdocio eterno del Hijo de Dios. Es un carácter del todo divino e incom­parable, un poder sobre el cuerpo de Jesucristo —sobre su cuerpo natural y sobre su cuerpo místico— y un poder para perdonar los pecados de los hombres». «Estamos constituidos para reconciliar a las almas con Dios, y a los hombres unos con otros».

Una misión semejante exige santidad:

«Somos intercesores para reconciliar a los hombres con Dios. Ahora bien, para lograrlo, lo primero que debe­mos hacer es esforzarnos por agradar a Dios. Es pre­ciso que trabajemos por hacer reinar a Dios soberana­mente en nosotros mismos y luego en los demás».

Solamente entonces estamos en situación de ejercer el delicado papel de árbitros que nos corresponde en virtud de un título particular:

«Nosotros los sacerdotes estamos obligados a saber cuá­les son las verdaderas luces, ¡para desengañar a quienes caminan en tinieblas, para consolar a las almas agita­das por falsas ilusiones! Y si no lo hacemos somos cul­publes ante Dios de tantas almas como perecen por culpa nuestra, pues nuestro carácter nos obliga a eso».

Para ilustrar su pensamiento acerca del papel mediador del sacerdote, evoca la imagen bíblica de Moisés con los brazos alzados al cielo en un gesto de súplica. Es en 1655:

«Hay guera en todos los reinos católicos… Guerra por doquier, miseria por doquier. En Francia, ¡la gente sufre! ¡Oh Salvador! ¡Oh Salvador! ¿Qué puede hacer esa pobre gente de las fronteras, presa de estas miserias desde hace veinte años?».

«Decía… ¡qué digo, miserable! Se decía últimamente que Dios aguarda a los sacerdotes para calmar su có­lera; aguarda a que se coloquen entre él y la pobre gente, como Moisés, para obligarle a librarla de los males causados por su ignorancia y sus pecados, y que no sufrirían otra vez, si estuviesen instruidos, y si se trabajase en su conversión. Han de hacer eso los sa­cerdotes. Para eso nos da la pobre gente sus bienes; mientras trabaja, mientras lucha contra la miseria, so­mos Moisés, que debemos elevar las manos continua­mente al cielo por ellos. Somos los responsables, si sufren por su ignorancia y sus pecados; somos los cul­pables de todo lo que sufren, si no sacrificamos toda nuestra vida a instruirles».

El ritmo del pensamiento es muy característico de la mente del santo. Para él, el sacerdote, como Moisés, tiene por misión situarse entre Dios y los hombres; pero mientras que el Moisés de la biblia, en este episodio, se nos presenta como vuelto exclusivamente hacia Dios, el sacerdote debe aquí volverse hacia los hombres para convertirlos, para re­mediar lo que, en ellos, atrae la cólera divina, y por consi­guiente para instruirles antes que nada.

Pero ¿cómo puede hablar de cólera divina, él, que se ma­ravilla de la bondad infinita de Dios? Es que toma en serio ese amor de Dios, y también el pecado que lo desconoce; es para dar a conocer ese amor, para lo que renueva sin cesar el celo apostólico de los sacerdotes. Pero sabe bien lo que desarma la cólera de Dios, y es el amor mismo que nos de­muestra en Jesucristo nuestro Salvador.

Ese amor está en manos de los sacerdotes cuando ofrecen la santa misa, que es

«el medio más grande que tenemos de atraernos las bendiciones de Dios».

La misa está en el corazón de la vida y del ministerio de los sacerdotes, y el santo pide para ellos

«la gracia de que jamás la ofrezcan por costumbre». «Nosotros los sacerdotes de Dios. Debemos esforzarnos por ofrecer con la mayor perfección que nos sea posible ese sacrificio a Dios, según la voluntad también de Dios, como Nuestro Señor ofreció en la tierra el sa­crificio cruento e incruento de sí mismo al Padre Eter­no; y nosotros, Señores, debemos en la medida de nuestras fuerzas ofrecer nuestros sacrificios al Padre Eterno en ese mismo espíritu que acabo de decir lo hizo Nuestro Señor».

Se muestra aquí el papel insustituible del sacerdote,

«al que Jesucristo da todo poder, tanto sobre su cuer­po natural como sobre el místico, el poder de perdonar los pecados, etc. ¡Oh Dios, qué poder! ¡Oh! ¡Qué dig­nidad!».

Pero este poder no es, no redunda en propia ventaja, sino que está al servicio de los hombres; por eso se atiene el Señor Vicente a la costumbre de su Compañía, consis­tente en

«no tomar nada de las misas que se nos manda decir».

«Hemos recibido de Dios la gracia de instruir y con­vertir a los pueblos; eso nada nos costó, guardémonos de tomar nada de ello».

El sacerdote debe considerarse más bien como humilde ejecutor en la distribución de los sacramentos, cuyo dispen­sador es, y comenzar tomando en serio en su propia vida el ministerio de la reconciliación del que es servidor. Una mañana en que se revestía para decir la santa misa, inte­rrumpiose el santo:

«El Evangelio me enseña que al acercarse uno al altar, si se sabe de alguien que abrigue resentimiento contra uno, debe dejar la ofrenda…».

Dejó al instante ornamentos y sacristía y fue en busca de alguien en París de quien sabía abrigaba contra él cierto inmotivado resentimiento.

Recomienda aquello que practica. Da mucha importan­cia a la vida sacramental de las Hijas de la Caridad, especialmente a la confesión y a la comunión. A decir verdad, pien­sa que en general las hermanas no pecan mortalmente; les pide se confiesen sencillamente con su párroco, sin palabre­ría inútil, y se ofrezcan regularmente a la gracia del sacra­mento. En cuanto a la comunión, insiste en su importancia, y la recomienda a los seglares, aun a los jóvenes.

«para que les ayude a vivir cristianamente».

No cree pueda uno disponerse a la comunión mejor co­mulgando de tarde en tarde, y deplora la nefasta influencia del jansenismo en este punto. No hay que dejarse apartar de la comunión, ni por la falta de gusto ni por las penas inte­riores. En un solo punto es de una exigencia absoluta: la desunión con el prójimo:

«¡Cómo, hijas mías, ir a la sagrada comunión con la desunión en el corazón, estando en discordia con el prójimo! ¡Oh, lo que hay que guardarse de ello!».

Hay que reconciliarse primero, y no solamente con Dios. El mismo dio ejemplo.

Para completar este capítulo sobre la Iglesia, falta decir una palabra de lo que el Señor Vicente pensaba sobre Nues­tra Señora. Tiene, cuando habla de la Virgen María, la so­briedad y la justeza de expresión del Evangelio.

«La madre de Nuestro Señor permaneció siempre vir­gen y fue casta». «En la tierra, el Hijo de Dios sometió obedientemente su voluntad a la Virgen Santa y a san José». «La Virgen Santa jamás pecó, y sufrió mu­cho; ¿adónde fueron los méritos de sus sufrimientos? A los tesoros de la Iglesia».

Por eso tiene la más simple confianza en la oración a la Madre de Dios. Lo atestigua en la carta más antigua que de él nos ha llegado, cuando relata, en 1607, la aventura de cautiverio en Berbería:

«Dios mantuvo siempre viva mi confianza en la libera­ción por las asiduas oraciones que le dirigía a él y a la Virgen María, por cuya sola intercesión creo firme­mente haber sido liberado».

La Virgen Santa es sobre todo para él el modelo del amor de Dios. En las Reglas de las Hijas de la Caridad, co­mienza con estas palabras:

«La Compañía de las Hijas de la Caridad se establece para amar a Dios, servirle y honrar a Nuestro Señor su patrón».

Y añade:

«y a la Virgen Santa».

No es que ponga a ésta en el mismo plano; por el con­trario, la pone entre las mujeres que seguían a Jesús en el Evangelio; pero es que obraba por el amor y el agrado de Dios:

«¿De qué os servirá llevar un caldo, un remedio a los pobres, si el motivo de tal acción no fuese ese amor? Era el motivo de todas las acciones de la Virgen Santa, de las buenas mujeres que servían a los pobres, guiadas por ella y por los Apóstoles».

Como Madre de Dios que era, nada de cuanto descubría en su Hijo desperdiciaba:

«De la Virgen Santa se dice que guardaba en su cora­zón las palabras de su Hijo; se llenaba de ellas y luego las meditaba, de suerte que nada perdía de todas sus pláticas. Veis, pues, mis queridas hermanas, si la Vir­gen, que tanta conversación y comunicación tenía con Dios, a la que se descubrían los sagrados misterios y que no perdía la presencia de Dios, si con todas las lu­ces naturales y sobrenaturales que soberanamente la co­locaban por encima de todas las criaturas, no dejaba de guardar cuidadosamente las santas palabras de su Hi­jo, ¿qué no debemos hacer nosotros para conservar en nuestros corazones la unción de esta santa palabra?».

En un tiempo en que ciertos contemporáneos suyos, para exaltar a la Madre de Dios, se entregan a hipérboles, con frecuencia admirables, de otro lado, el Señor Vicente en­cuentra el tono justo para demostrar a la vez lo que ella tie­ne de único y lo cerca que está de nosotros. Quiere él en una ocasión confortar a uno de sus hermanos muy próximo a morir, y le pregunta simplemente:

«¿No detestáis con todo vuestro corazón todo lo que es contrario al contento y beneplácito de Dios? ¿No quisiérais haberle amado toda vuestra vida, como la Virgen Santa?».

¿Y no nos manifiesta él en esa ocasión su sentir más íntimo?

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